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martes, 9 de abril de 2024

VICTORIA ALADA

 Daniel Alcoba

Victoria es una pura blasfemia tapizada en cuero. Tiene adn de vaca anglonormanda (Bovis bovis) con material genético de  murciélagos orejudos (Plecotus auritus), dos (2) alas, cuatro (4) patas, cuatro ubres de dos (2) pezones cada una. Su linaje era obra de becarios de la According Co. Desde aquella primera broma de combinar adn tan disímil habían pasado diecisiete generaciones de vacas aladas progresivas –por llamarlas así–, que a medida que insacularon material genético de las más diversas procedencias, cambiaron sus características físicas, etológicas y temperamentales.
Treinta promociones de ingenieros genéticos y otras veinte de masters genetistas siguieron bromeando con los genomas de las vacas aladas. En los últimos tiempos habían acercado a las pterovacas del prodigio al prodigio...
Cuando introduje una muestra de pelos y piel de Victoria en el GenTester me llevé un buen susto: el genoma de Victoria estaba más cerca del humano que del bovino. El GenTester clamaba auto de fe, iluminando el icono del horno.
En mis primeros años, cuando era genexorcista de 3ª clase, no habría dudado en dar muerte a Victoria, e incinerar sus restos hasta reducirlos a pura ceniza blanca. En el presente, ya exorcista de 1ª, pero en la sesentena, la idea de aniquilar a esa pobre criatura me supo a crimen, de manera que opté por callar los resultados del test y fingir que Victoria era una vaca rara.  
Sucesivas generaciones de ingenieros genéticos habían acentuado los rasgos ptero de Victoria, cuyos antepasados más remotos tenían alas tan pequeñas como las de los angelitos rococó, o bien los alerones de los coches de fórmula 1, es decir, inútiles para volar, y al mismo tiempo ridículas. Pero la madre de Victoria, que incorporaba 53 manipulaciones de pterogenes, ya tenía una considerable envergadura de sustento aéreo (3,8 metros), unos remos delanteros casi inútiles, y huesos huecos de estructura reticular. Ya podía llamarse, con rigor, con propiedad, pterobovis (malenconico blasphematoris, a causa de los genes humanos, pero yo acababa justamente de poner estos rasgos entre paréntesis, y guardarlos solo para mí).
Victoria tenía cuatro años de edad y desde hacía seis meses, entre las diez y media de la mañana y las cuatro de la tarde en días soleados, conseguía planear muchos metros lanzándose desde un pequeño barranco sobre un prado de verde hierba.
A causa de los miembros anteriores convertidos en alas, o solidarios con éstas, la marcha de Victoria era tan penosa como la de un murciélago. Y como además tenía genes humanos, le avergonzaba que la gente la viese andar de modo tan desmañado, que le miraran la enormes orejas grandes y redondeadas como antenas parabólicas, y demostraba una curiosa voracidad hacia los bichos, en particular le gustaba comer mariposas, arañas, tábanos…
        
El amor imposible entre la alada Victoria y el caballo Cencerro fue un fruto que no Dios sino el hombre hizo crecer en una rama demasiado frágil como para que pudiera sostenerlo. Cencerro también era un solitario, no por su monstruosidad que no la tenía en ningún sentido, sino por su soberbia y mala índole. Sin embargo, Victoria y él pudieron compartir un prado de muy buena gana. Tanto más porque uno pacía la alfalfa, la avena o la mera hierba, mientras la otra se comía los insectos.
Cencerro, un padrillo malacara de sangre muy caliente, cortejó a Victoria. Lo hizo de una manera por demás antinatural y cruel, puesto que además de ser un caballo, se comportaba como psicópata.
¿Qué podía salir de un romance tan desigual entre un pura sangre contaminado con material genético humano y una vaca con alas y orejas grandes como antenas parabólicas, e igual de redondas?
Fueron escarceos copulatorios sin la menor esperanza, no a causa de la histeria de Victoria —que no era nada histérica la pobrecilla—, sino por Cence, que al entrar en erección, luego de frotar la verga sobre la vagina de Victoria, e incluso lamerle un poco la grupa, levantaba la cabeza, soltaba un relincho y se lanzaba al galope tendido como si persiguiese alguna yegua del destino, abstracta, sin penetrarla nunca.
Luego Cencerro parecía olvidarse de todo, ni siquiera se masturbaba como suelen hacer los sementales sin yegua a la vista. Nada de eso, lo que solía hacer el caballo imposible de la cabaña del Buen Pastor era convertir los bríos sexuales en vanidad feroz.
Después de contemplar un momento la grupa baya de Cencerro que se alejaba al galope, Victoria escarbaba con los morros, hozaba en tierra blanda; y si por azar se le aparecían escarabajos, gusanos de tierra, hormigas, escolopendras, escorpiones... se los zampaba, mientras Cence proseguía su febril galope como si el celo de Victoria lo persiguiera también a la carrera.

Daniel Alcoba. Argentino, de La Plata, provincia de Buenos Aires. Se inició en la escritura como periodista a finales de los años 60. Por su militancia política fue detenido en Buenos Aires en 1971 y, posteriormente, en 1975. Tras más de seis años de encarcelamiento, acabó exiliándose en Francia en 1982. Dos años más tarde, se radicó en Barcelona, ciudad en la que realiza su obra poética y narrativa y donde ha adoptado la ciudadanía hispano-catalana. Sus primeras novelas incurren en la política ficción, el género policíaco y el simbolismo psicológico, aunque luego decantó hacia el fantástico con un estilo muy peculiar. Ha publicado El lector del diablo (1997), La montaña del origen (1999) y La cara hembra de Dios (2004). Es un escritor de amplio espectro, autor de numerosos trabajos de exégesis literaria acerca de autores clásicos y contemporáneos. Ha publicado también numerosos ensayos históricos, políticos y económicos. Lleva veinticinco años trabajando para la industria editorial de Barcelona como lector, traductor y redactor. 





LOS CUENTOS DEL CAN CERBERO (UNO)

 ESTRUJANTES, GLÓBULOS Y FLUCSIOS

Daniel Alcoba, Patricio G. Bazán, Héctor Ranea



Siendo como soy un omnívoro radical, en Titán dudo entre comer glóbulos, naranjas de dos metros de diámetro sobre seis patas rodantes, o estrujantes, sus predadores, que cazan en los pantanos de las selvas sud ecuatoriales de P 3268 G Alpha Centauri con exprimidores mecánicos colosales que arrastran en carretas de treinta ruedas tiradas por flucsios dodecápodos corniveletos de pelaje overo rosado. Los flucsios, tienen
una carne excelente para guisar. Se asan los todavía jóvenes, con cuernos no más grandes de un jeme.
—¡Adelar!
—¡Adela’ar para ti, también, primo!
Estaba a punto de almorzar. Elegimos una mesa a la sombra de un phaat enano de lujuriantes inflorescencias. El denso y dulzón aroma estimulaba aún más nuestro insaciable apetito.
—¿Qué pensaste para la entrada, primo?
—Costeletas de flucsio, primo. Con salsa de marjantes.
—Buena elección, primo. No muy hechas.
El camarero octópodo nos trajo la carta (DIN A3, 400 páginas papel ilustración impresa a 4 colores), casi dos kilogramos de difíciles decisiones, así que ni la miré.
—Lo mismo que él, con pelo del flucsio y, por favor, que el jugo de corniveleto esté a punto, no hervido. —El primo me miró con curiosidad.
—No sabía que te gustaban los corniveletos.
—Si está pasado me hace montar en cólera.
Como era previsible, el octópodo entendió mal y el cuerno vino con ese sabor a leche quemada que parece gutapercha rancia y respondí por mí. Me comí al octópodo y dos metros de la cola de mi primo.




PERDIDA EN LAS PROFUNDIDADES

Claudia Isabel Lonfat, Juan Manuel Montes, Daniel Alcoba


Se internó en la red como cualquier día. Después de aburridas horas de videos y comentarios sin sentido, cayó dentro de una publicidad. La publicidad la llevó cibernéticamente hacia una puerta, pagó el onecoin que costaba el ingreso y bajó las escaleras. Jamás había descendido tanto por la red. A su alrededor emergieron pantallas ofreciéndole sexo exótico y planos de armas en 3D. Treinta pisos más abajo encontró que los pasillos estaban húmedos y poco actualizados. Avanzo igual, a pesar de cierta incertidumbre, un poco entregada a lo que pudiera ocurrir en ese desvío virtual, hacia dónde era arrastrada por la curiosidad y el morbo. Ahora el silencio era absoluto; no se escuchaba el sonido de las ventanas emergentes, ni a los locutores robotizados. Entró en una habitación oscura que olía a almizcle. En un rincón se condensó el rostro de un hombre atractivo que le sonrió con ternura y la insolencia de un amante inminente que parecía conocerla de toda la vida.
—¿Es posible hacer el amor con un holograma? —quiso saber.
—Claro —respondió el galán etéreo—, pero para que salga bien tienes que encontrar los algoritmos de tu deseo, que son únicos. Y usarlos como si fuesen íntima lencería.
Ella cerró los ojos. De inmediato se abrió una ventana emergente desde el punto G, irradiando un fuego desconocido que iba más allá de las entrañas; en segundos, se convirtió en polvo.




CONSECUENCIAS INESPERADAS

Alejandro Bentivoglio, Carlos Enrique Saldívar, 

Sergio Gaut vel Hartman


Al chocar contra la pared a una velocidad descomunal, el automóvil quedó reducido a una papilla humeante de metal indescifrable. Los restos fueron vidrios y ladrillos desparramados por todas partes. Sin embargo, Werner no se hizo ni un rasguño. Se levantó y miró el desastre. Esperaba no haber roto nada importante; ni siquiera conocía el pueblo en el que estaba y ya daba una mala impresión. Salió tambaleándose del vehículo para alejarse antes de que explotara y cayó de rodillas pocos metros más adelante. Una muchacha se acercó a él para auxiliarlo y un policía preguntó:
—¿Cómo es posible que no se hiciera ningún daño? —Werner reconoció que no había usado el cinturón de seguridad ni bolsas de aire.
—Es un caso de Impresión Demorada —dijo la chica—. Es raro pero sucede. —Aunque ella no lo conocía, lo rodeó con sus brazos y lloró. Werner entendió sus palabras un segundo antes de que su tórax se partiera y su cabeza reventara.
Las semillas de Werner se esparcieron por todo el pueblo, y a su debido tiempo, germinaron. La chica, que se hacía llamar Leticia Oxford desde que vivía en la Tierra, cultivó los pequeños Werner con dedicación y esmero. Como pertenecía a una especie que se caracterizaba por su longevidad, tuvo tiempo de ver crecer a sus retoños y tras un prolijo adoctrinamiento, los usó para conquistar el planeta.  

Los autores: Claudia Isabel Lonfat, Caseros, Buenos Aires, Argentina; Héctor Ranea, Salta, Argentina; Alejandro Bentivoglio, Avellaneda, Buenos Aires, Argentina; Carlos Enrique Saldívar, Lima, Perú; Patricio Guillermo Bazán, Buenos Aires, Argentina; Daniel Alcoba, La Plata, Argentina; Juan Manuel Montes, Mendoza, Argentina; Sergio Gaut vel Hartman, Buenos Aires, Argentina.

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