martes, 11 de marzo de 2025

PARA TODA LA VIDA

Maritza Macías Mosquera


La reunión terminó trágica y abruptamente. Elisa entregó todas las joyas que Alan le había regalado; era parte del acuerdo prenupcial. Claro está que Alan se había casado para toda la vida, porque sus creencias religiosas así lo indicaban. No habían tenido intimidad sexual durante el noviazgo. Elisa, atea, lo había aceptado, porque también lo amaba, aunque, a veces, hubiera querido mandar todo a la cresta del mundo, pero aceptó las exigencias primero y las cláusulas luego.

Muy jóvenes ambos, habían coincido en la misma carrera en la universidad, se hicieron novios en secreto para evitar cualquier tipo de problemas y reuniones familiares que los distrajera del tema estudios y noviazgo.

Juntos terminaron su carrera y decidieron comunicar a sus padres el noviazgo y, tal como lo habían pronosticado, los padres de ambos rápidamente iniciaron planes para una boda.

—¿Porque esto va en serio, verdad hijo? —fue la consulta del padre de Alan.

Cada familia quiso conocer a la otra. Ese fue el primer escollo que tuvo que enfrentar la pareja: la diferencia social. Los padres de Alan pertenecían a una familia aristocrática, en cambo Elisa provenía de una familia de abuelos pobres y su madre era la primera en la familia que había alcanzados estudios técnicos superiores. Su padre alcanzó nivel universitario, pero debido a lo costoso de su carrera, había desistido, no pudo con tantas deudas y comenzó a trabajar en una oficina de abogados haciendo la parte más dura y recibiendo bastante menos paga de la adecuada, por no ser titulado. Con mucho esfuerzo criaron y educaron a sus dos hijos, el hermano de Elisa, Joaquín, llevaba años reclutado en las Fuerzas Armadas.

Alan, por el contrario, estudió en colegios pagados y la universidad era un paso más para seguir en la clínica de sus padres, ambos médicos de gran prestigio.

—¿De cuál de las familias Lermanda eres hija? —preguntó Sofía, madre de Alan—, ¿de los del norte o de los del sur?

—Nnno ssé, soy Lermanda, hija de mi padre…

—Pero debes saber si son los Lermanda, dueños de las lecherías en el sur o de los Lermanda dueños de las minas en el norte.

—Mmmm, yo creo que ni de una ni de otra de esas familias —contestó Elisa, confundida y sin terminar de comprender el porqué de la pregunta—; mi padre siempre ha vivido aquí, en esta ciudad, nunca en otra parte.

—Veo —Sofía se dirigió a su hijo— que tu Elisa no es hija de ninguno de los Lermanda, amigos nuestros. —Había cierta ironía en la voz de Sofía.

—Mamá, ¿eso qué importancia puede tener? Elisa y yo nos amamos, eso es todo lo que deben saber. —Arguyó Alan, con desánimo.

—No te equivoques hijo, No te equivoques —dijo la madre cargando firme su voz en esta frase—. En nuestro medio todo importa, principalmente, saber de qué familia vienes.

Salieron de aquella reunión familiar, cabizbajos los dos. Elisa rompió el silencio con un llanto que ya no podía contener.

—¡Cálmate, mi amor! —suplicó Alan.

—Ya ves —le dijo Elisa—, no podremos casarnos, será mejor seguir de novios y algún día terminar con esta relación para no perjudicarte.

—Hablaré con mis padres, les diré que no podrán interponerse, que de todas maneras nos casaremos.

Muchas cláusulas le fueron impuestas a Elisa para poder optar por ese marido; ella finalmente las aceptó; solo quería estar con él. Pero sabía que Sofía la iba a perseguir hasta el cansancio con sus comentarios altaneros y provocativos. Sí, hasta el cansancio, porque un día Elisa le respondió de mal modo, tomó sus llaves y se marchó de esa casa. Tampoco se apareció por el hospital donde compartían algunas horas de trabajo con Alan. Luego él se iba a la clínica de sus padres a terminar la jornada.

Alan la llamó muchas veces, pero ella no contestó; su madre ni por un instante sintió pena, menos arrepentimiento. Por fin se había zafado de aquella cualquiera, de la trepadora, de la aprovechada. ¡Miren que no iba a saber que Alan era hijo de ellos y que tenía un sitial privilegiado en la alta sociedad local y nacional! ¡La trepadora no pudo con ella; ¡no iba a resignarse a perder a su hijo!

—Cuando hables con ella, recuérdale lo de la cláusula de las joyas y bienes que tú le pasaste, debe devolverlos, son de la familia.

—No todo, madre, hay cosas que yo le compré con mi dinero.

—¡Claaaro, el que ganas en nuestra clínica…!

—Mamá, ¡eres insufrible!

De tanto insistir con las llamadas, un día Elisa le respondió. Por fin había logrado contactarse con ella. Le pidió perdón, pero que regresara y le prometió que ya no trabajaría más en la clínica, que si ella no quería no irían más a casa de sus padres, le rogó, le recordó lo hermoso que era pasar tiempo juntos, lo vivido en la universidad y todo lo que se guardaron para poder casarse como dios manda.

Elisa aceptó verlo por última vez en el departamento que habían alquilado y que en los últimos tiempos solo ella ocupaba. La pocilga, le llamaba Sofía, cuando supo dónde vivirían.

Elisa tenía consigo algunos documentos y las joyas que, a lo largo de todo el noviazgo y el poco tiempo casados, él le había obsequiado.

Alan estaba inquieto, de pie en medio de la sala. Se acercó y la abrazó. Luego le susurró al oído la falta que le había hecho, que no podía vivir sin ella, que lo harían todo como ella quisiera.

Ella se despegó de aquel abrazo, lo miró con ternura, sacó de su bolso el paquete con las joyas y las dejó sobre la mesita de estar donde Alan había servido dos tragos para celebrar el reencuentro. Pero Elisa le habló con toda calma, explicándole que no podrían estar juntos habiendo tanas cosas que los separaban; ella renunciaba a su amor por amor. Alan se dejó caer en el sillón, abatido, pero casi de inmediato volvió a ponerse de pie, le tomo ambas manos y la abrazó de nuevo.

—No me rechaces —dijo—, te lo ruego, haremos todo distinto, donde mis padres no estén.

—Sabes que te amo, por eso mismo me alejaré, podrás hacer tu vida como siempre, yo no voy a estar al medio de tanta polémica, mi vida es mucho más simple que eso.

 

Los padres de ambos esperaron las veinticuatro horas correspondientes y luego estamparon la denuncia por desaparición, temiendo una posible desgracia. Al día siguiente consiguieron la orden para ingresar. Los padres de Elisa, absolutamente consternados, solo rezaban porque estuvieran bien "los niños". La policía echó la puerta abajo; nadie sabía de ellos, a nadie le respondían los teléfonos; los celulares estaban descargados.

Y estaban bien, bien muertos, al más puro estilo shakespeariano.

Maritza Macías Mosquera nació en Chile en 1959. Realizó sus estudios universitarios en la Universidad de Concepción, egresando como Profesora de Educación General Básica en el año 1984. Ha incursionado en la escritura en varios géneros como el epistolar, la lírica, la novela, el cuento y microcuentos y, en la actualidad en el ensayo; ha publicado algunos de sus escritos individualmente y participando con otras y otros escritores, en blogs y en Facebook. Trabajó en escuelas de alta vulnerabilidad, lo que la llevó a mejorar sus competencias, obteniendo el grado de diplomada en gestión de Liderazgo Educativo y en Pedagogía Teatral, y luego dos post títulos, como Orientadora Educacional y Como Jefe de Unidad Técnica Pedagógica. Para terminar, obtuvo el Grado de Magíster en Gestión Educativa, en la Universidad del Mar.

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