Armando
Rosselot
Tal vez habíamos aguardado
mucho tiempo para ese momento. Quizá nuestras vidas solo fueron el cauce para
otras existencias, ¿quién sabe? Pero al fin habíamos partido hacia aquel viejo
deseo que casi abandonamos por olvido, cansancio o solamente resignación.
Yo sabía que
Francisca estaría feliz de salir un día de la ciudad. De sus grises murallas y
de su aplastante rutina, de su arduo trabajo, los recuerdos y de la soledad que
la abrazaba desde hacía un tiempo.
Los dos
sabíamos que ir de picnic a fines de abril no era lo más conveniente, pero no
quise pasar otra temporada sin cumplir con mi promesa. Se lo había propuesto
años atrás, más años de los que me había dado cuenta, ya que el tiempo se había
desquitado de manera soez con nosotros. Los momentos transcurridos aquel primer
fin de semana en Valparaíso, pasaron demasiado rápido para nuestras vidas. Para
la vida de cualquiera.
Observé a
Francisca de reojo mientras iba sentada a mi lado en el automóvil. Miraba la
carretera pensativa y brillaba como siempre, con ese resplandor único que con
los años muchas veces parece llenarse de grasa, polvo y hastío, hasta
finalmente olvidarse; pero en ella no, Francisca aún conservaba la frescura
pura y volátil de sus veinte años. De esos años en que nos amábamos y cuando no
se veía ni la más remota amargura en el horizonte.
Pasaron un
par de horas y ella ya dormía. El camino hacia nuestro destino no era tan fácil
como lo recordaba, con lo que di un par de vueltas más de lo necesario.
Habíamos
pasado por aquel lugar hacía muchos años, cuando aún no estaba embarazada de
Miguel, ni cuando el dolor y la desgracia hizo brotar todo lo malo y frágil de
nosotros.
Un poco
después del mediodía Francisca despertó de su siesta, pero no hablamos nada.
Ambos
tratamos de mirar el paisaje que nos rodeaba como algo nuevo, algo
completamente desconocido, que se mostraba con toda la belleza posible para
nuestra dicha. Pero el silencio se hizo cada vez más agobiante, hasta que bajé
la ventana y le recordé que en aquella oportunidad el aire no era tan húmedo y ni
tampoco olía a leña quemada. También puse algo de música en la radio del auto:
un viejo CD de Sting.
Francisca
sonrió levemente al escuchar los primeros acordes, con lo cual me alegré.
Conduje el
automóvil hasta una calle que llevaba hacia el oriente y ahí tome una
desviación, un camino más pequeño que se dirigía hacia las recordadas lomas
verdes con algunos cipreses, pinos y alguno que otro árbol frutal. Aquel era el
sitio, ambos lo recordábamos con claridad pero no dijimos nada. Llevé el
automóvil hacia ese lugar.
Lo estacioné bajo
la sombra de un ciruelo amarillento, aún sujetando sus hojas tozudamente ante
el arribo del otoño. Todavía llegaban algunos rayos de sol, ya que unas nubes
grises y oscuras se acercaban desde el sur.
—Sé que va a
llover más tarde —le dije. Ella sólo me miró con ojos de una tierra en que las
lluvias han barrido con todo y me invitó a sentarme, mientras ponía el mantel
sobre la seca hierba y tatareaba una vieja canción, una que solía cantar
siempre, y que yo ya había olvidado casi por completo; creo que era de Culture
Club.
Dejó todo en
su lugar, correcta y de una manera hermosamente casual. Nos sentamos, frente a
frente. Serví el vino que había elegido para esta ocasión: un merlot de una
viña pequeña y anónima; como nosotros, dos almas sin mucho que compartir con
otras personas, sólo la tediosa noción que todo seguiría igual, o quizás peor.
Brindamos mientras nos sonreíamos, sí, con mucha nostalgia y con deseos de ser
otros, unos enamorados de veinte años, en otro lugar y quizás otro tiempo, que
tuviesen todo por delante y que sintiéramos esa fuerza que da la convicción de
ser joven y saberse querido. Pero sabíamos que todo eso había quedado muy
atrás.
Comimos algo
de queso y cubos de jamón con aceitunas negras, luego Francisca buscó en la
canasta y me pasó un sándwich de pollo y palta en un suave pan croissant.
Reímos al
recordar cuando todavía no nos habíamos casado y
nuestra alimentación era,
antes
y después de hacer el amor, a base de pan con diferentes rellenos. Recordamos cuando pasábamos fines de
semana completos en cama y disfrutábamos oyendo la lluvia en los inviernos y en
Miguel, cuando nos interrumpía cada vez que las
caricias comenzaban a aumentar.
Reímos más, pero luego también lloramos un poco, en
silencio y sólo con un par de lágrimas. Serví más vino y nos tendimos de espalda a ver pasar
las nubes grises hasta que
algunas gotas cayeron en mi frente y en la de Francisca. Nos miramos en
silencio, ya que sabíamos que si la lluvia seguía
tendríamos que irnos pronto y
comer el postre en el auto.
—Es un pie
de limón —me dijo—, como el que preparaba cuando vivíamos en la casa, ¿te
acuerdas?
Por supuesto
que me acordaba. ¿Cómo no iba recordar las mejores onces de mi vida, cómo?
Aunque si ahora lo pienso bien, mi madre también hacía unas onces magníficas,
pero con queques, pan con palta y huevos revueltos con queso. Todo estaba tan
lejano que hasta las voces de mis padres se me estaban olvidando.
Al final la
lluvia se declaró por completo. Tuvimos que despejar lo más rápido posible
nuestra improvisada mesa sobre la hierba y correr hacia el auto. Entramos
apurados dejando toda la merienda en los asientos de atrás envuelto en el
mantel de Francisca. Reímos nuevamente un poco, sólo un poco, luego nos
quedamos en silencio observando la cortina de agua que caía sobre el auto;
hasta que me di cuenta que la botella de vino se nos había quedado afuera. Miré
a Francisca.
—Siempre vas
a todo cuando es el peor momento —me dijo—. Espera hasta que la lluvia pare un
poco.
No le hice
caso como tantas otras veces y abrí la puerta para ir a buscar la botella. No
me demoré ni diez segundos y ya estaba de vuelta en el auto. Le ofrecí más vino
pero no quiso. Yo me serví otra copa.
—¿Postre? —pregunté.
Lo aceptó,
pero pidió cortarlo. A fin de cuentas ella lo había preparado y realmente
estaba exquisito.
Lo comimos
con gusto, mientras la lluvia parecía acabarse y luego retornaba con mayor
fuerza. Yo miraba sorprendido a Francisca como disfrutaba del pastel, no
recordaba que le gustara tanto lo dulce. Le serví un café sin preguntarle y me
lo agradeció con la misma cortesía de aquellos años en que criábamos a nuestro
hijo, cuando aquella llama que nos mantuvo floreciendo aún existía y todavía
veíamos el futuro con optimismo.
—Matías,
quiero irme —dijo sorpresivamente.
Asentí con la
cabeza, me acomodé en el asiento y di el contacto. Limpié mis piernas de las
migajas del pie de limón y guardé mi copa de vino en el mantel, entre
todo lo demás.
Francisca no habló más hasta
que llegamos a Santiago. Dormitó un poco y a veces miró por la ventana la
lluvia y las nubes que dejaban pequeñas aberturas azules en el cielo. Como
siempre el regreso fue más rápido y pronto me encontré a pocas cuadras del
edificio donde vivía Francisca.
—¿Cómo están
tus hijos? —pregunté.
—Recién ahora
me lo preguntas. Están bien. Marta pasó a cuarto año de Agronomía en Concepción
y Sebastián sale este año de leyes.
Pensé en
Miguel. Y ella supo en lo que estaba pensando.
—No te culpes
—me dijo—. Ha pasado mucho tiempo. En mayo se cumplen los treinta y cinco años
de su muerte. Voy a ir al cementerio a fin de mes, si quieres vamos.
Le respondí
que sería mejor ir solo, ya que con seguridad ella también iría a dejarle
flores a Marcos, y yo, aunque él estuviese muerto, todavía sentía celos y algo
de rencor contra aquel que me quitó a mi mujer, aunque yo realmente la había
perdido mucho tiempo antes. Junto con nuestro hijo.
Después de
dos semáforos rojos y pasar una luz amarilla llegamos a donde vivía Francisca.
—Gracias por
el picnic —dijo.
—Solo cumplí
con la promesa– dije, mientras ella bajaba del automóvil.
Sonrió, se
despidió con un beso rápido en mi mejilla y se dirigió a la entrada sin
voltearse mientras encendía un cigarrillo.
No recordaba
que ella fumase. Me quedé observándola hasta que se perdió tras la puerta de
entrada y otra vez las gotas comenzaron a martillar el techo del auto. Me quedé
en silencio un pequeño instante hasta que encendí nuevamente el motor y me fui
con la radio apagada, tarareando una vieja canción de los ochenta mientras
oscurecía y la lluvia comenzaba a tomar vigor.