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sábado, 29 de noviembre de 2025

EL OTRO SEGMENTO

Diego Muñoz Valenzuela

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He estado desde siempre en el laboratorio. Carezco de cualquier recuerdo ligado a otro lugar que no sea éste. Los autómatas debieron cuidar de mí cuando pequeño debido a mi constitución biológica pura. Yo no puedo ser reparado como ellos, estoy sometido de por vida a la fatiga física y mental, a la necesidad de descanso, al deterioro progresivo de mi organismo que habrá de culminar con la vejez inútil y, por último, con la llegada de la muerte. Ellos me interrogan con frecuencia acerca de la sensación del cansancio, el sueño, el aburrimiento, el dolor. Resulta imposible explicarles nada. No sólo es engorroso tratar de descubrirles mis experiencias, sino que me siento desgraciado, insignificante ante su eternidad racional e inconmovible. Ellos conocen bien el significado formal de las palabras que expresan estados físicos o psicológicos, tienen almacenadas en sus unidades de memoria las definiciones de la risa, el tedio, la rabia, el sufrimiento, el dolor. Pero, aunque pueden identificar esos estados en mi persona, son incapaces de comprenderlos, de atisbar siquiera por un instante mis sentimientos. Tampoco conciben mi identidad; ellos están en permanente intercambio de información, podría decirse que son uno solo con la computadora central que rige todas las actividades del Laboratorio. Les he preguntado si no les parece graciosa mi condición de ser orgánico débil; han respondido que esa es mi naturaleza, así como la de ellos es perenne e inmutable, que para encontrarlo gracioso tendrían que poseer rasgos biológicos similares a los míos, y en ese caso no podrían divertirse conmigo, pues sería como burlarse de sí mismos. A pesar de su lógica impecable, no abandonan sus arrebatos de curiosidad. Han estado conmigo desde mi nacimiento y he visto junto a ellos las imágenes holográficas que siguen la evolución del embrión que fui, aquella minúscula criatura flotando perezosamente en el fluido nutritivo del reactor tibio, translúcido. Los sensores microscópicos informan ciertos paneles que despliegan gráficos de presión arterial, temperatura, índices metabólicos. El embrión crece hasta que es retirado del medio líquido para que el androide médico active su mecanismo respiratorio pulmonar. Luego la visión tridimensional reproduce las escenas del desarrollo y aprendizaje, la infinita paciencia de los autómatas encargados de las diversas especialidades que hube de aprender de ellos. He visto muchas veces esas escenas en el proyector holográfico tratando de buscar algo indefinible, un detalle que aclare las incógnitas que me agobian. Intenté, y seguiré haciéndolo, averiguar las razones de mi existencia aquí, la función que desempeño o he de desempeñar más allá de la sucesión monótona de los días terriblemente iguales del Laboratorio. La tenacidad de mis dudas se estrella de modo inexorable con la lógica inconmovible de la computadora: el Laboratorio debe funcionar de acuerdo a sus objetivos, mantener los mecanismos en óptimo grado de eficacia, regenerar las piezas dañadas de los androides, reasimilar desechos orgánicos, procurar las condiciones ambientales para mi subsistencia. Le resulta absurdo que yo pretenda tener alguna misión y si pudiera calificarme de corazón, me trataría de engreído o de loco o simplemente de imbécil. En vez de esto insiste hasta el cansancio con sus explicaciones de que no existe ninguna información respecto a una finalidad mía, fuese la que fuese. Está allí toda la historia de mi crecimiento, las normas que rigieron mi alimentación, cuidado médico, educación, todo. Mi presencia tiene que ver con la actividad normal del Laboratorio, en alguna cinta magnética residía la programación de mi existencia desde el comienzo, en un tiempo inconmensurablemente remoto. Quizás todos mis pensamientos y mis acciones estuvieron previstos hasta el mínimo detalle y no hago más que reproducir una sucesión de hechos perfectamente delineada. Ella (la computadora) dice, contradiciendo mi opinión, que soy más bien impredecible por mi sujeción a las emociones, pudiendo opinar distinto sobre un mismo asunto en tiempos diferentes. Dice que ciertos juicios míos dependen de mi estado emocional más que de mi intelecto y de mis conocimientos. Eso me hace sentir espantosamente estúpido e inferior ante la vista de los androides que me consuelan con su historia de las naturalezas distintas. Incluso la computadora ha llegado a conversarme acerca de las etapas de desarrollo de un ser de mi especie; opina que estoy entre dos fases: la inicial tardía y la desarrollada plena. Este fenómeno provoca alteraciones fisiológicas y psicológicas que me hacen aún más inestable, receloso y propenso a las divagaciones desprovistas de sentido. Acto seguido establece que este período será superado y que habré de alcanzar una etapa de mayor tranquilidad, aunque no exenta de las tribulaciones propias de mi condición orgánica. Siento envidia de ellos que no sufren estos malditos cambios que me convierten en víctima pertinaz de la incertidumbre.

 

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He descubierto una afición que mitiga en buena parte mis dudas y me abstrae de sus tormentos: la matemática. La verdad es que la misma computadora me lo ha sugerido a manera de distracción, sospecho que se trata de una conclusión del androide médico. La matemática y este diario son mis principales actividades, si bien es cierto que no cumplen ninguna funcionalidad en relación con el Laboratorio. Ellos tienen esa inexplicable (para mí) tolerancia hacia mi inutilidad y falta de criterio práctico. Entienden mis debilidades, las estimulan, me prestan su ayuda. Difícilmente podrán concebir placer en la resolución algebraica de un problema intrincado, a pesar de que dominan a la perfección todos sus procesos y los utilizan hábilmente cuando las necesidades del Laboratorio lo exigen. Esa altísima comprensión de las peculiaridades de mi existencia suele exasperarme, me irrita esa superioridad indulgente y servicial. Y luego decaigo por la injusticia de mis sentimientos hacia quienes tanto debo, siento vergüenza de mi actitud orgullosa y mezquina. La escritura de este diario confirma esas míseras necesidades mías: escribo para mí mismo, sin ningún propósito definido, registro mis devaneos absurdos para luego leerlos y disfrutar insensatamente de su reconstrucción gradual. La computadora me entrega casi a diario impresos que orienten mi trabajo, propone temas nuevos y ejercicios con grados de dificultad progresivamente altos. Me siento feliz y ocupado. El tiempo transcurre así con una rapidez extraordinaria. Experimento una voracidad por aprender que hasta hace poco tiempo atrás habría sido incapaz de concebir. Aunque se trate de una mera ilusión, me siento menos insignificante. Y es una ilusión, una pérdida de tiempo, una actitud extravagante, estéril, incoherente.

 

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He comentado a la computadora mis impresiones acerca de las esferas y su matemática y acabada perfección, le he hablado de la intuición de que cumplen alguna suerte de relación algebraica que rige la armonía de sus formas, pero ella ha contestado que nada así está referido en sus bases cognoscitivas, que en consecuencia carece de sentido lógico imaginar la existencia de alguna relación matemática. Entonces le relaté aquello del círculo trazado con ayuda de dos lápices, uno fijo y otro moviéndose a su alrededor. Ella dijo que era la manera en que se trazaban los círculos. Yo repliqué lo de la igualdad de las distancias al punto ocupado por el lápiz inmóvil. Si se hubiera tratado de un ser orgánico como yo, hubiese pensado que titubeaba, pero no podía ser ese el caso. Tal vez buscaba en lo más recóndito de sus unidades de memoria algo que explicase mis raras proposiciones. Después insinuó que parecía tener yo la razón, pero que no veía nada práctico en ello. Era preferible que continuara mis estudios. Así lo he hecho, cada vez con mayor pasión porque vislumbro la posibilidad de descubrir nuevas cosas   no sé exactamente qué   ni para qué   leyes nuevas, nuevas relaciones no escritas antes por la computadora. ¿Es mi vanidad la que me arrastra a este camino desprovisto de sentido? ¿Busco justificar mi existencia con estas búsquedas anhelantes y ciegas? Si hubiese alguien que compartiera estos afanes, si pudiese hablar con alguien sobre ellos. Perdida la esperanza de entusiasmar a la computadora o a los androides, he pensado en mi unicidad, mi absoluto abandono de congéneres. No necesito consultarles nada a ellos. ¿Por qué tendría que existir alguien más? Los androides, la computadora, son los encargados de cumplir con los objetivos del Laboratorio, a ello deben su existencia y sus afanes. ¿Pero el androide médico no existe en buena parte para encargarse de mi asistencia y control orgánico? ¿No soy, entonces uno de los objetivos del Laboratorio? ¿Acaso no habrá para mí una secreta finalidad dispuesta desde siempre? Claro, no hay otros como yo porque son innecesarios. Esa es la explicación. Hay algo que impide la existencia de otros. Quizás sólo no pueden existir otros. Soy por definición único, solo, extraño, confuso, ajeno.

 

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He escrito ajeno al final del párrafo anterior y esa palabra, ese concepto mejor dicho, ha estado dando vueltas y vueltas en mi interior. Parece cual si una sombra difusa y enigmática se agazapara detrás de esa idea. He meditado en el significado de ajeno como algo fuera de relación con el medio donde subsiste, ésa es mi situación de alguna manera: soy radicalmente distinto de los androides, de la computadora, de los instrumentos y objetos del Laboratorio. Es como si no perteneciera a este lugar definitivamente, como si procediera de otra parte. Sé de mi historia anterior por las imágenes holográficas, pero cuando he interrogado acerca del origen del embrión me han dicho que estaba allí esperando el momento adecuado para la incubación y crecimiento. El momento estaba predeterminado también desde el principio (¿el principio de qué? ¿el cero absoluto?). Todo estuvo dispuesto en el momento preciso, hasta la atmósfera que debió crearse para permitir a mis pulmones abastecerse del gas oxigenado que debo respirar por razones metabólicas. Antes no hubo atmósfera, alimentos, impresos, dudas, nada de eso. La computadora dice una y otra vez que esto no debe inquietarme, es un hecho objetivo e indiscutible que no merece desperdicio de tiempo. He escrito ajeno y pensado al mismo tiempo en la noción de exterior, como si fuese posible un exterior. Imagino una esfera, hay un lugar donde ella termina: su superficie sólida. Si la esfera es hueca, pueden introducirse cuerpos en su interior, cuerpos que antes estaban afuera. Un cuerpo de cualquier forma tiene adentro o afuera aunque sea sólido. Si es sólido está lleno con algo que lo constituye, que está en su interior. Los cyborg, la computadora, yo mismo, tenemos interior y exterior. El Laboratorio ha de poseer alguna forma. El Laboratorio es todo lo que existe, dicen los autómatas. No tiene sentido pensar en un exterior, como en el caso de mi habitación o de una esfera.

 

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La computadora comprende mis disquisiciones sobre exterior e interior, pero se niega a aplicar esos conceptos al Laboratorio. Yo he insistido diciendo que el Laboratorio ocupa un espacio susceptible de medir en base a volúmenes más pequeños. He revisado infructuosamente su almacenamiento una vez más, sin encontrar respuestas verdaderas. He pedido que imagine el Laboratorio repleto de esferas de mi tamaño. He dicho que resultaría un número fijo de esta operación. Si imagino una esfera más, ésa deberá estar necesariamente en el exterior y no adentro. Entonces, si puedo concebir esta fantasía, si mi abstracción dice que es posible el afuera ¿por qué éste va a carecer de existencia? La computadora asevera que carece de sentido la noción de exterior, que no sirve para nada a los objetivos del Laboratorio y repite mil veces su raciocinio imperfecto (¡qué digo!). Hice un bosquejo, una suerte de mapa del Laboratorio tratando de reproducir la sensación de forma que me producen. Mantuve las proporciones para trabajar con un tamaño razonable y así pude obtener una especie de disco ondulado con tres protuberancias equidistantes. Fue un arduo trabajo que consumió muchas jornadas. Una vez finalizado el bosquejo, se lo presenté a la computadora. Lo examinó con atención, casi con perplejidad (sentí esa absurda impresión). Opinó, después de un rato, que esa matemática que hacía con las formas era una cosa nueva, desconcertante e impredecible, tal como yo, pero que no existía nada de valor práctico que se pudiese hacer con ella, no imaginaba cómo poner esas ideas en su base cognoscitiva. Por último era curioso cómo podía llegarse a un absurdo tan evidente por una vía aparentemente racional. Nada existe además del Laboratorio. El Laboratorio es todo lo que existe. Nada está afuera, no posee exterior. Eso es todo lo que puede explicarme con su voz suave y desprovista de matices y su ilimitada indulgencia.

 

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He discurrido largamente la idea de finitud y de forma del Laboratorio sin llegar a deducciones definitivas. Revisé mi "mapa" con minuciosidad y corroboré su exactitud para proceder a elaborar una imagen holográfica para enseñarla a los androides. Su reacción ante la proyección ha sido negativa una vez más, podría resumirse en que encuentran "ingeniosas" mis proposiciones y la manera en que logro desembocarlas en conclusiones disparatadas a través de un proceso de apariencia rigurosa y matemática. Sin embargo se declaran fuera de competencia cuando les solicito que identifiquen el paso algebraico que conduce al error flagrante de mis resultados. Suelen alegar que el desacierto consiste en la base de mi procedimiento: la aplicación de las leyes matemáticas al estudio de los cuerpos y las formas, porque no existe siquiera un recóndito vestigio de tales métodos en sus bases de conocimiento. Es del todo imposible realizar una discusión productiva con ellos. ¿O simplemente he perdido la razón al vagar por este espacio de formas y relaciones hasta perder toda noción de realidad y de utilidad? ¿Puedo juzgar como estúpidas las reacciones de los seres que me trajeron a la vida, me enseñaron, cuidaron de mí con paciencia, hasta con resignación? Pero ellos carecen de experiencias sensoriales como las mías, su naturaleza es opuesta, radicalmente diferente a la mía. Lo que para mí es paciencia es para ellos deber, mi idea de rutina significa perfección para la computadora; no valoran nada realmente, alternan con la sucesión monótona de las coordenadas temporales, tienen previstas sus actividades hasta épocas inimaginables.

Si hay un exterior ¿cómo habrá de ser su apariencia? ¿Tendrá, a su vez, un exterior? ¿O será el Laboratorio su exterior? Claro, de algún modo si defino una esfera, lo que hago es convenir lo que constituye su interior y lo que está afuera. Ahora, todo lo que está afuera posee también una forma cuyo exterior es precisamente la esfera. Por eso ambas nociones están aparejadas de modo indisoluble. Cualquier forma segmenta en dos la totalidad que uno quiera considerar. De manera que es preferible hablar del otro segmento. Tal vez exista otro ser como yo del otro lado cavilando en este mismo sentido. Esto comportaría una suerte de simetría entre ambos segmentos, simetría que sería hermosamente matemática y perfecta, pero que no puede ser deducida a partir de la información de que dispongo ahora. Debe existir algún modo de demostrar la veracidad de mis hipótesis. Observo la imagen holográfica sin acertar a descubrir la respuesta.

 

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¡Tengo la ansiada respuesta! Debo encontrar o abrir una puerta hacia el otro segmento. La superficie de la imagen holográfica denota los puntos de contacto con nuestra externalidad. Es posible llegar allí cruzando esa superficie. Si yo parezco ajeno al Laboratorio, si provengo realmente de otro lugar, debo haber cruzado esa puerta alguna vez. Ya sé que la computadora no maneja las nociones de la matemática de las formas (ni quiere hacerlo, aunque creo que tiene capacidad suficiente para ello), en consecuencia ninguna ayuda puedo esperar de ella. Intenté incorporar mi imagen holográfica a sus procesos para lograr que la perfeccionase, pero fue inútil: si no ve un beneficio identificable se niega de plano a invertir energía en otra cosa que escucharme y tratar de disuadirme de ideas extrañas. Por lo tanto me he resignado a trabajar a solas en la búsqueda de la puerta, revisaré escrupulosamente las probables superficies de contacto.

 

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Un alto en mi investigación servirá para realizar un balance entre éxitos y fracasos para visualizar con calma los escasos   aunque no exentos de valor   resultados alcanzados a la actualidad. Lo primero que debo anotar es que toda la superficie de contacto tiene aspecto y consistencia similar, es una especie de metal aparentemente liviano. La unidad de su constitución refuerza mi hipótesis de que se hubiera visto disminuida acaso se constatara la existencia de diversos materiales. Por otra parte, cuando intenté sacar una muestra de material con herramientas apropiadas, los androides me conminaron severamente a abandonar inmediatamente tales actividades. Aludieron peligros difusos residentes en sus unidades de memoria. No pudieron explicar la naturaleza del peligro que enfrentaba, pero vi tal disposición en sus miradas desprovistas de auténtica vida que comprendí que en nada trepidarían con tal de que no cumpliera mi propósito. Sentí miedo de ellos por primera vez en mi vida y les entregué mansamente mis herramientas.

 

 

Tercero, no encontré nada semejante a una puerta, al menos en primera inspección. Sin embargo, descubrí una pantalla de considerables dimensiones montada sobre un codo cuyo otro extremo está montado, o más bien nace, de la superficie de contacto. Está hecho del mismo material de la superficie. Consulté a la computadora acerca de la funcionalidad de aquella pantalla y no me entregó ninguna respuesta razonable: "siempre ha estado allí", "forma parte de Laboratorio", "carece de importancia" y otras aseveraciones por el estilo. No hay switches o mandos que sugieran operabilidad. Si la califico de pantalla es porque parece constituida de un vidrio opaco, grisáceo, como los paneles de la computadora. Siento que los androides me vigilan después de mis comentarios sobre esta pantalla. Creo que temen vaya a intentar destruirla. No hay ningún objeto con qué romperla tampoco, han ocultado todo en alguna parte. No he decidido romperla siquiera, pero ellos ya han tomado todas las prevenciones posibles. Creo que siempre hay uno de ellos cerca mientras duermo. Simulan actividades para que no me sienta cercado, pero lo mismo da su delicadeza, la verdad es que me someten a una vigilancia continua y estricta. ¿Qué puede haber detrás de esa pantalla? ¿Cuál es la razón del peligro almacenado en sus memorias? ¿Por qué les temo ahora? ¿Por qué ellos me temen a mí?

 

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La custodia es permanente. Si llego a aproximarme a la pantalla, siempre hay un par de ellos cerca, viéndome de reojo. No resisto sus miradas ni el agobio de esta situación. Ellos no pueden cansarse, aburrirse, desistir o enloquecer. Yo sí, absolutamente sí, iré cuando reúna el valor suficiente para hacerlo. La computadora trata de tentarme inventando juegos necios. Quieren erradicar esta obsesión de mi mente, lo sé. No lo lograrán, jamás me convencerán de sus estúpidas imposibilidades. Es mucho más verdad esta idea que me circunda que todas sus afirmaciones y sus credos, más verdad que la que mis ojos pueden ver o mis dedos tactar. ¿Habrá otros como yo? ¿Habrá habido otros en el pasado? ¿O seré una creación de los cyborgs, una justificación insólita para sus existencias? Ninguna de estas respuestas podré encontrar aquí dentro. He de salir en su busca. He de tener fe en mi pensamiento y audacia para cumplir sus dictados.

 

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Mi certeza es total. Afuera existe algo y la única forma de acceso es mediante la pantalla adherida a la superficie de contacto. La existencia carece de sentido si no actúo ahora. Uno de mis lápices es de metal bastante sólido y es posible que sea suficiente para atravesar el vidrio opaco de la pantalla. Tengo mi herramienta oculta entre las ropas, aguardando la ocasión propicia.

Doblo por el pasillo seguido de cerca por el cyborg médico. Sin necesidad de mirar hacia atrás presiento su andar sordo y rítmico. Descubro el agitado rumor de mi corazón saltando allá abajo. Mis piernas vacilan, estoy tembloroso, parezco convaleciente de una grave enfermedad. Dos estancias más allá está la sección donde me aguarda la pantalla. Un vahído amenaza apoderarse de mis sentidos. Logro vencerlo y avanzo por el pasillo frente a la segunda estancia. Debo parecer tranquilo para no llamar la atención del androide. Afirmo mi marcha y cruzo la primera estancia. Imagino como el cyborg estará enviando mensajes a la computadora y a los otros. Emprendo una loca carrera derribando instrumentales, luces, cajas, estoy frente a la pantalla, enarbolo mi arma y la dejo caer sobre la superficie lisa y opaca una y otra vez, veo cómo crecen en ella fisuras por donde saltan trozos de vidrio reluciente, un resplandor hiere mis pupilas y acometo con mayor furia mi tarea, aunque casi a ciegas por el brillo que emana de la abertura que voy excavando sobre la pantalla, casi puedo ver a los androides precipitarse sobre mi cuerpo para detenerme, aprisionarme entre sus brazos mitad mecánicos   mitad biológicos, atenazarme y arrastrarme lejos, debe erizar mis cabellos el espanto cuando ya a mano limpia golpeo los restos de vidrio que estallan en mil fragmentos inundados de luz y dolor. Entonces, de un salto, me precipito en la cavidad recién abierta y me sacude la sensación de vértigo y caída, de laceración y fulgor. Entonces, mientras voy cayendo hacia el otro segmento, entreabro los ojos para ver la aterrada imagen de mi propio rostro en algo que podría ser un espejo pero no lo es, unas facciones idénticas a las mías sobre una faz crispada, una imagen especular que cae en el otro sentido, hacia mi Laboratorio, una imagen que lanza un grito de horror justo cuando abro los labios, una figura cayendo hacia la luz con los nudillos manchados de sangre desde el otro segmento.

Diego Muñoz Valenzuela (Constitución, Chile, 1956). Ha publicado siete libros de cuentos: Nada ha terminado, Lugares secretos, Ángeles y verdugos, De monstruos y bellezas, Déjalo ser, Las nuevas hadas y Microsauri; cuatro novelas: Todo el amor en sus ojos (tres ediciones: 1990, 1999, 2014), Flores para un cyborg (tres ediciones: 1997, 2003, 2010), Las criaturas del cyborg (2011) y Ojos de Metal (2014); las tres últimas conforman una trilogía de ciencia-ficción; y los libros ilustrados de microrrelatos Microcuentos (libro virtual, 2008, con Virginia Herrera) y Breviario Mínimo (2011, con Luisa Rivera). La novela Flores para un cyborg fue publicada por EDA Libros en España (2008), en Italia por la editorial Atmosphere Libri (2013), y en Croacia por la editorial ALFA (2014); y los volúmenes de cuentos TAJNA MJESTA (Lugares secretos) en Croacia por ZNANJE (2009) y MICROSAURI (Microsaurios) en Italia por Robin Edizioni (2014). 

 

jueves, 16 de mayo de 2024

EL VALLE DEL INCA

Diego Muñoz Valenzuela

 

Nadie ha tenido más poder que el sabio Túpac Arachi. Sus dominios sobrepasaban las fronteras del Imperio Inca que nosotros conocemos, atravesaban las más inaccesibles cordilleras, los mares más extensos y remotos. Sus territorios, así como sus conocimientos, trascendían el límite de lo conocido y lo desconocido. En todo lugar eran aceptados sin discusión sus designios y escuchadas con entusiasmo sus palabras.

Túpac Arachi era viejísimo, anterior a su propio imperio, tenía la edad de las piedras y el agua, y ya no quedaba nada o muy poco que lo atara a la remota iniciación de su existencia.

El palacio del Inca, por expresa orden suya, había sido construido muy cerca del Valle Petrificado, que quizás era el último lazo capaz de vincularlo al pasado.

Muy pocos hombres entraron al Valle, no por una prohibición de Túpac Arachi, quien jamás dictó un decreto de esa naturaleza, sino que debido al desmesurado temor, al irracional sobrecogimiento que producía su visión. En el Valle el tiempo se había detenido: todo estático, quieto; ni siquiera el viento o un sonido alteraban esa realidad inmóvil. Los árboles pétreos, de hojas rígidas y calladas; los pájaros detenidos en trino eterno y silencioso, o implicados en un vuelo patético e imposible, flotando como globos fijos, proyectando sombras también fijas. Un jaguar que acecha infinitamente a su presa arrojando espuma por entre sus fauces, y el cervatillo que olfatea el aire presintiendo la proximidad de la fiera, sin poder escapar, con el terror fotografiado en sus ojos abiertos. Un tapir condenado a beber a perpetuidad de un arroyo con aguas mudas que no escurren, que jamás llegan a su garganta para aplacar la urgencia de su sed.

Nada supera la horrorosa certeza de ser lo único vivo entre lo rígido y muerto. Con la excepción de Túpac Arachi, todos los hombres que entraron al Valle Petrificado enloquecieron y murieron esperando un movimiento, aguardando el fin de la escena: ver volar y cantar a los pájaros entre los árboles movidos por el viento, resolver la incógnita del ciervo y el jaguar, aplacar la sed del tapir, terminar ese mundo eternamente inconcluso.

Sólo a Túpac Arachi no le inquietaba la misteriosa realidad del Valle, y acaso era ésta la mayor prueba de su sabiduría, la razón esencial de su poder. Tal vez el Valle solamente le aportaba la tranquilidad y el tiempo requeridos para una reflexión profunda y necesaria.

El anciano Inca jamás hizo uso de la fuerza para mantener bajo su dictamen al Imperio. Su Guardia Guerrera cumplía una función apenas decorativa y no tenía ningún privilegio sobre el resto de la población. Los miembros de la corte y el sacerdocio eran respetados, pero no abusaban de esa prerrogativa; además nada que contribuyera a su envanecimiento y gloria personal era aceptado por el pueblo. Desde la fundación del Imperio nadie había muerto por mandato de Túpac Arachi; las horcas y las hachas se descomponían y oxidaban en las bodegas, los látigos se revenían con la humedad. Odios y frustraciones se disipaban en las noches plácidas y silentes del Valle.

El Inca había explicado una vez que una muerte ordenada por él sería capaz de alterar el equilibrio alcanzado, produciendo una ola sin fin de sangre que ahogaría al Imperio. Manifestó en aquella ocasión que de firmar una orden semejante, firmaría al mismo tiempo, de un modo desconocido, oculto para los hombres, su propia sentencia y la del Imperio.

Túpac Arachi reinó durante siglos en medio de la sana alegría popular, de la sucesión de ricos y variados sembradíos y de cosechas abundantes, y de un sagrado culto y veneración mutuos entre los hombres. Fue así hasta que Paccari‑Tampu, familiar del Inca, urdió una trama siniestra. Comenzó por relatar a algunos cortesanos bien elegidos que había descubierto una conspiración para asesinar al Inca. El rumor se difundió rápidamente por la corte hasta llegar a Túpac Arachi, quien desatendió las advertencias, aunque no pudo disimular su preocupación ante esta insólita manifestación de violencia.

A través del propio Paccari‑Tampu fue informado el Inca de los nombres de los supuestos conspiradores, un grupo de campesinos descontentos, cuyas tierras estaban en los límites del Imperio. Esos territorios habían sido incorporados recientemente al Imperio, por lo tanto no eran gente de fiar todavía. Paccari alentó al anciano Túpac para que los ajusticiara, pero éste se obstinó en dejarlos libres y en no tomar medidas contra ellos, argumentando que, de tomarlas, estas se volverían en su contra.

Paccari, sin perder las esperanzas, hizo traer a los campesinos acusados, quienes ignoraban la farsa en que estaban envueltos. Cuando los labradores ingresaban al palacio, los saludó primero que nadie y les señaló el camino. Antes se había ocupado de enviar súbditos suyos con ricas túnicas, vinos y armas como obsequio a los campesinos, quienes tomaron los regalos con gran alegría. Corriendo por pasillos paralelos llegó Paccari donde el Inca, gritando que ya venían a asesinarlo, que de nada servían sus argumentos si su muerte era inminente, que era preferible ajusticiar a los sublevados y salvar, junto con su vida, la permanencia del Imperio.

Al sentir la algarabía de los campesinos medio ebrios penetrando en la antesala y ver sus relucientes armas, Túpac Arachi cayó en la maraña de Paccari, ordenando a sus guardias ejecutar en el acto a las infelices víctimas.

Al derramarse las primeras gotas de sangre en aquella tarde lóbrega y terrible, el Valle Petrificado se estremeció, imperceptiblemente primero, luego en forma violenta, atronadora. Los pájaros trinaron con una fuerza inusitada, aquellos que volaban fueron a estrellarse contra los árboles, destrozando sus cuerpos palpitantes, el jaguar atrapó al cervatillo entre sus garras sin alcanzar a devorarlo, el tapir hundió su hocico en el agua aprestándose a beber, pero antes de que cada cosa se consumara, el Valle desapareció entre las montañas que se derrumbaban y fue cubierto por la lava de los volcanes inanimados por milenios. En pocos minutos no quedó prueba de su pasada existencia. Paccari‑Tampu, testigo de la escena, sollozaba en silencio. El objetivo de su acción era entrar al Valle sin temor a enloquecer con las visiones bellas y enigmáticas. Paccari creía –fundadamente– que la pasividad del Imperio era lo que impedía el movimiento en el Valle, y que por lo tanto, si alteraba la situación este cobraría nueva vida; así disfrutaría de la belleza y el conocimiento del Inca. Ahora estaba condenado a no conocer el Valle Pétreo, su vileza había sido infértil, inútil; sólo había conseguido su propia desdicha. Aún le restó valor para clavarse una daga en el corazón y cayó a la tierra negra envuelto en sus lágrimas y en su sangre.

Túpac Arachi fue ahorcado meses más tarde durante una feroz revuelta campesina impulsada y dirigida por parientes de las víctimas. El Inca, antes de morir, tuvo la certeza de que sus pensamientos eran exactos: al ordenar la muerte de aquellos infelices labradores con un simple ademán, habíase condenado a sí mismo a una muerte peor que las que había inducido. Por ello, en sus horas finales tuvo el aplomo de no solicitar una clemencia inmerecida, dando así una última prueba de sabiduría y de valor.


Diego Muñoz Valenzuela (Constitución, Chile, 1956). Ha publicado siete libros de cuentos: Nada ha terminado, Lugares secretos, Ángeles y verdugos, De monstruos y bellezas, Déjalo ser, Las nuevas hadas y Microsauri; cuatro novelas: Todo el amor en sus ojos (tres ediciones: 1990, 1999, 2014), Flores para un cyborg (tres ediciones: 1997, 2003, 2010), Las criaturas del cyborg (2011) y Ojos de Metal (2014); las tres últimas conforman una trilogía de ciencia-ficción; y los libros ilustrados de microrrelatos Microcuentos (libro virtual, 2008, con Virginia Herrera) y Breviario Mínimo (2011, con Luisa Rivera). La novela Flores para un cyborg fue publicada por EDA Libros en España (2008), en Italia por la editorial Atmosphere Libri (2013), y en Croacia por la editorial ALFA (2014); y los volúmenes de cuentos TAJNA MJESTA (Lugares secretos) en Croacia por ZNANJE (2009) y MICROSAURI (Microsaurios) en Italia por Robin Edizioni (2014). 

 

domingo, 21 de abril de 2024

AUSCHWITZ

 Diego Muñoz Valenzuela


 

El anciano comenzó a descender calmoso la escalera que conducía a la estación del tren subterráneo. No tenía ninguna prisa, nadie lo esperaba. El matrimonio sin descendencia se había esfumado por completo con la muerte de su esposa algunos años atrás. Este recuerdo ya no lo entristecía; nada lograba sacarlo de su mutismo. Una vez al mes se animaba, más por obligación que por entusiasmo, a cobrar el cheque de la jubilación que le permitía prolongar su vida reposada. No pasaba estrecheces económicas, al menos. Era, tal vez, un monótono privilegiado.

Estaba pasado el mediodía y un calorcillo punzante se agitaba gozoso en la atmósfera pregonando el verano inminente. El anciano, sin embargo, portaba un grueso abrigo invernal; a su edad este cambio de clima era todavía una sutileza incapaz de modificar su indumentaria.

Terminó el descenso y se dirigió a la boletería que era atendida por una mujer rubia, madura y de expresión muy rígida. Demoró mucho en reunir las monedas para cancelar el boleto y la cajera lo observaba impaciente. Por fin juntó el dinero y recibió el boleto azul a cambio. Sintió, al alejarse, la mirada fría de la mujer en su espalda, pero no se atrevió a voltear el rostro.

Una vez en el andén sintió fatiga, era larga la caminata, y se acomodó en una silla acrílica desde donde pudo dominar toda la estación. Enfrente de él había un grupo de muchachas que no hacían más que reír y hacerse cosquillas unas a otras. Cerca de él, de pie, un individuo alto, corpulento, con un bigote muy bien cuidado, contemplaba a las jóvenes sin perder detalle de sus movimientos; a veces sus faldas descubrían sus muslos suaves y torneados; otras, sus senos de turgentes pezones se veían por entre los escotes audaces. Este hombre –pensó– tendrá unos cuarenta años. Al otro lado de la vía, era curioso, no había nadie. El anciano abandonó sus observaciones al percibir un estremecimiento en el piso. No, no era un temblor, ya lo sabía, era el ferrocarril que se aproximaba. Se incorporó al tiempo que hacía su entrada el Metro. Las puertas de los vagones relucientes se abrieron y los nuevos pasajeros ingresaron. Las muchachas y el cuarentón subieron delante del viejo. El vagón estaba casi desocupado y no tuvo problema para encontrar asiento. El cuarentón se ubicó frente a las muchachas; era evidente su excitación. Una mujer gorda llena de paquetes se quejaba del calor y de la carestía mientras devoraba un chocolate enorme. Más al fondo un quinceañero se ruborizaba con las miradas provocativas y las carcajadas eróticas que le dirigían las jovencitas. El cuarentón se retorcía, envidiando al mocoso.

Las estaciones empezaron a sucederse con vertiginosidad. Una de las muchachas se acercó al joven solo, con el pretexto de pedirle fósforos. El anciano pensó en reclamar si es que fumaban, mal que mal estaba estrictamente prohibido, pero su inercia lo hizo desistir.  El muchacho tenía fósforos y prendieron los cigarrillos. La señora gorda masculló algo que no se entendió a causa del chocolate que hinchaba sus mejillas. Los muchachos conversaron, luego empezaron a juguetear tocándose los cuerpos uno al otro.  Las muchachas se erotizaban y miraban al cuarentón. Acrecentaron sus juegos nerviosos. Al fondo, la pareja se besaba tendida en un asiento. La mujer arrojó una mirada horrible al anciano, como insinuándose. Las muchachas rodeaban al cuarentón complacido. El anciano sentía náuseas por los guiños de la gorda. Los muchachos se desnudaban. De pronto el anciano pensó que todo era tan extraño. Una voz ordenó bajarse a todos los pasajeros a través de los parlantes. El tren se detuvo, pero las puertas se mantuvieron cerradas. Afuera había una espesa neblina. Transcurrieron algunos segundos. Estaban todos de pie, menos el anciano. Estaban frente a las puertas que no se abrían.

Cuando empezó a salir el gas por los conductos hábilmente disimulados, todos gritaban y golpeaban las puertas de vidrio y trataban de separar las gomas que las hermetizaban. Desde afuera era posible ver como la gorda vomitaba el chocolate sin dejar de chillar y estrellarse contra los vidrios. Los puños del cuarentón estaban destrozados y la sangre corría por los vidrios. Las muchachas aullaban histéricas junto al quinceañero.  lo el anciano se mantenía en el asiento aspirando en grandes bocanadas el gas que le robaba la vida.

 

Diego Muñoz Valenzuela (Constitución, Chile, 1956). Ha publicado siete libros de cuentos: Nada ha terminado, Lugares secretos, Ángeles y verdugos, De monstruos y bellezas, Déjalo ser, Las nuevas hadas y Microsauri; cuatro novelas: Todo el amor en sus ojos (tres ediciones: 1990, 1999, 2014), Flores para un cyborg (tres ediciones: 1997, 2003, 2010), Las criaturas del cyborg (2011) y Ojos de Metal (2014); las tres últimas conforman una trilogía de ciencia-ficción; y los libros ilustrados de microrrelatos Microcuentos (libro virtual, 2008, con Virginia Herrera) y Breviario Mínimo (2011, con Luisa Rivera). La novela Flores para un cyborg fue publicada por EDA Libros en España (2008), en Italia por la editorial Atmosphere Libri (2013), y en Croacia por la editorial ALFA (2014); y los volúmenes de cuentos TAJNA MJESTA (Lugares secretos) en Croacia por ZNANJE (2009) y MICROSAURI (Microsaurios) en Italia por Robin Edizioni (2014). 

 

 

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