Erica Echilley
La
colisión se hacía inminente. Intenté aferrarme al asiento, pero las llamas no
dejaban nada a su paso. Mi cara solo devolvía la expresión del horror. No iba a
salir con vida del fuego que se acercaba y devoraba todo a su andar. Voy a
morir pensé, mientras mi pecho bombeaba tan rápido que parecía abandonar mi
tórax. Y de pronto una explosión, las partículas de escombros se aproximaban
hacia mi retina. Grité y me cubrí el rostro. La brusquedad del movimiento me
despertó de mi trance. Mi cuerpo se mecía por el breve oleaje del mar en el que
estaba nadando. De cara al cielo, observé la quietud abúlica del día despejado
y suspiré. Era otra de esas pesadillas. “Hay que dar gracias por lo que tenemos”,
me decía mi madre cuando era pequeña. Por eso, siempre agradecía poder escapar
de la hiperproductividad de la oficina y entregarme al placer inigualable de
nadar en el Caribe.
Las playas paradisíacas de Punta
Cana se reflejaban en mis pupilas azules que se confundían con la tonalidad del
agua. Me mecía con los brazos extendidos apuntando mi rostro hacia el camino de
las aves. La preocupación solo se hacía carne en mí cuando volvía a volar.
Odiaba volar. Odiaba las turbulencias sorpresivas de esos baches en el aire,
hasta que aterrizaba en el aeropuerto y me olvidaba de mis pensamientos
derrotistas. Tenía vértigo de morir. Así se lo definía a mi psicóloga cada vez
que nos veíamos y le contaba sobre mis ataques de pánico cuando volaba. Tenés
que vencer tus miedos, me decía con obviedad como un podcast de cualquier
psicólogo famoso de turno. Por eso, cuando mis pies tocaban las manos de la
madre tierra, daba gracias por un día más de vida, o uno menos. Daba gracias, a
veces, a Dios. A veces solo agradecía mirando al celeste ficticio de los
cielos.
Mi saco de huesos estaba bronceado.
Mi abdomen era un himno a lo bello, pero también al deseo de todas aquellas
mujeres a las que les había dicho que no. Las miradas no se dirigían a otro
lugar que no fuera a mi inmensidad. Solía caminar con la arena entre mis dedos
y sonreír como una rockstar, como si hubiera una cámara mirándome todo el
tiempo. Mi postureo exagerado me situaba en la categoría de ególatra, de
soberbia, nada más alejado de ser una agradecida. Nunca hay mejor defensa que
un buen ataque, pensaba mientras caminaba como si estuviera en una pasarela. Tenía
que sobrevivir al mundo, a mis complejos más marcados, tenía que sobrevivir a
mis inseguridades y, en definitiva, a todos los fantasmas que yo misma
alimentaba. Pero no quería que nadie lo supiera. A eso se debía el postureo,
por eso la soberbia.
Ese jueves llovía. El camino de las
ballenas estaba más agitado que nunca, pero a mí no me importó. Nadé hasta una
cueva llena de corales y me quedé contemplando un punto de fuga en la
perspectiva oscura e inhóspita que refractaba la profundidad del lugar. No me
percaté de que llovía más fuerte. La cueva se iba llenando cada vez más de agua
ante mis ojos curiosos y ambiciosos que querían seguir nadando para ver qué había
en el fondo. Parecía el final del túnel. Nunca había pensado en la muerte tanto
como en este viaje. ¿Qué habrá más allá del túnel? ¿Qué habrá más allá del
sueño eterno? Sorpresivamente, un estruendo ensordecedor me despertó de mis
cavilaciones. Cuando quise darme cuenta, el agua de la cueva había subido en
segundos. La corriente me llevó hacia adentro. A esa profundidad. Intentaba
nadar, pero la inercia del oleaje me succionaba hacia ese punto negro donde la
cueva empequeñecía. El terror de mis ojos se transfiguraba en mis piernas que
intentaban patear sin éxito y en mis brazos que lanzaban manotazos sin sentido.
De pronto, vi a mi madre, a mi padre, al perro que se había perdido y nunca más
volvió. Y vi a mi abuela, y a mi abuelo y a los limoneros en los que solía
colgarme en el patio de la casa de mi infancia. Tuve miedo, pero seguramente
era otro sueño. Me iba a despertar, pero solo sentía paz. Una paz profunda. Una
levedad en el cuerpo. Un silencio sepulcral.
Dicen que el ave de hierro cayó a
la deriva con sus hélices consumidas por el fuego. Con su pico besó el mar
transparente de las playas del Atlántico. Fue una cuestión de segundos. Su
cuerpo metálico e impávido se volvió partículas luego de chocar abruptamente
contra los dominios de Poseidón. Los restos del naufragio se mecían entre las
olas del mar inexplorado. No hubo sobrevivientes. Nadie del vuelo 1957 llegó a
las costas de Punta Cana aquel jueves. Nadie pudo. Yo tampoco.