Boris Mišić
El vendedor
ambulante bajó la mirada. Hacía tiempo había aprendido que ante la nobleza
había que mostrarse humilde. Los nobles no toleraban las miradas directas ni
los ojos demasiado vivos. Un mal presagio, pensó; esto no augura nada bueno.
Observó al príncipe Relan y a su séquito, y no le gustó nada lo que vio. Los
ojos del príncipe, enrojecidos por el alcohol y el insomnio, lo miraban con
malicia. Su ropa estaba arrugada, seguramente por haberse revolcado con alguna
cortesana, y el cabello, revuelto y grasoso, anunciaba que el príncipe no
estaba en su mejor estado. Era famoso por su temperamento impetuoso, y el
vendedor esperaba que todo terminara en insultos y burlas, que no le patearan
la mercancía ni tiraran las flores.
El vendedor miró el cactus que
llevaba siempre consigo en una pequeña maceta. La mañana era fría y brumosa, y
le preocupaba si la planta estaba recibiendo suficiente luz. Le susurró con
suavidad, acariciando distraído las diminutas y punzantes espinas.
El príncipe Relan estaba de mal
humor. Aquella noche había fallado dos veces, cosa que jamás le había ocurrido
antes. Demasiada bebida o demasiada comida grasienta... Esas malditas perras
seguramente ya se lo habrían contado a todo el mundo. Antes del mediodía toda
la ciudad sabría que el príncipe no había podido… Maldición, ¿qué hace ese
campesino? ¿Habla con el cactus?
¿Te burlas de mí, eh?, murmuró para
sí. ¿Crees que estoy tan borracho que no me daré cuenta?
El murmullo del agua sacó al
vendedor de su ensoñación y de sus susurros al cactus. Por un instante no
comprendió de dónde venía el sonido. Abrió los ojos y su rostro adoptó una
expresión de horror. El príncipe, con una estúpida sonrisa, estaba orinando directamente
en la maceta de su querido cactus.
El príncipe no alcanzó a reaccionar
cuando la mano del vendedor, rápida como un rayo, se estrelló contra sus
ingles. Un largo y profundo: “Aaaaaaaannnghhhhh” resonó antes de que el
príncipe acabara de rodillas, mientras un dolor atroz le atravesaba la hombría.
La escolta del príncipe se despejó súbitamente. Desenvainaron sus espadas,
listos para hacer pedazos al desdichado.
—¡No! —gritó el príncipe—. Dejen
con vida a este desgraciado. Mañana al mediodía, en la Puerta Driria, te
desafío a duelo, enano. Tendré el placer de cortarte en pedazos. —El príncipe
se puso de pie con gran esfuerzo y pateó la maceta del cactus. El vendedor
rugió de rabia, pero de algún modo el cactus no se partió. A disgusto, el
príncipe sintió un primer destello de respeto hacia aquel hombre que defendía
su mísera propiedad con la vida. Hizo señas a sus guardias para que lo soltaran
y añadió—: Mañana… no te atrevas a faltar, o tú y tu maldito cactus acabarán en
el Pozo de las Pulgas.
El duelo fue una simple formalidad.
Un asesinato frío, o más bien una tortura. El príncipe era joven, fuerte y un
espadachín entrenado.
El viejo vendedor, con su miserable
abrigo y sus pantalones desgarrados, provocaba burlas. No acostumbrado a una
espada, se defendía torpemente, incapaz de evitar un solo ataque del príncipe.
Este lo hirió pronto en el brazo derecho y la rodilla izquierda. Luego en el
brazo izquierdo y la rodilla derecha. Le hizo varios cortes en el pecho y las
costillas. Lo torturaba lentamente, infligiéndole un dolor creciente. Cuando
consideró que había cobrado lo suficiente por el golpe en sus partes, lo
derribó de un tajo que le cortó las piernas por encima de las rodillas.
La espada cayó de las temblorosas
manos del vendedor. La sangre empapó la basta tela hecha jirones. El príncipe
le clavó la espada en el vientre y después le cortó la hombría.
A pesar del terrible dolor, el
vendedor no gritó ni suplicó, pero sus ojos pedían misericordia. Una
misericordia más profunda, no el simple miedo a la muerte que se acercaba. El
príncipe sintió incomodidad bajo aquella mirada. Deseó acabar el duelo lo antes
posible. Le preguntó, como dictaba la costumbre, si tenía algún deseo o alguna
última palabra.
—Por favor, Alteza… apiádese… en el
bolsillo de mi abrigo… lea… se lo ruego… el cactus, cuide de mi cactus…
El príncipe atravesó el corazón del
vendedor. Debería sentir satisfacción por haber destrozado a ese idiota que
había osado atacar a la nobleza, pero solo sintió cansancio e indiferencia.
Maldición… ¿qué lo llevó a morir
por un maldito cactus?
En algún momento de
aburrimiento, saturado de orgías interminables e intrigas de palacio, el
príncipe abrió el pequeño diario que había encontrado en el abrigo del
vendedor. Las primeras páginas estaban llenas de dibujos, unos a carboncillo,
otros a pluma. Todos representaban lo mismo: una hermosa joven de largo cabello
negro, de rasgos delicados, cuyo rostro irradiaba serenidad y belleza. Su
sonrisa melancólica arrancó al príncipe un gesto de admiración. El texto que
acompañaba los dibujos era fragmentado, apenas legible, como escrito por
alguien perturbado o muy nervioso.
Me duele tanto,
querida. Te miro cada día y no puedo oír tu voz, ni ver tus lágrimas y
alegrías, ni escuchar tus sueños… ¿Tienes frío? ¿Recibes suficiente luz? Esta
condena es difícil de soportar… me horrorizan los inviernos. Temo que tú…
El príncipe leyó a
saltos. El texto lo arrastraba hacia un torbellino oscuro.
Maldito sea el
día en que no quise tragarme mi orgullo. Los hechiceros son gentuza, y
Traganijan en especial. Dijana, hija mía. Eras la niña más hermosa del reino.
Si no hubiera rechazado a ese maldito pretendiente, esto no habría ocurrido.
Ay. Un padre orgulloso no quiso darte a un viejo calvo y feo. Lo pagué caro. Me
castigó terriblemente, hija mía. Transformar a alguien en otra forma de vida es
el nivel más alto de magia, y no hay hechizo que pueda revertirlo. Te veo, sé
que existes, absorbes los rayos del sol y te alegras de su luz. A tu padre eso
le basta. Pero me duele no poder oír tu voz. Mucho.
Pronto hubo cambios
importantes en el palacio.
El primero visible fue la cabeza
del hechicero Traganijan clavada en una pica, dejada allí para mirar desde las
almenas a los visitantes con sus ojos muertos.
Se decía que los hombres del
príncipe lo habían sorprendido dormido, cuando el poder de un hechicero es más
débil. Cesaron las borracheras del príncipe, y sus revolcones con prostitutas,
y se volvió más indulgente con los pobres.
Sin embargo, el cambio más
sorprendente, del que murmuraba toda la ciudad, tenía que ver con el cactus. La
planta fue llevada al palacio poco después del duelo. Los cortesanos no salían
de su asombro ante la atención y el cariño con los que el cruel príncipe
cuidaba la planta. No se separaba de ella, ni siquiera en presencia de
embajadores, reyes y generales.
Los cortesanos y los habitantes de
la ciudad fueron testigos de otro cambio inesperado: el príncipe prohibió los
duelos.
Boris Mišić nació el 6 de mayo de 1974. Vive y
trabaja en Novi Sad, Serbia, donde se graduó de la Facultad de Derecho. Sus
relatos de fantasía, ciencia ficción y terror se han publicado en varias
colecciones y revistas de Serbia y la región: Iron Gate, Guardians of the
Golden Fleece 2, Something Breathes in my Cake, Shades of Evil,
Shades of Time, Besan, Maksim, Omaja, UBIQ, Regia fantastica. Varios de sus
relatos fueron traducidos al esloveno y publicados en la revista eslovena de
ciencia ficción Supernova. También publicó tres colecciones
independientes de relatos de fantasía y terror: Šatorica Fairy, Bells of
Heaven y Heart of Dinara.

