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miércoles, 10 de abril de 2024

EN CASA AJENA (UNO)

 


EL TERCER PISO

Mary W. Shelley & Doris Camarena

 

Dios sabe que el dinero me hace falta y una mujer en mi situación saca fuerzas para soportar casi cualquier cosa. En el casi está la trampa. Cuando respondí al anuncio tuve un buen presentimiento. Subí al tren pensando en la curiosa piedad que la vida suele mostrar a veces. Yo de vuelta en un colegio así: una venerable institución que había educado a varias generaciones de añejas familias pueblerinas. Era lo que necesitaba. Lo que añoraba. Lástima que no fuera para volver a enseñar, pero eso estaba cancelado. Bastante suerte era que no supieran de mí ni del penoso asunto que me había expulsado del lugar donde impartía mi amada clase.

No es que me disguste llevar cuentas y asuntos de administración pero se vuelve tedioso. Cuando sonó la campana anunciando la hora de comida, agradecí por el respiro.

En el comedor observé que el personal se mezclaba con las alumnas. Las muchachas comían y conversaban entre risas, sin ser reprendidas por ello. Eso me gustó.

Estaba por terminar la sopa cuando ella llegó a sentarse a mi lado. Se presentó muy cortésmente, cosa que nadie más había hecho conmigo y conste que no hay reclamo en ello.

Me dijo que había estudiado aquí. Ahora era una de las maestras y daba clase en el tercer piso. Si no me hubiera simpatizado tanto le habría tenido envidia.

Salimos del comedor y me propuso mostrarme toda la casa. Subimos y bajamos escaleras, entramos en habitaciones y más habitaciones. Yo admiraba lo bien arreglado que todo se hallaba. Los aposentos de la parte delantera eran muy espaciosos. Los cuartos del tercer piso, oscuros y bajos de techo, interesaban por su aspecto de antigüedad. Se notaba que a medida que las modas fueron evolucionando, los muebles de los pisos principales habían sido transportados al tercero. A la escasa luz que entraba por las ventanas angostas, se distinguían camas inmensas, antiguos arcones de roble o nogal con cabezas de querubes y complicados dibujos en forma de palma sobre las tapas. Junto a aquellas verdaderas reproducciones del arca judaica se veían hileras de venerables sillas estrechas y de alto respaldo; escabeles más arcaicos aún, en cuyos respaldos tapizados quedaban vestigios de antiguos bordados hechos por dedos que hacía dos generaciones se pudrían en la sepultura.

Durante toda la semana apresuré mi labor para poder visitarla. Dejé de ir al comedor para cumplir con los pendientes en la hora de comida y preferí llevarme algún bocado que la cocinera amablemente me permitía preparar. Todo en el entendido de que había que poner en orden la administración. La verdad es que pasaba más tiempo en el tercer piso que en cualquier otra parte del colegio, de ahí que tenga una imagen tan vívida de los cuartos, del mobiliario, de los rostros de nuestras alumnas, porque ella no tuvo inconveniente en permitirme darles clase también. Yo me sentía feliz y agradecida, era como una enamorada que lleva en los labios el nombre de su amado y lo pronuncia en la mínima oportunidad. Esa gratitud me llevó a mencionar la situación del tercer piso y lo mucho que convendría dotarle de nuevas comodidades. Cualquier mejora me parecía poco para esas amadas muchachas y su generosa profesora.

Ahora desearía nunca haberlo mencionado y no haber visto lo que usted acaba de mostrarme: las ruinas ennegrecidas del tercer piso completamente vacío. El despojo de ese otro que yo visité apenas ayer y que ardió en una hoguera mortal calcinándose con aquellas almas jóvenes hace ya tantos años.






 

FORMAS DE CASTIGO

Honoré de Balzac & Joyce Barker

 

Felipe era escultor y dueño de una antipática personalidad. Cuando tenía que devolver un encargo a sus proveedores, o reunirse con sus clientes, comenzaba a transpirar, y luego hilaba dos o tres palabras, tartamudeando, como si un filtro de su cerebro hubiese colapsado ante una inundación de ideas.

Este tartamudeo, la incoherencia de sus palabras, el flujo de términos con que ahogaba su pensamiento y la falta aparente de lógica, atribuidos a una carencia de educación, eran afectados, y algunos acontecimientos de esta historia bastarán para explicarlos suficientemente. Por otra parte, cuatro frases, exactas como fórmulas algebraicas, le servían generalmente para abrazar y resolver todas las dificultades del comercio: «No sé; no puedo; no quiero; ya veremos». No decía nunca sí o no, ni escribía a nadie. Si le hablaban, escuchaba fríamente apoyando la barba en la mano derecha y el codo en la palma de la izquierda.

Vivió su infancia con los abuelos; sus padres se habían ido de la ciudad a los pocos meses de haber nacido: "Por problemas civiles", le decían sus abuelos. Pero luego de responderle, siempre le pedían que no hablara en un día completo, no importaba si estaba en el colegio. Sus abuelos se encargaban de hablar con los profesores; y ellos, debido a la insoportable personalidad de Felipe, aceptaban sin preguntar más allá de lo que sabían: que era un tratamiento alternativo para la tartamudez.

Sus abuelos dejaron de existir cuando aún estaba en el colegio, por lo que su tía Laura se tuvo que mudar a vivir con él. Era escultora, y como Felipe se interesaba por las formas que ella esculpía, le fue enseñando las diversas técnicas que dominaba. Él, con los años, se transformó en un artista reconocido y famoso.

Felipe, al no tener que cumplir más con los ridículos e injustificados castigos de silencio, comenzó a interactuar con sus compañeros de colegio, pero se agotaba rápidamente de tanto ruido innecesario.

La convivencia con su tía era estable y tranquila, y Felipe sintió que ya era un buen momento para preguntarle por la desaparición de sus padres. La mujer le respondió lo mismo de siempre: "Asuntos civiles", para luego pedirle que no hablara por un día, intentando continuar con la aberrante costumbre familiar de castigo."Pero, ¡qué se cree! Aguanté a mis abuelos, ¡pero a ella no!, ¡no soy un niño!", pensó Felipe.

—¡Tía Laura! —dijo con un leve tartamudeo, que iba en aumento—. ¡Qué le pasó a mis padres!

Laura, sorpresivamente, cogió una aguja e hilo de su cartera y comenzó a coserse la boca, como una perturbada. Felipe, horrorizado, corrió hacia ella tratando de quitarle la aguja, pero la mujer, con una fuerza inusitada, lo botó de un manotazo, para luego sentarse a escribir: "Tus padres siempre han estado aquí, tus abuelos también, ahora estaré yo, y Dios quiera que tú también. Somos la familia Formas, nunca te olvides de eso. Ahora soy lo que sostiene a este papel, junto a los otros. Te queremos". Al despertar del terrible golpe, Felipe tomó el papel que estaba sobre una hermosa mesita, junto a dos floreros que antes se encontraban en la entrada, y dos estilosas sillas de comedor que Laura había traído al mudarse. Felipe, emocionado, tomó a su madre y a su padre con mucho cuidado, y los puso dónde estaban antes. La mesita fue pintada de un color más equilibrado.

—Gracias, tía, por contarme todo y enseñarme a esculpir —le dijo a la mesa.

Con las sillas, hizo una fogata en el patio.

—¡Viejos psicópatas! —les gritó, sin tartamudear ni una sola vez.



 

VIEJA INSTITUTRIZ

Saki & Francisco Chiappini

 No sé si este trabajo me hace bien, se repetía a sí misma Rose mientras preparaba el té y la bandeja de masas para las visitas de la baronesa de Yorkshire. La paga era buena pero los recuerdos eran tristes. Nunca hasta hoy había hablado de esos recuerdos con los amos. No le daban espacio ni tiempo. Además el contrato era claro, trabajaría en la cocina ayudando y sería la institutriz de los niños, que ese día estaban de visita en la casa de los tíos, y no volverían hasta mañana. Fue la señora la que le preguntó frente a todos, qué la llevó a trabajar con ellos en el castillo.

—Yo nací aquí. Cuando nos arruinamos —explicó ella— y tuve que salir a dar clases particulares, cambié de apellido. Me pareció más apropiado. Pero mi abuelo basó gran parte de su infancia en este castillo y mi padre solía contarme muchas historias acerca del lugar; y, como es lógico, me aprendí todas las historias y leyendas familiares. Cuando a una solo le quedan los recuerdos, los guarda y desempolva con especial cuidado. Poco me imaginaba, cuando entré a trabajar con ustedes, que algún día me traerían a la antigua residencia familiar. Casi desearía que hubiera sido a otra parte.

Reinó el silencio cuando dejó de hablar, hasta que la baronesa desvió la conversación a un tópico menos embarazoso que el de las historias familiares. Pero más tarde, cuando la vieja institutriz se hubo retirado sigilosamente a sus quehaceres, se armó una algarabía de burlas y escarnios.

Siempre había tenido ganas, pero su moral cristiana (secreta religión) no le permitía malos pensamientos. Su partida sigilosa de la sala no le impidió escuchar claramente las burlas antedichas. Años de sufrimientos, maltratos, injusticias, desprecios y violencia se hicieron presentes de repente. Fue en ese momento que preparo con esmero la última ronda de té. Muy bien no sabemos cómo fue, pero dieciséis muertos por envenenamiento en un castillo inglés, sigue siendo un record que aún un siglo y medio después, nadie pudo superar.

 



EL SANGUINARIO

H. P. Lovecraft & Alejandro Fabián Alberto Aguirre 


Desde que Ivana lo había abandonado, él cayó en una profunda depresión a raíz de lo cual se aisló de su familia, amistades y compañeros de estudio. Tras la búsqueda de un sicólogo que pudiera ayudarlo, dio con uno que le pareció diferente al resto. Gracias a él pudo enterarse que  su subconsciente albergaba una fuerte carga de violencia debido a un resentimiento guardado por el alejamiento de su amada. Todas esas conclusiones salieron a la luz por  tres sueños que se repetían en el tiempo.

En el primero estaban reflejada su actividad de estudiante de filosofía, la extraña conexión con el padre de la joven, un rabino que lo aborreció siempre, y también aparecía su mejor amigo a quien conocía desde la niñez. En la secuencia, él entraba a una librería antigua donde el bibliotecario era su ex suegro. Estaba en la pesquisa de un valioso libro, uno que lo tenía obsesionado. Luego de una revisión exhaustiva pudo dar con el ejemplar, y al verlo no resistió la tentación de tomarlo entre sus manos para disfrutarlo, pero lo que sucedió luego fue incomprensible.

Una simple mirada al título bastó para sumirlo en el delirio, y algunos de los diagramas insertos en el texto redactado en un latín vago despertaron los recuerdos más tensos e inquietantes en su cerebro. Comprendió que era absolutamente necesario llevarse a casa el pesado volumen y empezar a descifrarlo. Salió de la librería con tanta precipitación que el viejo judío dejó escapar una turbadora risita al verle salir. Pero una vez en su habitación, descubrió que la letra ennegrecida y el estilo degradado eran excesivos para sus conocimientos lingüísticos, y fue a ver, no muy convencido, al extrañamente asustado amigo para pedirle ayuda en aquel latín deformado y medieval.

Allí terminaba ese pasaje onírico al que no le era posible encontrarle un significado, aunque lo que tenía en limpio era que existía una obsesión.

El segundo sueño era igual de perturbador, la mujer que amaba aparecía danzando ante él en un cuarto de hotel pulcro pero con un halo enrarecido, como si hubiera alguien oculto en el extraño recinto. Ivana lucía sensual, como siempre, pero había algo en su rostro, algo que no le permitía verla completamente; era una inverosímil nube negra que cubría las hermosas facciones de la mujer. Luego del baile,  ella comenzaba a hacer algo que lo inquietó. Sin que existiera una razón giró sobre sí misma, como si estuviera desquiciada. Luego de un momento comenzó a llorar hasta que se detuvo y cayó en sus brazos. El sintió una desazón como nunca antes había experimentado.

En el último de los sueños, aparecía un río de sangre, violento y tempestuoso; la arena de las orillas estaba manchada con el líquido coagulado y hacia el horizonte se vislumbraba un sol tan oscuro como la esperanza que se cernía sobre toda aquella escena.

Finalmente, luego de concluida lo que él consideraba la última sesión, en donde el profesional había logrado “aclarar” su mente, solo le restaba darle un final a su agonía de todos los días.

En una jornada de primavera salió de su casa y fue directo a la morada del judío y con placer degolló al viejo, lo hizo con un cuchillo de carnicero. A su mejor amigo, a quien lo encontró lleno de culpas en su propia casa, lo apuñaló en el estómago tantas veces que terminó destripándolo.

A Ivana la dejó para el final. Sabiéndola cobarde y traicionera, la obligó a confesar su infidelidad para luego cobrar venganza. La dejó viva en un hotel. Se suicidó delante de ella porque saber que de allí en adelante sería una muerta en vida era castigo suficiente. 


 

LETRADO IN FINISTERRE

Stefan Zweig & José Luis Velarde

 

Mi prima Elva Luz me enseñó a leer cuando yo acababa de cumplir cinco años. No era maestra sino estudiante de preparatoria, pero suele referir que le conmovía verme repasar libros de principio a fin. Añade, cuando le preguntan, que no fue difícil, pues era tanto mi empeño por comprender los textos que fui su mejor alumno. En cambio sus hijos nunca leyeron.

Quizá se parecían a mí, pues nunca acepté recomendaciones y, a diferencia de ellos, leí por gusto cuanta publicación tuve a mi alcance. La biblioteca paterna que iba de novelas policiacas a los clásicos no duró mucho. Comencé a pedir a mis primos que me regalaran sus libros escolares. Pasé muchas tardes en la biblioteca pública. Leía sin importarme mucho comprender o no los significados. Tal formación me hizo acreditar todos los cursos sin problemas. Un día me descubrí inscrito como estudiante de Ciencias de la Gestión Pública. Graduarme fue tan simple como leer de manera sistemática en vez de ir en libre búsqueda de asuntos.

Hoy historia, mañana ciencia ficción, quizá abordar en el mismo periodo textos dispares a la vez. Una hora de teología, dos de novela gótica, un poco del boom latinoamericano y cerrar el día con unas cuantas páginas de ensayos filosóficos.

Leer me volvió solitario. Nunca me importó mucho mantenerme a la moda. Unas cuantas prendas limpias, bien combinadas, han sido suficientes para mantener la apariencia formal exigida por mi empleo. Administro una compañía extranjera dedicada al outsourcing, de ninguna manera necesitaba robar un libro. Nunca lo pensé hasta el momento en que escondí un ejemplar de edición rústica debajo de la manga de mi abrigo.

Quería paladear el placer previo de saber que lo poseía; el deleite artificialmente dilatado que excitaba mis nervios, la satisfacción de imaginar y pensar qué clase de libro prefería que fuese el que acababa de robar. Un libro, por cierto, de letra muy pequeña, en primer término, un libro que contuviese muchas letras, cuantas más, mejor; muchas, muchísimas páginas, para que el tiempo que empleara en leerlo fuese lo más largo posible. Y luego deseaba que fuese una obra que me exigiese un gran esfuerzo intelectual, no superficial, para nada fácil; algo que se pudiera aprender de memoria, preferentemente poemas.

 

Ni siquiera puedo decir que fue difícil tomarlo. El dueño y los empleados de la librería me miraban como un compañero más. Pienso que lo mismo pude colocar una enciclopedia en una carretilla, sin que ellos mostraran alguna señal de alarma al verme salir y perderme en la tarde.

Mi emoción creció al aproximarme a un café cercano. Un sitio de buen servicio y lo bastante silencioso como para pasar ahí dos o tres horas diarias.

Pedí galletas con jengibre y extraje el libro sintiéndome un prestidigitador.

Y fui un verdadero mago cuando al abrirlo al azar encontré una frase enmarcada con pequeñas rosas. Leí en voz alta: La lectura es un hábito que no siempre viste un monje. Con frecuencia genera melancolía. Propicia alteraciones. Genera mitómanos. Modifica los sentidos hasta enloquecer a quienes la practican en exceso.

Alguien me tomó del brazo. Era un vampiro. Ensarté en su pecho el lápiz bien afilado que siempre acompaña mis lecturas. Lo escuché aullar mientras yo musitaba un padre nuestro. Reconocí el inicio del apocalipsis y corrí hasta el sol envuelto en letras incendiadas. El mundo desapareció conforme fue imposible nombrar los símbolos dispuestos por el hombre durante siglos de ardua nomenclatura.



LA GRAN VORÁGINE

Mary W. Shelley & Gabriel Trujillo Muñoz

 

Estaba cansado, pero tardé en dormirme. No dejaba de pensar en ese salvaje que, desde su frágil embarcación, nos hizo señas para tratar de detenernos. Era obvio que, en su mente primitiva, estábamos profanando la región ártica donde sus terribles dioses moraban. Pero al progreso, que nuestra fragata Victoria representaba, nadie iba a detenerlo. Menos un salvaje supersticioso que nada sabía del poderoso imperio británico.

A la mañana siguiente, tan pronto comenzó a amanecer, subí al puente donde encontré a mis marineros asomados a una de las bordas y hablando, según me pareció, con alguien que se hallaba en el exterior. Efectivamente, un vehículo muy parecido al que habíamos visto la víspera, se había detenido junto a nuestro costado. Flotando sobre un témpano, había derivado durante toda la noche hasta llegar a nosotros. Solo uno de sus perros seguía viviendo y en su interior viajaba un ser humano a quienes mis hombres intentaban persuadir para que subiese a bordo. Al contrario que el viajero divisado la noche anterior, no era un ser salvaje, habitante de una isla inexplorada todavía, sino un europeo.

—¡Lárguense de aquí! —nos gritó—. La gran vorágine está por comenzar.

Y se alejó de nuestra embarcación sin esperar nuestra respuesta. En unos minutos se perdió de vista entre la espesa niebla que iba circundándonos.

—¿Están locos todos los que viven por estos rumbos? —preguntó el teniente Wilson a mis espaldas.

—No lo sé —le contesté—. Por más que buscamos un paso para cruzar del Atlántico al Pacífico, solo veo témpanos de hielo, lunáticos y salvajes que no tienen ninguna intención de comportarse como personas decentes.

En ese momento me zumbaron los oídos y sentí que el mar se encrespaba. Salida de no sé dónde, una ola inmensa nos agarró de costado. La Victoria escoró considerablemente y antes de volver a su posición, una segunda ola nos sepultó por completo.

No supe más de mí hasta que desperté en un camarote inmaculado, donde una mujer me observaba con preocupación. Por la claraboya se veía un mar verde, palmeras y mujeres casi desnudas corriendo por la playa. Debía estar soñando. Debía.

—¿Dónde estoy? —pregunté con un hilo de voz.

La mujer puso un objeto metálico sobre mi pecho y leyó algo en él.

—Estamos en Indonesia —me dijo.

—¿Y mi barco, la Victoria? ¿Y mi tripulación?

—Lo hallamos flotando en un pedazo de madera a veinte millas de aquí. No creemos que haya más sobrevivientes. Lo siento.

—¿Quién es usted, señorita?

—Soy la comodoro Carol Decker, de la armada australiana.

—¡No puede ser! ¿Una mujer? ¿Esto es una broma?

La comodoro puso cara de escándalo.

—No sé de qué país procede, señor, pero en mi barco es mejor que se guarde sus comentarios machistas.

En eso sonó una voz por todas partes.

Y la imagen de un hombre de uniforme apareció de la nada frente a mí

—Comodoro. El radar indica un tsunami en marcha. Directo a nosotros. La marejada es colosal. Nunca había vis…

Lo entendí en ese instante. Me había reído del salvaje supersticioso que nos advirtió que no entráramos a la morada de sus dioses hambrientos. Estaba claro para mí: la vorágine aún no me soltaba. Nunca lo haría. Yo era su juguete, su mascota, su esclavo.

El choque fue tremendo. El barco se inclinó de costado y todo salió volando, se hizo añicos.

¿A dónde voy?, me pregunté mientras dejaba que las aguas me empujaran en su turbulencia, mientras aquella ola aterradora me conducía rumbo a otro mar, otro mundo, otro tiempo.

Cerré los ojos y me dejé llevar.




LA HABITACIÓN RECUERDA

Franz Kafka & Alejandro Bentivoglio

 

Había estado observando la habitación de huéspedes que le había tocado en suerte luego de la cena que había brindado el Conde de S…, pero era un cuarto como cualquier otro. Excepto por un detalle que le hizo volver varias veces la vista. Fue en un rápido vistazo que le llamó la atención un retrato oscuro en un marco también oscuro. Ya se había fijado en él desde su lecho, pero no había podido apreciar los detalles desde esa distancia y creía que el cuadro había sido retirado quedando solo una mancha negra. Pero como podía comprobar ahora, se trataba de un cuadro, el busto de un hombre de unos cincuenta años. Mantenía la cabeza tan inclinada sobre el pecho que apenas se podían distinguir los ojos; esa inclinación parecía causada por la elevada y pesada frente y una nariz grande y aguileña. La barba, a causa de la posición de la cabeza, permanecía aplastada contra el mentón, pero volvía a recobrar su amplitud más abajo. La mano izquierda se hundía abierta en los cabellos, como si quisiese levantar la cabeza sin conseguirlo. Era un hombre sumamente desagradable y pensó en decirle a los criados que retiraran inmediatamente esa cosa de allí, porque se sentía oprimido, como si algo no lo dejara respirar, como si algo lo obligara a contemplar y experimentar su propia destrucción.

Trató de luchar contra esas imaginaciones de su mente febril, pero se dio cuenta que no podía hacer nada, que solo se veía arrastrado hacia una espiral de pensamientos insoportables y dio un manotazo que terminó con una jarra con agua que estaba sobre una pequeña mesa despedazándose en el suelo y luego él mismo desvaneciéndose, cayendo sobre los vidrios. Uno de los cuales cortó limpiamente su garganta. Un accidente absurdo. Al menos eso pensó el Conde cuando lo encontró muerto por la mañana. En la habitación donde su abuelo, retratado en la pared, solía castigarlo cuando era niño, hasta hacerlo sangrar, hasta hacerlo pensar que algún día no saldría vivo de allí.

 



EL LADO OSCURO

Henry James & Oscar De Los Ríos 

Le había contado mis inquietudes y ella me confirmó lo que ya sospechaba, no es la primera vez que estos horrores están sueltos por la mansión. Sin embargo, lo que me mantenía en vilo, me quitaba el sueño y hacía de mis noches pura vigilia, era la bondad y la dulzura, no el espanto; mis niños eran el motivo de mi angustia. Durante el día debía mantenerme atenta y observar los cambios de ánimos en mis chiquitos, semblantearlos con el fin de descubrir la causa de sus pesares y así lograr que abrieran sus corazones, que me confiaran la causa de sus tormentos. Pero esta situación no podía sostenerse en el tiempo. El cuerpo humano tiene un límite de resistencia, tanto física como mental y emocional. Por eso me abrí a ella y le confié mis sospechas. De esta forma tuve una aliada que haría más llevadero este calvario. Sabía que, aunque me llevara a la tumba, no dejaría solos a mis niños.

El rigor con que mantenía a mis pupilos al alcance de mi vista hacía difícil que pudiera encontrarme con ella en privado; además, ambas comprendíamos cada vez mejor la importancia de no provocar, ni en los sirvientes ni en los niños, cualquier sospecha de una agitación secreta o una discusión sobre tales misterios. En este sentido, confiaba plenamente en mi amiga. Nada en su fresca cara podía transmitir a los demás mis horribles confidencias. Ella me creía; estaba convencida de ello absolutamente. De no haber sido así, no sé qué habría sucedido conmigo, pues sola no hubiera podido soportar la situación. Pero ella era un magnífico monumento a la bendita carencia de imaginación, y si no pudiese ver en nuestros pequeños pupilos nada más que belleza y amabilidad, felicidad e inteligencia, no tendría ninguna comunicación directa con los motivos de mi angustia. Por ese motivo yo debía hacerme cargo y tomar el control de la situación en todo momento; comunicarle mis decisiones sin poder consultarla ni pedir su consejo. Había otros en la casa, más decididos, pero no podía confiar en ellos. La sola mención a una puerta que se abrió sola durante la noche o a ruidos de pasos en las escaleras, los ponía en guardia y pronto cambiaban de tema o me dejaban sola. Estoy segura de que conocían todo lo que sucedía y no estaban dispuestos a hacer nada.

Anoche me dirigí a su cuarto y la desperté en horas de la madrugada; ella no se sobresaltó, fue como si lo hubiera estado esperando. Y aquí estamos, las dos juntas, en el altar que erigí en el bosque, dispuestas a cumplir con nuestro pacto. Hace poco he tomado contacto con el lado oscuro y les he ofrecido realizar una ofrenda. Ella cree que yo seré el sacrificio, pero ¿cómo se los puedo confiar si prometí protegerlos hasta el fin de mis días?

El tiempo ha pasado y en la mansión ya no quedan sirvientes. Ha llegado mi hora, mis niños ya están grandes, han aprendido a convivir con el lado oscuro y pronto me dejarán.


LOS DUEÑOS DE CASA

Mary Shelley

https://es.wikipedia.org/wiki/Mary_Shelley

Honoré de Balzac

https://es.wikipedia.org/wiki/Honor%C3%A9_de_Balzac

Saki (Hector Hugh Munro)

https://es.wikipedia.org/wiki/Hector_Hugh_Munro

H. P. Lovecraft

https://es.wikipedia.org/wiki/H._P._Lovecraft

Stefan Zweig

https://es.wikipedia.org/wiki/Stefan_Zweig

Franz Kafka

https://es.wikipedia.org/wiki/Franz_Kafka

Henry James

https://es.wikipedia.org/wiki/Henry_James


LOS DEPREDADORES

Alejandro Fabián Alberto Aguirre nació en la provincia de Jujuy, Argentina. De profesión odontólogo, se recibió en la Universidad Nacional de Córdoba. Escritor de cuentos cortos, en el 2014 tuvo una mención especial en el concurso provincial organizado por la SER en Rio Cuarto, Córdoba. En el 2015 su cuento “Noche de brujas” fue publicado en Chile. En 2017 participó en la antología Latinoamérica en breve.

 

Joyce Barker Bucat es una arquitecta y escritora nacida en Santiago de Chile. Se dedica a los cuentos cortos de ficción. Ha publicado en antologías y en el fanzine Estrellita mía.

 

Doris Camarena es narradora, dramaturga y guionista de cine y televisión. Estudió el Diplomado en Creación en la Escuela de Escritores de SOGEM y la carrera de Médico Cirujano en la UNAM. Desde 1995 dirige la revista La Mandrágora, especializada en género negro, fantástico y de terror. Ha impartido cursos y talleres de cuento de terror y cuento fantástico en diversos centros culturales. Fue guionista de la tercera temporada de la serie El Pantera, y de la serie de terror Historias delirantes.

 

Francisco Chiappini nació en el barrio de Almagro, ciudad de Buenos Aires, Argentina, en 1948. Estudió en el Colegio Nacional Mariano Moreno y tras un efímero paso por la carrera de Ingeniería recaló en la facultad de Psicología para graduarse sin mayores sobresaltos para comenzar a ejercer la profesión de terapeuta. Ha publicado dos libros de cuentos: Purcuapá, 1993 y Zapateo Americano, 1995. La publicación de su novela Las violetas no son flores está programada para 2024.

 

José Luis Velarde nació en 1956 en México. Es coordinador de talleres literarios, promotor de actividades culturales y maestro en diversas instituciones públicas y privadas; en años recientes director de producción y operación en el Sistema Estatal Radio Tamaulipas; y director de Radio Universidad Autónoma de Tamaulipas. Es el responsable del sitio Literatura Virtual. Entre muchos otros libros, ha publicado La Crónica Ignorada del Hombre, poesía, 1995; A Contracorriente, el Rock & Roll 1954-1994, ensayo, 1996; En busca del Nuevo Santander, divulgación histórica, 1999; Nos quedamos sin nosotros, narrativa, 2003; Contradanza, novela, 2014; Norestense, novela, 2014.

 

Oscar Luis De Los Ríos es un escritor argentino, nacido en Rosario, provincia de Santa Fe. Comenzó a escribir después de los cuarenta años y a partir de entonces sus cuentos aparecieron en la revista Cametsa de Perú, en el blog Sinergia, en el podcasts El buen cruel de México, donde sacó el segundo lugar en el concurso de crónica literaria, y en la antología argentino-boliviana Estaño y plata. Publicó, en colaboración con el escritor Alejandro Bentivoglio el libro de microficciones Esta historia continuará (O no).

 

Alejandro Bentivoglio nació en 1979 en Avellaneda, provincia de Buenos Aires, Argentina. Publicó una docena de libros de microficción, varias micronovelas y una novela. Además, sus textos han aparecido en antologías de América y Europa y traducidos al griego, italiano e inglés. Algunas de sus microficciones pueden leerse en su cuenta de instagram (@bentivoglioalejandro) y en su blog: ultraficcion.blogspot.com.

 

Gabriel Trujillo Muñoz. Poeta, narrador y ensayista. Médico de profesión y profesor de la Universidad Autónoma de Baja California. Es pionero en el estudio de la ciencia ficción en México con obras como La ciencia ficción. Literatura y conocimiento (1991), El futuro en llamas (1997), Los confines. Crónica de la ciencia ficción mexicana (1999), Biografías del futuro (2000) y Utopías y quimeras. Guía de viaje por los territorios de la ciencia ficción (2016). Ha recibido, entre otros, mención en los Premios UPC de 1998 con su novela corta Gracos, Premio Bellas Artes Colima por obra publicada en 1999 por su novela Espantapájaros y el Premio estatal de literatura en cuento por el Instituto de Cultura de Baja California por su libro Aires del verano en el parabrisas en 2008, así como Premio binacional Excelencia Frontera 1998 por su trabajo en pro del arte fronterizo, otorgado por el Consejo de Bellas Artes de El Paso/Ciudad Juárez. Entre sus libros están: Laberinto (1995), Mezquite Road (1995), Espantapájaros (1999), Orescu. La trilogía de Thundra (2000, 2016), Mercaderes (2001), Lengua franca. De Frankenstein a Harry Potter (2002), Highclowd (2006), Las planicies del verano (2006), Transfiguraciones. Un misterio venerable (2008), Trenes perdidos en la niebla (2010), Pesca de altura (2013), Mundos distantes (2014) y El país de las hormigas rojas (2022).

 




LA CIUDAD Y SUS ESTACIONES

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