Graciela De Mary
Don Manuel Achával era un miembro
distinguido de la burguesía porteña. Rescató a ciertos líderes de la rebelión
de Haití caídos en desgracia y los hizo trasladar a Buenos Aires. Sus
superiores de la Logia le habían ordenado iniciar una revolución y le
facilitaron la misión burlando el cerco impuesto por las grandes potencias. Si
la revuelta se extendía, toda la vida tal como se conocía en las cortes
europeas corría serio peligro: los palacios esculpidos en mármol de los
Pirineos y cubiertos de sedas, los salones enjoyados con caireles y escenas
bíblicas, los jardines y las fuentes; todo, hasta los puentes coronados de
ángeles, dependían de la zafra amarga del azúcar. Trescientos años de látigo y sangre
no habían sido suficientes. Los esclavos levantiscos de Haití debían ser
exterminados. O usados para otros fines. Doña Violeta, la esposa de don Manuel,
ignoraba lo que ocurría más allá de sus tertulias y tampoco tenía interés en
saber dónde quedaba el Caribe. En cambio, la excitaba conocerlo todo sobre los
poderes ancestrales de los negros. Por diferentes razones, los Achával
escondieron a los haitianos con el mayor sigilo en las piezas que rodeaban el
segundo patio de la casona y la señora se ocupó personalmente de que estuvieran
bien atendidos.
Al cabo de varios días de reuniones con los
huéspedes secretos, doña Violeta escribió una esquela. Ya era de noche y fue necesario
despertar a Jesús, el más fiel de sus sirvientes, para que la entregara. El
hombre, agotado, se levantó de mala gana. Ya sabía que a esa hora y con tanta
urgencia, debía correr hasta el lugar de siempre, sin importar el lodazal que
cubría las calles. Le hirvió la sangre de pensar que los otros negros dormían
calentitos en los cuartos del fondo. ¿Acaso no eran aún más negros que él y que
cualquier otro esclavo? La excitación de esa noche no le permitió a doña
Violeta desarrollar su caligrafía habitual, que solía ser exquisita. Tampoco
pudo introducir en el sobre ninguna ramita de lavanda. Las atesoraba en una
caja de maderas finas con herrajes de plata que su hermano le había traído del
Alto Perú. Cada vez que abría su caja, el aroma de las flores se mezclaba con
la loción inglesa que se contrabandeaba de ordinario en la ciudad puerto y que
impregnaba sus pañuelos vaporosos de encaje holandés.
Esteban, antiguo empleado de don Manuel,
recibió la nota en su cuartucho de dependiente ubicado a dos calles de la Plaza
Mayor. Por la hora, tuvo la certeza de que se trataba de la confirmación que
estaba esperando. La lámpara aún tenía aceite. Leyó con gesto serio: “Ya he
comenzado, amor mío. Sólo tuya, Violeta”. Al terminar, acercó la nota a la
llama y la quemó teniendo cuidado en recoger bien las cenizas.
Don Manuel, tal vez el comerciante más rico de
la ciudad, empezó a sentir los efectos del maleficio a los dos días del
despacho de la carta que su esposa le había escrito a Esteban. Al principio
creyó que lo había picado un insecto, de esos que pululan en la orilla barrosa
del Río de la Plata. Era común se que acercara hasta la costa de madrugada para
supervisar la mercadería que llegaba desde Colonia, antes de introducirla en el
enjambre de túneles que él tan bien conocía. La inflamación le cubrió el lado
derecho del cuello. La piel se tornó rosada, como la de los chanchos recién
nacidos que criaban en una de sus chacras. No le duró mucho y por eso le restó
importancia. Su mujer y sus nuevos amigos recién llegados de Haití, probaban
nuevos hechizos durante oscuras ceremonias. El segundo ataque lo debilitó.
Empezó a escupir sangre y durante dos días no salió de su dormitorio. El pobre
Jesús iba y venía con la bacinilla de loza fina. La esposa le servía, con
estudiados melindres, infusiones de hierbas y otras pociones que empeoraban su
condición. El médico de la familia estaba desorientado. Como si fuera un juego,
don Manuel salía y entraba de estos episodios con insólita rapidez. Cuando se
sentía bien, conspiraba para derribar al virrey y establecer un nuevo gobierno
con la alianza circunstancial de las clases bajas y los esclavos. Preparaba un
golpe para que los grandes comerciantes como él tomaran el poder. Durante sus mejorías
temporales, pasaba muchas horas fuera de la casa planificando, ordenando,
tejiendo alianzas. Doña Violeta aprovechaba la ausencia del marido para
perfeccionar sus técnicas. Ya no guardaba las formas y pasaba el día sin
arreglarse, incluso bebiendo con los brujos. En camisón y con el pelo renegrido
suelto, disfrutaba de la atmósfera turbia de la que se había hecho adicta. En
el salón, la platería reflejaba las luces de los velones negros que ardían
alimentadas por polvos de fórmulas secretas. Los terciopelos densos que cubrían
los ventanales atenuaban los gemidos de los que danzaban en estado de trance.
Jesús le había prohibido al resto de los esclavos siquiera acercarse. Una
noche, al borde de la locura, doña Violeta clavó varias agujas en el muñeco de
paja y trapo que representaba a su esposo. El éxtasis le produjo espasmos de
placer. Al poco tiempo, dejó de ver a su amante. Ya no la satisfacía. Había
sido su capricho de mujer joven mal casada con un viejo. Esteban no parecía
preocupado ni la buscaba. Al contrario, se preparaba en silencio desde su
oscuro puesto de escribiente. Ante la debilidad de su patrón, tomó las riendas
del negocio. Don Manuel se moría de a poco, mientras sembraba el germen de la
revolución entre la burguesía porteña. Violeta se consumía en su propia
venganza de mujer sometida. El matrimonio se exterminó a sí mismo.
El antiguo empleado supo que había llegado su
momento. Los enterró a los dos. Reemplazó a don Manuel en la Logia y en los
negocios. Gestionó la compra de las armas y las distribuyó entre el populacho
con la asistencia de los haitianos. Encabezó la milicia que por fin entró a
sangre y fuego a la fortaleza. Presidió la junta que se hizo cargo del gobierno
y redactó las nuevas leyes.
En el primer aniversario de la revolución, don
Esteban, como se hacía llamar ahora, pensó que era tiempo de consolidar su
poder. Había leído alguna vez que para un hombre de estado era preferible ser
temido a ser amado. Le llevó tiempo decidir una nueva forma de martirio. Quiso
imprimirle un sesgo aleccionador, bien criollo, para diferenciarse de los
anteriores amos. Inspirado en los antiguos sacrificios precolombinos, recurrió
a los haitianos que aún estaban vivos y los condenó a muerte por herejes.
Los habitantes de la ciudad, que ahora eran
libres, asistieron conmocionados a la ejecución colectiva que el nuevo gobierno
organizó en la plaza, muy cerca del río marrón.
Graciela De Mary nació el 8 de marzo de 1963 y
reside en Villa Ballester, Buenos Aires. Es profesora de historia y escritora.
Ha publicado el ensayo La enseñanza de la
historia y la literatura (2017) y el libro de cuentos Un laberinto de vidrios rotos (2019). También participó en
numerosas antologías como Gente de pocas
palabras (2018), Más allá de un no
(2018), Antología del Primer Concurso
Nacional e Internacional de Relatos breves, Israel (2019) y Caperucita
feroz (2020). Colaboró con la Revista Yzur (Universidad estatal de
Rugers de Nueva Jersey) Vol. 3, Nº 1, julio de 2021. Publicó su segundo libro
de cuentos Cría cuervos (2022) y participó
en la antología Calladita te ves mejor
(2024).