Gastón Caglia
La
nave Atenas IV se disponía a atravesar el último de los cinturones de
asteroides. Golpeó los más grandes, pero sin consecuencias para ella. De todos
modos constituía la frontera de una densa nube de polvo estelar del tamaño de
un año luz que había puesto de muy mal humor a la tripulación.
En
ese instante el capitán Leto Vega –un hombre de rostro sereno y cuerpo fatigado
por años de misiones cartográficas y falta de gravedad que lo deformó de tal
manera que para él ya era inviable vivir en la Tierra– vio aparecer un
planetoide solitario en la pantalla frontal de su cubículo mientras, aburrido,
se distraía con el parpadeo de las luces del tablero de mando.
Una
superficie cuadriculada, extensa como un continente, suspendida en la noche
espacial, coronaba la falta de lógica gravitacional del planetoide, como si
alguien hubiese recortado un tablero terrestre y lo hubiese magnificado hasta
una escala planetaria. Pese a ello se mantenía suspendido sin que pareciera que
ninguna fuerza externa pudiera conmover su posición y rompiendo todas las
reglas de la física dado que, como regla universal, la gravedad tiende a
redondear los planetas. En este se podría decir que había adquirido una forma
elipsoidal.
—Confirma
dimensiones —ordenó, aunque enseguida conjeturó que ninguna cifra serviría de
referencia a sus dudas.
La
primera piloto, Alina Sorek, murmuró turbada, mientras tomaba entre los finos y
largos dedos las tarjetas perforadas que servían como forma de comunicar los
datos desde el computador principal.
—Cuarenta
mil kilómetros de lado. Esto es imposible, mi capitán. Un planetoide errante
con una cara de cuarenta mil kilómetros por lado. Al parecer es un cuadrado
perfecto… —Siguió interpretando las tarjetas.
—Todo
lo es, antes de ser descubierto —sentenció el capitán, como si citara a alguien
que alguna vez lo había dicho y sin nada más inteligente que pronunciar.
Intentó ponerse de pie, pero le fallaron las atrofiadas piernas.
El
tablero parecía hecho de losas perfectamente calzadas, de obsidiana y mármol,
pero una observación más precisa del computador de Atenas IV estableció algo
inquietante. Alina leyó en voz alta otra tarjeta.
—No
son minerales conocidos, la nave no los puede clasificar, aunque en apariencia
puedan parecerse a la obsidiana y el mármol. —Levantó la vista para interrogar
al capitán que se mantenía absorto observando la pantalla—. Cada casilla emite
una vibración tenue, casi imperceptible, como un latido contenido —continuó
Alina, pasmada.
La
nave dio un rodeo para aminorar la marcha y, al acercarse, confirmaron por
contacto visual lo que el computador había sugerido: sobre el tablero se
erigían estructuras colosales. En los extremos unas torres que parecían templos
ciclópeos, a sus costados caballos tallados con una precisión que desafiaba
cualquier mano natural o artificial, luego alfiles que recordaban obeliscos
egipcios, pero inclinados en un ángulo que la arquitectura humana jamás se
atrevió a replicar. Y en el centro, como expectantes, los monarcas, más altos y
robustos que el resto de las demás estructuras o piezas.
Como
una pálida luna nueva, unas y oscura como la noche, otras, se erguían
imponentes en el silencio espacial que rodeaba al planetoide.
—No
parecen esculpidas —musitó Alina—. Creo que son seres vivientes.
Como
si hubiese escuchado el comentario, la dama blanca se movió en forma
imperceptible, pero lo suficiente como para que Atenas IV lo detectara. El
capitán se llevó la mano a los labios, tal vez para callar palabras que
inconscientemente quería guardar para sí y no alarmar a la tripulación. Sin
embargo, quedaron rondando en palabras mudas en la mente.
—No
fue una vibración mecánica —informó entonces la primera piloto—, sino un gesto
orgánico, aunque ejecutado por una estructura de miles de metros de altura.
—Es
un tablero esperando adversarios —dijo finalmente el capitán, incapaz de encontrar
palabras más apropiadas.
Descendieron
con una cápsula auxiliar. La superficie de la casilla donde aterrizaron era
suave al tacto, casi tibia. Leto se agachó, pasó los dedos. Una suave gravedad
mantenía a los visitantes sin problemas sobre el piso.
—Respira
—dijo, sin ironía.
—¿Respira?
—suspiró de miedo Alina, que se tomó del brazo de otro de los tripulantes que
acompañaba al capitán.
—O
late. O quizás recuerda —sentenció misterioso Leto.
Con
los dispositivos voladores que cargaban en sus mochilas comenzaron a deslizarse
hacia la pieza más cercana: un alfil blanco. A medida que se aproximaban,
notaron que lo que a simple vista parecían inscripciones o grabados
ornamentales en realidad eran líneas que mutaban, como una escritura líquida.
Alina activó su visor.
—Escritura
fractal.
—Al
parecer no se repite nunca, como si se tratara de una lengua infinita
—reflexionó Leto—. Como las del Aleph, que contiene todas las...
Alina
lo interrumpió con una mirada cuyos ojos amenazantes intimidaron a Leto.
—¿Otra
vez Borges, capitán? —dijo la muchacha ante la referencia fetiche del líder.
—En
ciertas circunstancias, es una brújula —murmuró él, quedo, pero serio y dando
por terminada esa breve discusión.
Continuaron
la marcha en silencio. Tardaron casi una hora en rodear la torre negra. Tras
ella vieron que alguien los esperaba. A lo lejos la primera impresión les
indicó que era una criatura, pero a medida que se acercaban fueron captando más
los contornos de una silueta humanoide, aunque compuesta de una luz fría. No
tenía un rostro propiamente dicho, pero sí una voz, una voz que parecía hablar
desde afuera y desde adentro al mismo tiempo.
—Soy
el Guardián y no son los primeros —dijo en la mente de los visitantes—. Pero
igualmente sean bienvenidos —continuó mientras Alina calculaba la altura de su
interlocutor en más de un kilómetro de alto.
—¿Otros
humanos? —preguntó Leto.
—Otros
jugadores —corrigió el Guardián—. Síganme.
Los
llevó sin caminar, simplemente desplazándose por entre las casillas, hacia el
centro del tablero.
—Cada
civilización que alcanza cierto grado de conciencia —explicó el Guardián—,
llega aquí. Caissa Prima es un archivo, pero también un espejo. En definitiva, la
Partida.
En
el centro había un pozo circular aunque más que un pozo parecía un espejo
horizontal donde se reflejaban no solo sus cuerpos sino sus pensamientos.
De
inmediato, en la mente de los humanos comenzaron a sucederse diferentes eventos
que le ocurrieron a cada uno de ellos, pero reflejados en el espejo. Imágenes
de la infancia de Leto, un templo donde Alina había aprendido a pilotar,
rostros de amigos perdidos en misiones anteriores.
—¿Qué
es esto? —preguntó Alina, perturbada.
—La
apertura —respondió el Guardián.
Las
piezas comenzaron a moverse por su cuenta. No en un movimiento caótico, sino de
forma precisa, milimétrica e inevitablemente, como si las piezas no
representaran ejércitos, sino las vidas de los visitantes mismos, su destino
desplegándose en una geometría inverosímil.
—Nos
están jugando —susurró Alina.
Leto
negó.
—O
nos están leyendo —contestó.
En
ese instante, el tablero se expandió. Comprendieron que cada casilla era un
fragmento del tiempo, una posibilidad como una versión de sí mismos.
El
Guardián habló:
—El
ajedrez es el mapa del universo. Sus reglas son sus leyes. Sus partidas, sus
eras. Cada civilización juega una sola vez. No contra nosotros, sino contra su
propia comprensión y su destino.
La
Dama negra comenzó a desplazarse hacia ellos. No caminaba, se deslizaba silenciosa,
con esa solemnidad de los monarcas intocables. En la superficie brillaban
escenas: un niño aprendiendo a mover un peón, un anciano escribiendo un tratado
sobre el infinito, un planeta extinguiéndose sin testigos, una biblioteca
ardiendo.
Alina
retrocedió. Leto, en cambio, dio un paso adelante.
—Capitán,
¿qué hace? —gritó con pavor la primera piloto.
—Creo
que lo entiendo. Borges no estaba describiendo la literatura. Estaba
describiendo el cosmos cuando…
—Basta
de esas cosas, capitán —sollozó—. Vamos a morir, ¿no lo ve?
La
Dama se detuvo frente a él. Una mole de varios kilómetros de altura frenó
frente a los ojos de Leto sin que este sintiera más que vibrar el piso a sus
pies. Su superficie reflejaba ahora solo la imagen del capitán de espaldas a la
nave, avanzando hacia ese tablero, como si lo hubiese estado esperando toda su
vida.
El
Guardián pronunció entonces la frase que sellaría su destino.
—No
hemos llegado a un tablero. Hemos llegado al origen de todo —murmuró en voz muy
baja—. Cada jugador debe elegir —continuó—. Elegir entre regresar a su
mundo, intactos pero ignorantes, o entrar al tablero y conocer
las reglas verdaderas, sabiendo que jamás podrán retornar.
Alina
tomó del brazo al capitán.
—Leto,
no podemos.
—Alina…
creo que ya estamos dentro del tablero desde antes de saberlo.
El
Guardián asintió.
—Todo
jugador lo está, desde que nace. La diferencia es que algunos nunca lo
descubren.
La
Dama blanca avanzó una casilla, como invitándolos a probar fuerzas.
—¿Y
si no elegimos? —preguntó Alina.
—Entonces
la partida elegirá por ustedes.
La
sombra de la Dama negra los cubrió y pareció que el planeta entero contenía el aliento.
Y la nave Atenas IV, detrás de ellos, comenzó a distorsionarse, como
si fuese un recuerdo ajeno.
Gastón Caglia es abogado, mediador y profesor de ajedrez. Ejerce como funcionario del Poder Judicial de la provincia de Santa Fe. Tiene 48 años, y vive en la localidad de Reconquista, provincia de Santa Fe. Escribe cuentos y relatos de ficción en general y ciencia ficción y terror en particular, bajo el pseudónimo de “Felipe Bochatay”. Ha publicado en algunas antologías de cuentos en formato papel y también en medios electrónicos latinoamericanos como en “Anapoyesis”, o “Narrativa”, entre otras. Asimismo escribe ensayos de sociología, literatura y ciencia ficción en su blog o en medios digitales y podcast. Formó parte del comité científico de “Iberoamérica Social”.




