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martes, 18 de junio de 2024

EL BAÑO

Gabriela Vilardo

 

Regresé a ese bar una docena de veces, y cada vez que lo hacía había un detalle que demostraba que no era el mismo bar, que no pertenecía al mismo universo. No estoy hablando de que cambiaba la decoración, el color de las sillas o las marcas de las bebidas que se exhibían en un escaparate. Era un cambio más profundo, drástico, y al mismo tiempo elemental.

Con el primer regreso me acomodé en una mesa junto a la ventana. Saqué mi grabador de periodista y un anotador. Tenía que escribir el editorial de la semana. Pedí un café y no tuve otra opción que permanecer mirando mis hojas blancas sin levantar la cabeza. La conversación de los de la mesa de al lado hizo que tocara las migas que habían quedado del cliente anterior sin asco, noticia sobre la quería trabajar. El programa de televisión empezaba a mostrar las del día que daban coherencia a la conversación que yo estaba escuchando.

—Necesitamos más hombres. Los negros no tienen nada que perder. Ya están en el ejército. Los voluntarios van a recibir un pago de cuatro pesos y a los gauchos que no obtienen salarios se les permitirá robar.

—No es el caso de Francisco Carril que recibió cien pesos por estar en el Ejército Restaurador.

—Gente importante, amigo. Las diferencias siempre están. Ahora hay que esperar el resultado de la nueva leva y si da incompleta ofreceremos otros beneficios: tierras, títulos, y grandes cantidades de ganado bovino. ¿Qué joven podría negarse a semejante recompensa?

Levanté la cabeza y me estaban mirando. Disimuladamente me acerqué a la ventana y escuché un grito. ¡Viva la santa Federación! Confundido caminé hacia al baño. El teléfono negro a discado estaba sobre el mostrador. Escuché cómo se alejaba el ruido de la caja registradora. Mi celular no estaba funcionando y yo estaba entrando en una crisis de claustrofobia, encerrada sin necesidades fisiológicas.

Tomé coraje y volví a la mesa. El mozo se acercó y con temor le pregunté si tenían un tostado para consumir. Respuesta positiva, Los hombres que hacían planes ya no estaban en su mesa. Alivio, pensé. Tal vez debería consultar a mi psiquiatra por estos episodios. Sobre la mesa del bar, aparte de mi café y mi vaso de agua con soda. Sonreí. Ya estaba donde tenía que estar, año 2024. Hasta que reconocí una de las voces y me volteé. Los hombres estaban en otra mesa.

—El presidente se fue y esta comisión ya no alcanza. Algunos de los nuestros ya se contagiaron y murieron. Necesitamos voluntarios para desalojar los conventillos.

Otra vez la mirada de esos hombres se posaron sobre mi persona. A través de la vidriera vi pasar una carreta con una pila de cadáveres.

—Se multiplicaron las muertes y nadie dice la verdad. Sólo les importa el carnaval del 23 y 24 de febrero.

En la mesa de al lado dejaron un diario. Volví a mirar a través de la vidriera y la calle se había vaciado de gente. Fui al baño y me llevé el periódico. Allí pude leer que Argerich y Roque Pérez habían muerto contagiados de Fiebre amarilla.

Habían pasado más de treinta años del café de mi regreso a ese bar.

El mozo se acercó y me sirvió otro. El tercero, y saqué la cuenta que lo estaba tomando, más o menos, cada treinta y cinco años.

En la calle, policías al mando del comisario Falcon desarmaban a manguerazos las manifestaciones de los sindicatos que querían reivindicar a los trabajadores. Era una verdadera violencia recibida por hombres y mujeres de distintas culturas. Tratar de entender a los inmigrantes haría poner en riesgo mi libertad. Y yo tenía una sola respuesta. Un baño donde encerrarme ante tanta injusticia.

El estallido de vidrios me había hecho volver a la mesa. El bar tenía su persiana baja. Había sufrido actos de vandalismo. Traté de subir la persiana pero no pude. Conté cuatro pocillos de café nuevos. Y saqué las cuentas. Se me había ido mi tiempo. El almanaque rezaba: “año 2038”.


Gabriela Vilardo es profesora en psicopedagogía, artista plástica y escritora. Nació en Pergamino, provincia de Buenos Aires, en 1964. Ejerció la docencia desde el año 1989 hasta el 2016. Dictó talleres de creatividad y de apoyo a docentes. Obtuvo reconocimientos nacionales e internacionales por sus cuentos y microrrelatos, algunos de los cuales formaron parte de antologías. Publicó tres novelas juveniles: El misterio de Don Anselmo (2005) Rosendo, un esclavo en la Revolución de Mayo (2010) y Del revés (2018) En el año 2015 publicó Ausente de mí, novela que escribió con Alejandra Guallart Becerra. En el año 2018 presentó la novela De entrecasa y en 2023 SISA (novela histórica).

miércoles, 15 de mayo de 2024

SIN LUZ

Gabriela Vilardo

 

Se iba la tarde y se cortó la luz. Pensé que en dos o tres minutos volvería. Después, me convencí de que en un rato más. Después de un rato más, que en una hora. Dos. Tres. Y en esa oscuridad aparecieron imágenes de todo tipo. Un niño de unos cinco años lloraba. Lo supe por el tono de voz. Y no era capricho, sí, miedo.

Salí al patio, llevé una linterna que titilaba. Se veía que sus pilas se estaban terminando. El niño ya no se escuchaba. Supuse que era pura imaginación, y disfruté del cielo cargado de nubarrones. ¡Qué más quedaba que disfrutar! Entonces, el cielo gris, las siluetas de los árboles, oscuras siluetas, interrumpiendo ese tono plomizo, y una sola estrella que parecía chocarse contra las montañas. La estrella, radiante entre lo que se dibujaba en el cielo.

Cuando volví a la cocina ya se había consumido la mitad de la vela. La llama oscilaba hacia arriba y hacia abajo, cambiaba de color, desprendía un hilo negro. La luz cálida caía sobre los lejanos recuerdos de la infancia que quise evitar.

Prendí otra. Jugué con la cera que se derretía en el plato hasta consolidarse para formar una suerte de rosa. Ignoré mi estado de extrañeza en semejante oscuridad. Debía hacer caso omiso a las historias que dicen que quedan en los lugares para asustar o acosar a quienes los vuelven a habitar. Si esa afortunada circunstancia llegaba a producirse, la de hacer caso omiso a todo eso, me podía llamar dichosa.

Vela en plato. Plato sobre la mesa. Hojas. Lapicera. Todo listo para describir sensaciones. El invierno, en medio de las montañas parecía más crudo en esas condiciones. Sin embargo, antes de empezar a escribir, llevé la vela conmigo y salí otra vez al patio, salteé algunos charcos y llegué al galponcito del fondo. Sobre la mesa de madera había varios papeles y quedé como estaqueada cuando al recorrer el lugar con la luz de mi vela vi un hombre sentado a esa mesa. Levantó la mano para sujetarse los lentes. Caso omiso. Caso omiso a todo eso, me repetí. Como si no me temblara el cuerpo volví a la cocina no sin antes corroborar que sólo habían quedado los papeles. El hombre ya no estaba. Suspiré. Supe que estaba obsesionada. Debía aprovechar al máximo mi memoria, mi imaginación y la oscuridad para escribir.

Llegué hasta el año 1810 con mi pensamiento. ¡Es que no podía hacer otra cosa más que ponerme en el lugar de aquéllos que vivieron en tiempos en los que la iluminación no pasaba desapercibida porque costaba tenerla! Anduve, al momento de sentarme a la luz de la vela, por los campamentos de guerra y escuché la pluma sobre un papel que se convertiría en carta. Vine un poco más acá en la Historia y me detuve en la Buenos Aires de 1871.Se habían estrenado lámparas a gas, pero todavía faltaba para que llegara la luz eléctrica. Abrí la ventana. El niño de unos cinco años seguía llorando, ahora al borde de la montaña. Pude ver su sombra y la de un hombre. El chico observó al intruso con una evidente desconfianza ya que este intentaba acercarse. El chico trató, entonces, de caminar para atrás, en sentido contrario al hombre, algo más complicado que mantenerse de pie al borde de un precipicio para él, que estaba acostumbrado a esas maniobras o travesuras que oprimían el corazón de su madre. Tambaleaba por no voltear, porque no quería perder de vista al hombre del sombrero que venía para llevárselo. Preferí volver con mi fantasía a la Buenos Aires de 1871. Era más atinado que descifrar la existencia de estos personajes que se dibujaban en mi noche. Y me senté a escribir. Supe que no me tenía que ir a ningún lugar escapando de la peste. Lamenté por aquella calle Balcarce, entre otras, en las que el agua corría por el zanjón hacia el río y arrastraba los residuos de la ciudad desparramando la pestilencia en la atmósfera viciada, tal como había relatado en un cuento alguna vez. El carnaval, figura y fondo. El tango que llegaba a acurrucar la muerte de algunos desprotegidos por la autoridad. El tango presente ahora en aquel señor que intentaba acercarse al niño que comenzaba a llorar otra vez al borde de la cornisa. El tango de 1871 me devolvió inevitablemente a la escena que quise omitir de mi oscuridad. El hombre utilizaba la misma indumentaria que usó cuando trató de recuperar a mi abuelo según los relatos de mi madre. Un tanguero atrevido que venía por la identidad del niño hasta que mi bisabuelo mostró la partida de nacimiento para confirmar que él era el padre. Y agregó: no hay duda de que está enfermo. Y así se refería al tanguero que, cuando este se retiró, el bisabuelo confesó que todos los documentos eran falsos, que no había encontrado otros. En minutos les recordó el juramento que habían hecho, el de no contar.

Y una explosión de triunfo ahogó el dolor de mi bisabuela que estaba tironeada por dos partes. Dos padres. Dos posibles padres del niño. Vergüenza familiar para esos tiempos. Y pensé en sus noches sin luz o con tenue luz. Y me estremecí. Arrastré mi imaginación un poco más acá y se me apareció la infancia de mi madre en este campo de montaña. Faroles, alguna que otra vela y la luna. Nada había cambiado demasiado desde otros tiempos. Los días se hacían cortos. Los atardeceres, más. Entrada la noche, cuando el abuelo se demoraba: el ruido de los cascos de los caballos anunciaba su llegada y eso nos aliviaba y lo aliviaba. Desafiaba al atardecer para no recordar a aquel hombre que una noche lo condujo al abismo desde el borde del precipicio.

Y pensé en esas épocas y sus vidas hasta que tuvieron luz eléctrica, hasta que tuvieron auto... el “mientras tanto” demoraba el día porque después había poco por hacer y mucho de qué cuidarse.

Estas sensaciones me generaba la falta de luz. Me sobró el tiempo para tenerlas y actualizar un episodio nefasto que volvía en forma recurrente a la vida del abuelo. Supe que él prefirió olvidarlo para no sentir otra vez la posibilidad de ser alejado de su madre. Pensé en los ciegos, en los que quieren ver y no pueden; en ellos, que imaginan los colores de sol a sol. En ellos, que imaginan los rostros, y los palpan pero no los pueden apreciar con la mirada.

Pensé en los que sin estar en la Buenos Aires de 1810, ni en la de 1871, ni en el campo de 1940... “Bueno, mejor ni pensar” dije. Mientras miraba por la ventana lo que no podía ver, mientras la única estrella vislumbrada se esforzaba por iluminar mi barrio entre las sierras, la armónica del abuelo empezó a sonar y llenó mi casa de duendes. Como en otra oportunidad deduje: no es nada más que un juego. Seguro se reunirían esa noche en algún lugar de la casa quienes alguna vez la habitaron.

Y volvió la luz. La armónica, al lado de mi lapicera, sobre la mesa.


Gabriela Vilardo es profesora en psicopedagogía, artista plástica y escritora. Nació en Pergamino, provincia de Buenos Aires, en 1964. Ejerció la docencia desde el año 1989 hasta el 2016. Dictó talleres de creatividad y de apoyo a docentes. Obtuvo reconocimientos nacionales e internacionales por sus cuentos y microrrelatos, algunos de los cuales formaron parte de antologías. Publicó tres novelas juveniles: El misterio de Don Anselmo (2005) Rosendo, un esclavo en la Revolución de Mayo (2010) y Del revés (2018) En el año 2015 publicó Ausente de mí, novela que escribió con Alejandra Guallart Becerra. En el año 2018 presentó la novela De entrecasa y en 2023 SISA (novela histórica). 


 

 

 

 

jueves, 25 de abril de 2024

EL ENIGMA DE LOS DOS FILOS

 Gabriela Vilardo

 

Nunca entendí por qué él, antes de cada función, se miraba con insistencia en aquel espejo redondo, con marco de hierro. Severa obsesión hasta que la música lo invitaba a la pista.

Con pasos precisos sobre la soga tensa, y sin red debajo de ella, el equilibrista parecía desplazarse en el vacío. Se detenía junto con la música. Giraba la vara que llevaba en sus manos. Otra vez la música y, con sutileza, se deslizaba lentamente hasta el otro extremo. Los halagos de un público aliviado le indicaban el tramo final.

Después de cada función, nos encontrábamos detrás del telón. Me acariciaba y me atribuía el resultado de su actuación.

Yo era la única persona que estaba autorizada a entrar a su carromato antes de que él empezara a actuar. La responsabilidad que me imputaba por su éxito, no era verdadera. Miraba mi bola de cristal, le prometía protección y le anunciaba un amor.

Era un juego para el equilibrista; no para mí, que trataba de descifrar puntos de coincidencia entre su caótica forma de vivir y su indiscutible equilibrio sobre la soga tensa. Había algo más que le permitía, en pocos minutos, apropiarse de una serenidad de la que carecía, cuando no estaba actuando. Y entonces, caos y desorden bastante inusual para lo que se entendía por desorden en el carromato, mi visita, premonición, risa sarcástica antes de aquella siniestra hipnosis frente al espejo detrás del telón, seguida de una actuación incomparable. Su desquiciada conducta cuando no estaba trabajando, era un obstáculo para concretar la relación amorosa que él esperaba.

La noche que marcó el final de mis deseos, el equilibrista encontró un espejo rectangular con marco de plástico en el lugar del otro. La furia y su mirada, endemoniada amenazaron a cuanto payaso se le cruzaba en el camino, responsabilizándolo de aquel cambio. No se miró en ese espejo y en menos de un segundo lo destruyó contra un cajón de madera. Los pedazos de vidrios desparramados por el estallido eran certeros testimonios de la ira. Los aplausos que lo reclamaban obligaron a los empleados del circo a armar una red, con la rapidez a que estaban acostumbrados. Recuperó la calma en poco tiempo.

La música empezó a sonar. El artista apareció, dio tres pasos y tambaleó. Avanzó con lentitud. Hizo girar la vara. Su pie izquierdo se deslizó fuera de la soga. Pude ver cómo, aquella figura que se percibía pequeña, inmersa en un haz de luz, trató de acomodarse para acortar ese camino que tenía que recorrer; sin suerte a su favor cayó pesadamente en la red. Y me estremecí. Y me odié. Por su conocida trayectoria, el público lo aplaudió de pie; pero su carrera había terminado.

Y acá estoy envejeciendo. Perdí toda oportunidad de ser amada por aquel hombre, que me había mostrado dos aristas de su personalidad que yo no estaba dispuesta a aceptar. Nunca descubriré el misterio que aquel espejo obraba en él, porque no podré desenterrarlo hasta después de su muerte.


Gabriela Vilardo es profesora en psicopedagogía, artista plástica y escritora. Nació en Pergamino, provincia de Buenos Aires, en 1964. Ejerció la docencia desde el año 1989 hasta el 2016. Dictó talleres de creatividad y de apoyo a docentes. Obtuvo reconocimientos nacionales e internacionales por sus cuentos y microrrelatos, algunos de los cuales formaron parte de antologías. Publicó tres novelas juveniles: El misterio de Don Anselmo (2005) Rosendo, un esclavo en la Revolución de Mayo (2010) y Del revés (2018), En el año 2015 publicó Ausente de mí, novela que escribió con Alejandra Guallart Becerra. En el año 2018 presentó la novela De entrecasa y en 2023 SISA (novela histórica). Desde el 2016 hasta la actualidad sus cuentos han sido seleccionados por la Cátedra de Lenguaje visual 3 de la Universidad nacional de la Plata para ser ilustrados por alumnos de la Facultad de Artes Visuales, en el marco de un proyecto educativo solidario: Ilustranimada. Escribió cuentos infantiles de la historia de su ciudad natal, para un sello editorial que fue seleccionado por el Fondo de Promoción Cultural de Pergamino (en proceso de publicación). En el año 2021 obtuvo, entre otros, el primer premio de I Concurso de relatos cortos “Villa de Albuixech” (España) por el cuento “Opción B”. Participó en el taller literario del escritor Jorge Castelli y en el taller de lectura que coordina Daniel Ruiz Rubini. Actualmente participa en el TALLER 9.


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