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domingo, 16 de noviembre de 2025

OTRA VERSIÓN DEL GÓLEM

Jorge Etcheverry

 

Athanasius Pernath escapó como en un sueño al nuevo mundo de esa marea sangrienta que asoló a Checoslovaquia y Europa, y como tantos inmigrantes y refugiados se había ido estableciendo poco a poco, en el seno de una comunidad judía trasplantada, en las vastas entrañas de una caleidoscópica ciudad de América del Norte. Las peripecias y temores de las precarias estadías en países europeos, las penurias y los trámites, los había pasado como un sonámbulo, embotado, pero automáticamente infalible, como un meshuga, cuyo corazón está en su cabeza y su cabeza está en el pecho, moviéndose y actuando con una sensación crepuscular, de separación respecto a sí mismo. Las esperas en las grises oficinas que se multiplicaban o a lo mejor eran la misma, repetida en sueños, el largo viaje por barco al nuevo continente, como ir siendo digerido en las entrañas sórdidas, hediondas y abarrotadas de un enorme animal marino, que ruge y digiere sordamente mientras uno dormita.

Ahora se pasa la mayor parte del día reparando relojes en un mall, habita en un sombrío departamentito que da a un patio interior pero cuya ventana principal deja filtrar un sol mortecino que se tiñe de verde con las hojas de un árbol cuyo enramando en invierno es un filigrana sobre fondo gris, como los bordados de Miriam, a medias mujer y esposa a medias una presencia benévola, desvaída, que come poco, gasta poco en ropa y agradece en silencio estas satisfacciones modestas como una dádiva divina, acostumbrada a una niñez y juventud frugales al borde de la necesidad en la minúscula casa de un padre místico y mísero en la remota judería de Praga, ahora un sueño hilvanado de neblina y nostalgia. Pero el arte subsidiario de la relojería que le enseñara su padre basta y sobra para Atanasio y Miriam, ya que Dios no les ha deparado la dicha de tener hijos. Ya decía Spinoza que un hombre inteligente o culto que no tenga un oficio terminaría siendo un bribón. Además, la práctica de la joyería en el nuevo continente no se asemeja a la minuciosa artesanía aprendida en casa de su padre y trasmitida por generaciones. Los días se suceden borrosos, siempre iguales a sí mismos en la urbe abigarrada, poblada de acentos diversos, de ruidos, motores e imágenes. Miriam y él envejecen sin prisa en un barrio habitado por otros judíos de patillas, barbas, gorros de piel y caftanes, que se juntan en cafeterías a tomar té y mojan terrones de azúcar en el líquido para dar nuevo ímpetu a las conversaciones sobre teología, política, la última obra de teatro yiddish, lo más reciente de Singer o las peripecias del diario vivir, en inglés, yiddish o algún otro idioma.

Una mañana como otras, Atanasio camina las cuadras que separan a su departamento del mall en que cambia correas y pilas de relojes y corrige fallas menores y entra a una cafetería para tomarse un café con una falafel o baclava, que hermanan por el estómago el eterno conflicto político que comienza a desangrar al medio oriente, y ahí está ella, brillante, gesticulando y haciendo ademanes, en medio de un corro de varones borrosos. Es Rosina, su pelo rojo reflejando los rayos que atraviesan los empañados cristales, un vestido claro, ceñido, destacando las mismas formas más bien delgadas, imprecisas, pero que no dejan de despertar en él un turbio, antiguo y embotado deseo. Atanasio adquiere la costumbre de pasar cada día por la cafetería, a diversas horas, descuida su trabajo, para que la repetición le haga ver la encarnación de esa ninfa pelirroja que encendiera hace décadas los deseos subterráneos de la judería de Praga. Se convierte en una obsesión. Encarna esa parte de su ser, la que no es espiritual y de la que se siente culpable, pese a que el Zohar celebra la sexualidad de la pareja cósmica. Se recrimina, Rosina se le aparece en sueños, se avergüenza frente a Miriam, que no parece enterarse de nada, siempre dulce y discurriendo por las habitaciones del departamento, por las calles, como una presencia cada vez más angélica. Atanasio duerme mucho, trabaja automáticamente, sus movimientos varados por un sopor que marcan el intervalo entre sus pasadas por la cafetería, donde está o no está Rosina (que no puede ser la misma, quizás una de sus descendientes, además de que ese tipo es corriente entre los askenazí). Pero la voz de la razón es un murmullo casi inaudible que apenas se abre paso por ese sopor que invade su mente, sus reflejos y que se mezcla con su culpa de hombre que de repente, en su edad madura, siente que ya surge otra e inalcanzable fuente de deseo que renuncia a extinguirse, que entrevera la lengua y las palabras de los profetas y doctos que desde su memoria y formación escarnecen y condenan a la concupiscencia que abre las puertas del infierno. Esa figura y esa mujer danzan a toda hora en el cielo de su mente, como aparece en las estampas de ese pintor bielorruso que ahora vive en Francia y cuyos trabajos, entrevistos en variadas publicaciones, solo le ocasionaban antes una gran perplejidad por su parecido a los dibujos más torpes que hacen los niños.

Los vecinos vieron que un negocio pequeño de relojería y confección de llaves anunciaba sus servicios en varios idiomas en un cartel vistoso y desproporcionado respecto a las dimensiones del local. Vieron cómo una mujer pálida se hacía cada vez menos frecuente por las calles de ese vecindario multiétnico. Las señoras comentaban cosas al visitarse unas a otras, hacer las compras o juntarse en su sección de la sinagoga. En un departamento no muy lejos, a unas cuadras, vive ahora una mujer joven, pelirroja, de vestidos estrechos y que se pinta demasiado. Llega a altas horas de la noche hasta en la noche del Shabbat en compañía incluso de gojim, que hacen escándalo, se ríen, pero nunca ascienden con ella la empinada escalera hacia sus dependencias pecaminosas. La conserje dice que solo un hombre flaco, borroso, de edad imprecisa, es quien sube y a veces pasa los días en su departamento, y que es él quien envía flores, delicatesen, botellas de vino, y lo sabe porque ella se siente con el deber de observar la conducta de sus arrendatarios, y ha llegado a familiarizarse con la florida ortografía que ostentan las tarjetas, proclamando promesas de amor y citas del Cantar de los cantares. Atanasius Pernath ya no trabaja reparando relojes en el supermercado. Ahora tiene esa pequeña tienda, escondida en un callejón, pero que cuenta con una vasta clientela por la excelencia del trabajo, la incansable labor de su sobrino, que pareciera no dormir, o que duerme en el mismo negocio. Dicen que Atanasio lo trajo de Praga. Es un muchachón basto, de pocas palabras, que no maneja bien ningún idioma, de ojos singularmente opacos, pero de una pericia casi increíble en lo que respecta a su oficio. Solo el rabino más importante de la comunidad, de una edad incalculable, que evita encontrarse solo en una habitación con mujeres, da un rodeo cuando tiene que pasar frente a alguno de los vértices de ese triángulo de perdición: el mustio departamento de Atanasio, donde Miriam deambula y languidece cada vez más inmaterial sumida en otro mundo a lo mejor con más sustancia que este; el departamento de esa mujer pelirroja, encarnación de Lilith, que augura futuros días terribles, y el callejón en que se anida como un pájaro maligno el taller de relojería y cerrajería The New Prague. Desde los tiempos de Judah Loew ben Bezalel en la lejana y borrosa judería de Praga hace ya siglos, no se veía un hombre así, esa abominación trabajando infatigable, o caminando por las calles de ninguna ciudad, un hombre hecho de barro, con un pedacito de pergamino debajo de la lengua, y que algún día habrá de despertarse y asolará las calles para nuestra desgracia. 


Jorge Etcheverry Arcaya es un poeta, editor, editor y traductor nacido en Chile. Vive en Canadá. En Chile fue miembro de los colectivos de poesía Grupo América y Escuela de Santiago. Sus textos han sido publicados en varios países, incluyendo poesía, crítica, ficción literaria, ensayo y ciencia ficción. Sus últimos libros son Clorodiaxepóxido (Chile 2017), Canadografía: antología de prosa hispanocanadiense (Chile 2017), Los herederos (2018), Samarkanda (Canadá 2019), Outsiders (2020). Recientemente ha contribuido a las antologías Wurlitzer. Cantantes en la memoria de la poesía chilena (Chile 2018), Antología de la poesía chilena de la última década (Chile 2018), Antología mundial: la papa, seguridad alimentaria (Bolivia 2019), y Anthologie de la poésie chilienne, 26 poètes d 'aujourd'hui (Francia 2021). Entre sus últimas publicaciones en revistas se cuentan textos en La Pluma del Ganso (México 2018) y Entre Paréntesis (Chile 2022).

jueves, 30 de enero de 2025

HACE TIEMPO QUE NO VEO A SARA

 

Jorge Etcheverry

 


Hace tiempo que no veo a Sara. Bastante tiempo. El tiempo en todo caso siempre es una impresión subjetiva. Depende más bien del agua que pasa bajo los puentes, si se me permite esa alusión cliché. Mis circunstancias vitales no me dejan la claridad suficiente como para entrar en antecedentes, recuerdos, divagaciones, que tienen que ver con personas y situaciones no siempre de dominio público, pero de gran importancia para uno. Bueno. Hacía tiempo que no veía o no sabía nada tampoco de Fernando. Incluso alguna vez creo haberle comentado a alguien “Fernando anda desaparecido”. Y me lo habían confirmado. Hacía meses que Fernando andaba desaparecido de las pistas. Nadie lo había visto, pero como nos conocemos hace años, no me sorprendió que me llamara para invitarme a esa recepción o fiesta, en esa casa que yo sabía bastante suntuosa y en uno de los mejores barrios, con mucho old money como se dice por aquí. Yo dudé en poco en asistir. Temía mi natural timidez frente a los otros concurrentes, seguramente en su mayoría desconocidos, el no saber de qué hablar con ellos, en qué idioma. Siempre me encuentro con gente de otros países, que hablan otras lenguas, cuando ando con Fernando, que tiene un talento natural para los idiomas, lo que le ha servido mucho aquí. A mitad de camino había entrado en un bar latino. Me había ido a pie, siempre camino mucho, es mi único ejercicio, y me había tomado un par de mojitos, por suerte tenían, un trago que ha ido desplazando lenta pero imperceptiblemente mi afición por los cuba libre, porque son menos fuertes. Pero de todas maneras, el ron se me va demasiado pronto a la cabeza. Cosas de los años, que no lo perdonan ni siquiera a uno.

Tan pronto llegué vi a Sara. “Sara” le dije y me adelanté a abrazarla, cuando en eso apareció Fernando que le puso la mano en la espalda, con gesto levemente posesivo. Ahora entendí. Hace poco que me habían operado de los pólipos y estaba empezando a oler de nuevo. En general es más bien incómodo al principio, después uno se va acostumbrando. La mayoría de los olores son desagradables o molestos. Había un olor como a trementina. Sara pintaba, pero le hacía más al acrílico. Al fondo de un pasillo, más bien un closet, al lado de la cocina, se podían ver una escalera de tijera, unos botes de pintura. Claro, acababan de pintar la casa, por eso ese olor. Casa nueva vida nueva. Entonces eso era lo que estaba celebrando Fernando, o Sara, que estaba casi igual y no había cambiado casi nada en este tiempo. Fernando, claro, siempre igual, cosa de los petisos. Había hasta un mozo y no pude resistir la tentación y tomé un cuba libre de la bandeja. Pero era pura coca cola con hielo. A lo mejor ya no tomaban. A lo mejor hasta se habían puesto vegetarianos. Pero no. En una mesita en un rincón pude ver a un barman, que servía vasitos de tinto y del otro. La cosa iba en serio. Otros visitantes palmoteaban a Fernando en la espalda, le daban abrazos, lo felicitaban en diferentes idiomas, le daban besitos en la mejilla a Sara, que se veía muy bien con su traje negro, bien escotado. Siempre le ha sentado el negro y debía estar a dieta, ya que se veía bien flaquita. Me puse a hablar sin saber cómo con un tipo que decía que era traductor, que me conocía, dijo, aunque de seguro yo no lo conocía a él, agregó. Mentira, pensé. Yo tengo muy buena memoria para las caras.

Pasó el rato. De repente sentí unas voces en alguna parte. Una de mujer, alta, aguda, en español y la de Fernando, baja, asertiva y conminatoria, tratando de explicar algo, pero manteniendo el tono bajo, como para no hacer escándalo, pero no le resultaba porque varios ya estaban atentos a lo que pasaba en ese pequeño vestíbulo, o cuarto, que quizás había sido antes una especie de despensa, entre el comedor y la cocina, no me acordaba, y donde ahora estaba sentado Fernando enfrentando a esa mujer que un comienzo no había reconocido, Amparo, con sus facciones un poco borrosas, su manera de vestir tan discreta. Ella era la de la voz, los gritos casi. No soy muy bueno para las voces, “la niña te echa de menos, me pregunta por ti todos días, ¿cuándo va a venir el papá?, ella es la más chica, ella no entiende”. “Bueno, bueno”, le decía Fernando, “cálmate, voy a pasar el lunes”. Así, para que mantuviera la voz baja, pero Amparo empezó a gritar y de repente se cayó de la silla al suelo y empezó a retorcerse, le vinieron las convulsiones, que parece que hacía años que se le habían pasado y Fernando seguía sentado ahí, inmóvil, sin atinar a hacer nada y yo me empecé a acercar a la puerta de calle, pasé frente a esa reproducción de Francis Bacon, que antes Fernando tenía en su oficina y que a mi nunca me había gustado, a la que enfrentaba al otro lado del pasillo uno de esos cuadros limpitos y de alguna manera rígidos de ese pintor de ascendencia japonesa que nunca pude pasar, sin decir que no sea bueno en lo que hace, y que ahora figuraban profusamente en la casa de Sara, en detrimento de las reproducciones de Van Gogh, especialmente del Moulin de la Galette, que a mi tanto me gustaba. Al salir me di cuenta de que ella me había seguido cuando me puso la mano en el hombro. Me dí vuelta para despedirme. Ahora que me fijaba mejor estaba bastante desmejorada. Por sus ojos me di cuenta de que ella pensaba lo mismo de mí. “Bueno”, le dije, “hasta la próxima”. Y ella volvió al interior de su casa, a su vida de ahora.

miércoles, 1 de mayo de 2024

LAS RATAS EN CIUDAD DE MÉXICO

  

Jorge Etcheverry



(Según Sergio Chávez)

 

Siempre le he tenido miedo a las ratas. Pero un momento. No exactamente miedo. Más bien me provocan inquietud. Los animales tienen su propia manera de ser. A nosotros, los humanos, nos gustaría pensar que son unos animales estúpidos, pero si usted se pone a caminar por una de esas calles en la noche, cuando no anda casi nadie, va a sentir de repente que algo le pasa corriendo junto a la pierna: Zzzzzmmmm. Luego otra. Entonces, con la luz del poste de alumbrado o la primera luz del alba (a veces me toca trabajar toda la noche), usted va a ver un movimiento en la calle. Luego se va a dar cuenta de que todos esos puntos más oscuros que el pavimento que se mueven son ratas. Salen de las bocas del alcantarillado y de las grietas en las paredes y van de acá para allá en oleadas, sin motivo, por las calles. Usted se apura para llegar a su casa o donde sea que tiene que ir, casi corriendo, porque ha pasado más de una vez, en esa ciudad contaminada, con tantos millones de personas, que algún borracho que estaba acurrucado durmiendo en la calle haya sido devorado por las ratas. No es raro por ejemplo en Chile, que una que otra guagua en las poblaciones sea mordida o incluso comida por las ratas ya mencionadas, pero no es nada si se compara con lo que pasa en la Ciudad de México. También me contaron unos amigos chilenos que los perros salvajes que viven en el desierto han ocasionado la desaparición de más de un conductor de camión, y es seguro que usted me va a preguntar y entonces porqué se ponen a dormir en el suelo en lugar de en la cabina. ¡Qué sé yo! ¡No me pregunte a mí! Pero como he dicho las cosas en Ciudad de México son incluso peores. La mayoría de la gente parece que ni siquiera sabe y se ríe o se ofende si uno le llega a preguntar. Los mexicanos simplemente se encogen de hombros, ignoran todo el asunto, así como algunas otras cosas mucho más graves que pasan y que todos sabemos. En aquella época yo trabajaba como cuidador en una gasolinera que quedaba cerca del centro. Siempre andaba con mi rifle 22 y tan pronto como veía un movimiento en la calle, de esos animales a los que me refiero, hacía la puntería y disparaba. Era una manera de mantenerme despierto. Entonces colgaba los cuerpos de las ratas de un alambre, como la ropa que se pone a secar. Cuando llegaba la gente del turno de día había que verle la cara, sobre todo a los nuevos. Mataba una o dos a por hora, lo que quiere decir entre ocho y dieciséis ratas por noche. Con el tiempo me obsesioné. Podía ver en la noche o en los rincones oscuros esos ojitos pequeños, rojos, que me miraban con odio, y sabía que me seguían, que me miraban. Se dice que hay dieciséis ratas por cada ser humano pero si tomamos en cuenta el tamaño de las ratas, eso no representa mucho volumen.

 

Una noche me acuerdo que estaba mirando medio distraído un restaurante que había al otro lado de la calle, cuando me di cuenta de que al irse no habían cerrado bien la puerta, la habían dejado abierta como unos veinte centímetros. Ése era el restaurante en que desayunaba la gente del turno de día antes de empezar a trabajar. A veces yo comía ahí también después de terminar mi turno. Crucé la calle apurado después de cerrar bien la puerta de mi cabina de guardia y de sacar del bolsillo mi encendedor. Tan pronto como llegué al boliche me metí como pude para adentro con bastante dificultad, eso que estaba bastante más delgado que ahora. Apenas entré sentí formas rápidas que me pasaban por encima de los zapatos, me rozaban las piernas, se me puso la carne de gallina y oí una cantidad de pasitos, roces y rasguños casi inaudibles. Me aterroricé y anduve a tropezones varios segundos, tratando de encontrar el interruptor de la luz. Cuando la prendí pude ver todo tipo de formas pequeñas que escapaban. Salían hasta de dentro del refrigerador, de las bolsas plásticas con la comida. Cómo se las habían arreglado para meterse ahí no se va a saber nunca. Me bajaban y me subían escalofríos por la espalda y sentía las piernas como de lana. Cuando don Eusebio, el dueño, vino abrir su restaurante y le dije lo que había pasado, parece que no me creyó. Ni siquiera me dejó terminar lo que le estaba diciendo.

—Los muchachos dejan siempre dejan todo tan desordenado —me dijo, y me daba unas palmaditas en el hombro. Le dije que las ratas se habían metido hasta en el refrigerador—. ¿Cómo se va a meter una rata adentro de un refrigerador cerrado? —me preguntó. Y me empezó a embromar, me dijo—: parece que se está pasando la mano con el tequila, búscate una mujer, los tipos jóvenes se vuelven locos sin una mujer. Pero al rato cuando llegaron sus empleados, noté que cortaban con cuidado los pedazos de jamón, de pan y de queso donde había marcas de dientes de las ratas.

—Usted no puede usar esta comida, don Eusebio. La gente se puede enfermar —le dije, pero siguieron hablando entre ellos, como si yo no estuviera.

—Para mañana no me van a dejar otra vez este desorden, niños —les dijo don Eusebio, medio en broma y riéndose. “Seguro patrón”, los fulanos le contestaron, medio riéndose de mí. No iban a botar toda esa comida por unas cuantas ratas. Pero pueden pasar las cosas más increíbles y si alguien se va a beneficiar con eso, nadie levanta un dedo. Después los tipos del restaurante me embromaban, pero ellos y yo sabíamos la verdad.

 

Por ese entonces se encontraba a muchos perros vagos heridos, muertos o mutilados cerca del mercado. En la Ciudad de México los perros van y vienen como se les da la gana y pelean y en general arman escándalo, pero la gente decía que esas no eran las peleas corrientes de perros. No señor. Y de pura casualidad yo andaba caminando esa mañana por el mercado cuando se derrumbó una pared vieja y apareció una especie de cueva. Inmediatamente se juntó mucha gente a mirar y todos los perros que andaban cerca corrieron para allá. Un joven, seguramente uno de los vendedores ambulantes, prendió su encendedor y estaba a punto de meter la cabeza por el agujero cuando echó para atrás la cabeza gritando:

—¡Madre de Dios! —Una rata enorme, o un animal que parecía una rata enorme, salió del hoyo, saltó sobre un cajón de madera que había tirado por ahí y se estuvo un rato, los pelos erizados, los ojitos rojos brillantes de miedo y rabia. Los perros no dejaban tranquilo al animal y una mujer que estaba parada al frente no podía parar de gritar y apuntaba al animal con el dedo que le temblaba. Como usted debe saber, a la Ciudad de México la construyeron encima de una ciudad antigua de los indios. Por eso es que hay siempre buena ocasión para descubrir cuevas. Más de una vez se han encontrado tesoros arqueológicos, incluso huesos del dinosaurio. Pero le puedo decir con absoluta seguridad que ese animal no era una rata. Era demasiado grande. Incluso esas ratas grandes de río que hay en El Salvador son pequeñas, casi enanas, si las comparamos con esta bestia. Hay muchas cuevas y ruinas antiguas debajo de la ciudad. Una vez se derrumbó una sección entera de la carretera y se tragó varios coches. La arena porosa llenó casi inmediatamente el agujero y ni con excavación ni sonido se encontró nunca a ninguno de esos coches ni a la gente que había adentro. Pero volvamos a la rata. Los funcionarios del museo nacional pusieron al animal en una jaula y lo tuvieron en exhibición por un tiempo. En los diarios se dijo que el animal era definitivamente un cierto tipo de roedor, pero todos podían ver que no se trataba de una rata, sino de un nuevo (o viejo) tipo de animal. Y de repente, la rata o lo que fuera, ya no estuvo más en exhibición. A nadie le interesaba hablar más de eso y hasta la gente del mercado parece que se olvidó de lo que había pasado. Pero así es como es la gente por allá, siempre pretende que no ha pasado nada, que no pasa nada, que las cosas están bien. Y no había porqué esperar otra cosa ahora. Si me cree o no me cree es cosa suya.


Jorge Etcheverry Arcaya es un poeta, editor, editor y traductor nacido en Chile. Vive en Canadá. En Chile fue miembro de los colectivos de poesía Grupo América y Escuela de Santiago. Sus textos han sido publicados en varios países, incluyendo poesía, crítica, ficción literaria, ensayo y ciencia ficción. Sus últimos libros son Clorodiaxepóxido (Chile 2017), Canadografía: antología de prosa hispanocanadiense (Chile 2017), Los herederos (2018), Samarkanda (Canadá 2019), Outsiders (2020). Recientemente ha contribuido a las antologías Wurlitzer. Cantantes en la memoria de la poesía chilena (Chile 2018), Antología de la poesía chilena de la última década (Chile 2018), Antología mundial: la papa, seguridad alimentaria (Bolivia 2019), y Anthologie de la poésie chilienne, 26 poètes d 'aujourd'hui (Francia 2021). Entre sus últimas publicaciones en revistas se cuentan textos en La Pluma del Ganso (México 2018) y Entre Paréntesis (Chile 2022).

jueves, 25 de abril de 2024

LA CARA QUE NOS MIRA DESDE EL CUADRO

 Jorge Etcheverry

 


El cuadro estaba casi terminado. No el cuadro. El relieve más bien. Usaba una base de pasta para rellenar grietas que al secarse era casi indestructible. Luego con tintas chinas, óleo o acrílicos y cera común lograba una patina que imitaba a veces una piedra casi planetaria en su antigüedad, que hubiera sido coloreada y formada en eones ya idos por alguna raza de dioses. El largo tiempo que tomaba finalizar cada una de estas obras y que incluía la benevolencia del tiempo –los días húmedos retrasaban el secado y por tanto la aplicación de la pátina final– hacía que no fueran comercialmente viables. Así y todo, esa gran figura de matices de piedra roja que miraba al espectador en primer plano era indiscutiblemente femenina, con abundantes marcas corporales genéricas, una sensual e inescrutable divinidad hindú, cuya parte posterior se complicaba y extendía en figuras vagamente animales, unas alas atrás, casi por encima. Una ciudad insinuaba ángulos bizarros en al fondo del cuadro, pero entremezclada con insinuaciones de ámbitos naturales, la mar y el cielo. De allí brotaba esa figura y en primer plano esa cara de expresión inescrutable y, sin embargo, preñada de sentidos como prestos a abalanzarse sobre quien miraba, viniendo desde el caos multiforme y fragmentario del fondo. Absorbido en su trabajo minucioso, puliendo delicadamente con paños felpudos cada ángulo, plano y curva dejaba pasar los días sin encender la televisión, ni salir a comprar periódicos, ni revisar su correo electrónico, pidiendo por teléfono comida oriental baratísima de un restaurante vietnamés del barrio chino en que vivía en un minúsculo departamento. Luego cuando comenzaba a oscurecer salía al bar más cercano y tomaba demorosamente vino o cerveza para luego volver a su cuchitril-atelier tratando de desoír los comentarios sobre la situación cada vez peor no sólo en este país, sino en el mundo cruzado por conflictos económicos y religiosos, de aniquilación ambiental y amenazas de guerras atómicas que parecía desovillar su siniestra trama con un tempo cada vez más acelerado. Esa noche despertó de repente luego de soñar con esa cara roja del relieve o cuadro, con ojos abiertos de un color oro, no con las cuencas negras y sin definir de la pintura, de alguna manera más profundas e intensas que una mirada, que le decía que ella era la Diosa Roja de lo que se venía perfilando como la trasposición en el mundo real de ese mismo fondo confuso y fragmentario de la pintura, que eran los desechos de un mundo que ella había cubierto con sus alas y que ya no era más. Y le decía que su nombre era Kali y que él era el sacerdote que la había invocado y traído a reinar, y su esposo y amante, la otra mitad de esa hierogamia que compondría ese nuevo universo oscuro y luminoso que brotaría de su unión  mientras él despertaba con el infernal estruendo que se extendía por la ciudad, medio sabiendo que era el preludio de un fin que se repetiría con mayor aceleración hasta este acabo de mundo, que la razón le susurraba no era producto de la diosa ahora con nombre desde el cuadro terminado, sino producto de la historia, de larga germinación y absolutamente independiente de lo que un pintor drogadicto bipolar pudiera conjurar desde un desván en el barrio chino de una ciudad norteamericana.


Jorge Etcheverry Arcaya, poeta, editor, editor y traductor nacido en Chile. Vive en Canadá. En Chile fue miembro de los colectivos de poesía Grupo América y Escuela de Santiago. Sus textos han sido publicados en varios países, incluyendo poesía, crítica, ficción literaria, ensayo y ciencia ficción. Sus últimos libros son Clorodiaxepóxido (Chile 2017), Canadografía: antología de prosa hispanocanadiense (Chile 2017), Los herederos (2018), Samarkanda (Canadá 2019), Outsiders (2020). Recientemente ha contribuido a las antologías Wurlitzer. Cantantes en la memoria de la poesía chilena (Chile 2018), Antología de la poesía chilena de la última década (Chile 2018), Antología mundial: la papa, seguridad alimentaria (Bolivia 2019), y Anthologie de la poésie chilienne, 26 poètes d 'aujourd'hui (Francia 2021). Entre sus últimas publicaciones en revistas se cuentan textos en La Pluma del Ganso (México 2018) y Entre Paréntesis (Chile 2022).

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