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viernes, 28 de noviembre de 2025

LLEGADA A CAISSA PRIMA

 Gastón Caglia

 

La nave Atenas IV se disponía a atravesar el último de los cinturones de asteroides. Golpeó los más grandes, pero sin consecuencias para ella. De todos modos constituía la frontera de una densa nube de polvo estelar del tamaño de un año luz que había puesto de muy mal humor a la tripulación.

En ese instante el capitán Leto Vega –un hombre de rostro sereno y cuerpo fatigado por años de misiones cartográficas y falta de gravedad que lo deformó de tal manera que para él ya era inviable vivir en la Tierra– vio aparecer un planetoide solitario en la pantalla frontal de su cubículo mientras, aburrido, se distraía con el parpadeo de las luces del tablero de mando.

Una superficie cuadriculada, extensa como un continente, suspendida en la noche espacial, coronaba la falta de lógica gravitacional del planetoide, como si alguien hubiese recortado un tablero terrestre y lo hubiese magnificado hasta una escala planetaria. Pese a ello se mantenía suspendido sin que pareciera que ninguna fuerza externa pudiera conmover su posición y rompiendo todas las reglas de la física dado que, como regla universal, la gravedad tiende a redondear los planetas. En este se podría decir que había adquirido una forma elipsoidal.

—Confirma dimensiones —ordenó, aunque enseguida conjeturó que ninguna cifra serviría de referencia a sus dudas.

La primera piloto, Alina Sorek, murmuró turbada, mientras tomaba entre los finos y largos dedos las tarjetas perforadas que servían como forma de comunicar los datos desde el computador principal.

—Cuarenta mil kilómetros de lado. Esto es imposible, mi capitán. Un planetoide errante con una cara de cuarenta mil kilómetros por lado. Al parecer es un cuadrado perfecto… —Siguió interpretando las tarjetas.

—Todo lo es, antes de ser descubierto —sentenció el capitán, como si citara a alguien que alguna vez lo había dicho y sin nada más inteligente que pronunciar. Intentó ponerse de pie, pero le fallaron las atrofiadas piernas.

El tablero parecía hecho de losas perfectamente calzadas, de obsidiana y mármol, pero una observación más precisa del computador de Atenas IV estableció algo inquietante. Alina leyó en voz alta otra tarjeta.

—No son minerales conocidos, la nave no los puede clasificar, aunque en apariencia puedan parecerse a la obsidiana y el mármol. —Levantó la vista para interrogar al capitán que se mantenía absorto observando la pantalla—. Cada casilla emite una vibración tenue, casi imperceptible, como un latido contenido —continuó Alina, pasmada.

La nave dio un rodeo para aminorar la marcha y, al acercarse, confirmaron por contacto visual lo que el computador había sugerido: sobre el tablero se erigían estructuras colosales. En los extremos unas torres que parecían templos ciclópeos, a sus costados caballos tallados con una precisión que desafiaba cualquier mano natural o artificial, luego alfiles que recordaban obeliscos egipcios, pero inclinados en un ángulo que la arquitectura humana jamás se atrevió a replicar. Y en el centro, como expectantes, los monarcas, más altos y robustos que el resto de las demás estructuras o piezas.

Como una pálida luna nueva, unas y oscura como la noche, otras, se erguían imponentes en el silencio espacial que rodeaba al planetoide.

—No parecen esculpidas —musitó Alina—. Creo que son seres vivientes.

Como si hubiese escuchado el comentario, la dama blanca se movió en forma imperceptible, pero lo suficiente como para que Atenas IV lo detectara. El capitán se llevó la mano a los labios, tal vez para callar palabras que inconscientemente quería guardar para sí y no alarmar a la tripulación. Sin embargo, quedaron rondando en palabras mudas en la mente.

—No fue una vibración mecánica —informó entonces la primera piloto—, sino un gesto orgánico, aunque ejecutado por una estructura de miles de metros de altura.

—Es un tablero esperando adversarios —dijo finalmente el capitán, incapaz de encontrar palabras más apropiadas.

Descendieron con una cápsula auxiliar. La superficie de la casilla donde aterrizaron era suave al tacto, casi tibia. Leto se agachó, pasó los dedos. Una suave gravedad mantenía a los visitantes sin problemas sobre el piso.

—Respira —dijo, sin ironía.

—¿Respira? —suspiró de miedo Alina, que se tomó del brazo de otro de los tripulantes que acompañaba al capitán.

—O late. O quizás recuerda —sentenció misterioso Leto.

Con los dispositivos voladores que cargaban en sus mochilas comenzaron a deslizarse hacia la pieza más cercana: un alfil blanco. A medida que se aproximaban, notaron que lo que a simple vista parecían inscripciones o grabados ornamentales en realidad eran líneas que mutaban, como una escritura líquida. Alina activó su visor.

—Escritura fractal.

—Al parecer no se repite nunca, como si se tratara de una lengua infinita —reflexionó Leto—. Como las del Aleph, que contiene todas las...

Alina lo interrumpió con una mirada cuyos ojos amenazantes intimidaron a Leto.

—¿Otra vez Borges, capitán? —dijo la muchacha ante la referencia fetiche del líder.

—En ciertas circunstancias, es una brújula —murmuró él, quedo, pero serio y dando por terminada esa breve discusión.

Continuaron la marcha en silencio. Tardaron casi una hora en rodear la torre negra. Tras ella vieron que alguien los esperaba. A lo lejos la primera impresión les indicó que era una criatura, pero a medida que se acercaban fueron captando más los contornos de una silueta humanoide, aunque compuesta de una luz fría. No tenía un rostro propiamente dicho, pero sí una voz, una voz que parecía hablar desde afuera y desde adentro al mismo tiempo.

—Soy el Guardián y no son los primeros —dijo en la mente de los visitantes—. Pero igualmente sean bienvenidos —continuó mientras Alina calculaba la altura de su interlocutor en más de un kilómetro de alto.

—¿Otros humanos? —preguntó Leto.

—Otros jugadores —corrigió el Guardián—. Síganme.

Los llevó sin caminar, simplemente desplazándose por entre las casillas, hacia el centro del tablero.

—Cada civilización que alcanza cierto grado de conciencia —explicó el Guardián—, llega aquí. Caissa Prima es un archivo, pero también un espejo. En definitiva, la Partida.

En el centro había un pozo circular aunque más que un pozo parecía un espejo horizontal donde se reflejaban no solo sus cuerpos sino sus pensamientos.

De inmediato, en la mente de los humanos comenzaron a sucederse diferentes eventos que le ocurrieron a cada uno de ellos, pero reflejados en el espejo. Imágenes de la infancia de Leto, un templo donde Alina había aprendido a pilotar, rostros de amigos perdidos en misiones anteriores.

—¿Qué es esto? —preguntó Alina, perturbada.

—La apertura —respondió el Guardián.

Las piezas comenzaron a moverse por su cuenta. No en un movimiento caótico, sino de forma precisa, milimétrica e inevitablemente, como si las piezas no representaran ejércitos, sino las vidas de los visitantes mismos, su destino desplegándose en una geometría inverosímil.

—Nos están jugando —susurró Alina.

Leto negó.

—O nos están leyendo —contestó.

En ese instante, el tablero se expandió. Comprendieron que cada casilla era un fragmento del tiempo, una posibilidad como una versión de sí mismos.

El Guardián habló:

—El ajedrez es el mapa del universo. Sus reglas son sus leyes. Sus partidas, sus eras. Cada civilización juega una sola vez. No contra nosotros, sino contra su propia comprensión y su destino.

La Dama negra comenzó a desplazarse hacia ellos. No caminaba, se deslizaba silenciosa, con esa solemnidad de los monarcas intocables. En la superficie brillaban escenas: un niño aprendiendo a mover un peón, un anciano escribiendo un tratado sobre el infinito, un planeta extinguiéndose sin testigos, una biblioteca ardiendo.

Alina retrocedió. Leto, en cambio, dio un paso adelante.

—Capitán, ¿qué hace? —gritó con pavor la primera piloto.

—Creo que lo entiendo. Borges no estaba describiendo la literatura. Estaba describiendo el cosmos cuando…

—Basta de esas cosas, capitán —sollozó—. Vamos a morir, ¿no lo ve?

La Dama se detuvo frente a él. Una mole de varios kilómetros de altura frenó frente a los ojos de Leto sin que este sintiera más que vibrar el piso a sus pies. Su superficie reflejaba ahora solo la imagen del capitán de espaldas a la nave, avanzando hacia ese tablero, como si lo hubiese estado esperando toda su vida.

El Guardián pronunció entonces la frase que sellaría su destino.

—No hemos llegado a un tablero. Hemos llegado al origen de todo —murmuró en voz muy baja—. Cada jugador debe elegir —continuó—. Elegir entre regresar a su mundo, intactos pero ignorantes, o entrar al tablero y conocer las reglas verdaderas, sabiendo que jamás podrán retornar.

Alina tomó del brazo al capitán.

—Leto, no podemos.

—Alina… creo que ya estamos dentro del tablero desde antes de saberlo.

El Guardián asintió.

—Todo jugador lo está, desde que nace. La diferencia es que algunos nunca lo descubren.

La Dama blanca avanzó una casilla, como invitándolos a probar fuerzas.

—¿Y si no elegimos? —preguntó Alina.

—Entonces la partida elegirá por ustedes.

La sombra de la Dama negra los cubrió y pareció que el planeta entero contenía el aliento. Y la nave Atenas IV, detrás de ellos, comenzó a distorsionarse, como si fuese un recuerdo ajeno.

Gastón Caglia es abogado, mediador y profesor de ajedrez. Ejerce como funcionario del Poder Judicial de la provincia de Santa Fe. Tiene 48 años, y vive en la localidad de Reconquista, provincia de Santa Fe. Escribe cuentos y relatos de ficción en general y ciencia ficción y terror en particular, bajo el pseudónimo de “Felipe Bochatay”. Ha publicado en algunas antologías de cuentos en formato papel y también en medios electrónicos latinoamericanos como en “Anapoyesis”, o “Narrativa”, entre otras. Asimismo escribe ensayos de sociología, literatura y ciencia ficción en su blog o en medios digitales y  podcast. Formó parte del comité científico de “Iberoamérica Social”.

 

viernes, 21 de noviembre de 2025

ESPERA EN LA TERMINAL

Gastón Caglia

 

Legué a la terminal de ómnibus más de dos horas antes de lo previsto. Ni bien puse un pie en el hall central pude percibir el ajetreo de la gente. Unos caminaban presurosos y nerviosos y otros fatigados o somnolientos. El lugar parecía bullir de hormigas aturdidas yendo de un lado al otro, como si un gigantesco pie hubiese pisado un hormiguero y el caos reinara en el ambiente.

Sin embargo, al cabo de unos minutos, la sala quedó vacía pues uno tras otro los coches que estaban en los andenes fueron partiendo y prácticamente todo el mundo, desapareció como por arte de magia. Junto con los pasajeros también, pero con un poco más de demora, se evaporaron los despidientes, así me gusta llamar a los que oficiaban de despedidores de quienes viajan en colectivo o en tren. Saludan, corren al lado del colectivo unos metros, lloran o sacan fotos; todo un ritual.

Con todo, el bullicio se transformó en un silencio apabullante, casi abrumador, quizás porque el contraste con el griterío de unos minutos atrás era muy marcado. Esa paz, como un ojo de tormenta, solo era interrumpida ocasionalmente por alguna estática breve y chispeante de los altoparlantes que estaban dispuestos en lo alto de la sala.

 Como los asientos dispuestos en la sala quedaron absolutamente vacíos, quedé solo con mi bolso de mano y una mochila raída, pues inclusive muchas de las boleterías ya habían cerrado sus ventanillas. Elegí un asiento, los típicos de esos lugares, de una sola pieza, base de metal y tres o cuatro unidades pegadas a lo largo del mismo y, con un poco de timidez observando de un lado al otro, comencé a preparar mi mate. El gigantesco reloj de manecillas despintadas, que colgaba del techo de la sala, marcaba las 14.25.

Siempre fui de dormir la siesta, rigurosamente a las dos de la tarde ya estaba en la cama entregado al sueño más profundo y hasta las cuatro no volaba una mosca, pero ahora estaba allí, con el mate en la mano y pensando en cómo matar el tiempo hasta las 16.38 en que arribaría el ómnibus, si es que llegaba. El miedo a que me roben el bolso hizo que no intentara dormir allí, y por otro lado siempre me dominó ese miedo a perder el colectivo, así que echar una cabeceada no estaba en mis planes.

Antes de dar la primera chupada dirigí mi vista hacia la cantina; estaba abierta, aunque absolutamente desierta y con las luces apagadas; sin embargo por el intersticio de una puerta vaivén que comunicaba con la habitación donde se preparaba la comida creí ver a una mujer fumando apoyada sobre una mesa. No vaya a ser que me tome toda el agua acá y después no tenga para el viaje, pensé.

Al bajar los ojos hacia la bombilla juro que perdí el control del entorno y de la realidad. Un intenso mareo me dominó al punto que pensé que me desvanecía sobre el mate cuando una luz cegadora inundó la sala sin pedir permiso. Todo se puso de un blanco intenso encandilándome por completo. Sin embargo, me recompuse al instante, aunque cuando di la primera chupada un miedo irracional me tomó desde la nuca, los vellos de los brazos se me pusieron de punta, y en la nuca sentí que se me erizaba la piel. Algo había sucedido y no acababa de comprenderlo, una especie de temor metafísico me había tomado por asalto, por así decirlo, y para colmo un palito de yerba que pasó por la bombilla me hizo toser y levantar la mirada.

La luz desapareció tan pronto como había surgido y ante mí, inexplicablemente, no había más que pastizales o pajonales y árboles a lo lejos. Es decir, estaba en medio de un campo sentado en el mismo banco de aluminio o el material que fuere junto a mi mate y mis cosas. El sol, por otra parte, se dejaba ver en lo alto.

Con el mate en la mano, y para no perder la cordura, de inmediato me serví otro mate. Bajé y levanté la mirada un par de veces, pero el campo seguía ahí. En ese instante comencé a preocuparme pues de los pastizales apareció un gaucho que, muy solícito, se me sentó a mi lado con las piernas abiertas porque sospecho le molestaban la panza y el cinto que suelen llevar los paisanos, esos de monedas pegadas y el cuchillo al costado. Me pidió un mate.

¾Un verde, un amargo, chamigo ¾dijo con una voz seca a la vez que apremiante.

Con los ojos desorbitados sólo atiné a volcar agua en el mate y alcanzárselo. El hombre chupó mientras no quitaba el ojo del termo e hizo una mueca tensando los músculos del cuello a la par que giraba la cabeza en ciento ochenta grados.

¾La pucha que está gueno, suavecito igual, pero gueno —dijo sin más trámite—. Gracias, don. —Hizo una pausa—. ¿Y es de venir siempre por estos pagos? ¾me interrogó mientras me alcanzaba el mate mirando por entre los pajonales.

¾No, mire, qué voy a venir siempre, es la primera vez que ando por acá ¾respondí un tanto aturdido y sin comprender lo que estaba pasando. Sin embargo, entendí enseguida que a un gaucho con un cuchillo a la cintura, como primera regla, no había que ofenderlo y menos evadir su presencia, así que consideré que debía seguirle la corriente. Esto ya está tomando un tinte bizarro, me dije, al tiempo que me preguntaba si el gaucho también advertía mi inusitada presencia en su, cómo decirlo, universo.

De inmediato le cebé otro y luego otro y luego otro hasta que me quedé sin agua. El gaucho tomaba en silencio mirando al horizonte, como queriendo descubrir algo más allá de los árboles que se asomaban por sobre los pajonales. Tomaba de una sola chupada y me lo devolvía sin siquiera quitar los ojos del frente.

¾Che, don, no tengo más agua ¾le hice saber.

¾No se priocupe, mi amigo. ¾dijo, y de inmediato dio un silbido con los dedos dentro de la boca. Como si un montaje teatral se tratase enseguida, ya no podía esperar más que otra locura en ese universo, por donde había aparecido el gaucho, se levantó un caballo marrón, sin montura ni nada. Llegó caminando con paso cansino y pegó el hocico a su dueño. Éste le dijo algo al oído y, juro por Dios, que la bestia le comprendió. Tal es así que giró sobre sus cuatro patas y desapareció al galope.

Durante los minutos que tomamos mate con el gaucho no tuve oportunidad de estar solo y pensar, los eventos fueron sucediendo sin más. No obstante, mientras mi imprevisto compañero de mateada se había incorporado para aguardar el regreso del caballo, intenté esbozar alguna idea acerca de mi situación sin una respuesta satisfactoria. El caballo volvió con una pava abollada, negra de tan quemada. No sé por qué pensé que tendría cien años; chorreaba agua caliente. El caballo la depositó con cuidado en el piso abriendo lentamente la boca. El gaucho, que se había quedado hablando cosas sin trascendencia relativas a la campaña y las montoneras, de espaldas a mí, me alcanzó la pava. No me quedó otra que sacar el tapón del termo y volcar el contenido. Me cebé uno, agua salada, un asco. Dejé la pava sobre los pastos, a lado del asiento.

¾Bueno, don — dijo el gaucho cuando me disponía a cebarle un nuevo mate—, lo tengo que dejar por un ratito. ¾Montó su caballo a pelo y se marchó, desapareciendo entre los pastizales más altos. En ese instante me decidí a cambiar la yerba, y en el trabajo de arreglar el mate bajé la mirada, cerré los ojos un instante como para reponerme y todo comenzó a dar vueltas. La cabeza me pesaba y el miedo me invadió otra vez pues la luz blanca y potente apareció de nuevo de la nada. Por suerte, al levantar la vista, noté que me encontraba de nuevo en la terminal de ómnibus, tan en solitario como un rato antes. Giré en redondo la mirada y pude apreciar que el reloj marcaba las 14.25. Me encogí de hombros, me cebé un mate pensando que todo aquello había sido una simple alucinación. Y tal vez lo había sido, pero el agua del termo tenía un horrible sabor salado.

Gastón Caglia es abogado, mediador y profesor de ajedrez. Ejerce como funcionario del Poder Judicial de la provincia de Santa Fe. Tiene 48 años, y vive en la localidad de Reconquista, provincia de Santa Fe. Escribe cuentos y relatos de ficción en general y ciencia ficción y terror en particular, bajo el pseudónimo de “Felipe Bochatay”. Ha publicado en algunas antologías de cuentos en formato papel y también en medios electrónicos latinoamericanos como en “Anapoyesis”, o “Narrativa”, entre otras. Asimismo escribe ensayos de sociología, literatura y ciencia ficción en su blog o en medios digitales y  podcast. Formó parte del comité científico de “Iberoamérica Social”.


  

sábado, 8 de noviembre de 2025

LA PARTIDA

Gastón Caglia

 

El siguiente relato obedece a la más pura realidad, aunque muchos, o todos los que quieran oír, lo nieguen con un rotundo no en sus rostros. No me demoro en preámbulos, las pesadillas comenzaron a sucederse la misma noche en que falleció ahorcado un ignoto y sufriente pariente. Un primo lejano de mi padre con el que gozaba de una muy lejana relación con él.

Su cadáver fue hallado dos o tres días después de muerto en la mísera pensión en que se alojaba en el centro de la ciudad. Allí pasaba sus días en un lento declinar producto de la crisis económica y de sus propios demonios. Sus humores putrefactos habían hinchado su cuerpo hasta lo indecible. Pendía de una viga que cruzaba el techo haciendo de él una continuación pero hacia debajo de la deteriorada estructura. Su cuerpo pendía inclinado hacia el piso de mosaicos cuadrados y tan desgastados por el paso del tiempo como la vida de este primo. Sus piernas estaban completamente deformadas, es que la gravedad hace que los líquidos del cuerpo, que ya no circulan, vayan hacia abajo, depositándose según la ley de la gravedad. No se asuste amigo lector, hasta acá llega esta breve descripción forense, lo que viene es peor.

La serie de acontecimientos que se desencadenaron bien tienen relación con este hecho que pocas líneas periodísticas ocupó. No estoy loco, si eso es lo que pretende concluir a esta altura. Aunque todos los locos dicen lo mismo, como los presos en la cárcel, que son todos inocentes. Una prueba de que mi raciocinio se mantiene intacto es esta idea: el suicidio de una persona puede ser catalogado como una eutanasia encubierta en razón de la miserable vida afectiva y laboral que lleva como mochila una persona y aunque otras también pueden ser las causas y muchos sociólogos han escrito sobre ello, éstas creo que fueron las que arrojaron a mi primo lejano al abismo.

 

Una vez a la semana, tal vez cada quince días, con la excusa de una visita informal, ocasional y sin previo aviso, se dejaba caer por nuestro hogar, la casa en la que vivía junto a mis padres y hermanos. Si bien nuestra posición económica no era holgada, por lo menos permitía siempre poner otro plato a la mesa. La cuestión es que sus visitas eran el preludio de la invitación forzada para quedarse a cenar.

Nosotros sencillamente lo sabíamos y nos dábamos el lujo de callarnos cada vez que se dejaba caer por nuestro domicilio. Lo recibíamos, porque más que un pariente lejano al que por ley no se le deben alimentos, cuestiones humanitarias, de conciencia y de salud para nuestros corazones y estómagos, así lo solicitaban. El olor a sucio por la falta de higiene personal era soportable, y en contadas ocasiones mi papá le regaló alguna camisa vieja.

Mientras mi madre preparaba la cena y mi padre se abocaba a la limpieza profunda de algún arma de fuego en la sala contigua, este visitante y yo departíamos hablando nimiedades y ocasionalmente para matar el tiempo jugábamos alguna partida de ajedrez.

Las piezas eran conducidas no con disimulado desgano por mi general. Por el bando contrario las piezas eran llevadas con un absoluto desconocimiento de las más básicas reglas de la guerra de los trebejos. De común una batalla entre un general indolente y otro torpe lleva a escaramuzas y chapucerías de tono cambiante. Así y todo normalmente las partidas nunca terminaban en jaque mate dado que las charlas, muy similares a monólogos por turnos, estiraban la refriega hasta lo indecible.

Así transcurrió un tiempo difícil de precisar, propio de los hechos intrascendentes...

 

Las visitas semanales se espaciaron con el tiempo y en algún momento cesaron aunque no dieron lugar a ningún asombro. Su ausencia no era en absoluto extrañada por mi familia dado la discontinua periodicidad con que nos visitaba. Así que las pesadillas comenzaron sin una razón mejor. El día en que nos anoticiamos del trágico deceso nada cambió en nuestra rutina, tan sólo un comentario de compromiso y el disgusto de mi padre de tener que visitarlo en el velorio, y algún papeleo en la Fiscalía Regional, después de todo, él era el único pariente directo de su primo.

Las pesadillas comenzaron como un juego recurrente que me dejaban apesadumbrado por horas, corría por el barro en una recta ruta de asfalto lleno de baches e inundada por olas de un río desbordado. Debía llegar a una montaña hecha de lodo, que no me permitía treparla de lo imponente que era.

Con el devenir de los días estas horrendas pesadillas, que me dejaban insomne y en un estado de gran agitación durante la vida diurna, sucedieron días en los que sufría agudos dolores de cabeza, insoportables jaquecas que prácticamente me cegaban, llegando al extremo de pensar en quitarme la vida o arrancarme los ojos con un destornillador con el fin de terminar con ese sufrimiento. Mis padres nada podían hacer al respecto y sólo velaban por mi salud poniendo paños fríos en mi frente. Un empecinado esfuerzo de mi parte y una tozuda resistencia a recibir al galeno de la familia ensombrecieron a mis padres en un mutismo hermético, todo transcurrió puertas adentro de la casa. Los vecinos, como es de suponer, nada supieron.

A esos días le sucedieron largas, prolongadas, casi eternas noches sin sueño durante las que me mantenía en un estado de aparente vigilia noctámbula y su posterior letargo diurno; la cuestión es que las fuertes jaquecas y ese estado insomne acentuaron mi mal humor y mi carácter huraño cercenando de cuajo lo poco de vida social que me quedaba para ese entonces.

La crisis económica del veinte se llevó mi negocio de antigüedades y con ello a mi prometida.

Al tiempo comencé a investigar con potentes drogas poniéndome como conejillo de indias, pero los resultados fueron adversos y no fructíferos. Los raptos de lucidez brindaron nuevos, fuertes y elaborados sufrimientos. Cuando el tiempo y la declinación de mis facultades se hizo evidente probé con especialistas médicos y pseudo médicos. Ni el reiki ni la homeopatía resultaron beneficiosos. Todos confluyeron en degradar más mi salud.

 

El último esfuerzo lo realicé arrastrándome hasta un manosanta de los barrios bajos, un médium que vive recluido a la sombra protectora de los ojos de las autoridades legales en una zona inaccesible para ellos. Había perdido veinte kilogramos y mi rostro se encontraba desfigurado por las recurrentes jaquecas y la falta de sueño. No tuve que golpear las manos para anunciarme, la vivienda, si a esa tapera se la puede llamar así; carecía de timbre o algo similar, las paredes del frente se encontraban con el ladrillo a la vista y mucho peor era el interior con muros a los que les dieron una mano de pintura hace miles de años. Grandes borrones de humedad remedaban las manchas de Rorschach. Al cruzar el umbral de la precaria casa, un descolorido personaje apareció en el dintel de la puerta interrumpiendo el paso. Me tomó de las manos y me introdujo en su santuario. Las velas negras y rojas emitían diversos y sofocantes olores agridulces y amarillos, los santos de dudosa procedencia miraban desde su pedestal hacia abajo en un ángulo en el que desde donde se los observara daban la impresión de que la mirada fija en uno. Detrás, estaban las desconchadas paredes como únicos testigos.

Você tem uma conta pendente com um defunto (Tiene una cuenta pendiente con un fallecido) dijo a modo de presentación.

De mis ojos inyectados de sangre a causa de las drogas y la debilidad mental brotaron palabras mudas que solo el gurú del más allá pudo comprender o traducir.

Você tem um item excepcional com um parente distante, ele está esperando por você (usted tiene una partida pendiente con un pariente lejano, él está aguardando por usted). Ele está esperando por um tempo até à data, você se lembra? (Él está aguardando desde un tiempo a la fecha, ¿usted se acuerda? prosiguió. Con un solo gesto mío el médium continuó: Yo, el pai Carlitos, te ordeno que recuerdes, hace mucho tiempo dejaron partidas suspendidas para futuro farfulló mitad en español, mitad en portuguésy nunca se terminó, voce recuerda?

Sus manos se posaron en mis sienes mientras la situación un tanto estranbótica para mi mente racional comenzaba a interrogarse cómo había dado mi cuerpo en llegar a esta situación y en ese lugar sin dudas dantesco.

Sus dedos índices operaron como circuitos conductores de electricidad poniendo en funcionamiento algunos sectores todavía no dañados de mi cerebro. La situación, si la hubiera presenciado desde fuera, diría que era propia de Nicolás Tesla y sus maravillas eléctricas moviendo fuerzas telúricas y dirigiéndolas hasta lo más recóndito de mi sesera.

La electricidad corrió por mis sienes de izquierda a derecha y, como recuerdo de un hecho vivido días atrás, vino a mi mente la partida de ajedrez que dejamos inconclusa en la casa de mis padres la última vez que nos habíamos enfrentado.

Recuerdo ahora que jugué muy mal, peor que de costumbre, y estando en posición muy delicada, casi comprometido mi rey por las fuerzas rivales, aduje que debía partir de inmediato a cumplir con un recado totalmente inexistente. Esa iba a ser mi primera derrota frente a mi primo. En definitiva, una excusa de último momento me salvó del oprobio.

—El tablero está allá —dijo el pai—. La partida debe continuar…

Intenté protestar aunque fue en vano, las palabras no brotaron de mis labios, simplemente mis pies se arrastraron a los tumbos hacia el cajón de manzanas que hacía las veces de mesa en donde se apoyaba un deslucido juego de ajedrez armado con piezas de distintos modelos de juegos, entre ellos un rey mocho y un alfil pintado evidentemente a mano. Los peones, fiel a su última condición dentro del juego no respetaban uniformidad ni de color ni de tamaño.

Ya sentado en el piso de tierra, sólo atiné a levantar la vista un instante a modo de súplica. Sublimes lágrimas rodaron por mis mejillas y mi mano izquierda se dirigió hacia el caballo cobarde en retirada. Como en la vida real éste también iría al matadero muy pronto.

Sei agora que apostar forte neste jogo, mas não em causa, uma ligeira suspeita me diz que há muita coisa em jogo (Yo se ahora que apostaron fuerte en esta partida, pero no sé de qué se trata, una leve sospecha me dice que hay mucho en juego); não é assim?

Entre tanto mi corcel retrocedía en busca de resguardo mientras mis peones se batían en titánicos y desiguales lances sin posibilidad de victoria. Ahora todo es más claro, como en la fría y despejada mañana invernal, un aire congelado ingresa a mis pulmones y se desperrama con mi sangre por todo el cuerpo, ahora recuerdo que la apuesta había quedado abierta, el vencedor podía pedir lo que quisiera. Nunca le dí importancia.

Estoy en el rancho jugando por mi vida y mi rey a punto de ser jaqueado. Ahora recuerdo...


Gastón Caglia es abogado, mediador y profesor de ajedrez. Ejerce como funcionario del Poder Judicial de la provincia de Santa Fe. Tiene 48 años, y vive en la localidad de Reconquista, provincia de Santa Fe. Escribe cuentos y relatos de ficción en general y ciencia ficción y terror en particular, bajo el pseudónimo de “Felipe Bochatay”. Ha publicado en algunas antologías de cuentos en formato papel y también en medios electrónicos latinoamericanos como en “Anapoyesis”, o “Narrativa”, entre otras. Asimismo escribe ensayos de sociología, literatura y ciencia ficción en su blog o en medios digitales y  podcast. Formó parte del comité científico de “Iberoamérica Social”.


 

jueves, 6 de marzo de 2025

DANZA MACABRA

Gastón Caglia

Llegaste una noche sin luna. Los pocos diáconos que aún viven lo recuerdan como si ese hecho tan poco usual se hubiera tratado de un presagio funesto. Eras tan solo un niño hambriento que había atravesado el Desierto de la Desolación Radiactiva; lo atestiguaban tus úlceras y las protuberancias cutáneas que destilaban horrorosos humores, como si hubieras querido que nos regodeemos en tu dolor, porque supimos al instante que sufrías.

Durante diez lunas, los diáconos, que no soportaban verte en forma directa, rezaron en la habitación contigua día y noche, aunque todos sabíamos, incluso tú, que no hay diácono que soporte la luz diurna. Las compresas con mandrágora aplicadas sobre todo tu cuerpo, fueron dando resultado lentamente, y a la decimoprimera noche –hasta en los mínimos detalles te aprovechabas de las simbologías–, abriste los ojos.

El abad en persona deseó interrogarte de inmediato, pero no creo que lo sepas, su cuerpo de escribas y asesores se lo impidieron. Regresó a su claustro, del que rara vez salía.

 

Todo aquello te lo recordé susurrándote al oído. Asentiste en silencio temiendo que me aproveche de ti por incursionar en tu mente. Luego montamos a nuestras bestias y tomaste el control de la Legión de Soldados de Dios, cien humanos deformados, hambrientos y enfermos. Debíamos partir sin demora hacia el Sitio Prohibido, el lugar del que llegaste atravesando el Desierto de la Desolación Radiactiva siendo un niño.

 

La Muerte es un ser real y efectivo, aunque por lo general invisible, dijiste al despertar, luego de esas once lunas de reposo. Esa noche quedamos pasmados por la revelación. Como un místico, aseguraste verla suspendida en el aire junto con el Ángel Exterminador, esa figura oscura envuelta en telas blancas, como una momia, que nos era prohibido observar a los ojos.

Luego continuaste orando; susurro que apenas pudieron escuchar los que se encontraban más cerca:

 

Y miré, y vi un caballo amarillo;

y el que lo montaba tenía por nombre Muerte,

y el Hades lo seguía;

y les fue dada potestad sobre la cuarta parte de la tierra,

para matar con espada, con hambre,

con mortandad y con las fieras de la tierra”.

 

Jamás habíamos oído ese poema, y menos en boca de un niño.

De inmediato todos nos prosternamos ante ti y te juramos lealtad. Te levantaste de la cama, trastabillaste, pero te asiste de los hierros oxidados de tu lecho y te erguiste todo lo que lo permitieron tus heridas todavía sangrantes.

El abad llegó presuroso, titubeante entre los restos de las otras camas, y besó tus pies y lamió y bebió la sangre que te corría por las piernas y de inmediato te sentiste rey, ese día lo vi en tus ojos, pecaste de arrogancia, pero callé porque me debía a ti. Y así lo hice durante estos últimos veinte años en que te formaste en las Escrituras.

 

Todo eso, ¿recuerdas?, te lo dije antes de que nos marcháramos, pues previamente debías encender la pira para que los cadáveres ardan y la Muerte se los lleve de inmediato. El hedor de nuestros hermanos era insoportable, un río de humores putrefactos regaba las inmediaciones del convento y el abad era sostenido por sus escribas. Él levantó la mano quedamente, como dando una orden a alguien que no la necesita.

 Así lo hiciste y, sin un ápice de miedo, asco o vergüenza, encendiste la carne de nuestros hermanos. Pronunciaste de viva voz: “Proclamo la igualdad ante la Muerte” y las voces de terror hicieron temblar los muros del convento.

Finalmente te pusiste delante de la Legión y alzaste el brazo desnudo. Las cicatrices que surcaban tu piel eran visibles más allá de los muros exteriores, inclusive más allá del Río de la Desesperanza.

Partimos y sólo se oyeron los cascos de las bestias hollar la tierra marchita. Luego de unas horas de marcha forzada por el sendero que lleva al desierto me acerqué a ti, pero el silencio en que te encontrabas inmerso era impenetrable. Descansamos en el último oasis lindero al Desierto. Intenté escrutar el interior de tus ojos, pero el frío horror parecía haber borrado de tu memoria los dolores que sufriste hacía años en aquel lugar, si es que pasaste por allí.

Descendiste de tu preciosa bestia de dos cabezas y diste un Sermón Fúnebre Igualitario. Fue el acto más demagógico que vi en mi larga vida, pero qué bellas fueron tus palabras, parecías inspirado por una Chorea Machaboerum, pues todos los fieles que se habían ido sumando a los Soldados a lo largo del camino bailaban y se contorsionaban al son de la inspiración de las Pestes Mortales.

Al acabar tu alegato las piernas te fallaron y caíste sobre la tierra yerma. No hubo Soldado que se atreviera a tocarte. Ordené que se levantara un campamento en el lugar y dentro de la carpa principal te alojé por unas horas hasta que regresaste del más allá.

Dijiste que tu fech se te había aparecido en un sueño. No lo entendí. Pero me ordenaste que eran tus deseos descansar. Salí de la carpa cuando el sueño se adueñó nuevamente de ti.

Despertaste con las primeras luces de la Luna Menguada. Cuando eras niño te aterraba observar el pedazo de roca que la Guerra Del Gran Hongo había cercenado a la Luna Menguada. Te pusiste en pie y solicitaste agua, comida y una espada. Todo te fue provisto por solícitos Soldados.

A la siguiente luna partimos silenciosos. Tu mutismo era contagioso, tanto como las Once Plagas Radiactivas. Sin embargo unas noches después algo rompió la monotonía, del Convento llegó la noticia que el Abad había fallecido leyendo las Sagradas Escrituras. No le diste importancia, parecías ya saberlo, como también sabías que el abad era ciego. Veinte Soldados emprendieron el regreso al convento pues el sentido del deber lo tenían hacia el abad. Tú los maldijiste, pero no fue suficiente para que cambiaran el rumbo. Nosotros entonces seguimos en la dirección contraria y nos internamos en el Desierto de la Desolación Radiactiva.

Cabalgaste y también caminaste hacia la Ciudad Prohibida durante cuarenta noches y nosotros te seguimos, los que quedábamos en pie. Cuando llegaste a la Gran Ciudadela de Cemento, lindera al Desierto, dijiste: aguarden fuera. Todos obedecimos aunque nos carcomió la duda. Creímos que no regresarías, pero luego de dos lunas de espera ansiosa emergiste de entre las entrañas de concreto. Tu rostro indicaba que lo habías logrado. Habías conseguido lo que fuiste a buscar, o lo que te llamaba para que lo encuentres. Empero tu rostro también denotaba un cansancio de muerte y agotamiento espiritual.

De regreso estuviste más parco que de costumbre. Los Soldados seguían muriendo de hambre, sed y sol, pero a ti no te importó, ya estabas con los pies en el otro mundo, como cuando llegaste esa noche al convento siendo un niño.

Al arribar de regreso al mismo oasis me dijiste en la carpa, que usábamos exclusivamente, que tomaste el Pulsador Del Gran Dios Destructor.

—¿Quién es el Gran Dios Destructor —te interrogué, y tú murmuraste a mis oídos como si fuera un secreto mortal: un cilindro plateado acabado en una punta dorada como el maldito Sol Abrasador del tamaño de quince hombres.

Yo no emití palabra y eso pareció enfurecerte más. Deseabas que preguntara, lo vi en tus ojos, en el abismo negro que se había abierto en tu ser, mas sabía la respuesta al porqué de tu viaje.

Finalmente regresaste. Tan solo once Soldados y yo te hicimos coro.

Al arribar al convento las oscuras túnicas de los diáconos que rondaban en éxtasis por el perímetro le conferían un aspecto fantasmal y casi alegórico, con sus rostros velados y las mortecinas luces de sus antorchas. Enardecido sentenciaste: Esta turba de impíos que osan danzar celebrando un oficio no divino son maldecidos por mí y por el Gran Dios Destructor irritado por tanta blasfemia. Los condeno a probar el látigo infernal.

Pero nada los acalló. Descendiste de tu bestia, te acercaste a los diáconos que extasiados o en trance se contorsionaban como afectados por una de las Once Plagas. Tomaste al vuelo a uno de los frenéticos danzantes por el brazo, pero este siguió retorciéndose con tanta violencia que su miembro fue arrancado de ese cuerpo putrefacto. No vi afectación en tus ojos. Sin embargo todos cesaron su ritual cuando tú gritaste y apagaste las llamas de las velas de las primeras filas de diáconos con tu saliva y sangre que brotaba desde tu garganta.

Luego caíste desvanecido y nunca más despertaste. De inmediato tomé de entre tus manos el Pulsador Del Dios Destructor y lo guardé entre los pliegues de mis ropajes. Siempre lo supiste, no eras el mejor guardador, hablabas en sueños, de los Secretos de nuestra Fe y la conjunción de mandrágora y drogas del pasado hicieron mella en tu cuerpo allá en el oasis.

 

Ahora te encuentras en un sueño profundo, tan profundo que no creo que puedas oírme, pero igual te lo cuento, porque en cierta forma estoy en deuda contigo. No te preocupes, gobierno el convento en tu nombre y hoy ha ocurrido algo extraño, una flor ha brotado de entre los ladrillos del muro.


Gastón Caglia es abogado, mediador y profesor de ajedrez. Ejerce como funcionario del Poder Judicial de la provincia de Santa Fe. Tiene 48 años, y vive en la localidad de Reconquista, provincia de Santa Fe. Escribe cuentos y relatos de ficción en general y ciencia ficción y terror en particular, bajo el pseudónimo de “Felipe Bochatay”. Ha publicado en algunas antologías de cuentos en formato papel y también en medios electrónicos latinoamericanos como en “Anapoyesis”, o “Narrativa”, entre otras. Asimismo escribe ensayos de sociología, literatura y ciencia ficción en su blog o en medios digitales y  podcast. Formó parte del comité científico de “Iberoamérica Social”.


 

 


jueves, 6 de febrero de 2025

TORNILLOS EN LA FERRETERÍA

Gastón Caglia

 

Despertó en una pieza diminuta, mal iluminada y fría. Un pitido incesante envolvía el ambiente. Tomó el teléfono celular del suelo pero de inmediato lo regresó al lugar en donde estaba. Su intención fue continuar durmiendo, pero una sensación poderosa se lo impidió, una alarma en su cerebro y su corazón lo paralizó dejándole la piel erizada por el terror. No recordaba que ese lugar fuera su casa y, sin estar del todo seguro de que estaba despierto, gritó.

—¡Germán! —Como nadie respondió insistió con más fuerza—. ¡Germán! —Pero nuevamente nadie acudió a su llamado—. Maldito seas Germán, nunca estás cuando más se te necesita, desgraciado. Seguro que se está emborrachando en el bar de la esquina a escondidas —murmuró.

De inmediato regresó a su primer pensamiento y el mismo pánico borroso de un minuto antes lo volvió a invadir de pies a cabeza pues, con Germán o sin él, no recordaba cómo había llegado a ese lugar. Se incorporó con suma torpeza. Sus pies descalzos tocaron las frías baldosas, tan porosas y sucias como añosas.

Al salir de la cama un televisor apagado apareció en su campo visual. Era uno de esos aparatos cuadrados, grandes y con los bordes redondeados. Dio un salto horrorizado. El reflejo de su imagen lo asustó; lo que se reflejaba en la negra pantalla no era él. Empero, consultó su reloj y otro terror, más materialista, lo acometió, nuevamente iba a llegar tarde al trabajo.

Las ropas, desordenadamente revueltas sobre una silla de paja con una pata chueca, le parecieron un tanto extrañas. Al vestirse comprobó que eran de su talla. Pese a ello, un sentimiento de extrañeza y malestar comenzó a manifestarse en todo su cuerpo, como cuando una persona se viste con ropas ajenas o peor, de un muerto. De la pared pendían un crucifijo torcido y un cuadro de unos niños harapientos y con vientres abultados que juguetean con una cantidad increíble de perros; una copia, sin duda. El ambiente de la pieza era todo así, decadente.

Se vistió presuroso prescindiendo de la ayuda de su criado.

—¿Cómo llegué acá, maldita sea? Debe haber sido una jugarreta de mi enemigo con la ayuda imprescindible de Germán. Pero a su debido tiempo todo caerá por su propio peso y, así y asá, verán lo que es bueno. Ya verán —concluyó con una sentencia inconducente.

Al recoger nuevamente el teléfono celular del piso advirtió que este había estado sonando por horas. Más de veinte llamadas en el buzón.

¡Estás despedido!

Quien carajo te creés que sos para no venir otra vez.

Ya elevé el pedido a la Superintendencia, ni te calientes en venir.

Se acabó el juego, Goliadkin. Sabemos lo que hiciste. Dejá de hacerte el loco. Te vimos, decía el último mensaje de texto.

Soltó el aparato sobre la cama, como si le quemara.

Pero antes de resolver esto hay problemas más urgentes que atender, se dijo.

 

La puerta de la ferretería se abrió y la campanilla colgada del marco emitió su característico sonido. Goliadkin se sobresaltó por el sonido estridente y agudo dando un respingo teatral mientras se llevaba las manos a los oídos. A su parecer ese sonido era intolerable para su voluble estado. Sin más se arrojó sobre el mostrador. A un costado, dos personas parecían debatir sobre las bondades de una canilla.

Goliadkin se inclinó acercándose al dependiente, no sin antes echar una mirada de soslayo a su alrededor para ver si los presentes no se estaban refiriéndose a él, pero para su sorpresa los dos desconocidos no cuchicheaban más que de cueritos, canillas y llaves. Sin embargo, una angustia creciente le oprimió la garganta.

—Buenas, necesito, usted sabe, así y asá, un tornillo, de los que se enroscan al revés. Si es un amigo podrá entender.

El dependiente, al escuchar los primeros desvaríos, volvió la vista hacia la tabla de promedios publicada en el diario.

—Yo sé que alguien que me odia, un enemigo de la república, y mío, me persigue adelantándose a todos los lugares a los que yo voy.

—Don, ¿qué es lo que quiere?, acá no tenemos eso —masculló el empleado de la ferretería ya sin paciencia y, sin sacarse el palillo de la boca para regresar al estudio concienzudo del diario.

—No pretenda usted que no sé fehacientemente que él ya ha estado acá —acometió en tono cómplice Goliadkin para luego concluir—: No deseo importunarlo, bueno, así y asá, usted comprenderá, debo retirarme, pero le dejo mi tarjeta de presentación por si aparece el tornillo que estoy necesitando, mi criado ha abandonado mi pieza y debo ocuparme de esos menesteres…

Sin embargo, se detuvo abruptamente en su incoherente y desenfrenado monólogo cuando, dominado por el terror, alcanzó a ver a su enemigo reflejado en la pantalla negra de un monitor de computadora desenchufado. Su corazón dio un vuelco, farfulló más incoherencias y se retiró dando un portazo. El empleado continuó con el estudio de los descensos sin percatarse del rostro desdibujado de quien acababa de marcharse. La tarjeta de presentación quedó sobre el mostrador entre folletos y papeles sueltos.

 

Iakov Petrovich Goliadkin. – Jefe de Sección

Área de Planificación – Provincia de ….

 

En la vereda abordó un taxi y se dirigió al edificio en que se encuentraba su departamento, el lugar del que había salido hacía tan solo una hora. Subió volando las escaleras.

Deben haber querido asustarme, pensó, mientras caminaba dando grandes zancadas por la pieza.

—Es sólo eso. Eso, es solo eso —murmuró mientras estudiaba con detenimiento los mensajes en su teléfono celular. Descubrió que misteriosamente no tenían remitente.

Bueno, reflexionemos, joven amigo, se dijo, las notificaciones no tienen remitente, eso es harto extraño.

Buscó en un abrigo que había quedado sobre la silla de paja. La situación comenzó a carcomerle la cabeza. Encontró un sobre cerrado pero lo dejó en el bolsillo.

—Debo ir a solucionar esto antes de leer la carta —reflexionó en voz alta—, sin duda acá estará la explicación a todo lo que está sucediendo.

Sin desearlo, se observó nuevamente en el televisor, y allí estaba. Con miedo volvió a mirar, pero esta vez de reojo. Esto no es una ilusión, se dijo. El otro ser no lo perdía de vista y lo seguía con la mirada desde la pantalla del televisor.

—¿Eres mi hermano menor? —alcanzó a murmurar mientras alzaba la mano en un vano intento por tapar de su visión la pantalla. Pese a eso, su doble comenzó a hablar, intentando entablar una conversación.

La imagen reflejada se inclinó hacia él haciendo una mueca, sin embargo en la copia era poco menos que la imitación de un mono, un burdo remedo del gesto de Goliadkin.

—No empieces con eso otra vez —murmuró Goliadkin.

—No empieces con esto otra vez —repitió la imagen en la pantalla.

Goliadkin, apremiado por lo estrambótico de la escena se vio obligado a huir mientras ese otro continuaba hablando. Sus palabras se perdieron en el aire cuando ganó las escaleras para abalanzarse sobre el acogedor bullicio de la calle…

 

Despertó en su pequeña pieza tan mal iluminada y fría como siempre. Un pitido incesante se dejaba escuchar envolviendo el ambiente. Tomó el teléfono celular pero de inmediato volvió a apoyarlo sobre la mesita de luz. Deseaba seguir durmiendo pero algo se lo impidió, una alarma se activó en su cerebro y su corazón se paralizó dejando su piel erizada por el terror. Sin estar del todo seguro de que estaba despierto, gritó.

—¡Germán!

—Dígame señor, ¿qué desea?

—Vísteme rápido, que estoy apurado —dijo mientras se ponía de pie y se vestía. Sus pies descalzos sintieron el frío gélido de las baldosas. Tembló con escalofríos. Germán había dado media vuelta y desaparecido de la escena.

Se miró en el televisor, y allí estaba. ¡Ah, claro!, chilló, y luego murmuró muy quedamente y abstraído, el otro. Su doble, la imagen reflejada, se inclinó hacia él con una mueca de burla.

—No empieces con eso otra vez —murmuró Goliadkin y bajó las escalaras corriendo, casi una huida teatral. Pero la imagen no desapareció ni se calló.

—¡Sabemos que no eres el verdadero Goliadkin! —oyó que gritaban desde su pieza.

Necesitaba huir. Pero al llegar al palier del edificio e intentar abrir la puerta se topó de frente con otro hombre. Vestía igual que él, y lo miraba con los mismos ojos asustados.

—¡Tú otra vez! —exclamó Goliadkin—. ¡Desde ahora y para siempre te declaro mi enemigo!

Permanecieron mirándose como dos boxeadores a punto de comenzar la contienda, paralizados y nerviosos, pero Goliadkin tomó raudamente la iniciativa y poniéndose de costado en el angosto pasillo se escabulló de su otro yo y corrió hacia la ferretería desesperado por desaparecer de los ojos de su copia. Llegó en un minuto al negocio.

Entró sin advertir el horrible tintineo de la campanilla en la puerta, recorrió los pasillos sin rumbo fijo, hasta que, sin saber bien por qué, su atención se fijó en un tornillo diminuto de una estantería. Sintió que lo necesitaba. Se estiró para tomarlo justo cuando una mano curtida, con dedos gruesos y callosos se posó sobre la suya.

—Yo lo vi primero —refunfuñó el empleado de la ferretería, un hombre robusto vestido con una camisa de trabajo gris arremangada. Los botones sin incrustar en los ojales dejaban a la vista su tupido pelaje en el pecho, lo que le confería un aspecto simiesco.

—No, no... es importante para mí —balbuceó Goliadkin, sujetando el tornillo con fuerza por la punta, pero sus manos eran más débiles y la posición del tornillo terminó por vencerlo. El empleado entornó los ojos, negó con la cabeza y tiró del objeto con fastidio.

El forcejeo torpe, que comenzó cuando Goliadkin intentó hacerse con total legitimidad del tornillo, hizo que el empleado, al quedarse sin oposición y con el tornillo en la mano, porque el otro lo soltó, cayera contra los estantes derribando algunas cajas de clavos y más tornillos de los que ambos podrían necesitar en varias vidas.

Goliadkin sintió que la situación se descontrolaba, que otra vez su realidad se deslizaba hacia un absurdo mucho más caótico. Pese a ello se abalanzó contra el hombre de camisa gris y, producto de lo sorpresivo del ataque, el tornillo cayó al suelo y rodó bajo un estante.

—¿Ve lo que ha logrado? Ahora ninguno lo tiene —se quejó el empleado, sacudiéndose la camisa con las manos grasientas. Goliadkin, más rápido de reflejos y con mejor físico para esos menesteres, se acuclilló para buscarlo con tanta mala suerte que al alzar la vista unos espejos a la venta en la pared reflejaron otra vez su rostro. O el de otro, y otro y otro, y no pudo evitar un grito ahogado. El mundo giró a sus pies.

Al huir de la ferretería, con las manos temblorosas y la sensación de haber escapado por poco de un desastre mayor, Goliadkin se dirigió al edificio en el que vivía. Cuando abrió la puerta del vestíbulo, sintió un escalofrío, dado que el empleado de la ferretería, el mismo con el que había forcejeado por el tornillo, estaba allí. Lo observó con una expresión inescrutable y asintiendo lentamente dijo:

—Nos volvemos a ver, vecino.

Goliadkin sintió que se le revolvía el estómago. Concluyó que nada en su vida era una coincidencia. Ganó las escaleras corriendo. Al entrar a su pieza cerró la puerta con dos vueltas de llave y colocó el pasador. Como si eso fuera poco se apoyó sobre la puerta haciendo fuerza hacia afuera. Sin embargo nadie tocó o intentó abrirla.

Esa noche, en su departamento, sintió que el sueño lo eludía. Se sentó en el borde de la cama con la sensación de que alguien lo observaba amparado por la zona de penumbras de la pieza.

—Esto es inaudito, lo debo elevar a las autoridades superiores, mi jefe de sección debe saber de todo este desaguisado, le explicaré todo, que así y asá todo tiene una explicación. Que no era yo, que es otro que, así y asá se apoderó de mis amigos…

Entonces lo vio. Su doble estaba allí, de pie en lo oscuro, con la espalda contra el ángulo de las paredes de la pieza y sonriendo con una calma inquietante.

—Es ahora —susurró la figura.

Antes de que pudiera reaccionar, su doble dio un paso hacia él. No hubo resistencia ni forcejeo; fue como si ambos cuerpos se disolvieran en una niebla invisible. Su identidad, su esencia, su yo, se esfumaron en un proceso silencioso e irreversible.

Cuando la penumbra se aclaró, un solo Goliadkin quedó en la habitación. Se levantó con una sensación extrañamente liviana, caminó hacia el espejo y sonrió. Algo en su reflejo se veía distinto. Más seguro, más firme. Se acomodó la chaqueta y salió de la habitación hacia su oficina; debía dar unas cuantas explicaciones.


Gastón Caglia es abogado, mediador y profesor de ajedrez. Ejerce como funcionario del Poder Judicial de la provincia de Santa Fe. Tiene 48 años, y vive en la localidad de Reconquista, provincia de Santa Fe. Escribe cuentos y relatos de ficción en general y ciencia ficción y terror en particular, bajo el pseudónimo de “Felipe Bochatay”. Ha publicado en algunas antologías de cuentos en formato papel y también en medios electrónicos latinoamericanos como en “Anapoyesis”, o “Narrativa”, entre otras. Asimismo escribe ensayos de sociología, literatura y ciencia ficción en su blog o en medios digitales y  podcast. Formó parte del comité científico de “Iberoamérica Social”.

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