Jorge
Etcheverry
Hace tiempo que no veo a
Sara. Bastante tiempo. El tiempo en todo caso siempre es una impresión
subjetiva. Depende más bien del agua que pasa bajo los puentes, si se me
permite esa alusión cliché. Mis circunstancias vitales no me dejan la claridad
suficiente como para entrar en antecedentes, recuerdos, divagaciones, que
tienen que ver con personas y situaciones no siempre de dominio público, pero
de gran importancia para uno. Bueno. Hacía tiempo que no veía o no sabía nada
tampoco de Fernando. Incluso alguna vez creo haberle comentado a alguien
“Fernando anda desaparecido”. Y me lo habían confirmado. Hacía meses que
Fernando andaba desaparecido de las pistas. Nadie lo había visto, pero como nos
conocemos hace años, no me sorprendió que me llamara para invitarme a esa
recepción o fiesta, en esa casa que yo sabía bastante suntuosa y en uno de los
mejores barrios, con mucho old money como se dice por aquí. Yo
dudé en poco en asistir. Temía mi natural timidez frente a los otros
concurrentes, seguramente en su mayoría desconocidos, el no saber de qué hablar
con ellos, en qué idioma. Siempre me encuentro con gente de otros países, que
hablan otras lenguas, cuando ando con Fernando, que tiene un talento natural
para los idiomas, lo que le ha servido mucho aquí. A mitad de camino había
entrado en un bar latino. Me había ido a pie, siempre camino mucho, es mi único
ejercicio, y me había tomado un par de mojitos, por suerte tenían, un trago que
ha ido desplazando lenta pero imperceptiblemente mi afición por los cuba libre,
porque son menos fuertes. Pero de todas maneras, el ron se me va demasiado
pronto a la cabeza. Cosas de los años, que no lo perdonan ni siquiera a uno.
Tan
pronto llegué vi a Sara. “Sara” le dije y me adelanté a abrazarla, cuando en
eso apareció Fernando que le puso la mano en la espalda, con gesto levemente
posesivo. Ahora entendí. Hace poco que me habían operado de los pólipos y
estaba empezando a oler de nuevo. En general es más bien incómodo al principio,
después uno se va acostumbrando. La mayoría de los olores son desagradables o
molestos. Había un olor como a trementina. Sara pintaba, pero le hacía más al
acrílico. Al fondo de un pasillo, más bien un closet, al lado de la cocina, se
podían ver una escalera de tijera, unos botes de pintura. Claro, acababan de
pintar la casa, por eso ese olor. Casa nueva vida nueva. Entonces eso era lo
que estaba celebrando Fernando, o Sara, que estaba casi igual y no había
cambiado casi nada en este tiempo. Fernando, claro, siempre igual, cosa de
los petisos. Había hasta un mozo y no pude resistir la tentación y tomé un cuba
libre de la bandeja. Pero era pura coca cola con hielo. A lo mejor ya no
tomaban. A lo mejor hasta se habían puesto vegetarianos. Pero no. En una mesita
en un rincón pude ver a un barman, que servía vasitos de tinto y del otro. La
cosa iba en serio. Otros visitantes palmoteaban a Fernando en la espalda, le
daban abrazos, lo felicitaban en diferentes idiomas, le daban besitos en la
mejilla a Sara, que se veía muy bien con su traje negro, bien escotado. Siempre
le ha sentado el negro y debía estar a dieta, ya que se veía bien flaquita. Me
puse a hablar sin saber cómo con un tipo que decía que era traductor, que me
conocía, dijo, aunque de seguro yo no lo conocía a él, agregó. Mentira, pensé.
Yo tengo muy buena memoria para las caras.
Pasó
el rato. De repente sentí unas voces en alguna parte. Una de mujer, alta,
aguda, en español y la de Fernando, baja, asertiva y conminatoria, tratando de
explicar algo, pero manteniendo el tono bajo, como para no hacer escándalo,
pero no le resultaba porque varios ya estaban atentos a lo que pasaba en ese
pequeño vestíbulo, o cuarto, que quizás había sido antes una especie de
despensa, entre el comedor y la cocina, no me acordaba, y donde ahora estaba
sentado Fernando enfrentando a esa mujer que un comienzo no había reconocido,
Amparo, con sus facciones un poco borrosas, su manera de vestir tan discreta.
Ella era la de la voz, los gritos casi. No soy muy bueno para las voces, “la
niña te echa de menos, me pregunta por ti todos días, ¿cuándo va a venir el
papá?, ella es la más chica, ella no entiende”. “Bueno, bueno”, le decía
Fernando, “cálmate, voy a pasar el lunes”. Así, para que mantuviera la voz
baja, pero Amparo empezó a gritar y de repente se cayó de la silla al suelo y
empezó a retorcerse, le vinieron las convulsiones, que parece que hacía años
que se le habían pasado y Fernando seguía sentado ahí, inmóvil, sin atinar a
hacer nada y yo me empecé a acercar a la puerta de calle, pasé frente a esa
reproducción de Francis Bacon, que antes Fernando tenía en su oficina y que a
mi nunca me había gustado, a la que enfrentaba al otro lado del pasillo uno de
esos cuadros limpitos y de alguna manera rígidos de ese pintor de ascendencia
japonesa que nunca pude pasar, sin decir que no sea bueno en lo que hace, y que
ahora figuraban profusamente en la casa de Sara, en detrimento de las
reproducciones de Van Gogh, especialmente del Moulin de la Galette, que a
mi tanto me gustaba. Al salir me di cuenta de que ella me había seguido cuando
me puso la mano en el hombro. Me dí vuelta para despedirme. Ahora que me fijaba
mejor estaba bastante desmejorada. Por sus ojos me di cuenta de que ella
pensaba lo mismo de mí. “Bueno”, le dije, “hasta la próxima”. Y ella volvió al
interior de su casa, a su vida de ahora.