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domingo, 19 de mayo de 2024

MAMÁ, SIEMPRE TAN JOVEN

María Angélica Vicat

Sur de Francia, 1992

 Hoy cumplo cincuenta años y ha sido un día como los demás. Igual que los anteriores durante los últimos veinte años, mamá llegó temprano de visita. Mi esposo ya no estaba porque tiene su otro amor en la ciudad, su estudio jurídico, y sale antes que asome el sol, mientras yo aún duermo. Eso ya es muy temprano, hasta para mamá. Ella es madrugadora y a mí, sin embargo, me gusta quedarme un rato remoloneando en la cama, o tomando té, o mate. El mate lo adquirí hace años, en Argentina, y lo conservo. Me gusta. A mamá también y solemos sentarnos a la sombra de los sauces, en verano, cerca del estanque, o bajo los olmos, a tomar mate bien helado. O en invierno, junto al fuego, calentito. Te entibia el alma, es el dicho de mamá. Ella siempre viene de visita. A veces, a la mañana, me despierto oyendo como riega las plantas del jardín. En especial le agrada regar un jazmín que plantó bajo las ventanas que dan al sur, para que recibiera bien el sol, dijo. Yo siempre respeté el gusto de mamá por las plantas. No soy de esas personas que se pasan la mitad del año replanteando su jardín y la otra mitad plantándolo. Conservo todo como lo encontré. Mamá invariablemente me sugiere que ahora que mis hijos están grandes, casados, y yo quedo sola en esta enorme casa campestre, debería dedicarme a algo que me entrenara más la mente. Algún día le haré caso y será una sorpresa para ella. Creo que me gustaría escribir relatos de fantasmas... De niña era buena para eso. Les hacía erizar el pelo a mis primos contándolos alrededor del fuego nocturno en vacaciones. En especial a Pauline. Le encantaba hacerme narrar horrores llenos de sangre y aparecidos folklóricos. Sí, tal vez lo haga. En serio. Pero no le diré nada a nadie y los publicaré con seudónimo. Mientras tanto me quedaré aquí, con mis libros y mi herbario inconcluso. Creo que no lo terminaré nunca, pues estoy segura que no sabría qué hacer con él si lo finalizara. Mi esposo dice que en verdad solo me interesan esas pequeñas florecillas como pretexto para pasear sola por los campos. Y tal vez tenga razón. Me conoce bien. Pero ahora nos sentaremos afuera, en el jardín bajo esos árboles tan verdes y conversaremos acerca de los hijos y los nietos y también de política internacional. Muchos no me creerían si les contase lo informada que está mamá. Bueno, en realidad desde que murió papá no tuvo nada que hacer. Era rica y nosotros grandes. A mí nunca pudo persuadirme de que me interesara en eso, en lo que pasa en el mundo, quiero decir... su único triunfo fue convencerme de que debo escribir. Viene a menudo y últimamente lo hace más seguido. Conversamos mucho. Yo siempre he sido muy apegada a mamá. Esta primavera está bien florecida y las plantas antiguas están repletas de flores nuevas y son hermosas. Es hermoso también sentarse entre y bajo ese gran verde claroscuro y discutir temas cautivantes. Con mamá puedo hablar de cualquier cosa, es increíble lo actualizada que está, a su edad uno pensaría que hay temas que ya no le resultarían atrayentes, pero no es así... Y siempre acierta en sus predicciones.

—Tal ministro renunciará… —le digo yo a mi esposo a la hora de la cena.

—¿De dónde lo sacaste? ¿Por qué?

—Ha cobrado una coima muy grande por el contrato de la nueva petrolera que prospectará la Antártida... ya es de público y notorio... me lo dijo mamá hoy.

Y sale. Al día siguiente renuncia y se le dan ceremoniosamente las gracias por los servicios prestados. Mamá me cuenta que el té de manzanilla con agua de avena es espléndido para la piel. Y debe tener razón. Luce muy bien. Hoy lo probaré. Y seguro que Adrien me dirá:

—Adivino: hoy estuvo tu madre, a ella únicamente se le pueden ocurrir esos emplastos... —Yo le discutiré que mamá se ve muy bien para su edad y él se reirá y me asegurará—: ¿A que volvió a podar la parra? A este paso despediré al jardinero, tu madre arregla el jardín mucho mejor... debería venir más seguido. —Y se reirá de su chiste... Pero, en realidad, no se sabe cuándo vendrá mamá. Sus únicos días de visita fijos son para mi cumpleaños y es por eso que prefiero quedarme en casa a esperarla y no salir por ahí de fiesta o hacer alguna aquí. A mamá no le gustan mucho las reuniones y se ríe de la gente. Por otra parte, no creo que se vista de fiesta. Hace años que anda con sus polleras escocesas y su vieja cazadora de gamuza, en mocasines. Adrien no me creía que mamá hacía todas esas cosas hasta que la vio haciéndolas y, desde entonces, de vez en cuando, me pide:

—Si viene tu madre, por favor, que me haga un flan... con mucha crema, frutillas y nueces… ella sabe. —Y mamá sonríe y se lo deja listo. Él vuelve del trabajo, a veces cansado, lo encuentra en la heladera y se alegra mucho—. ¡Ah, France! ¡Suegras así valen la pena! —dice. A ella misma se lo dice. Hace dos o tres años, mamá me invitó a salir.

—¿No quieres venir a mirar vidrieras o a buscar alguna librería de viejo? ¿Y si vamos al pueblo...? —sugirió. Pero yo sé que en realidad ella prefiere quedarse en casa y conversar, guisar o hacer tortas. Además, no quiero que me confundan. Si algún conocido nos viese, estoy seguro que se sorprendería mucho. De verdad. Ella parece mi hermana menor, y tal vez alguien pregunte. No sé. No me gusta la idea. Mamá siempre me quiso mucho y es por eso que viene a verme. Sé que todos pensaron que yo estaba loca cuando nacieron los mellizos, porque no lloré para nada. Verdaderamente. Eso fue por culpa de mi hermano, y también de Adrien, que esperaron toda esa noche fumando en el hall de la maternidad –lo que nunca habían hecho y que les produjo una descompostura terrible–, sin decírmelo, mientras mamá estaba a mi lado alentándome y asegurándome que el parto iba a salir bien, hasta que los mellizos nacieron en la madrugada. Los pobres temían que me pasara algo malo, así, en ese trance. Ahí recién me dijeron que mamá había tomado un avión cuatro días antes, en Buenos Aires, para venir a acompañarme en el nacimiento de sus primeros nietos. y que el avión había explotado en el aire a los veinte minutos de vuelo. Sobre el Atlántico helado. Por supuesto que lo entendí de inmediato y es por eso que no quiero mudarme, por lo mismo tampoco lloré... Pero, la verdad, no sé si mamá vendrá a verme si me cambio a otra casa… y no se lo puedo preguntar. Yo creo que sabe que es un fantasma, pero no me atrevo a hablar con ella de esas cosas. Todo tiene que seguir como si no fuera cierto y no pasara nada. Y así seguirá, porque es mi mamá y yo la extrañaría mucho si no viniera más. Por otra parte, es muy lindo sentarnos bajo los árboles de la antigua casa como antaño lo hacían los bisabuelos y hablar de ellos y de los nietos y de las recetas de cocina y de cómo florecerán las gardenias que plantó tía Béa o de las guerras que no nos tocan, porque así era antes y así quiero que siga, sabiendo que la vida continúa, más que nunca en primavera. Ya lo dije, soy grande y empiezo a envejecer, es mi mamá y yo la necesito. Además, nos queremos mucho.

 

María Angélica Vicat nació en la ciudad de Buenos Aires en 1946. A lo largo de su vida residió en distintas localidades de las provincias de Córdoba, Buenos Aires, Santa Cruz, Río Negro, Corrientes y Santa Fe. Actualmente vive en Villa Giardino (Córdoba). Trabajó de meteoróloga, docente rural de escuela primaria, comerciante de artesanías, periodista y librera. Tuvo seis hijos que le dieron quince nietos y varios bisnietos. Escribe relatos de fantasía y ciencia ficción, algunos de los cuales subió a plataformas de autoedición en Internet. Te compré girasoles, finalista del Concurso Regional de Nouvelle EMR 2018, es su primer libro publicado.

 

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