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lunes, 13 de mayo de 2024

EL VAIVÉN EXTRAORDINARIO


Carlos Enrique Saldívar

Ayer vi un toro sentado frente a mi ventana. Este hecho resulta inexplicable, pues vivo en un cuarto piso. Aún más insólito sería explicar cómo salté de la cama al techo, y la ropa de calle, con la que debía vestirme, vino hacia mí impulsada por un mágico e invisible resorte. Además (para colmo de bienes) sería imposible describir las palabras que esas bailarinas prendas me soltaban cuando tal operación de ensueño tuvo lugar.

Porque yo flotaba... en aquel momento flotaba.

Era un niño al principio, mas fui cambiando poco a poco. Me complació tanto que esto sucediera que empecé a gritar como loco, no por miedo, no sentí temor, ya dejé en claro que este exabrupto de mi esencia fue debido al placer intenso de experimentar lo imposible. Fue un tipo de deseo realizado y ahora los hechos consecuentes se manifestarían tal como debían ser. No habría aprensión ni pesar en mi corazón; no habría lágrimas o gritos provenientes de mi interior. Mi cerebro había estado preparado las últimas horas para esto. Mis padres no se hallaban en casa, lo cual no era importante; casi nunca estaban en el lugar donde se desenvolvía mi existencia. Me sentía libre, contento, el cúmulo de sensaciones resultaría incomprensible para una mente adulta o falta de imaginación. Mis padres no podrían comprender. Por eso no les necesitaba. La libertad de mi ser era total.

Así concluyo, seria y lógicamente, que lo ocurrido tenía que pasar. Me hice aún más ligero y continué flotando por el aire de mi amplia habitación. Puedo recordar las extrañas apariciones que me rodearon y la exánime sensación de ser tragado por un remolino una y otra vez, para luego ser expulsado rebosante de energía, mucho más grande, más gordo, más alegre. Había algo curioso en todo ello: percibí que mi ser se había vuelto diminuto, del volumen de un insecto pequeño o algo similar.

Entonces comprendí aquello de la relatividad, pero fue tan solo por un microsegundo.

Sentí una puerta que se abría con el aire y salía por la ventana.

Sentí la ventana que se cerraba con el viento y entraba por la puerta.

Sentí ruidos que se callaban a sí mismos en el piso que yo habitaba.

Percibí silencios que hacían ruidos en todos los pisos del edificio donde me encontraba.

Durante toda la experiencia no pude respirar bien, ya que el polvo me golpeaba el rostro como una ráfaga de meteoritos de algodón. No los sentía potentes, les evadía con facilidad.

Yo era fuerte, ágil, esponjoso. Era único.

Mucho tiempo volé por las calles fastuosas hasta que la misteriosa ráfaga me impulsó de nuevo hacia adentro. Decidí establecerme en mi ventana y vi un toro entrar por ella, me buscaba dentro de la habitación, lo noté cuando embistió con furia a otros seres de mi tamaño. Luego el toro salió volando por la ventana contigua, arre, torito, salga de aquí. Al moverme, hice que el cornudo volador huyera. Arre, torito, vaya junto al chanchito y la hormiguita, salga de mi cuarto. El bicho se fue, bufando de modo feroz y sorprendente. Después de todo, si yo hubiera sido de talla normal, lo hubiera aplastado con mi almohada. Hubiese sido sencillo ¿y cruel? No obstante, yo había pedido un deseo y disfrutaba de este.

De pronto me encontré nuevamente flotando dentro de mi recámara. Había muchos niños conmigo. Lucían huesos alargados y pieles cubiertas de mucho vello. Eran como yo. Deseaban platicar, aunque no estaba de humor para ello. Admito que soy algo insociable.

Sin embargo, decidí jugar a los empujones. Fue divertido. Tras ello, estornudé, una vez y otra vez. Me sentí feliz, muy feliz de poder flotar. Mi fantasía hecha realidad era lo mejor que había experimentado. Pasado un buen rato, sentí sueño porque era muy relajante lo que vivía. Me dormí y permanecí así hasta que escuché el ruido de algo absorbiendo otra cosa: era una aspiradora que me tragaba y no podía resistirme.

La puerta se abrió y se comió la ventana. Yo salí por esta, pero, al hacerlo, entré por la puerta. La habitación emitía ruidos que creaban un silencio sepulcral y este fenómeno me dejaba sordo. Un toro con sus bramidos entró volando a mi cuarto y me buscó por todos lados. No pudo hallarme. Yo era pequeño y peludo, casi insignificante.

Ahora estoy prisionero dentro de una bolsa y me siento triste. Mi mamá había entrado a mi cuarto sin permiso y casi me mató. De algún modo oyó mis gritos y apagó la aspiradora. Cuando salí volando de la bolsa, con un gesto de asco, me abofeteó, aunque muy despacito.

Despierta me dijo mi mamá—; acabo de limpiar un poco tu habitación y ni cuenta te has dado. Ya levántate y lávate las manos que no es hora de dormir, es hora de almorzar. Abrígate bien, Toñito, no te vayas a enfermar de nuevo.

Bostecé y me puse en pie de inmediato. Es verdad que no la había oído, pero reaccioné cuando vi a mi gato marrón entrando con flojera para sentarse en un rincón. Su ronroneo era sobrecogedor. A veces veía como mi gatito Tontón miraba las pelusas que flotaban en el aire, las seguía con la vista como si se tratara de exquisitos trozos de pescado. Juega con ellas. Me pregunto: ¿qué diversión puede haber en mirar una pelusa por horas? Siempre he sido curioso, por eso hace unas horas decidí hacer lo mismo que Tontón: seguir a una pelusa hasta quedarme dormido y... bueno, no recuerdo mi sueño, así que no podré contarlo de nuevo; debió ser alguna tontería, de esas que inundan mi imaginación tan a menudo. Los sueños a veces son tontos y lastiman al soñador. ¿Por qué soñamos?, a veces me pregunto, y no puedo hallar respuesta a esa dificilísima cuestión. Quizá pueda encontrar la causa en…

¡La veo de nuevo! ¡La pelusa, la misma pelusa! Se está acercando a mí. La miro con fijeza. Pareciera como si emitiese un pequeño grito o una ligera risita, lo cual es imposible. Alcanzo a distinguirla bien. Es como si dijera: «¿Cambiamos de lugar un rato, qué dices?»

Pues no. De ninguna manera, pelusilla parlanchina.

Han transcurrido un par de horas desde que yo deseé ser una pelusa. Y fue fascinante, realmente algo asombroso. Por ello, confieso, me da algo de temor contemplar la ventana abierta, la puerta entrejunta, el aire travieso que zarandea sin avisar y aquel torito furioso que entra zumbando por la ventana y que, acercándose con rapidez, a solo un palmo de mi nariz, se traga una pelusilla. La misma que yo atisbé.

Debo reconocer que tengo miedo. He escuchado a esta criatura, similar a un toro, aunque en su versión artrópoda, moverse con rapidez. Se habrá ido volando por la ventana conmigo dentro de su sistema digestivo. No quiero ni imaginarme lo que me pasará cuando llegue el proceso de asimilación. Será mi fin, no volveré a casa.

No estaré vivo para ver a quienes más quiero. Empiezo a pensar en muchas cosas, casi no logro moverme. A mi lado hay otras pelusillas moribundas que esperan su turno de ser asimiladas por los jugos gástricos de esta criatura. Me dicen que ellos también fueron niños, que las pelusas quisieron ser como ellos, que los engañaron, haciéndoles creer que entraban a un mundo de ensueño, mas todo era un plan siniestro.

Me asusta más que nada saber que en mi recámara quedó un niño que no es tal, que es un ser que adquirió consciencia y ahora tomará mi sitio con el fin de hacer lo que todas las pelusas: ocupar un lugar en el cual no son bienvenidas.

Somos absorbidos mientras lloramos. Hay sueños malos a veces, pero esta locura es real.

 

 

Carlos Enrique Saldívar (Lima, Perú, 1982). Estudió Literatura en la UNFV. Codirector de la revista virtual El Muqui. Coadministrador de la revista Babelicus. Publicó los libros de cuentos Historias de ciencia ficción (2008, 2018), Horizontes de fantasía (2010), El otro engendro y algunos cuentos oscuros (2019) y El viaje positrónico (en colaboración, 2022). Compiló las selecciones: Nido de cuervos: cuentos peruanos de terror y suspenso (2011), Ciencia Ficción Peruana 2 (2016), Tenebra: muestra de cuentos peruanos de terror (2017, 2018, 2021, 2022), Muestra de literatura peruana (2018), Constelación: muestra de cuentos peruanos de ciencia ficción (2021) y Vislumbra: muestra de cuentos peruanos de fantasía (2021). Apoyó en la gesta de la antología Unicornios decapitados (2023, Lektu).

 

miércoles, 1 de mayo de 2024

YO, ESTÓLIDO CREYENTE

Carlos Enrique Saldívar

 

En las curvas de mi alma nace una respuesta; esta es indolora porque no es mía, sino ajena, una encantadora broma de suave exaltación recalcitrante, proveniente de preclaros escritores extinguidos que manipulaban mi cuerpo sin poder hacer yo nada al respecto.

Los escritores son los hijos de los dioses, su misión en la vida es contar lo que ocurre en el mundo de los hombres, no solo a los seres humanos, sino también a aquellos de otras galaxias. Al final solamente esto quedará: el testimonio de una civilización perdida que en un día de fuego será destruida por su propia torpeza.

Creo que nuestra existencia es pasajera, así que, ¿por qué no pensar que la inmensidad del mundo lo es también? Hay armas, odios, traiciones, el mundo es un lugar horrible, yo lo sé, de hecho los momentos más hermosos de mi vida los pasé en soledad, creando universos sublimes e imperecederos, en los cuales me perdía. Dios es testigo que quería hacerlo siempre para ya no volver, pero siempre terminaba despertando y lloraba a cántaros al sentirme tan solitario en esta inmensidad de desértico terreno urbano.

Me hubiera gustado nacer en un lugar menos violento, menos oscuro, pero heme aquí, un jovencito abandonado en la heredad del cielo y el infierno, rechazado por Dios, su padre, y por el demonio, un atractivo desconocido.

Mis manos tienen una misión y esta es: cuidar del firmamento, cantando con mi voz a las estrellas y al espíritu de los seres que habitan en cada una de ellas. Creo en muchas cosas; en mi patetismo y tontería, por ejemplo. Creo en casi todo, pero si hay algo en lo que no creo es en mí mismo, y he ahí el dilema más grande de todos, porque cuando pueda conocerme en un nivel absoluto podré quererme, adorarme. Por el momento, dedico mi vida (que es lo que hago mientras existo) y mi existencia (que soy yo mismo en cuerpo y esencia) a contarle a las criaturas del universo pleno aquello que acontece en mi planeta, un lavadero donde los dioses destilan sus lagrimas, un inodoro donde los demonios depositan sus inmundicias.

Esto es en lo que creo: mi planeta, la redondez de esta esférica pelota de cartón con la que juego al ajedrez de mis pensamientos y casi siempre pierdo. ¿Qué es lo que hago? ¿Cuál es mi drama?, me pregunto a veces, mas no puedo responder esas interrogantes, ya que soy una hormiga gigante que no es capaz de soportar el peso de sus propias esperanzas.

Hay otras cosas en las que creo y son: las sombras de aquellas mujeres que amé, amo, amaré y que quizá nunca llegue a amar, pero las tengo dibujadas en bocetos dentro de mi carne, quilotras de hielo, amantes náufragas que despiertan contentas en las islas de mi creatividad. Creo en la pureza, en la armonía, en la fuerza ordenadora del universo (que es el hogar de Dios). Creo en quintaesenciar el vacío, en construir hogares para los animales inferiores, en cultivar plantas parlantes que reciten dulces poemas en los oídos de los hombres. Creo en la historia, en los tiempos del verbo, en el universo expansivo, en la infinidad. Creo en todos los pronombres (excepto el yo), en todos los sustantivos, hermosos adjetivos, adictivas canciones, en los sabrosos frutos de las mujeres, en el tierno fucilar del sol al amanecer, y creo también en el anochecer, distante fugitivo que nos impulsa al descanso, el cual nos lleva a tener sueños, fantasías tan sensibleras como esta que acabo de procrear, en la cual creo firmemente, ya que negarla sería igual que negarme a mí mismo que (muy a mi pesar) soy un contador de historias. O un aura: un hijo de todos los dioses. 

Dicen que la vida pasa ante nuestros ojos antes de morir. En mi caso, cuando mi fuente de poder dejó de llevar energía a mi cerebro positrónico por una ráfaga de disparos que me convirtieron en chatarra, miré lo que acabo de narrar. No lo he vivido, siempre fui un robot de batalla, pero me hubiera encantado experimentar al menos una de esas palabras, salvo las que dicen que trabajaron en mi cuerpo metálico. Sólo me quedan veinte segundos de batería. Pude grabar este testimonio, en parte imaginativo, por si alguien lo encuentra entre los restos de la confrontación. No me tomarán en serio. Eso sí, habrán de deleitarse con mi primera y única ficción: poema, égloga. Un sueño dormido ya realizado. Me voy satisfecho.


Carlos Enrique Saldívar (Lima, Perú, 1982). Es codirector de la revista virtual El Muqui. Es administrador de la revista Babelicus. Publicó los libros de cuentos Historias de ciencia ficción (2008, 2018), Horizontes de fantasía (2010), El otro engendro y algunos cuentos oscuros (2019) y El viaje positrónico (en colaboración, 2022). Compiló las selecciones: Nido de cuervos: cuentos peruanos de terror y suspenso (2011), Ciencia Ficción Peruana 2 (2016), Tenebra: muestra de cuentos peruanos de terror (2017, 2018, 2021, 2022), Muestra de literatura peruana (2018), Constelación: muestra de cuentos peruanos de ciencia ficción (2021) y Vislumbra: muestra de cuentos peruanos de fantasía (2021). Gestor de la antología Unicornios decapitados (2023, Lektu).

sábado, 27 de abril de 2024

EL CAMINANTE DIURNO


Carlos Enrique Saldívar



Letals ascendió en el escalafón social de las criaturas de la noche con cierto esfuerzo. A veces tenía que dejar de lado varias víctimas para dárselas a sus jefes. Lo hicieron sacrificar diversas cosas, a pesar de que tenía sangre real (si «real» se refiere a que milenios atrás los vampiros dominaban el planeta, pero casi se extinguieron por batallas contra otros seres de las tinieblas: licántropos, duendes, momias, demonios, espectros y entidades cósmicas). En fin, el caso es que Letals logró hacerse con el poder y era el Presidente de la Inhumanidad Sanguinolenta. Ya podía alimentarse a gusto con las presas que le traían a diario sus sirvientes. No importaba la edad de los cazados, el jefe no era de aquellos que pensaban que cuanto más tierna la sangre, mejor. No, le interesaba mucho el líquido rojo al por mayor, quedarse saciado. Y tenía otros planes malignos.

Estaba engordando por el exceso de sanguinolencia humana, además no le agradaba gobernar en el submundo, esas cuestiones las delegaba, pero era su obligación interesarse en el proyecto de «El caminante diurno». Estudió esa idea y se abocó a la misma con fuerza al inicio. No nos equivoquemos, no sabía casi nada de ciencia. Eso lo dejaba al equipo de trabajo, el cual lograría que los chupasangres pudieran andar a la luz del sol, con ello podrían dominar el mundo (y a las ovejas que lo habitaban) de manera absoluta. Letals se relamía de gusto al pensar que ello estaba muy avanzado y ya se estaba haciendo realidad, gracias al esfuerzo de los expertos en la materia, la mayoría jóvenes no muertos, aunque se guardaba en relativo secreto por ahora. Letals no comprendía mucho tampoco sobre los temas relativos a la economía, por ello le sorprendió que debiera aprobar un desembolso bastante copioso para que la máquina de transformación diurna pudiese funcionar en breve.

Sacó las cuentas, el gasto devendría en menos humanos con deliciosos cuellos para él, menos placer, por parte de las vampiresas, y pocas comodidades en su palacio, ubicado en la cordillera de los andes peruanos. No, se tendría que optar por una solución alternativa. Primero, anuló el pago al sujeto de prueba, pese a que muchos querían transformarse en la máquina, «podría existir algún peligro». El mismo Letals se ofreció como voluntario, sabía que sería un éxito porque los mejores científicos de su especie trabajaban en el armatoste, además deseaba el privilegio de ser el primero en salir en plena mañana a cazar a él, ella, niño, adulto, para así alimentarse doble, de día, de noche.

 Oh, ¿por qué las cosas tenían que ser tan difíciles para los vampiros? Eran una categoría superior, los humanos eran solo ganado. Sin embargo, se percató de que si los chupasangres invadían el mundo, al menos en otros tiempos antiguos, no hubieran quedado más presas de las cuales beber. Ahora, en pleno fin de año 2023, contaban con la tecnología para hacer posible el sueño tan ansiado por los más valiosos de su raza. Y no era necesario someter a su pueblo a una etapa de privaciones, sobre todo a él mismo. Sabía que lo criticaban, que le decían por lo bajo que era un irresponsable y un goloso, a esto se añadía que era un tacaño, ya que decidió recortar el presupuesto. Despidió a una parte del personal e iba a pedir que se usaran piezas baratas o recicladas para concretar la maquinaria maravillosa, pero desistió pronto, ante el temor de que un descenso en el presupuesto redujera la calidad de la misma.

Era el líder y sus directrices se respetaban. Desoyó las recomendaciones de sus asesores y consejeros. En realidad, nunca los escuchaba, solo les decía que laboraran en tanto él comía, descansaba y festejaba. Estaba muy claro que derrochaba el dinero y que anhelaba adquirir más. Cuando la máquina quedara lista, tenía planeado cobrar sumas altísimas a quienes desearan volverse caminantes diurnos. Lo tenía todo bajo control. Lo supo cuando el último día, en el caluroso verano de 2024, le dijeron que las labores habían concluido, que dicho aparato supremo estaba listo para ser utilizado y esperaba por él. Letals se alegró.

Solo tenía que entrar a una cápsula, conectada a muchos cables, y haría falta una fuerte corriente eléctrica. Desnudo, Letals se dijo para qué tanta cosa, no iba a viajar en el tiempo, solo cambiaría su constitución física y química internas, habría modificaciones importantes, indoloras, en su organismo, particularmente en su piel. Los expertos le estaban diciendo los pormenores, había un detalle que no sopesaron del todo, si les daba diez o quince minutos verificarían la eficacia total, pero él no quiso oír nada, puso allí sus cien kilos de peso. La cabina se cerró y hubo sensaciones bonitas, como si algo, una enorme mano, lo masajeara de pies a cabeza, luego apareció un gas rosado y enseguida un líquido naranja, después vio todo en tono psicodélico. El proceso fue rápido. Letals salió con una sonrisa en el rostro. No tuvo miedo cuando le atinaron con leves rayos de luz ultravioleta; no le pasaba nada. Le dijeron que los efectos completos se manifestarían en unas horas. Letals no quiso esperar, se vistió con sus mejores galas y se fue, un poco mareado, a ver el amanecer. No escuchó que su epidermis se abriría más con el paso de las horas. Qué importaba, tenía ya el poder.

Tras disfrutar del sol hasta el mediodía, pasando entre la gente, en el centro de la ciudad de Lima, su chofer lo llevó hacia el norte, a las afueras. Había un inmenso parque, llamado «La vida», donde iban personas de todas las edades, familias enteras para pasar un buen rato en consabido disfrute. Por supuesto, él no se hallaba solo, sus súbditos lo seguían, estaban atentos a cualquier cosa que ocurriese, por ejemplo, ya que Letals iba a matar a uno o más humanos, tenían que realizar un plan de huida; era necesario, porque atacar a la luz del día era arriesgado, aunque contaban con el apoyo de las autoridades, la policía, jueces, políticos. Un tinglado tenebroso que extendía sus redes por todo el mundo. Eso sí, el experimento que se llevó a cabo solo era conocido por algunos peruanos y sus socios de Estados Unidos e Inglaterra. La noticia de que fue un éxito ya estaba viajando a esos lares.

Decidió actuar un poco más tarde, las reservas de sangre que hubo ingerido, de modo previo a su salida, lo tenían satisfecho de momento, aunque le agradaba empalagarse. Por ello recorrió la zona, que no tenía mucha seguridad por parte del municipio, y saboreó a los individuos (corderos) que lateaban en dos pies, que se deslizaban junto a él, sin imaginar la clase de personaje que era. Mejor dicho: el tipo de monstruo que representaba, el poder brutal, la amenaza, la cual ahora se hallaba liberada para hacer lo que quisiera. Pensó en cierta película que vio sobre un cazador de vampiros (inexistente en la realidad) y cómo los no muertos querían obtener el secreto de su sangre para hacer un ritual y poder andar libres, a pleno sol. Se rio porque no necesitaron de ningún personaje ficticio, en la Tierra en que vivía no había enemigos. Sí existieron alguna vez, mas fueron derrotados. Si quedaba alguno en el presente, convivían dóciles, ya que la época de los bárbaros quedó muy atrás.

¿Por qué apurarse? Saboreaba cada instante, nunca había matado en esas circunstancias, de hecho, no lo haría a la vista de otros humanos, solamente su víctima lo miraría, mejor dicho, observaría la muerte, el ser alimento para un ente inmortal, el cual fue agraciado con mucha suerte y (creyó) con su notable habilidad para gestionar y solucionar problemas. El tiempo transcurría. La gente se marchaba del sitio, había zonas del amplio parque donde se atisbaban pocas parejas o algunos solitarios. ¿Quién sería su platillo del día? ¿Quién?

En un amplio espacio de hermosa vegetación, con aves e insectos rodeándolo, Letals se deleitó con las ventajas de caminar durante el día; sin embargo, sentía hambre. Fue cuando la vio, una bonita adolescente que caminaba hacia él, con distracciones, hablando por su celular. Letals no poseía un físico perfecto, no lucía amenazante y aparentaba veinticinco años. No tuvo dudas, detuvo del brazo a la muchacha y la derribó con un giro brusco. Ella no sabía lo que ocurría, hasta que vio los enormes caninos que crecieron en el hocico de su atacante. Quiso gritar, pero él le tapó la boca y la atrajo hacia sí para morderla. La dejaría vacía en breve y sus ayudantes borrarían cualquier indicio. Entonces notó que oscurecía; transcurrieron muchas horas desde que salió al aire libre para gozar de los placeres solares. Oh, el astro rey, el calor, tan agradable, ya se iba. Letals ahora quedaría sumido en sombras.

Fue cuando la ausencia de la estrella de fuego hizo que el vampiro se derritiera.

La chica no sabía aún qué sucedía, ni gritaba, se hallaba aterrorizada al ver a su atacante transformarse en algo abyecto, y aprovechó para escapar. No contaría aquello a nadie, no le creerían. Tampoco ella misma aceptaba ser casi asesinada por un vampiro. Se supone que no existen. Quizá solo era un loco que consumió algo que le cayó mal y le estaba pasando factura. Muy cerca vio gente viniendo hacia aquí.

Los sirvientes no llegaron a tiempo para salvar a su líder, quien se convirtió en una masa purulenta. Les advirtieron que tal vez habría que cubrirlo en cierto punto del día, pero el crepúsculo cayó de súbito. Además Letals estaba por consumar una de sus actividades favoritas y detestaba que lo molestaran cuando depredaba; por tales motivos se retrasaron.

Todo pasó porque el más tonto de los vampiros no quiso enterarse de un posible efecto negativo del experimento, el cual, por razones de necedad no se concluyó en cierto detalle.

Hoy, sin mayor pena, lo confirmaron. La oscuridad era letal para un caminante diurno.

 

 

Carlos Enrique Saldívar (Lima, Perú, 1982). Es codirector de la revista virtual El Muqui. Es administrador de la revista Babelicus. Publicó los libros de cuentos Historias de ciencia ficción (2008, 2018), Horizontes de fantasía (2010), El otro engendro y algunos cuentos oscuros (2019) y El viaje positrónico (en colaboración, 2022). Compiló las selecciones: Nido de cuervos: cuentos peruanos de terror y suspenso (2011), Ciencia Ficción Peruana 2 (2016), Tenebra: muestra de cuentos peruanos de terror (2017, 2018, 2021, 2022), Muestra de literatura peruana (2018), Constelación: muestra de cuentos peruanos de ciencia ficción (2021) y Vislumbra: muestra de cuentos peruanos de fantasía (2021). Gestor de la antología Unicornios decapitados (2023, Lektu).

 

miércoles, 24 de abril de 2024

LECTURA EXTENSIVA

  Carlos Enrique Saldívar

 

 —¿Que te pareció «El dinosaurio» de Augusto Monterroso?

—Aún no lo termino de leer, colega.

—Yo lo releí, me llevó toda la noche.

—¿Estamos hablando del mismo texto?

—Sí, la famosa ficción de siete palabras.

—Pues, bien por ti, yo aún no encuentro el tiempo para acabarlo.

—Dedícale el verano, valdrá la pena, ya verás.

—Me asusta un poco, porque es de esas obras que hay que interpretar.

—Pero ahí radica el gusto, en que tú determines qué o quién es el dinosaurio.

—Asumo que remite a mucho más, ¿no es cierto?

—Por supuesto, las circunstancias, la situación, las implicancias…

—Lo seguiré leyendo, decidido, solamente le he dado cien lecturas.

—Yo le he dado mil, y creo que antes de fin de año le daré mil más.

—¿Crees que con dos mil lecturas podría decir que lo he terminado?

—Depende, yo lo considero leído con mil porque ya lo he decodificado.

—Entonces, ¿podría leerlo por siempre si no logro decodificarlo?

—No, en algún momento lo interpretarás, pero puedes leerlo por siempre, si deseas.

—Me has animado, seguiré con su lectura, le daré las mil leídas.

—Quedarás satisfecho. Es una pieza maestra.

—¿Y si lo decodifico antes de las mil leídas?

—Hay casos raros en los cuales se termina de leer un microrrelato antes de la leída mil.

—Estoy seguro de que seré uno de esos casos especiales.

—Sin embargo, puedes leerlo por siempre, y lograrás interpretarlo en algún momento.

—Supongo que esa la magia de los microrrelatos.

—Supones bien. Que disfrutes la lectura.

—Gracias. Para no tener bloqueo lector, leeré otras cosas en tanto.

—Algunos best-sellers pueden ayudarte.

—Sí, leo uno por semana. Son adictivos.

—Yo leo dos por semana. Pero no tienen la fabulosa densidad de los microrrelatos.

—No, pero la verdad me encanta que «El dinosaurio» sea mi más grande reto lector.

—Encontrarás otros retos lectores, te recomendaré algo más cuando termines este.

—También leeré algún libro peruano en tanto; en especial me gustan los de poesía.

—Chócala, no me aparto de la lírica y la narrativa nacionales cada semana, hay calidad.

—Entonces me voy a casa, le daré unas cuantas leídas a «El dinosaurio», y lo acabaré.

—Suerte con esas otras novecientas lecturas, o menos.

—Suerte no. Placer, por sumergirme en lo asombroso.

—Eso: placer… y pensamiento. Mucho pensamiento.

—Lástima que en todo ello no se ubique la libertad.

—Por ahora no, pero después ya verás lo que pasa.

—¿Qué ocurrirá? Adelántame algo, antes de irme.

—Vas a leer como yo, más rápido, por goce, libre.

 

 

Carlos Enrique Saldívar (Lima, Perú, 1982). Es codirector de la revista virtual El Muqui. Es administrador de la revista Babelicus. Publicó los libros de cuentos Historias de ciencia ficción (2008, 2018), Horizontes de fantasía (2010), El otro engendro y algunos cuentos oscuros (2019) y El viaje positrónico (en colaboración, 2022). Compiló las selecciones: Nido de cuervos: cuentos peruanos de terror y suspenso (2011), Ciencia Ficción Peruana 2 (2016), Tenebra: muestra de cuentos peruanos de terror (2017, 2018, 2021, 2022), Muestra de literatura peruana (2018), Constelación: muestra de cuentos peruanos de ciencia ficción (2021) y Vislumbra: muestra de cuentos peruanos de fantasía (2021). Gestor de la antología Unicornios decapitados (2023, Lektu).

 

martes, 9 de abril de 2024

LOS CUENTOS DEL CAN CERBERO (UNO)

 ESTRUJANTES, GLÓBULOS Y FLUCSIOS

Daniel Alcoba, Patricio G. Bazán, Héctor Ranea



Siendo como soy un omnívoro radical, en Titán dudo entre comer glóbulos, naranjas de dos metros de diámetro sobre seis patas rodantes, o estrujantes, sus predadores, que cazan en los pantanos de las selvas sud ecuatoriales de P 3268 G Alpha Centauri con exprimidores mecánicos colosales que arrastran en carretas de treinta ruedas tiradas por flucsios dodecápodos corniveletos de pelaje overo rosado. Los flucsios, tienen
una carne excelente para guisar. Se asan los todavía jóvenes, con cuernos no más grandes de un jeme.
—¡Adelar!
—¡Adela’ar para ti, también, primo!
Estaba a punto de almorzar. Elegimos una mesa a la sombra de un phaat enano de lujuriantes inflorescencias. El denso y dulzón aroma estimulaba aún más nuestro insaciable apetito.
—¿Qué pensaste para la entrada, primo?
—Costeletas de flucsio, primo. Con salsa de marjantes.
—Buena elección, primo. No muy hechas.
El camarero octópodo nos trajo la carta (DIN A3, 400 páginas papel ilustración impresa a 4 colores), casi dos kilogramos de difíciles decisiones, así que ni la miré.
—Lo mismo que él, con pelo del flucsio y, por favor, que el jugo de corniveleto esté a punto, no hervido. —El primo me miró con curiosidad.
—No sabía que te gustaban los corniveletos.
—Si está pasado me hace montar en cólera.
Como era previsible, el octópodo entendió mal y el cuerno vino con ese sabor a leche quemada que parece gutapercha rancia y respondí por mí. Me comí al octópodo y dos metros de la cola de mi primo.




PERDIDA EN LAS PROFUNDIDADES

Claudia Isabel Lonfat, Juan Manuel Montes, Daniel Alcoba


Se internó en la red como cualquier día. Después de aburridas horas de videos y comentarios sin sentido, cayó dentro de una publicidad. La publicidad la llevó cibernéticamente hacia una puerta, pagó el onecoin que costaba el ingreso y bajó las escaleras. Jamás había descendido tanto por la red. A su alrededor emergieron pantallas ofreciéndole sexo exótico y planos de armas en 3D. Treinta pisos más abajo encontró que los pasillos estaban húmedos y poco actualizados. Avanzo igual, a pesar de cierta incertidumbre, un poco entregada a lo que pudiera ocurrir en ese desvío virtual, hacia dónde era arrastrada por la curiosidad y el morbo. Ahora el silencio era absoluto; no se escuchaba el sonido de las ventanas emergentes, ni a los locutores robotizados. Entró en una habitación oscura que olía a almizcle. En un rincón se condensó el rostro de un hombre atractivo que le sonrió con ternura y la insolencia de un amante inminente que parecía conocerla de toda la vida.
—¿Es posible hacer el amor con un holograma? —quiso saber.
—Claro —respondió el galán etéreo—, pero para que salga bien tienes que encontrar los algoritmos de tu deseo, que son únicos. Y usarlos como si fuesen íntima lencería.
Ella cerró los ojos. De inmediato se abrió una ventana emergente desde el punto G, irradiando un fuego desconocido que iba más allá de las entrañas; en segundos, se convirtió en polvo.




CONSECUENCIAS INESPERADAS

Alejandro Bentivoglio, Carlos Enrique Saldívar, 

Sergio Gaut vel Hartman


Al chocar contra la pared a una velocidad descomunal, el automóvil quedó reducido a una papilla humeante de metal indescifrable. Los restos fueron vidrios y ladrillos desparramados por todas partes. Sin embargo, Werner no se hizo ni un rasguño. Se levantó y miró el desastre. Esperaba no haber roto nada importante; ni siquiera conocía el pueblo en el que estaba y ya daba una mala impresión. Salió tambaleándose del vehículo para alejarse antes de que explotara y cayó de rodillas pocos metros más adelante. Una muchacha se acercó a él para auxiliarlo y un policía preguntó:
—¿Cómo es posible que no se hiciera ningún daño? —Werner reconoció que no había usado el cinturón de seguridad ni bolsas de aire.
—Es un caso de Impresión Demorada —dijo la chica—. Es raro pero sucede. —Aunque ella no lo conocía, lo rodeó con sus brazos y lloró. Werner entendió sus palabras un segundo antes de que su tórax se partiera y su cabeza reventara.
Las semillas de Werner se esparcieron por todo el pueblo, y a su debido tiempo, germinaron. La chica, que se hacía llamar Leticia Oxford desde que vivía en la Tierra, cultivó los pequeños Werner con dedicación y esmero. Como pertenecía a una especie que se caracterizaba por su longevidad, tuvo tiempo de ver crecer a sus retoños y tras un prolijo adoctrinamiento, los usó para conquistar el planeta.  

Los autores: Claudia Isabel Lonfat, Caseros, Buenos Aires, Argentina; Héctor Ranea, Salta, Argentina; Alejandro Bentivoglio, Avellaneda, Buenos Aires, Argentina; Carlos Enrique Saldívar, Lima, Perú; Patricio Guillermo Bazán, Buenos Aires, Argentina; Daniel Alcoba, La Plata, Argentina; Juan Manuel Montes, Mendoza, Argentina; Sergio Gaut vel Hartman, Buenos Aires, Argentina.

BIFICCIONES (UNO)

 CINCUENTA MINUTOS

Carlos Enrique Saldívar & Alejandro Bentivoglio

Ilustración: óleo del pintor británico Stephen John Darbishire


La ventana se abre, puedo ver un mundo perfecto, repleto de jardines con flores, gente bondadosa que vive contenta, un cielo límpido y aire puro. Me encanta contemplar este espacio una y otra vez, suelo hacerlo casi todo el día. Lástima que solo sea un recuerdo pasado, de hace diez años. Hoy todo está podrido. Todo, excepto esta cúpula que me mantendrá vivo por los próximos… cincuenta minutos. Creo que pasaré mis últimos momentos mirando este hermoso paisaje.
—¿Limpiaste la casa? —me dice mi mujer.
—¡Vamos a morir en cincuenta minutos! —digo.
—Claro, para el señor, cualquier excusa es buena. Total, la que lava, plancha, cocina y barre soy yo mientras su alteza mira de lo más tranquilo unas tontas imágenes y espera, sentado, nuestro Apocalipsis.

Golpeo mi reloj. Dios, ¿es que el tiempo del fin del último hombre vivo no puede transcurrir más rápido?


SEA MONKEYS

Claudia Isabel Lonfat & Luciano Lara





Era finales de los ‘70 cuando mi hermano trajo el sobrecito mágico. Estaba alegre y lleno de expectativas. Si hasta le brillaban los ojos y sonreía excitado. Eso era algo muy raro en Juan, no solo por lo difícil de contentar, sino debido a su carácter parco, casi salvaje.
Las imágenes del sobre daban lugar a todas las fantasías. Se podían ver unas diminutas criaturas semejantes al ciempiés, de numerosas patas largas y transparentes, con antenitas de caracol y ojos redondos oscuros. Todo más cerca de mi imaginación, que lo que podía transmitir la pobre ilustración caricaturesca del sobre.
De pronto, mi casa, que por lo general era poco alegre y hasta sombría, se había llenado de esperanzas y nuevas expectativas en torno a esas pequeñas cosas en estado de suspensión, a quienes nosotros, como familia, debíamos cultivar, y por qué no decirlo; darles vida. Seguimos las instrucciones confusas, tal vez mal traducidas del sobre “al pie de la letra”, como decía mamá. Compramos la pecera, los chirimbolos de plástico Made in China que simulaban ser algas o algo parecido, el termómetro, y toda la parafernalia para que nuestros monitos nadadores tengan su vida y nos alegren la nuestra.
Y así fue, los monitos marinos nos alegraron la vida; recuerdo que volvíamos de la escuela y lo primero que hacíamos era sentarnos frente a la pecera para verlos nadar.
—¡Ahí va uno! ¿Lo viste? —gritaba Juan.
—¿A ver? ¿Dónde?
—Ahí, nena ahí —y me marcaba el lugar pasando el dedo por la pecera.
—Si ponés el dedo no me dejas ver nada —respondía yo presa de un fastidio absoluto.
—¿Ay, pero no los ves? —insistía mi hermano.
No, yo no veía nada; confieso que desde chica he sido bastante corta de vista y que serlo me llenaba de vergüenza. La escena se repitió durante todos los días de la primera semana del experimento hasta que, como si fuese producto de la mismísima creación, el séptimo día, me pareció que estaba viendo a uno. Esa tarde me quedé sola durante horas mirando la pecera, y sí; me pareció ver más.
La fantasía duró hasta que Leonel, el vecinito de enfrente, un pequeño intelectual del que yo estaba enamorada, nos pinchó el globo:
—Ahí no hay nada —dijo en un tono más bien seco—, ustedes son pequeños pichones de esta sociedad; solo ven lo que el sistema quiere que vean.
Las palabras de Leonel fueron como puñales. Me dieron ganas de llorar, pero me la banqué. No iba a mostrar debilidad frente a ese hombrecito mandón y con entrecejo fruncido. Así que estaba dispuesta a seguir hasta las últimas consecuencias.
Mi hermano lo miraba furioso desde un rincón, y hasta me pareció que le brillaban los ojos; le tenía ganas desde hace rato:
—¿Qué te pasa, cuatro ojos! —exclamó—. Andá a visitar al oculista, o mejor cambialo por otro —agregó con una carcajada. Leonel se puso rojo, pero enseguida recobró su postura de superado.
—Qué se puede esperar de un burro como vos que compra todo lo que la publicidad vende…
No alcanzó a terminar la frase, cuando mi hermano se le tiró encima y lo empujó con tanta fuerza, que vi como Leonel se doblaba y salía expulsado hacia atrás, mientras que sus anteojos, gruesos como culo de botella, quedaban separados de su cuerpo y caían dentro de la pecera al chocar contra el brazo de Juan.
Leonel se tocó los ojos y se puso más rojo todavía. Empezó a caminar a los tumbos hacía la pecera con la idea de meter una mano adentro; Juan se abalanzó sobre él y ambos cayeron encima de la pecera que estalló en mil pedazos. Junto con el agua se desvanecieron los sea monkeys, la esperanza y la alegría de los días previos. Todo arruinado; los filósofos tienen eso: lo arruinan todo con su búsqueda de la verdad; si lo sabré yo que llevo cincuenta años al lado de Leonel. Atraída por su conocimiento como si fuese una droga necesaria para la vida y a la vez, experimentando la ruina absoluta de todos mis sueños.


Es una bella tarde primaveral; Leonel y yo tomamos mate a orillas del río:
—Sabés, viejo —le dije —; estaba pensando algo.
—A ver…
—La acumulación de conocimientos no implica sabiduría.
Leonel me miró extrañado, detrás de sus anteojos culo de botella y sonrió; no era tonto y sabía que una vez más lo estaba probando. No me respondió.
—¿Hay vida después de la muerte? —le pregunté aterrorizada; no quería que también me lo arruine. Entonces el viejo filósofo; mi marido “arruina esperanzas”, el hombre más sabio que he conocido, sonrió y me tomó de la cintura.
—¿Te acordás de los sea monkeys? —preguntó y yo asentí—, tengo que pedirte disculpas, estaba muerto de amor por vos y no soportaba al pelotudo de tu hermano. Te confieso que me parece haber visto alguno…


LOGÍSTICA INCORRECTA

Patricia K. Olivera & Sergio Gaut vel Hartman





Cruzamos el portón de entrada a la fábrica en medio de jirones de niebla que se filtraban por los intersticios de las tablas de madera mal cortadas. La visibilidad era muy pobre, aunque no tardamos en ver el costado del sendero sembrado de cadáveres vestidos con pijamas rayados, cubiertos de lodo y sangre. La primera impresión fue que llevaban muchos días y noches en aquel lugar. Sin embargo, Nikki observó que no podían ser más de dos, habida cuenta de que los orzos se habían retirado en desorden cuando nuestra artillería los diezmó entre lunes y martes de esa misma semana.
—No los entiendo —dijo Karter—. Invadir otro planeta con una logística tan débil. Los recursos insumidos deben haber sido cuantiosos, pero sus armas son una porquería.
—Nadie entiende, amigo —le dije—. Pero no fue gratis, te recuerdo.
—Nada comparado con lo que predijeron las historias de invasiones alienígenas —insistió Karter.
—¡Estupideces! —dijo Elssie, tan cáustica como siempre—. La realidad supera a la ficción.
—Te recuerdo que en este caso ha sido al revés —replicó Nikki con una sonrisa.
—La realidad superó a la ficción —insistió la bióloga, obstinada—. La ficción es un remedo torpe de la realidad, y los poderes predictivos de los escritores no valen nada —murmuró, sin dejar de observar con detenimiento uno de los cadáveres.
—No se entiende tu aguda observación —acotó Karter, burlón.
—En las historias que mencionaste, los alienígenas son más avanzados que nosotros y, de acuerdo con lo que hemos visto, este no sería el caso —finalizó, concentrándose en la información que el escáner desplegó en la pantalla, después de deslizarlo sobre uno de los cuerpos.
—Entonces… —La animé a seguir.
—Los orzos tratan de desentrañar nuestra logística. Solo que no saben aún cómo afrontar el desafío... —Elssie interrumpió su perorata por unos breves segundos—. ¿Qué significan estos cadáveres? —murmuró ensimismada—. ¿Quiénes eran estas personas?
—¿Eso significa que la última avanzada de los orzos fue una estrategia? —preguntó Nikki sorprendido—. ¿Los crees tan inteligentes?
—Escanearemos los iris; los registros nos dirán quiénes son —anunció Karter, pero nadie le prestó atención.
—Creo que los están subestimando—continuó Elssie, en respuesta a la pregunta de Nikki—. Sus armas serán una porquería, pero algo o alguien fue la causa de que esto sucediera.
—¿Los cadáveres? —intervino Ruth, la psicóloga, bastante preocupada—. ¿Acaso vas a informarnos qué le sucedió a estas personas?
—No lo puedo confirmar hasta no estudiar los cuerpos en el laboratorio, pero algo fuera de lo común provocó ese avanzado estado de descomposición —respondió Elssie, yendo hacía el vehículo, y dejándonos con la palabra en la boca.
Nos mantuvimos en silencio un rato, la conversación que acabábamos de tener quedó dando vueltas en nuestras cabezas.
—Bien. Peinemos la fábrica y los alrededores—ordenó Nikki—. Seamos minuciosos, cualquier elemento que encontremos será fundamental para dilucidar lo que ocurrió.
De no haber sido por los comentarios antipáticos de la bióloga, ninguno de nosotros se hubiera tomado la tarea tan en serio. Si habíamos sobreestimado el poderío de nuestra fuerza militar, al punto de no detectar una posible filtración, debíamos solucionarlo lo antes posible.
—Ya tenemos el listado con los nombres de esas personas —anuncié cuando entramos al laboratorio—. Eran pacientes en uno de los refugios psiquiátricos de la zona central.  Todos ocupaban la misma barraca; desaparecieron hará cosa de un mes.
—¿Y cómo no estábamos al tanto? —preguntó Karter sorprendido.
—Lo mismo le pregunté a la médica encargada de la barraca —respondí extendiendo las manos en un gesto que revelaba perplejidad—. Dijo que ya había pasado otras veces, pero explicó que desistieron de hacer las denuncias porque los militares no los tomaron en serio. Piensa que fueron discriminados por ser pacientes psiquiátricos.
—Entonces entran de lleno en mi campo —dijo Karter—. Los orzos están usando un truco de prestidigitador. Nos hacen creer que son torpes, que su logística es deficiente; han perdido demasiadas unidades de combate, instalando la idea de que desprecian la vida de sus efectivos. Pero mientras operan en esa dirección, distrayéndonos, preparan una ofensiva que nos destruirá por completo.
Corroborando la especulación de Karter, Elssie regresó pálida y demacrada.
—Las autopsias —dijo con un hilo de voz— demuestran que los cadáveres carecen de sistema nervioso. Les extirparon el cerebro y todo lo demás cuando aún estaban vivos.
Como respuesta inmediata a las noticias traídas por Elssie, Ruth empezó a vomitar y Karter se aferró a una viga de acero para no caerse. Pero eso no fue todo. Simultáneamente se precipitaron sobre nosotros un par de eventos asombrosos. El más avasallante fue que cientos de orzos irrumpieron en la fábrica abandonada en medio de un vendaval de sonidos estridentes. Aquellos seres diminutos, erizados de espinas, cuya apariencia nunca pudimos asimilar a ninguna criatura natural de nuestro mundo, presente o pretérita, se desplazaban a nuestro alrededor de un modo errático, caótico, produciendo más confusión que daño. Pero no puede calificarse de menor la consecuencia directa de ese desorden. Llegó a mi mente un concepto claro y definido. Los orzos habían, por fin, encontrado una logística correcta para derrotarnos, o por lo menos eso creyeron al apropiarse de los sistemas nerviosos de los internos del psiquiátrico: pretendían sumirnos en la locura, fabricar una suerte de desorganización mental, obligándonos a perder el rumbo de nuestros actos, desbaratando la estrategia defensiva que creamos cuando fuimos invadidos.
Lo que los orzos ignoran es que la demencia es el estado natural de la especie humana y que la única diferencia entre los que están afuera y adentro de las instituciones psiquiátricas es el mayor o menor talento para disimular las perturbaciones.

Los autores: Claudia Isabel Lonfat, Caseros, Buenos Aires, Argentina; Patricia K. Olivera, Montevideo, Uruguay; Alejandro Bentivoglio, Avellaneda, Buenos Aires, Argentina; Luciano Lara, Quilmes, Buenos Aires, Argentina; Carlos Enrique Saldívar, Lima, Perú; Sergio Gaut vel Hartman, Buenos Aires, Argentina.

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