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jueves, 20 de noviembre de 2025

LUCÍA EN EL BALCÓN

Gabriela Vilardo

 

Sí, es él. Debería acorralarlo contra la ventanilla. Tengo esa inoportuna sensación de que este hombre se me va a escapar. El cuerpo muerto de Lucía, en el balcón del departamento B; y su asesino, aquí. Sí, es él. Estoy segura. Es él. O casi segura. Su forma de pararse, de mirar de soslayo. Ya no hay dudas. Viene hacia donde estoy. Acaba de sentarse delante de mí. Nuca ancha, sanguínea; en su cuello rapado y rollizo la sangre parece amontonarse de forma caprichosa. Y yo, como si nada. No debería estar como si nada. Y estoy. Sí, estoy así, en este asiento del colectivo 105. Sólo ruego que el hombre no se mueva demasiado. Usa perfume barato y me da mucho asco ese olor.

Dos de la tarde. El 105, a las siete de la mañana es un caos: gente apretada, irritable, desconfiada; pero a esta hora una puede acomodarse a gusto y placer. Y un eventual homicida, también. Es siniestra esta soledad junto a él, detrás de él. Me muero por preguntarle por qué lo hizo: si venganza, si confusión… ay, si conociera la posible reacción de este hombre, no dudaría ni un instante más en sacarme esas dudas. ¿Tendrá él, algo más importante que hacer a esta hora y en este lugar, aparte de matar a Lucía y dejarla tirada en un balcón? Al menos, la hubiese arrastrado hacia adentro. Al menos hubiese borrado los rastros. De haberlo visto en el ascensor no hubiese sospechado de él. Sin embargo, acá y a esta hora, sí. Creo que va dormitando. Cabecea. Singular forma de evitar las miradas. Otra vez ese perfume que va y viene. Ahora sube gente que ocupa el pasillo. ¿Adónde van esas personas a las dos de la tarde? Y este pasajero ni se inmuta ante las miradas acusadoras. Como si él no se hubiese manchado las manos con sangre. ¿Qué lo unía a Lucía? ¿Qué extrañas razones lo obligaron a satisfacer esa necesidad interna, tan suya, para dejarla sin vida? Allá quedó Lucía, en el balcón. Un racimo de flores azul violácea le acaricia el rostro. Es el jacarandá que florece en primavera y se roza inevitablemente con la muerte; recuesta sus ramas sobre el cuerpo de la joven, pero no impide que yo la vea desde mi balcón. El suyo no tiene pendiente hacia ningún lado, y entonces, la sangre no chorrea. La sangre, amontonada como para dar credibilidad al hecho. Lucía inmóvil, ya sin sueños. Nefasto cuadro. Nefasto mi comportamiento, sin capacidad de asombro. Y ahora estoy acá, en el asiento de este colectivo encontrando al asesino de Lucía. Sí. Es él. Duda disipada. El pasajero se inclina hacia abajo y levanta su paraguas. El cielo, sin nubes. No hay indicio de próximas lluvias ni de probables tormentas. ¿Adónde va el pasajero? ¿Por cuánto tiempo piensa desaparecer? Lo tengo tan a mano que no sé si voy a poder resistir la tentación de increparlo. ¿Por qué uno tiene que transitar por estos momentos? ¿Hay necesidad? De verdad, ¿hay necesidad? La respuesta es obvia; de otro modo, no estaría ahora pidiendo permiso para bajar del colectivo detrás del hombre que lleva piloto, paraguas negro y un maletín deteriorado. En el maletín… en el maletín ¿qué? No lo sé. Bajamos casi a la par. Avenida Vélez Sarsfield. El colectivo se aleja dejándome con la responsabilidad de demostrar que Lucía va a tener quien la vengue. No ha pasado tanto tiempo desde su deceso. Todavía puedo hacer justicia por ella. Avenida Vélez Sarsfield. Nosotros, acá. Lucía, tirada en el balcón. La muerte ya no es un puñado de letras. Y el hombre ya no es un pasajero. Apura el paso. Se torna casi una certeza la urgencia que tiene para hacer algo distinto. Seguramente entrará a la casa de afinación de pianos. Se me aceleran los latidos del corazón y tengo miedo. No sé si voy a poder caminar entre pianos viejos detrás de quien ha dejado de ser un pasajero del 105. La casa de afinación es un lugar más que original para que un asesino distraiga la atención de quien ose seguir sus pasos.

Todavía no entramos a ese lugar y ya me está faltando el aire. Él apura el paso. Yo también. Tropiezo. No quiero perderlo de vista. El calor… ¿será el calor que me impide respirar bien? El calor o está sensación de claustrofobia por adelantado, de sólo pensar que entraremos a un mundo húmedo y silenciado. Finalmente, el destino del hombre no es la casa de afinación de pianos. Va al encuentro de una anciana. Apoya el maletín en la vereda y la abraza. La abraza largamente.

No, he decidido entonces que este pasajero no es el victimario. Volveré a la parada del 105. Subiré y bajaré del colectivo cuantas veces sea necesario. Y si la situación lo requiere, terminaré el recorrido hasta encontrar al asesino de la pobre Lucía.

Lucía sigue en el balcón. Ignoro todavía quién la mató. Aún no entiendo por qué Lucía no huele las flores del jacarandá o por qué no saluda a alguien que viene a su encuentro. Podría haber llamado la atención de otra forma. Podría haber levantado las manos hacia el cielo y sonreír. No, está muerta en el balcón. Debí haber imaginado de antemano un asesino para Lucía si es que quería escribir un cuento policial. A la vista, el 105. En el 105, seguramente un pasajero. De no encontrar al culpable, esta noche no saldré al balcón.

Gabriela Vilardo es profesora en psicopedagogía, artista plástica y escritora. Nació en Pergamino, provincia de Buenos Aires, en 1964. Ejerció la docencia desde el año 1989 hasta el 2016. Dictó talleres de creatividad y de apoyo a docentes. Obtuvo reconocimientos nacionales e internacionales por sus cuentos y microrrelatos, algunos de los cuales formaron parte de antologías. Publicó tres novelas juveniles: El misterio de Don Anselmo (2005) Rosendo, un esclavo en la Revolución de Mayo (2010) y Del revés (2018) En el año 2015 publicó Ausente de mí, novela que escribió con Alejandra Guallart Becerra. En el año 2018 presentó la novela De entrecasa y en 2023 SISA (novela histórica).

 

sábado, 8 de noviembre de 2025

Y HABLANDO DE FUNES…

Gabriela Vilardo

 

Y hablando de Funes, Borges, enfrente, justo enfrente de mi casa, desde donde yo siempre observaba el mar, un hombre se apostó en esa orilla durante siete veranos, como si vigilara algo. Era su forma de existir si a eso se le podía llamar existir. Un hombre diferente a su mencionado “Funes, el memorioso”, el de su historia; pero muy cercano en la forma de enajenarse. Cuando supe de este hombre, me acordé de su Funes. Y pensé que éste era el mío, el que yo había conocido y por eso le cuento. Mi Funes, distinto del suyo, Borges. Y recuerdo también, como usted, su cara no taciturna ni aindiada; tampoco singularmente remota pero sí redonda, con ojos saltones que, a veces, parecían desaparecer bajo los párpados caídos y, en ocasiones, agrandarse demasiado como queriendo alcanzar algo; y la verdad es que el hombre algo quería alcanzar. Y sabe, Borges, yo a mi Funes lo recuerdo siempre parado ahí, en la orilla o entre los arbustos, caminando con la cabeza gacha y pala en mano. Diques de jardinero que se daba en su casa, la que lindaba con la mía, después me enteré. También mi Funes se paraba detrás de la reja como un prisionero, cuando no se le daba por apostarse frente al mar, y desde ahí mirar hacia mi ventana. Es muy perspicaz su pregunta: supongo que miraría otras ventanas también.

 Y aquella actividad, rol u oficio, como usted prefiera llamarlo, la de jardinero por elección, era lo que lo mataba, porque el pensamiento, mientras él podaba o acomodaba algún arbusto caído por acción de los vientos huracanados, sí, el pensamiento hacía de las suyas. Pero no como el de Funes, su Funes, Borges. No, todo lo contrario. Su Funes recordaba tantos detalles de todo lo que vivía que no podía hacer ningún tipo de abstracción. Su Funes, Borges, era capaz de saber, como usted dijo, “las formas de las nubes del amanecer del 30 de abril de 1882 y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que sólo había mirado una vez”, así contó usted, Borges. Su Funes se atormentaba con los detalles, con la nitidez de los detalles y con la abundancia de los detalles. No así mi Funes. No, su Funes se agobiaba recopilando recuerdos y cada segundo se convertía en una imagen nueva, por lo que yo entendí; y los tenía a todos en la conciencia intentando una infernal convivencia entre ellos. En cambio, a mi Funes, le pasaba todo lo contrario. Estaba trastornado con un solo recuerdo. Uno solo. Uno que atravesaba sus momentos de vigilia y de sueños. Uno que le impedía proyectar algo. Uno que opacaba la claridad de todos los detalles de las imágenes, productos de sus percepciones. Y en esa actividad, la de la jardinería, en la que sólo se escuchaba el canto de los pájaros, uno podía ver a Funes, mi Funes, mirando las plantas pero sin verlas porque entre las múltiples hojas y sus láminas, nervaduras, estípulas, pecíolos, ranuras, folíolos, ápices y márgenes que su Funes hubiese percibido, éste, mi Funes, veía una sola foto: la imagen de una mujer de cabello oscuro y ondulado.

 Mi primer recuerdo de ese hombre fue muy nítido. Lo vi ahí, con sus manos en los bolsillos y su campera de jean, mirando el mar. Su cabeza, protegida con una gorra. El hombre, frente al horizonte; y el horizonte, en donde el cielo y el agua se unen, invadiéndolo a la distancia y sumiéndolo en un único pensamiento. Lo sé, Borges. Lo sé. Una imagen recurrente.

 Mire, ¡qué curioso! y sé por qué le hablo de algo recurrente: vi el cartel de venta en la casa lindera con la mía durante muchos veranos, pero estaba a las claras que no aparecía comprador porque Funes, mi Funes volvía una y otra vez cada año. Era un hombre de familia que veraneaba solo. Diciembre por medio traía a su madre, a quien sentaba debajo de una higuera añeja, mientras él se acercaba a aquella mujer de cabello oscuro y ondulado cuya figura ocupaba todo su pensamiento. Dicen que la primera vez que la vio fue cuando ella estaba totalmente concentrada, con su cámara fotográfica, en el momento justo en que una gaviota había decidido, por decirlo de algún modo, apoyar sus patas en la arena. Sí, por supuesto que su Funes hubiese contabilizado treinta aleteos, al menos ocho o nueve movimientos de cabeza del animal, cuatro o cinco planeamientos intentando el aterrizaje, y estaríamos hablando de cuarenta y cuatro imágenes en menos de diez segundos en la cabeza de su Funes. Pero en la de mi Funes, ni siquiera se había dibujado la gaviota, que él mismo había espantado con su presencia, sino la figura de la mujer que apretaba el disparador de su máquina fotográfica en un intento fallido de congelar esa realidad. Dicen que cuando sus miradas se encontraron él había tomado una fotografía de ella pero sin cámara. La imagen de esa mujer de cabello oscuro, ondulado, que iba descalza con un vestido de bambula blanco y que llevaba una cámara fotográfica había quedado en la retina de mi Funes. Sí, la conservó por años. Dicen que la buscaba en cada rostro de cada lugar adonde llegaba. La veía en la camarera del bar, la veía en la enfermera de su madre, la veía entre las monjas de una procesión. La buscaba en la playa de estacionamiento, entre los árboles de un bosque, la descubría entre las nubes que oficiaban de espesa niebla en un cerro.

 La vio en París, en Londres, Barcelona. La buscó en Buenos Aires en las cantinas de la Boca, en las tanguerías de San Telmo, en las piernas de alguna bailarina, en una muestra de pinturas entre los espectadores. La buscó en un recital. La buscó en el cementerio, entre los vivos el día de los muertos. La buscó en las gigantografías de avenidas. La tenía ahí, en su cerebro como figura. El fondo era todo lo otro: botellas de licor, sueros y vendas, cirios y santos, señalizaciones viales, troncos añosos, precipicios y valles, la torre Eiffel, el Arco de Triunfo, Los Beatles y su “She loves you”, una tribuna, un bandoneón y un piano. Y las tumbas. Todo junto y desdibujado en grandes carteles de ciudades con una figura central: ella.

En Mar del Plata la solía tener frente a frente. Inventaba caminatas para detenerse y admirarla mientras ella pasaba su tiempo tomando fotos a la orilla del mar. Funes se le acercaba con el pretexto de conocer acerca de la técnica… que si la lejanía del objeto, que si el foco, que si el marco… Sí, había logrado un acercamiento.

 Y después, a su regreso, ya en Buenos Aires, la volvía a ver en el subte, la buscaba en las plazas y en las esquinas atestadas de gente. La descubría en una fotografía de un álbum viejo, la veía escuchando una canción en la tapa de un disco imaginario, hasta el próximo verano. Y ahí, en la playa, se le juntaban las dos. La de su retina y la real. Se hacían una. Sí, Borges, así como le cuento. El trastorno de un solo recuerdo se le había hecho una realidad concreta que supo tener junto a él en su cama. Créase o no, supo arrancarle admiración luego de confesarle su sentimiento. Obsesivo, por cierto. Lejos de rechazarlo ella se había sorprendido y lo había empezado a ver atractivo. Pero lo atractivo desapareció gradualmente conforme él le manifestaba su necesidad de poseerla. Y ella emprendió una elegante retirada que lo lastimó hasta desquiciarlo. Dicen que él escuchaba la música preferida de la mujer de vestido blanco, que se acostaba pensando en ella y se despertaba a medianoche con aquella imagen del deseo hecho realidad, y que lloraba al comprobar que la mujer ya no estaba... Dicen que sin abrir los ojos, la veía. Sí, Borges. Estoy segura. Y hablando de Funes, mi Funes, dicen que hubo intento de la mujer de conciliar emociones por lo cual él había recuperado chispa en la mirada, pero su deseo de posesión eterna fue recurrente y la retirada elegante de ella, también. Dicen que además de acostarse y despertarse con esa foto en su cabeza, se volvió taciturno, distraído; dejó de contestar a las preguntas con coherencia. Dicen que perdió a sus amigos y a sus conocidos más cercanos, que se volvió huraño y agresivo, y que miró a su madre desde lejos cuando la encontraron muerta debajo de la higuera. Sí, Borges estoy segura. Fíjese, una sola imagen, inamovible, puede afectar la salud de alguien, tal como lo opuesto, tal como le pasó a su Funes que recordaba múltiples y miles de detalles. Este Funes dinamitó su cerebro con aquel único pensamiento. Lo sé. Usted debería creerme. Ese hombre nunca me devolvió aquel vestido blanco de bambula. Perdón, Borges, si me disculpa, una gaviota ha decidido, por decirlo de algún modo, apoyar sus patas en la arena. La veo desde aquí. Una fotografía que siempre quise tomar.


Gabriela Vilardo es profesora en psicopedagogía, artista plástica y escritora. Nació en Pergamino, provincia de Buenos Aires, en 1964. Ejerció la docencia desde el año 1989 hasta el 2016. Dictó talleres de creatividad y de apoyo a docentes. Obtuvo reconocimientos nacionales e internacionales por sus cuentos y microrrelatos, algunos de los cuales formaron parte de antologías. Publicó tres novelas juveniles: El misterio de Don Anselmo (2005) Rosendo, un esclavo en la Revolución de Mayo (2010) y Del revés (2018) En el año 2015 publicó Ausente de mí, novela que escribió con Alejandra Guallart Becerra. En el año 2018 presentó la novela De entrecasa y en 2023 SISA (novela histórica).

 

viernes, 14 de marzo de 2025

DE CHISMES Y CREENCIAS

Gabriela Vilardo

 

De modo que no sé sí me creerá, pero yo a esa mujer, que Aberastury encandiló, la vi en Francia…No abra tanto los ojos, don Fermín, que el mundo es un pañuelo…Y, es más, la vigilé. Quédese tranquilo que no me ha hecho mal el licor, y no dejaré de tomar. De Buenos Aires a Francia, de Francia a Buenos Aires, y de ahí a este pueblo ¡¿Creerá que no le voy a venir con el cuento?! Se equivoca. ¡A esta edad andar ocultando! Sigo. Cuando una anda por el mundo y ve a una conocida, quiere emparentarse enseguida para no sentirse tan sola. Pero fue imposible, mire… ¡Y no! Si ella no me conocía… ¡Qué íbamos a emparentarnos! Sin embargo, me tomé el trabajo de seguirla. Y fue ahí que me lo crucé a Aberastury.

 No se sorprenda, usted. ¿Vio, que el hombre de ley desapareció por un tiempo largo? Pues, allá estaba… por Montmartre. Nuestro abogado de pueblo la había buscado por las calles de Montmartre, consciente de que la encontraría. Lo que puede una mujer… ésa… Estaba como empujado al abismo el hombre. Y usted, don Fermín, sígame con atención que esto no terminó ahí. Le brillan los ojos, pero es un brillo de furia ¿no estará enojándose conmigo por cuestiones ajenas? Ya está grande, hombre. Escuche: yo caminaba Montmartre de punta a punta como si fuera este pueblo, hasta que vi, una tarde que esa mujer se metía en una casa que parecía abandonada. El cartel que colgaba en la puerta de ese lugar rezaba: madame Clémentine. Era un prostíbulo. Me instalé en una esquina hasta que lo vi llegar. Así tal como lo está adivinando: el señor Aberastury, dueño de la ley, roído y hecho un desparpajo por una mujer… esa. Una noche dormí a la intemperie y amanecí frente al caserón que él elegía para volver a amarla… ¿Qué es ese hipo que le vino, así de golpe, don Fermín? ¡Ni que fuera novedad lo que le estoy contando! Tome siete sorbitos de agua, sin respirar ¡Cómo que no puede! Vaya al baño y pruebe. Con la mano derecha tiene que apretarse la nariz, tome los siete sorbitos seguidos sin respirar…y mírese al espejo. El hipo desaparecerá. Después vuelva que la seguimos.

Y pienso si no se me habrá ido la mano con el cuento de la mujer en Francia y Aberastury, desquiciado por ella. Fermín bien sabe que me estoy refiriendo a la suya, a la que tallaba en la madera. Pero a estos tercos si no se los asusta un poco no escarmientan. Ahí vuelve de baño y me pregunta para qué perdía el tiempo en mi viaje de placer con esos dos. Y no me cree que era para confirmar el hecho y venir a contárselo, para que no la siguiera esperando en este rancho. De ninguna manera podía decirle que una noche, pasada de alcohol, había sentido morirme y quería que mi deceso ocurriera en esa vereda, frente a ese caserón, con la intención de que mi alma quedara en este mundo, en el cuerpo de esa mujer que recibía a ese hombre, ahí justo en lo de Madame Cleméntine. Tampoco imaginaría este viejo que ya no creo más en la reencarnación y ni en anticipaciones.


Gabriela Vilardo es profesora en psicopedagogía, artista plástica y escritora. Nació en Pergamino, provincia de Buenos Aires, en 1964. Ejerció la docencia desde el año 1989 hasta el 2016. Dictó talleres de creatividad y de apoyo a docentes. Obtuvo reconocimientos nacionales e internacionales por sus cuentos y microrrelatos, algunos de los cuales formaron parte de antologías. Publicó tres novelas juveniles: El misterio de Don Anselmo (2005) Rosendo, un esclavo en la Revolución de Mayo (2010) y Del revés (2018) En el año 2015 publicó Ausente de mí, novela que escribió con Alejandra Guallart Becerra. En el año 2018 presentó la novela De entrecasa y en 2023 SISA (novela histórica).

viernes, 23 de agosto de 2024

BIFICCIONES (TRECE)


BRILLO DE METAL CROMADO

Laura Irene Ludueña & Víctor Lowenstein

 

Sentado al borde de la cama hecha que no utilizaba hacía semanas, salvo, claro, para recostarse cada dos por cuatro de puro aburrido para después levantarse y alisar el acolchado, de puro maniático, De Jacques contemplaba su cuarto como si no lo conociera de memoria. Tal vez presintiendo que no lo volvería a ver, casi como una persona que espera partir hacia un destino final de esos de los que no se regresa ni en sueños. Miraba la taza de porcelana sobre el escritorio; la silla detrás, con el polar colgado sobre el respaldo y más allá el angosto ropero siempre cerrado, testigo mudo y eficaz de su denodada soledad.

Miraba todo como si lo viera por vez primera, recorriendo con los ojos detalles seguramente bien vistos y sabidos. Encontrando casi sin querer nuevos detalles, perspectivas acaso insólitas, dejando a su mirada caer en esa inercia perezosa de quedar colgada en el contorno de la taza, las manzanas en la frutera o el portalápiz azul, o el polar o la silla, que la conciencia reposara allí sin pensamientos, vacía de ruido mental y concentrada en las formas en particular.

Ese juego estaba, como otros similares, dejando de funcionar. Lo conocía demasiado bien, igual que ese cuarto. Tantas veces lo había recorrido con sus ojos cerrados –otro juego infantil– para probarse que era capaz de transitar un espacio así de estrecho sin chocar con nada, aunque por lo general acababa por llevarse la silla puesta al primer descuido, y abría los ojos desconcertado ante su torpeza. Por ello mismo le extrañó, pero tanto, no reparar siquiera en ese brillo de metal cromado que relucía desde el borde mismo del escritorio. Era tan inexplicable esa omisión visual que se quedó perplejo unos instantes, consciente de que su mirada había recorrido esa habitación una docena de veces, sin notar el relumbre metálico. Se la había comprado al dealer que le vendía la coca, quien supo convencerlo de que el mercado negro de armas no era una opción segura, que tenía una Beretta casi sin uso y se la dejaba a buen precio, incluyendo municiones. ¿Te sirve, De Jacques? Por ser tú te la dejo en cuarenta malditos dólares, ¿qué dices?

—Sí —había dicho como un idiota perdido en una nube de humo y con una extraña sensación simultánea de relajación y euforia.

Vagamente recordaba a su dealer moviendo los labios como si recitara vaya a saber que verso que a él no le interesaba. Porque en realidad, no le interesaba nada. Hacía rato que vivía porque el aire era gratis y aún tenía algo para proveerse de aquello que sustentaba su mísera soledad.

De Jacques contempló una y otra vez su escritorio ahora engalanado con ese brillo cromado. Tenía la sensación de estar en un sueño, con imágenes que parecían surgir y desvanecerse sin conexión clara con la realidad. En un momento aparecía su dealer, en otro estaba amando a Vanessa, en otro su madre lloraba, luego volvía Vanessa echándolo del departamento con lágrimas en los ojos y diciéndole que no toleraría más sus adicciones. ¿Qué le estaba pasando? Volvió los ojos al escritorio. Cada vez que veía el brillo metálico de la pistola sentía un escalofrío recorriéndole la espina dorsal. Nunca había sido violento, ni siquiera en sus peores momentos. El sonido de los disparos en las películas siempre lo había puesto nervioso, y ahora, tenía una de esas cosas en su propia casa. Todo había empezado a ir mal desde que fue a ese bar de mala muerte al que lo invitó su primo Tomy. Al principio fue para festejar su reencuentro con Vanessa, luego para olvidar que lo había dejado, después para olvidar que su madre lo echó y así sucesivamente. Las primeras idas al bar eran esporádicas, luego se hicieron más frecuentes y las cantidades de cocaína que consumía iban aumentando al mismo ritmo hasta que la paranoia creció en proporción directa a su consumo.

Una noche, Tomy le contó sobre un par de tipos que merodeaban el bar y que lo habían asaltado.

—No es seguro, andar por aquí desarmado hermano — dijo —Voy a conseguir un arma para mí y otra para vos, así andas seguro.

En su estado, había aceptado sin pensarlo mucho ni entender de qué le hablaba. Ahora, con el arma en su poder, la situación se sentía más pesada, como si hubiera cruzado una línea de la que no podía volver.

El reloj en la pared marcaba las 3 de la mañana. No podía dormir, el miedo y la ansiedad lo mantenían despierto. Se lavó la cara y cuando se miró al espejo la imagen que vio lo asustó. ¿Ese era él? ¿dónde estaban los ojos verdes brillantes de los que Vanessa decía haberse enamorado? Parecía un espectro. Sentía que el peso de sus decisiones lo habían llevado a este punto. Como si fuera poco, la presencia de la pistola lo asfixiaba. Se acercó a la ventana y miró hacia afuera. La ciudad estaba silenciosa, pero su mente era un torbellino. ¿Cómo había llegado a esto? ¿Cómo había permitido que su vida se saliera tanto de control? Pensó en llamar a alguien, pedir ayuda, pero no sabía por dónde empezar.

La luz de la luna iluminaba el arma sobre la mesa. Era una visión surrealista, como si perteneciera a otra vida. Sabía que no podía seguir así, tenía que encontrar una salida. El brillo cromado sobre el escritorio parecía llamarlo, se acercó a él y tomó el arma para verla mejor. Observó el cañón de la Beretta, allí el brillo cromado no se veía, al contrario, estaba oscuro, tan oscuro…

La detonación se oyó en todo el edificio. Su último pensamiento fue que su alma era igual a la del arma, brillante por fuera pero muy oscura por dentro.Principio del formulario





LA DECEPCIÓN

Tamara Golob & Gabriela Vilardo

 

Stepan se sentó frente a la pantalla de su computadora, una vez más, con el mismo desinterés apático que había sentido desde hacía meses. Desde la muerte de Yelena, su esposa, su vida había caído en un abismo de monotonía y desesperanza. A pesar de tener solo cincuenta y nueve años, se sentía como un anciano cansado del mundo. Su rutina diaria se reducía a recorrer las redes sociales sin propósito, esperando encontrar algo que llenara el vacío que lo consumía.

Con un suspiro pesado, abrió Facebook y comenzó a desplazarse por el interminable flujo de publicaciones triviales y noticias irrelevantes. Las sonrisas felices y las vidas perfectas de sus amigos virtuales solo servían para acentuar su propio dolor y soledad. Nada le interesaba realmente, y se encontró divagando, su mente creando escenarios oscuros y finales morbosos para su propia vida. Imaginaba de qué manera podría acabar con su sufrimiento, desde sobredosis hasta accidentes aparentemente fortuitos. Cada pensamiento era más sórdido que el anterior, y la sombra de la desesperación lo envolvía cada vez más.

Sin embargo, en medio de esa espiral de pensamientos oscuros, algo llamó su atención. Un nombre que no había escuchado en casi medio siglo apareció en la pantalla. Se quedó paralizado por un momento, sus ojos fijos en el perfil de Facebook de una mujer. Era ella, su primera novia. Casi no podía creerlo. Después de tantos años, ahí estaba, en la pantalla, como un fantasma del pasado que regresaba para sacudir su letargo.

La mujer, a pesar del tiempo transcurrido, se veía increíblemente bella. Había envejecido con gracia y elegancia. Su perfil mostraba una vida llena de éxitos y logros. Era una profesional reconocida en el campo de la psicología y había escrito una novela que acababa de publicarse. Stepan no podía evitar sentir una mezcla de nostalgia y curiosidad. ¿Qué había sido de su vida? ¿Cómo había llegado a ser la mujer exitosa que ahora veía en la pantalla?

Impulsado por una mezcla de desesperación y un atisbo de esperanza, decidió escribirle. Las palabras salieron torpemente al principio, pero luego, a medida que los recuerdos fluían, encontró más fácil expresar lo que sentía. Le habló de los viejos tiempos, de cómo la había recordado a lo largo de los años y de lo sorprendido que estaba al encontrarla de nuevo. No esperaba una respuesta, pero había algo en ese acto que le dio un pequeño rayo de esperanza.

Para su sorpresa, la respuesta llegó rápidamente. La mujer le respondió con calidez y entusiasmo, recordando con cariño los momentos que habían compartido. A pesar del paso del tiempo, parecía que todavía había una conexión entre ellos, algo que había sobrevivido a las décadas de separación. Comenzaron a intercambiar mensajes, primero de manera casual y luego con más profundidad. Compartieron historias de sus vidas, sus éxitos y fracasos, sus alegrías y tristezas.

Stepan se encontró esperando ansiosamente cada nuevo mensaje, sintiendo cómo una chispa de vida comenzaba a encenderse en su interior. Por primera vez en meses, sentía algo más que dolor y apatía. Había encontrado una razón para seguir adelante, una conexión que lo hacía sentir menos solo en el mundo. Y aunque no sabía qué depararía el futuro, estaba dispuesto a descubrirlo, un paso a la vez.

Le propuso a Marisa hacer una video llamada, aunque su apariencia no era la misma; ni siquiera se había mantenido jovial como ella. Su tristeza parecía acentuar las arrugas y bajarle más los párpados. Se miró al espejo y se acomodó un poco el cabello. Buscó una camisa a cuadros que era la que usaba para ocasiones especiales. Ubicó la computadora en un lugar que disimulaba la dejadez de la casa. Le costó evitar trapos tirados y superficies descascaradas. Apenas se salvaba del desorden, una parte de una de las paredes del comedor que mostraba un espejo devolviendo la espalda corva de Stepan. Se acomodó, trató de erguirse y puso la computadora sobre una mesa, bastante alejada de su cuerpo para que no lo tomara en un primer plano. Estaba ansioso.  Cuando acordaron prender el celular, ella entró con la llamada sin video, pero él apretó la camarita y se encontraron frente a frente. Se miraron, sonrieron como dos chiquilines y hablaron de la rareza de la tecnología, eso de estar y no estar. Stepan la veía preciosa, no sabía si ella a él. Stepan se levantó, se excusó, dijo que lo esperara un segundo, que se preparaba un cafecito; y la invitó a que hiciera lo mismo. Algo que ella aceptó. Él se tropezó en la cocina, pero no perdió el equilibrio. Estaba abombado como un adolescente. Volvió con su café batido y se sentó otra vez frente a la pantalla.

—Contame de tu novela, Marisa.

—Ah… mi novela me ha traído tantas satisfacciones… —Marisa revolvió el café con una cucharita, sin apremio. Luego se la llevó a la boca saboreando lo que había quedado en ella. Y miró a Stepan.

—Seguramente has metido la psicología que tanto te gusta y has creado una gran ficción. Sé de la repercusión que ha tenido. El título ya anuncia una historia prometedora: La decepción.

—Sí, claro. Lo que se vive se cuenta mejor, Stepan.

—¿Está basada en un hecho real?

—Sí, tan real que me amalgamé con la protagonista hasta el final, sin opción a otra cosa. Creeme que fue sanador.

—No tengo dudas, viniendo de vos… Te conozco tanto. Ya ves, que hemos hablado de la vida tal como entonces.

Marisa sonrió apenas.

—¿De verdad creés que me conocés tanto? Creo que, si así hubiese sido, no hubieras desaparecido de mi vida con tu compañera de banco.

—¡Éramos dos chiquilines! ¿O no?

—Yo no. Tal vez vos, sí. Las mujeres, aun jóvenes, siempre nos comprometemos más con el amor hasta imaginar el fin de nuestros días.

—Bien, pero no es para tanto… ¿Por qué no nos encontramos a tomar un café y lo conversamos como adultos? Ha pasado bastante tiempo de aquello.

—Mi tiempo se extendió hasta la publicación de mi novela, no hace tanto, y no puedo tomar ese café, porque en la última página te maté. Lo siento, Stepan. Creo que no es tu mejor día.

Marisa se inclinó y apagó la cámara. Algo que confundió y sorprendió a Stepan.  Su página de Facebook seguía mostrando sonrisas y éxitos inventados por los demás y antes de perder la voluntad y de volver a entrar en la sombra de la desesperación, puso un símbolo de luto en su perfil y la tapa de la novela de Marisa en la portada. 



CAMINOS CERRADOS

Carmina Shapiro & Sergio Gaut vel Hartman

 

Sonia salió del predio de oficinas, cruzó el estacionamiento y echó a andar por la vereda lindera del parque. La noche estaba más azul que oscura, el aire calmo. Eran cinco cuadras hasta la parada del colectivo sobre la avenida Iyuna. Andaba con paso regular pero sin prisa. Distraídamente vio a algunas otras mujeres caminando en el mismo sentido que ella.

Se cruzó de vereda para ver los plátanos, añosos e imponentes, y el parque detrás de ellos con mejor perspectiva. El parque, las luces amarillas esparcidas por el llano y la cúpula azul le traían sensaciones de recuerdos cálidos.

Al llegar a la esquina, un muchachito cruzó su camino detrás de ella, entre caminando y trotando. Llevaba una mochila medio vacía que se sacudía con él, y una camiseta de esas de tecnología deportiva. Esa esquina correspondía a una cortada, al final de la cual el muchachito se agachó y agarró un pedazo de baldosa rota. Mirando hacia atrás exclamó, “¡vamos a la canchita, a la canchita!

Sonia, que había seguido sus movimientos, notó que no la miraba a ella, sino más atrás aún. Se giró entonces hacia el otro lado y vio a otros dos muchachos juntando baldosas rotas y piedras. Ya tenían algunas entre los brazos. Más allá otros cinco se acercaban corriendo. Venían desde el predio de oficinas y se dirigían a la avenida. La penumbra de los plátanos los hacía ver más espectrales que lo que eran, apenas muchachitos. Aunque sus movimientos decididos delataban una mayor experiencia de lo que se hubiera esperado.

Sonia se había detenido y parada en el lugar vio que las mujeres volvían sobre sus pasos, corriendo en alerta.

—¡Corré! ¡Corré! —le dijo la que estaba más cerca. Eso significaba que otro grupo iba al encuentro, o tal vez harían algún atraco o alguna manifestación contra los Propietarios...

Hizo una mueca de angustia, se ajustó el bolso y emprendió la carrera. La angustia era doble. Esta noche ya no podría llegar a casa a dormir. Y otra vez esa pregunta de fuego quemándole la conciencia... ¿Estaba corriendo en la dirección correcta? ¿Hacía bien en alejarse en lugar de acercarse a la acción?

De pronto, como salidos de la nada, fantasmales y prepotentes, aparecieron los blindados de la GP. ¿Demasiado rápido? ¿Acaso estaban sobre aviso? Avanzaron por la avenida bufando como monstruos y moviendo los cañones en todas direcciones. Pero los muchachos, que ahora ya eran docenas, tuvieron la precaución de moverse entre los árboles, sin ofrecerse como blanco.

Frenándose agitada, Sonia vio con sorpresa que la mujer que le había gritado que corriera se había sentado  en un banco de metal

—¿Qué le pasa? —dijo Sonia tocándole el hombro.

—¿Qué me pasa? —La mujer expulsó la mano como si se tratara de una alimaña—. Estamos muertas, eso me pasa.

—Venga, vayámonos de aquí.

—No es posible; todos los caminos están cerrados.

Sonia levantó la cabeza para ver que los muchachos se agrupaban para lanzar una andanada de piedras contra los blindados, y eso le pareció ridículo; lo único que iban a lograr era ser masacrados por los GP.

—Tenemos que salir para algún lado. Lagarde no está cerrada.

—Por ahí vienen los mutantes…

—¿Los qué? —Sonia no estaba segura de haber escuchado correctamente la palabra pronunciada por la mujer, pero tal vez, más que nada, era una triquiñuela de su mente para no hacerse cargo de lo que se rumoreaba.

—Los mutantes, ¿es sorda? —replicó la mujer, irritada—. Por Tinto vienen los extraterrestres y por Juntero los robots. Lo que le dije: estamos rodeadas, no hay salida.

Ese fue el momento elegido por los blindados para empezar a disparar; y no eran chorros de agua y tampoco gases. Disparaban lenguas de fuego que no tardaron en convertir el parque en una gigantesca hoguera.  

 

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martes, 18 de junio de 2024

EL BAÑO

Gabriela Vilardo

 

Regresé a ese bar una docena de veces, y cada vez que lo hacía había un detalle que demostraba que no era el mismo bar, que no pertenecía al mismo universo. No estoy hablando de que cambiaba la decoración, el color de las sillas o las marcas de las bebidas que se exhibían en un escaparate. Era un cambio más profundo, drástico, y al mismo tiempo elemental.

Con el primer regreso me acomodé en una mesa junto a la ventana. Saqué mi grabador de periodista y un anotador. Tenía que escribir el editorial de la semana. Pedí un café y no tuve otra opción que permanecer mirando mis hojas blancas sin levantar la cabeza. La conversación de los de la mesa de al lado hizo que tocara las migas que habían quedado del cliente anterior sin asco, noticia sobre la quería trabajar. El programa de televisión empezaba a mostrar las del día que daban coherencia a la conversación que yo estaba escuchando.

—Necesitamos más hombres. Los negros no tienen nada que perder. Ya están en el ejército. Los voluntarios van a recibir un pago de cuatro pesos y a los gauchos que no obtienen salarios se les permitirá robar.

—No es el caso de Francisco Carril que recibió cien pesos por estar en el Ejército Restaurador.

—Gente importante, amigo. Las diferencias siempre están. Ahora hay que esperar el resultado de la nueva leva y si da incompleta ofreceremos otros beneficios: tierras, títulos, y grandes cantidades de ganado bovino. ¿Qué joven podría negarse a semejante recompensa?

Levanté la cabeza y me estaban mirando. Disimuladamente me acerqué a la ventana y escuché un grito. ¡Viva la santa Federación! Confundido caminé hacia al baño. El teléfono negro a discado estaba sobre el mostrador. Escuché cómo se alejaba el ruido de la caja registradora. Mi celular no estaba funcionando y yo estaba entrando en una crisis de claustrofobia, encerrada sin necesidades fisiológicas.

Tomé coraje y volví a la mesa. El mozo se acercó y con temor le pregunté si tenían un tostado para consumir. Respuesta positiva, Los hombres que hacían planes ya no estaban en su mesa. Alivio, pensé. Tal vez debería consultar a mi psiquiatra por estos episodios. Sobre la mesa del bar, aparte de mi café y mi vaso de agua con soda. Sonreí. Ya estaba donde tenía que estar, año 2024. Hasta que reconocí una de las voces y me volteé. Los hombres estaban en otra mesa.

—El presidente se fue y esta comisión ya no alcanza. Algunos de los nuestros ya se contagiaron y murieron. Necesitamos voluntarios para desalojar los conventillos.

Otra vez la mirada de esos hombres se posaron sobre mi persona. A través de la vidriera vi pasar una carreta con una pila de cadáveres.

—Se multiplicaron las muertes y nadie dice la verdad. Sólo les importa el carnaval del 23 y 24 de febrero.

En la mesa de al lado dejaron un diario. Volví a mirar a través de la vidriera y la calle se había vaciado de gente. Fui al baño y me llevé el periódico. Allí pude leer que Argerich y Roque Pérez habían muerto contagiados de Fiebre amarilla.

Habían pasado más de treinta años del café de mi regreso a ese bar.

El mozo se acercó y me sirvió otro. El tercero, y saqué la cuenta que lo estaba tomando, más o menos, cada treinta y cinco años.

En la calle, policías al mando del comisario Falcon desarmaban a manguerazos las manifestaciones de los sindicatos que querían reivindicar a los trabajadores. Era una verdadera violencia recibida por hombres y mujeres de distintas culturas. Tratar de entender a los inmigrantes haría poner en riesgo mi libertad. Y yo tenía una sola respuesta. Un baño donde encerrarme ante tanta injusticia.

El estallido de vidrios me había hecho volver a la mesa. El bar tenía su persiana baja. Había sufrido actos de vandalismo. Traté de subir la persiana pero no pude. Conté cuatro pocillos de café nuevos. Y saqué las cuentas. Se me había ido mi tiempo. El almanaque rezaba: “año 2038”.


Gabriela Vilardo es profesora en psicopedagogía, artista plástica y escritora. Nació en Pergamino, provincia de Buenos Aires, en 1964. Ejerció la docencia desde el año 1989 hasta el 2016. Dictó talleres de creatividad y de apoyo a docentes. Obtuvo reconocimientos nacionales e internacionales por sus cuentos y microrrelatos, algunos de los cuales formaron parte de antologías. Publicó tres novelas juveniles: El misterio de Don Anselmo (2005) Rosendo, un esclavo en la Revolución de Mayo (2010) y Del revés (2018) En el año 2015 publicó Ausente de mí, novela que escribió con Alejandra Guallart Becerra. En el año 2018 presentó la novela De entrecasa y en 2023 SISA (novela histórica).

miércoles, 15 de mayo de 2024

SIN LUZ

Gabriela Vilardo

 

Se iba la tarde y se cortó la luz. Pensé que en dos o tres minutos volvería. Después, me convencí de que en un rato más. Después de un rato más, que en una hora. Dos. Tres. Y en esa oscuridad aparecieron imágenes de todo tipo. Un niño de unos cinco años lloraba. Lo supe por el tono de voz. Y no era capricho, sí, miedo.

Salí al patio, llevé una linterna que titilaba. Se veía que sus pilas se estaban terminando. El niño ya no se escuchaba. Supuse que era pura imaginación, y disfruté del cielo cargado de nubarrones. ¡Qué más quedaba que disfrutar! Entonces, el cielo gris, las siluetas de los árboles, oscuras siluetas, interrumpiendo ese tono plomizo, y una sola estrella que parecía chocarse contra las montañas. La estrella, radiante entre lo que se dibujaba en el cielo.

Cuando volví a la cocina ya se había consumido la mitad de la vela. La llama oscilaba hacia arriba y hacia abajo, cambiaba de color, desprendía un hilo negro. La luz cálida caía sobre los lejanos recuerdos de la infancia que quise evitar.

Prendí otra. Jugué con la cera que se derretía en el plato hasta consolidarse para formar una suerte de rosa. Ignoré mi estado de extrañeza en semejante oscuridad. Debía hacer caso omiso a las historias que dicen que quedan en los lugares para asustar o acosar a quienes los vuelven a habitar. Si esa afortunada circunstancia llegaba a producirse, la de hacer caso omiso a todo eso, me podía llamar dichosa.

Vela en plato. Plato sobre la mesa. Hojas. Lapicera. Todo listo para describir sensaciones. El invierno, en medio de las montañas parecía más crudo en esas condiciones. Sin embargo, antes de empezar a escribir, llevé la vela conmigo y salí otra vez al patio, salteé algunos charcos y llegué al galponcito del fondo. Sobre la mesa de madera había varios papeles y quedé como estaqueada cuando al recorrer el lugar con la luz de mi vela vi un hombre sentado a esa mesa. Levantó la mano para sujetarse los lentes. Caso omiso. Caso omiso a todo eso, me repetí. Como si no me temblara el cuerpo volví a la cocina no sin antes corroborar que sólo habían quedado los papeles. El hombre ya no estaba. Suspiré. Supe que estaba obsesionada. Debía aprovechar al máximo mi memoria, mi imaginación y la oscuridad para escribir.

Llegué hasta el año 1810 con mi pensamiento. ¡Es que no podía hacer otra cosa más que ponerme en el lugar de aquéllos que vivieron en tiempos en los que la iluminación no pasaba desapercibida porque costaba tenerla! Anduve, al momento de sentarme a la luz de la vela, por los campamentos de guerra y escuché la pluma sobre un papel que se convertiría en carta. Vine un poco más acá en la Historia y me detuve en la Buenos Aires de 1871.Se habían estrenado lámparas a gas, pero todavía faltaba para que llegara la luz eléctrica. Abrí la ventana. El niño de unos cinco años seguía llorando, ahora al borde de la montaña. Pude ver su sombra y la de un hombre. El chico observó al intruso con una evidente desconfianza ya que este intentaba acercarse. El chico trató, entonces, de caminar para atrás, en sentido contrario al hombre, algo más complicado que mantenerse de pie al borde de un precipicio para él, que estaba acostumbrado a esas maniobras o travesuras que oprimían el corazón de su madre. Tambaleaba por no voltear, porque no quería perder de vista al hombre del sombrero que venía para llevárselo. Preferí volver con mi fantasía a la Buenos Aires de 1871. Era más atinado que descifrar la existencia de estos personajes que se dibujaban en mi noche. Y me senté a escribir. Supe que no me tenía que ir a ningún lugar escapando de la peste. Lamenté por aquella calle Balcarce, entre otras, en las que el agua corría por el zanjón hacia el río y arrastraba los residuos de la ciudad desparramando la pestilencia en la atmósfera viciada, tal como había relatado en un cuento alguna vez. El carnaval, figura y fondo. El tango que llegaba a acurrucar la muerte de algunos desprotegidos por la autoridad. El tango presente ahora en aquel señor que intentaba acercarse al niño que comenzaba a llorar otra vez al borde de la cornisa. El tango de 1871 me devolvió inevitablemente a la escena que quise omitir de mi oscuridad. El hombre utilizaba la misma indumentaria que usó cuando trató de recuperar a mi abuelo según los relatos de mi madre. Un tanguero atrevido que venía por la identidad del niño hasta que mi bisabuelo mostró la partida de nacimiento para confirmar que él era el padre. Y agregó: no hay duda de que está enfermo. Y así se refería al tanguero que, cuando este se retiró, el bisabuelo confesó que todos los documentos eran falsos, que no había encontrado otros. En minutos les recordó el juramento que habían hecho, el de no contar.

Y una explosión de triunfo ahogó el dolor de mi bisabuela que estaba tironeada por dos partes. Dos padres. Dos posibles padres del niño. Vergüenza familiar para esos tiempos. Y pensé en sus noches sin luz o con tenue luz. Y me estremecí. Arrastré mi imaginación un poco más acá y se me apareció la infancia de mi madre en este campo de montaña. Faroles, alguna que otra vela y la luna. Nada había cambiado demasiado desde otros tiempos. Los días se hacían cortos. Los atardeceres, más. Entrada la noche, cuando el abuelo se demoraba: el ruido de los cascos de los caballos anunciaba su llegada y eso nos aliviaba y lo aliviaba. Desafiaba al atardecer para no recordar a aquel hombre que una noche lo condujo al abismo desde el borde del precipicio.

Y pensé en esas épocas y sus vidas hasta que tuvieron luz eléctrica, hasta que tuvieron auto... el “mientras tanto” demoraba el día porque después había poco por hacer y mucho de qué cuidarse.

Estas sensaciones me generaba la falta de luz. Me sobró el tiempo para tenerlas y actualizar un episodio nefasto que volvía en forma recurrente a la vida del abuelo. Supe que él prefirió olvidarlo para no sentir otra vez la posibilidad de ser alejado de su madre. Pensé en los ciegos, en los que quieren ver y no pueden; en ellos, que imaginan los colores de sol a sol. En ellos, que imaginan los rostros, y los palpan pero no los pueden apreciar con la mirada.

Pensé en los que sin estar en la Buenos Aires de 1810, ni en la de 1871, ni en el campo de 1940... “Bueno, mejor ni pensar” dije. Mientras miraba por la ventana lo que no podía ver, mientras la única estrella vislumbrada se esforzaba por iluminar mi barrio entre las sierras, la armónica del abuelo empezó a sonar y llenó mi casa de duendes. Como en otra oportunidad deduje: no es nada más que un juego. Seguro se reunirían esa noche en algún lugar de la casa quienes alguna vez la habitaron.

Y volvió la luz. La armónica, al lado de mi lapicera, sobre la mesa.


Gabriela Vilardo es profesora en psicopedagogía, artista plástica y escritora. Nació en Pergamino, provincia de Buenos Aires, en 1964. Ejerció la docencia desde el año 1989 hasta el 2016. Dictó talleres de creatividad y de apoyo a docentes. Obtuvo reconocimientos nacionales e internacionales por sus cuentos y microrrelatos, algunos de los cuales formaron parte de antologías. Publicó tres novelas juveniles: El misterio de Don Anselmo (2005) Rosendo, un esclavo en la Revolución de Mayo (2010) y Del revés (2018) En el año 2015 publicó Ausente de mí, novela que escribió con Alejandra Guallart Becerra. En el año 2018 presentó la novela De entrecasa y en 2023 SISA (novela histórica). 


 

 

 

 

jueves, 25 de abril de 2024

EL ENIGMA DE LOS DOS FILOS

 Gabriela Vilardo

 

Nunca entendí por qué él, antes de cada función, se miraba con insistencia en aquel espejo redondo, con marco de hierro. Severa obsesión hasta que la música lo invitaba a la pista.

Con pasos precisos sobre la soga tensa, y sin red debajo de ella, el equilibrista parecía desplazarse en el vacío. Se detenía junto con la música. Giraba la vara que llevaba en sus manos. Otra vez la música y, con sutileza, se deslizaba lentamente hasta el otro extremo. Los halagos de un público aliviado le indicaban el tramo final.

Después de cada función, nos encontrábamos detrás del telón. Me acariciaba y me atribuía el resultado de su actuación.

Yo era la única persona que estaba autorizada a entrar a su carromato antes de que él empezara a actuar. La responsabilidad que me imputaba por su éxito, no era verdadera. Miraba mi bola de cristal, le prometía protección y le anunciaba un amor.

Era un juego para el equilibrista; no para mí, que trataba de descifrar puntos de coincidencia entre su caótica forma de vivir y su indiscutible equilibrio sobre la soga tensa. Había algo más que le permitía, en pocos minutos, apropiarse de una serenidad de la que carecía, cuando no estaba actuando. Y entonces, caos y desorden bastante inusual para lo que se entendía por desorden en el carromato, mi visita, premonición, risa sarcástica antes de aquella siniestra hipnosis frente al espejo detrás del telón, seguida de una actuación incomparable. Su desquiciada conducta cuando no estaba trabajando, era un obstáculo para concretar la relación amorosa que él esperaba.

La noche que marcó el final de mis deseos, el equilibrista encontró un espejo rectangular con marco de plástico en el lugar del otro. La furia y su mirada, endemoniada amenazaron a cuanto payaso se le cruzaba en el camino, responsabilizándolo de aquel cambio. No se miró en ese espejo y en menos de un segundo lo destruyó contra un cajón de madera. Los pedazos de vidrios desparramados por el estallido eran certeros testimonios de la ira. Los aplausos que lo reclamaban obligaron a los empleados del circo a armar una red, con la rapidez a que estaban acostumbrados. Recuperó la calma en poco tiempo.

La música empezó a sonar. El artista apareció, dio tres pasos y tambaleó. Avanzó con lentitud. Hizo girar la vara. Su pie izquierdo se deslizó fuera de la soga. Pude ver cómo, aquella figura que se percibía pequeña, inmersa en un haz de luz, trató de acomodarse para acortar ese camino que tenía que recorrer; sin suerte a su favor cayó pesadamente en la red. Y me estremecí. Y me odié. Por su conocida trayectoria, el público lo aplaudió de pie; pero su carrera había terminado.

Y acá estoy envejeciendo. Perdí toda oportunidad de ser amada por aquel hombre, que me había mostrado dos aristas de su personalidad que yo no estaba dispuesta a aceptar. Nunca descubriré el misterio que aquel espejo obraba en él, porque no podré desenterrarlo hasta después de su muerte.


Gabriela Vilardo es profesora en psicopedagogía, artista plástica y escritora. Nació en Pergamino, provincia de Buenos Aires, en 1964. Ejerció la docencia desde el año 1989 hasta el 2016. Dictó talleres de creatividad y de apoyo a docentes. Obtuvo reconocimientos nacionales e internacionales por sus cuentos y microrrelatos, algunos de los cuales formaron parte de antologías. Publicó tres novelas juveniles: El misterio de Don Anselmo (2005) Rosendo, un esclavo en la Revolución de Mayo (2010) y Del revés (2018), En el año 2015 publicó Ausente de mí, novela que escribió con Alejandra Guallart Becerra. En el año 2018 presentó la novela De entrecasa y en 2023 SISA (novela histórica). Desde el 2016 hasta la actualidad sus cuentos han sido seleccionados por la Cátedra de Lenguaje visual 3 de la Universidad nacional de la Plata para ser ilustrados por alumnos de la Facultad de Artes Visuales, en el marco de un proyecto educativo solidario: Ilustranimada. Escribió cuentos infantiles de la historia de su ciudad natal, para un sello editorial que fue seleccionado por el Fondo de Promoción Cultural de Pergamino (en proceso de publicación). En el año 2021 obtuvo, entre otros, el primer premio de I Concurso de relatos cortos “Villa de Albuixech” (España) por el cuento “Opción B”. Participó en el taller literario del escritor Jorge Castelli y en el taller de lectura que coordina Daniel Ruiz Rubini. Actualmente participa en el TALLER 9.


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