Maritza Macías Mosquera
La reunión terminó trágica y abruptamente. Elisa entregó todas las joyas
que Alan le había regalado; era parte del acuerdo prenupcial. Claro está que
Alan se había casado para toda la vida, porque sus creencias religiosas así lo
indicaban. No habían tenido intimidad sexual durante el noviazgo. Elisa, atea,
lo había aceptado, porque también lo amaba, aunque, a veces, hubiera querido
mandar todo a la cresta del mundo, pero aceptó las exigencias primero y las
cláusulas luego.
Muy jóvenes ambos, habían coincido en la misma carrera
en la universidad, se hicieron novios en secreto para evitar cualquier tipo de
problemas y reuniones familiares que los distrajera del tema estudios y
noviazgo.
Juntos terminaron su carrera y decidieron comunicar a
sus padres el noviazgo y, tal como lo habían pronosticado, los padres de ambos
rápidamente iniciaron planes para una boda.
—¿Porque esto va en serio, verdad hijo? —fue la consulta
del padre de Alan.
Cada familia quiso conocer a la otra. Ese fue el
primer escollo que tuvo que enfrentar la pareja: la diferencia social. Los
padres de Alan pertenecían a una familia aristocrática, en cambo Elisa provenía
de una familia de abuelos pobres y su madre era la primera en la familia que
había alcanzados estudios técnicos superiores. Su padre alcanzó nivel
universitario, pero debido a lo costoso de su carrera, había desistido, no pudo
con tantas deudas y comenzó a trabajar en una oficina de abogados haciendo la
parte más dura y recibiendo bastante menos paga de la adecuada, por no ser
titulado. Con mucho esfuerzo criaron y educaron a sus dos hijos, el hermano de
Elisa, Joaquín, llevaba años reclutado en las Fuerzas Armadas.
Alan, por el contrario, estudió en colegios pagados y
la universidad era un paso más para seguir en la clínica de sus padres, ambos
médicos de gran prestigio.
—¿De cuál de las familias Lermanda eres hija? —preguntó
Sofía, madre de Alan—, ¿de los del norte o de los del sur?
—Nnno ssé, soy Lermanda, hija de mi padre…
—Pero debes saber si son los Lermanda, dueños de las
lecherías en el sur o de los Lermanda dueños de las minas en el norte.
—Mmmm, yo creo que ni de una ni de otra de esas
familias —contestó Elisa, confundida y sin terminar de comprender el porqué de
la pregunta—; mi padre siempre ha vivido aquí, en esta ciudad, nunca en otra
parte.
—Veo —Sofía se dirigió a su hijo— que tu Elisa no es
hija de ninguno de los Lermanda, amigos nuestros. —Había cierta ironía en la
voz de Sofía.
—Mamá, ¿eso qué importancia puede tener? Elisa y yo
nos amamos, eso es todo lo que deben saber. —Arguyó Alan, con desánimo.
—No te equivoques hijo, No te equivoques —dijo la
madre cargando firme su voz en esta frase—. En nuestro medio todo importa,
principalmente, saber de qué familia vienes.
Salieron de aquella reunión familiar, cabizbajos los
dos. Elisa rompió el silencio con un llanto que ya no podía contener.
—¡Cálmate, mi amor! —suplicó Alan.
—Ya ves —le dijo Elisa—, no podremos casarnos, será
mejor seguir de novios y algún día terminar con esta relación para no
perjudicarte.
—Hablaré con mis padres, les diré que no podrán
interponerse, que de todas maneras nos casaremos.
Muchas cláusulas le fueron impuestas a Elisa para
poder optar por ese marido; ella finalmente las aceptó; solo quería estar con
él. Pero sabía que Sofía la iba a perseguir hasta el cansancio con sus
comentarios altaneros y provocativos. Sí, hasta el cansancio, porque un día
Elisa le respondió de mal modo, tomó sus llaves y se marchó de esa casa.
Tampoco se apareció por el hospital donde compartían algunas horas de trabajo
con Alan. Luego él se iba a la clínica de sus padres a terminar la jornada.
Alan la llamó muchas veces, pero ella no contestó; su
madre ni por un instante sintió pena, menos arrepentimiento. Por fin se había
zafado de aquella cualquiera, de la trepadora, de la aprovechada. ¡Miren que no
iba a saber que Alan era hijo de ellos y que tenía un sitial privilegiado en la
alta sociedad local y nacional! ¡La trepadora no pudo con ella; ¡no iba a
resignarse a perder a su hijo!
—Cuando hables con ella, recuérdale lo de la cláusula
de las joyas y bienes que tú le pasaste, debe devolverlos, son de la familia.
—No todo, madre, hay cosas que yo le compré con mi
dinero.
—¡Claaaro, el que ganas en nuestra clínica…!
—Mamá, ¡eres insufrible!
De tanto insistir con las llamadas, un día Elisa le
respondió. Por fin había logrado contactarse con ella. Le pidió perdón, pero
que regresara y le prometió que ya no trabajaría más en la clínica, que si ella
no quería no irían más a casa de sus padres, le rogó, le recordó lo hermoso que
era pasar tiempo juntos, lo vivido en la universidad y todo lo que se guardaron
para poder casarse como dios manda.
Elisa aceptó verlo por última vez en el departamento
que habían alquilado y que en los últimos tiempos solo ella ocupaba. La
pocilga, le llamaba Sofía, cuando supo dónde vivirían.
Elisa tenía consigo algunos documentos y las joyas
que, a lo largo de todo el noviazgo y el poco tiempo casados, él le había
obsequiado.
Alan estaba inquieto, de pie en medio de la sala. Se
acercó y la abrazó. Luego le susurró al oído la falta que le había hecho, que
no podía vivir sin ella, que lo harían todo como ella quisiera.
Ella se despegó de aquel abrazo, lo miró con ternura,
sacó de su bolso el paquete con las joyas y las dejó sobre la mesita de estar
donde Alan había servido dos tragos para celebrar el reencuentro. Pero Elisa le
habló con toda calma, explicándole que no podrían estar juntos habiendo tanas
cosas que los separaban; ella renunciaba a su amor por amor. Alan se dejó caer
en el sillón, abatido, pero casi de inmediato volvió a ponerse de pie, le tomo
ambas manos y la abrazó de nuevo.
—No me rechaces —dijo—, te lo ruego, haremos todo
distinto, donde mis padres no estén.
—Sabes que te amo, por eso mismo me alejaré, podrás
hacer tu vida como siempre, yo no voy a estar al medio de tanta polémica, mi
vida es mucho más simple que eso.
Los padres de ambos esperaron las veinticuatro horas correspondientes y
luego estamparon la denuncia por desaparición, temiendo una posible desgracia.
Al día siguiente consiguieron la orden para ingresar. Los padres de Elisa,
absolutamente consternados, solo rezaban porque estuvieran bien "los
niños". La policía echó la puerta abajo; nadie sabía de ellos, a nadie le
respondían los teléfonos; los celulares estaban descargados.