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martes, 11 de marzo de 2025

PICNIC


Armando Rosselot

 

Tal vez habíamos aguardado mucho tiempo para ese momento. Quizá nuestras vidas solo fueron el cauce para otras existencias, ¿quién sabe? Pero al fin habíamos partido hacia aquel viejo deseo que casi abandonamos por olvido, cansancio o solamente resignación.

Yo sabía que Francisca estaría feliz de salir un día de la ciudad. De sus grises murallas y de su aplastante rutina, de su arduo trabajo, los recuerdos y de la soledad que la abrazaba desde hacía un tiempo.

Los dos sabíamos que ir de picnic a fines de abril no era lo más conveniente, pero no quise pasar otra temporada sin cumplir con mi promesa. Se lo había propuesto años atrás, más años de los que me había dado cuenta, ya que el tiempo se había desquitado de manera soez con nosotros. Los momentos transcurridos aquel primer fin de semana en Valparaíso, pasaron demasiado rápido para nuestras vidas. Para la vida de cualquiera.

Observé a Francisca de reojo mientras iba sentada a mi lado en el automóvil. Miraba la carretera pensativa y brillaba como siempre, con ese resplandor único que con los años muchas veces parece llenarse de grasa, polvo y hastío, hasta finalmente olvidarse; pero en ella no, Francisca aún conservaba la frescura pura y volátil de sus veinte años. De esos años en que nos amábamos y cuando no se veía ni la más remota amargura en el horizonte.

Pasaron un par de horas y ella ya dormía. El camino hacia nuestro destino no era tan fácil como lo recordaba, con lo que di un par de vueltas más de lo necesario.

Habíamos pasado por aquel lugar hacía muchos años, cuando aún no estaba embarazada de Miguel, ni cuando el dolor y la desgracia hizo brotar todo lo malo y frágil de nosotros.

Un poco después del mediodía Francisca despertó de su siesta, pero no hablamos nada.

Ambos tratamos de mirar el paisaje que nos rodeaba como algo nuevo, algo completamente desconocido, que se mostraba con toda la belleza posible para nuestra dicha. Pero el silencio se hizo cada vez más agobiante, hasta que bajé la ventana y le recordé que en aquella oportunidad el aire no era tan húmedo y ni tampoco olía a leña quemada. También puse algo de música en la radio del auto: un viejo CD de Sting.

Francisca sonrió levemente al escuchar los primeros acordes, con lo cual me alegré.

Conduje el automóvil hasta una calle que llevaba hacia el oriente y ahí tome una desviación, un camino más pequeño que se dirigía hacia las recordadas lomas verdes con algunos cipreses, pinos y alguno que otro árbol frutal. Aquel era el sitio, ambos lo recordábamos con claridad pero no dijimos nada. Llevé el automóvil hacia ese lugar.

Lo estacioné bajo la sombra de un ciruelo amarillento, aún sujetando sus hojas tozudamente ante el arribo del otoño. Todavía llegaban algunos rayos de sol, ya que unas nubes grises y oscuras se acercaban desde el sur.

—Sé que va a llover más tarde —le dije. Ella sólo me miró con ojos de una tierra en que las lluvias han barrido con todo y me invitó a sentarme, mientras ponía el mantel sobre la seca hierba y tatareaba una vieja canción, una que solía cantar siempre, y que yo ya había olvidado casi por completo; creo que era de Culture Club.

Dejó todo en su lugar, correcta y de una manera hermosamente casual. Nos sentamos, frente a frente. Serví el vino que había elegido para esta ocasión: un merlot de una viña pequeña y anónima; como nosotros, dos almas sin mucho que compartir con otras personas, sólo la tediosa noción que todo seguiría igual, o quizás peor. Brindamos mientras nos sonreíamos, sí, con mucha nostalgia y con deseos de ser otros, unos enamorados de veinte años, en otro lugar y quizás otro tiempo, que tuviesen todo por delante y que sintiéramos esa fuerza que da la convicción de ser joven y saberse querido. Pero sabíamos que todo eso había quedado muy atrás.

Comimos algo de queso y cubos de jamón con aceitunas negras, luego Francisca buscó en la canasta y me pasó un sándwich de pollo y palta en un suave pan croissant.

Reímos al recordar cuando todavía no nos habíamos casado y nuestra alimentación era, antes y después de hacer el amor, a base de pan con diferentes rellenos. Recordamos cuando pasábamos fines de semana completos en cama y disfrutábamos oyendo la lluvia en los inviernos y en Miguel, cuando nos interrumpía cada vez que las caricias comenzaban a aumentar. Reímos más, pero luego también lloramos un poco, en silencio y sólo con un par de lágrimas. Serví más vino y nos tendimos de espalda a ver pasar las nubes grises hasta que algunas gotas cayeron en mi frente y en la de Francisca. Nos miramos en silencio, ya que sabíamos que si la lluvia seguía tendríamos que irnos pronto y comer el postre en el auto.

—Es un pie de limón —me dijo—, como el que preparaba cuando vivíamos en la casa, ¿te acuerdas?

Por supuesto que me acordaba. ¿Cómo no iba recordar las mejores onces de mi vida, cómo? Aunque si ahora lo pienso bien, mi madre también hacía unas onces magníficas, pero con queques, pan con palta y huevos revueltos con queso. Todo estaba tan lejano que hasta las voces de mis padres se me estaban olvidando.

Al final la lluvia se declaró por completo. Tuvimos que despejar lo más rápido posible nuestra improvisada mesa sobre la hierba y correr hacia el auto. Entramos apurados dejando toda la merienda en los asientos de atrás envuelto en el mantel de Francisca. Reímos nuevamente un poco, sólo un poco, luego nos quedamos en silencio observando la cortina de agua que caía sobre el auto; hasta que me di cuenta que la botella de vino se nos había quedado afuera. Miré a Francisca.

—Siempre vas a todo cuando es el peor momento —me dijo—. Espera hasta que la lluvia pare un poco.

No le hice caso como tantas otras veces y abrí la puerta para ir a buscar la botella. No me demoré ni diez segundos y ya estaba de vuelta en el auto. Le ofrecí más vino pero no quiso. Yo me serví otra copa.

—¿Postre? —pregunté.

Lo aceptó, pero pidió cortarlo. A fin de cuentas ella lo había preparado y realmente estaba exquisito.

Lo comimos con gusto, mientras la lluvia parecía acabarse y luego retornaba con mayor fuerza. Yo miraba sorprendido a Francisca como disfrutaba del pastel, no recordaba que le gustara tanto lo dulce. Le serví un café sin preguntarle y me lo agradeció con la misma cortesía de aquellos años en que criábamos a nuestro hijo, cuando aquella llama que nos mantuvo floreciendo aún existía y todavía veíamos el futuro con optimismo.

—Matías, quiero irme —dijo sorpresivamente.

Asentí con la cabeza, me acomodé en el asiento y di el contacto. Limpié mis piernas de las migajas del pie de limón y guardé mi copa de vino en el mantel, entre todo lo demás.      

Francisca no habló más hasta que llegamos a Santiago. Dormitó un poco y a veces miró por la ventana la lluvia y las nubes que dejaban pequeñas aberturas azules en el cielo. Como siempre el regreso fue más rápido y pronto me encontré a pocas cuadras del edificio donde vivía Francisca.

—¿Cómo están tus hijos? —pregunté.

—Recién ahora me lo preguntas. Están bien. Marta pasó a cuarto año de Agronomía en Concepción y Sebastián sale este año de leyes.

Pensé en Miguel. Y ella supo en lo que estaba pensando.

—No te culpes —me dijo—. Ha pasado mucho tiempo. En mayo se cumplen los treinta y cinco años de su muerte. Voy a ir al cementerio a fin de mes, si quieres vamos.

Le respondí que sería mejor ir solo, ya que con seguridad ella también iría a dejarle flores a Marcos, y yo, aunque él estuviese muerto, todavía sentía celos y algo de rencor contra aquel que me quitó a mi mujer, aunque yo realmente la había perdido mucho tiempo antes. Junto con nuestro hijo.

Después de dos semáforos rojos y pasar una luz amarilla llegamos a donde vivía Francisca.

—Gracias por el picnic —dijo.

—Solo cumplí con la promesa– dije, mientras ella bajaba del automóvil.

Sonrió, se despidió con un beso rápido en mi mejilla y se dirigió a la entrada sin voltearse mientras encendía un cigarrillo.

No recordaba que ella fumase. Me quedé observándola hasta que se perdió tras la puerta de entrada y otra vez las gotas comenzaron a martillar el techo del auto. Me quedé en silencio un pequeño instante hasta que encendí nuevamente el motor y me fui con la radio apagada, tarareando una vieja canción de los ochenta mientras oscurecía y la lluvia comenzaba a tomar vigor.


Arturo Armando Rosselot CuevasSantiago, 1967. Ingeniero en sonido y diplomado en literatura infantil y juvenil. Narrador y poeta. Donde en su faceta de cuentista y novelista, aparte de escribir realismo, se ha inclinado hacia la ciencia ficción de carácter new weird, a lo fantástico y al terror. Libros de cuentos: El Triturador de Cabezas (Línea Estratos), El Informe 5002 (Editorial Segismundo), Thrasher y otros ruidos junto a Cristina Mars (Biblioteca de Chilenia) y Límite Crepuscular (Sietch Ediciones). Novelas: Te Llamarás Konnalef (Editorial Forja), Tarsis, Entidad y El Orden (Editorial Austrobórea); Toki (Ed. Segismundo), El Puente Infinito (Triada ediciones) y Reina Madre (Ed. Segismundo). En poesía, de carácter más introspectiva nos encontramos con: Huesos de pollo bicéfalo (Mago editores), American Home (Askasis), Cementerio de Mundo (Cerrojo ediciones) y Bicéfalo (Ed. Segismundo). También ha participado en varias antologías de relato y cuento en géneros de terror, fantástico y ciencia ficción. Es editor de la serie de antologías de literatura fantástica chilena Poliedro y realiza talleres de narrativa desde el 2014.

viernes, 26 de abril de 2024

LA CANCIÓN DE ESTELA

 Armando Rosselot

 

Recuerdo que Estela se encontraba a mi lado como siempre lo hacía, con gracia, agrado y algo de resignación. Bella.

Ese día, íbamos a la casa de sus padres, cerca de Viña del Mar. La espera de tres meses para obtener el pase de circulación por fin había llegado y ya estábamos en camino. Por lo menos ella tenía parientes; a mí se me murieron todos en el último terremoto.

La música que oíamos en el VIA (vehículo inteligente autónomo) era agradable y Estela cantaba, conocía las canciones y las disfrutaba enormemente.

Hay tantas canciones, le dije, casi infinitas; ya que con el término del derecho de autor y los sellos, toda persona con un buen programa y los accesorios indicados podía hacer música que sonaba a la de antes y como la de antes, distribuirla por la red y a un costo ínfimo. Hacerse famoso muchas veces era cosa de días, al igual que el periodo de fama.

En la actualidad existen más canciones que personas en el mundo, le dije.

Y eso a pesar de todo lo que se ha hecho, como castigo de dios, sigue aumentando la población día a día, y nada parece detenerla. Ya ningún tipo de anticonceptivo ni cirugía funciona, pues se regeneran los órganos y las drogas son anuladas por el cuerpo. La vida se impone, decían los naturistas y la iglesia. Nos vamos a reventar todos, decían los sociólogos.

Que se acabe toda esta mierda, decía yo.

Y así, más que nunca, la gente buscaba el placer rápido para olvidar, estar junta en largas y extenuantes orgías. Pero siempre sucedía lo mismo: la vida se impone.

A mi lado, Estela se acariciaba el vientre, ocupado con el ser que crecía en su cuerpo hacía cinco meses.

A ella la conocí en una fiesta Pick–up hacía esos mismos cinco meses. Luego de la fiesta nos drogamos y nos dimos duro como todos los demás una semana entera. Pero ahí estaba ella en el vehículo, diferente, malditamente cambiada, como si alguien le hubiese robado el chip del cerebro y le puso otro cuando la jodida concepción se realizó. La maldita vida se impuso.

A raíz de lo mismo, había leído, antes de conocer a Estela, que debido a la sobre población mundial se habían efectuado ciertos “ajustes” a nivel hospitalario con los bebés nacidos luego del ´70. Estela según me dijo, nació el ´71, y yo, sólo un viejo de mierda del ´65; esos que todavía se emocionan  con el dorado atardecer de los otoños en la capital, con los árboles semidesnudos y el gris de mayo.

Lo concreto era que nadie sabía cuáles eran los famosos “ajustes”, pero desde hace unos meses se estaban muriendo decenas de personas por día, pero de nada, sólo aparecían muertos sin vida y sonrientes. Nadie se explicaba el motivo, nadie quería saberlo en verdad; y qué más da, es lo que todos deseábamos, menos gente, más trabajo, más comodidad, menos tacos, más libertad. Con seguridad, pensé, esto debe tener alguna relación con los “ajustes” del ´70 y no estaba equivocado. Lamentablemente muy pocas veces me equivoco en mis conclusiones.

Hablamos con Estela lo que le diríamos a sus padres, de la posibilidad de emigrar a las colonias del sur y del posible futuro de nuestro hijo no nato.

Cuando sonó la canción.

Su melodía era suave, armónica y a la vez rítmica. Estela sonreía, comenzó a tatarear la letra, parecía que la había oído siempre, dio la impresión que era su canción, cada tonalidad, cambio de ritmo y velocidad era asumido por Estela en canto, movimiento, o algo… hasta de pronto calló. Quedó tiesa, tan rígida como sólo una estatua podía estar.

Muerta.

Claro que estaba muerta, bien muerta; pero sus ojos aún brillaban con alegría como observando más allá de los árboles y edificios.

Ordené al VIA que se detuviera y enviara un código de emergencia a la policía. Ya habían pasado casi tres horas desde que habíamos subido. Era el tráfico de mierda. Todo para sólo avanzar treinta kilómetros.

Nos faltaban sólo tres kilómetros y habríamos llegado, si a Estela no le hubiese gustado tanto oír música y el maldito “ajuste”.

Salí del VIA y observé el cadáver de Estela. Dos de un viaje, pensé. Caminé de vuelta al departamento a esperar los formularios.

Mientras esperaba, de algo sí estaba seguro: Estaría nuevamente solo, más solo que nunca y no volvería a escuchar música por un largo tiempo. Decidí, después de pensarlo mucho, venirme al sur.

Aquí, en las colonias del sur ya no hay radio ni menos televisión. La música está prohibida por ley y los niños corren libremente por la tundra llevados por el viento.

La vida se impone por todos los rincones y yo, finalmente, lo comprendí. Además, hoy por la noche tengo mi primera cita en meses. Iremos a cenar.


Arturo Armando Rosselot CuevasSantiago, 1967. Ingeniero en sonido y diplomado en literatura infantil y juvenil. Narrador y poeta. Donde en su faceta de cuentista y novelista, aparte de escribir realismo, se ha inclinado hacia la ciencia ficción de carácter new weird, a lo fantástico y al terror. Libros de cuentos: El Triturador de Cabezas (Línea Estratos), El Informe 5002 (Editorial Segismundo), Thrasher y otros ruidos junto a Cristina Mars (Biblioteca de Chilenia) y Límite Crepuscular (Sietch Ediciones). Novelas: Te Llamarás Konnalef (Editorial Forja), Tarsis, Entidad y El Orden (Editorial Austrobórea); Toki (Ed. Segismundo), El Puente Infinito (Triada ediciones) y Reina Madre (Ed. Segismundo). En poesía, de carácter más introspectiva nos encontramos con: Huesos de pollo bicéfalo (Mago editores), American Home (Askasis), Cementerio de Mundo (Cerrojo ediciones) y Bicéfalo (Ed. Segismundo). También ha participado en varias antologías de relato y cuento en géneros de terror, fantástico y ciencia ficción. Es editor de la serie de antologías de literatura fantástica chilena Poliedro y realiza talleres de narrativa desde el 2014.

 


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