Mostrando entradas con la etiqueta Diego Muñoz Valenzuela. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Diego Muñoz Valenzuela. Mostrar todas las entradas

jueves, 16 de mayo de 2024

EL VALLE DEL INCA

Diego Muñoz Valenzuela

 

Nadie ha tenido más poder que el sabio Túpac Arachi. Sus dominios sobrepasaban las fronteras del Imperio Inca que nosotros conocemos, atravesaban las más inaccesibles cordilleras, los mares más extensos y remotos. Sus territorios, así como sus conocimientos, trascendían el límite de lo conocido y lo desconocido. En todo lugar eran aceptados sin discusión sus designios y escuchadas con entusiasmo sus palabras.

Túpac Arachi era viejísimo, anterior a su propio imperio, tenía la edad de las piedras y el agua, y ya no quedaba nada o muy poco que lo atara a la remota iniciación de su existencia.

El palacio del Inca, por expresa orden suya, había sido construido muy cerca del Valle Petrificado, que quizás era el último lazo capaz de vincularlo al pasado.

Muy pocos hombres entraron al Valle, no por una prohibición de Túpac Arachi, quien jamás dictó un decreto de esa naturaleza, sino que debido al desmesurado temor, al irracional sobrecogimiento que producía su visión. En el Valle el tiempo se había detenido: todo estático, quieto; ni siquiera el viento o un sonido alteraban esa realidad inmóvil. Los árboles pétreos, de hojas rígidas y calladas; los pájaros detenidos en trino eterno y silencioso, o implicados en un vuelo patético e imposible, flotando como globos fijos, proyectando sombras también fijas. Un jaguar que acecha infinitamente a su presa arrojando espuma por entre sus fauces, y el cervatillo que olfatea el aire presintiendo la proximidad de la fiera, sin poder escapar, con el terror fotografiado en sus ojos abiertos. Un tapir condenado a beber a perpetuidad de un arroyo con aguas mudas que no escurren, que jamás llegan a su garganta para aplacar la urgencia de su sed.

Nada supera la horrorosa certeza de ser lo único vivo entre lo rígido y muerto. Con la excepción de Túpac Arachi, todos los hombres que entraron al Valle Petrificado enloquecieron y murieron esperando un movimiento, aguardando el fin de la escena: ver volar y cantar a los pájaros entre los árboles movidos por el viento, resolver la incógnita del ciervo y el jaguar, aplacar la sed del tapir, terminar ese mundo eternamente inconcluso.

Sólo a Túpac Arachi no le inquietaba la misteriosa realidad del Valle, y acaso era ésta la mayor prueba de su sabiduría, la razón esencial de su poder. Tal vez el Valle solamente le aportaba la tranquilidad y el tiempo requeridos para una reflexión profunda y necesaria.

El anciano Inca jamás hizo uso de la fuerza para mantener bajo su dictamen al Imperio. Su Guardia Guerrera cumplía una función apenas decorativa y no tenía ningún privilegio sobre el resto de la población. Los miembros de la corte y el sacerdocio eran respetados, pero no abusaban de esa prerrogativa; además nada que contribuyera a su envanecimiento y gloria personal era aceptado por el pueblo. Desde la fundación del Imperio nadie había muerto por mandato de Túpac Arachi; las horcas y las hachas se descomponían y oxidaban en las bodegas, los látigos se revenían con la humedad. Odios y frustraciones se disipaban en las noches plácidas y silentes del Valle.

El Inca había explicado una vez que una muerte ordenada por él sería capaz de alterar el equilibrio alcanzado, produciendo una ola sin fin de sangre que ahogaría al Imperio. Manifestó en aquella ocasión que de firmar una orden semejante, firmaría al mismo tiempo, de un modo desconocido, oculto para los hombres, su propia sentencia y la del Imperio.

Túpac Arachi reinó durante siglos en medio de la sana alegría popular, de la sucesión de ricos y variados sembradíos y de cosechas abundantes, y de un sagrado culto y veneración mutuos entre los hombres. Fue así hasta que Paccari‑Tampu, familiar del Inca, urdió una trama siniestra. Comenzó por relatar a algunos cortesanos bien elegidos que había descubierto una conspiración para asesinar al Inca. El rumor se difundió rápidamente por la corte hasta llegar a Túpac Arachi, quien desatendió las advertencias, aunque no pudo disimular su preocupación ante esta insólita manifestación de violencia.

A través del propio Paccari‑Tampu fue informado el Inca de los nombres de los supuestos conspiradores, un grupo de campesinos descontentos, cuyas tierras estaban en los límites del Imperio. Esos territorios habían sido incorporados recientemente al Imperio, por lo tanto no eran gente de fiar todavía. Paccari alentó al anciano Túpac para que los ajusticiara, pero éste se obstinó en dejarlos libres y en no tomar medidas contra ellos, argumentando que, de tomarlas, estas se volverían en su contra.

Paccari, sin perder las esperanzas, hizo traer a los campesinos acusados, quienes ignoraban la farsa en que estaban envueltos. Cuando los labradores ingresaban al palacio, los saludó primero que nadie y les señaló el camino. Antes se había ocupado de enviar súbditos suyos con ricas túnicas, vinos y armas como obsequio a los campesinos, quienes tomaron los regalos con gran alegría. Corriendo por pasillos paralelos llegó Paccari donde el Inca, gritando que ya venían a asesinarlo, que de nada servían sus argumentos si su muerte era inminente, que era preferible ajusticiar a los sublevados y salvar, junto con su vida, la permanencia del Imperio.

Al sentir la algarabía de los campesinos medio ebrios penetrando en la antesala y ver sus relucientes armas, Túpac Arachi cayó en la maraña de Paccari, ordenando a sus guardias ejecutar en el acto a las infelices víctimas.

Al derramarse las primeras gotas de sangre en aquella tarde lóbrega y terrible, el Valle Petrificado se estremeció, imperceptiblemente primero, luego en forma violenta, atronadora. Los pájaros trinaron con una fuerza inusitada, aquellos que volaban fueron a estrellarse contra los árboles, destrozando sus cuerpos palpitantes, el jaguar atrapó al cervatillo entre sus garras sin alcanzar a devorarlo, el tapir hundió su hocico en el agua aprestándose a beber, pero antes de que cada cosa se consumara, el Valle desapareció entre las montañas que se derrumbaban y fue cubierto por la lava de los volcanes inanimados por milenios. En pocos minutos no quedó prueba de su pasada existencia. Paccari‑Tampu, testigo de la escena, sollozaba en silencio. El objetivo de su acción era entrar al Valle sin temor a enloquecer con las visiones bellas y enigmáticas. Paccari creía –fundadamente– que la pasividad del Imperio era lo que impedía el movimiento en el Valle, y que por lo tanto, si alteraba la situación este cobraría nueva vida; así disfrutaría de la belleza y el conocimiento del Inca. Ahora estaba condenado a no conocer el Valle Pétreo, su vileza había sido infértil, inútil; sólo había conseguido su propia desdicha. Aún le restó valor para clavarse una daga en el corazón y cayó a la tierra negra envuelto en sus lágrimas y en su sangre.

Túpac Arachi fue ahorcado meses más tarde durante una feroz revuelta campesina impulsada y dirigida por parientes de las víctimas. El Inca, antes de morir, tuvo la certeza de que sus pensamientos eran exactos: al ordenar la muerte de aquellos infelices labradores con un simple ademán, habíase condenado a sí mismo a una muerte peor que las que había inducido. Por ello, en sus horas finales tuvo el aplomo de no solicitar una clemencia inmerecida, dando así una última prueba de sabiduría y de valor.


Diego Muñoz Valenzuela (Constitución, Chile, 1956). Ha publicado siete libros de cuentos: Nada ha terminado, Lugares secretos, Ángeles y verdugos, De monstruos y bellezas, Déjalo ser, Las nuevas hadas y Microsauri; cuatro novelas: Todo el amor en sus ojos (tres ediciones: 1990, 1999, 2014), Flores para un cyborg (tres ediciones: 1997, 2003, 2010), Las criaturas del cyborg (2011) y Ojos de Metal (2014); las tres últimas conforman una trilogía de ciencia-ficción; y los libros ilustrados de microrrelatos Microcuentos (libro virtual, 2008, con Virginia Herrera) y Breviario Mínimo (2011, con Luisa Rivera). La novela Flores para un cyborg fue publicada por EDA Libros en España (2008), en Italia por la editorial Atmosphere Libri (2013), y en Croacia por la editorial ALFA (2014); y los volúmenes de cuentos TAJNA MJESTA (Lugares secretos) en Croacia por ZNANJE (2009) y MICROSAURI (Microsaurios) en Italia por Robin Edizioni (2014). 

 

domingo, 21 de abril de 2024

AUSCHWITZ

 Diego Muñoz Valenzuela


 

El anciano comenzó a descender calmoso la escalera que conducía a la estación del tren subterráneo. No tenía ninguna prisa, nadie lo esperaba. El matrimonio sin descendencia se había esfumado por completo con la muerte de su esposa algunos años atrás. Este recuerdo ya no lo entristecía; nada lograba sacarlo de su mutismo. Una vez al mes se animaba, más por obligación que por entusiasmo, a cobrar el cheque de la jubilación que le permitía prolongar su vida reposada. No pasaba estrecheces económicas, al menos. Era, tal vez, un monótono privilegiado.

Estaba pasado el mediodía y un calorcillo punzante se agitaba gozoso en la atmósfera pregonando el verano inminente. El anciano, sin embargo, portaba un grueso abrigo invernal; a su edad este cambio de clima era todavía una sutileza incapaz de modificar su indumentaria.

Terminó el descenso y se dirigió a la boletería que era atendida por una mujer rubia, madura y de expresión muy rígida. Demoró mucho en reunir las monedas para cancelar el boleto y la cajera lo observaba impaciente. Por fin juntó el dinero y recibió el boleto azul a cambio. Sintió, al alejarse, la mirada fría de la mujer en su espalda, pero no se atrevió a voltear el rostro.

Una vez en el andén sintió fatiga, era larga la caminata, y se acomodó en una silla acrílica desde donde pudo dominar toda la estación. Enfrente de él había un grupo de muchachas que no hacían más que reír y hacerse cosquillas unas a otras. Cerca de él, de pie, un individuo alto, corpulento, con un bigote muy bien cuidado, contemplaba a las jóvenes sin perder detalle de sus movimientos; a veces sus faldas descubrían sus muslos suaves y torneados; otras, sus senos de turgentes pezones se veían por entre los escotes audaces. Este hombre –pensó– tendrá unos cuarenta años. Al otro lado de la vía, era curioso, no había nadie. El anciano abandonó sus observaciones al percibir un estremecimiento en el piso. No, no era un temblor, ya lo sabía, era el ferrocarril que se aproximaba. Se incorporó al tiempo que hacía su entrada el Metro. Las puertas de los vagones relucientes se abrieron y los nuevos pasajeros ingresaron. Las muchachas y el cuarentón subieron delante del viejo. El vagón estaba casi desocupado y no tuvo problema para encontrar asiento. El cuarentón se ubicó frente a las muchachas; era evidente su excitación. Una mujer gorda llena de paquetes se quejaba del calor y de la carestía mientras devoraba un chocolate enorme. Más al fondo un quinceañero se ruborizaba con las miradas provocativas y las carcajadas eróticas que le dirigían las jovencitas. El cuarentón se retorcía, envidiando al mocoso.

Las estaciones empezaron a sucederse con vertiginosidad. Una de las muchachas se acercó al joven solo, con el pretexto de pedirle fósforos. El anciano pensó en reclamar si es que fumaban, mal que mal estaba estrictamente prohibido, pero su inercia lo hizo desistir.  El muchacho tenía fósforos y prendieron los cigarrillos. La señora gorda masculló algo que no se entendió a causa del chocolate que hinchaba sus mejillas. Los muchachos conversaron, luego empezaron a juguetear tocándose los cuerpos uno al otro.  Las muchachas se erotizaban y miraban al cuarentón. Acrecentaron sus juegos nerviosos. Al fondo, la pareja se besaba tendida en un asiento. La mujer arrojó una mirada horrible al anciano, como insinuándose. Las muchachas rodeaban al cuarentón complacido. El anciano sentía náuseas por los guiños de la gorda. Los muchachos se desnudaban. De pronto el anciano pensó que todo era tan extraño. Una voz ordenó bajarse a todos los pasajeros a través de los parlantes. El tren se detuvo, pero las puertas se mantuvieron cerradas. Afuera había una espesa neblina. Transcurrieron algunos segundos. Estaban todos de pie, menos el anciano. Estaban frente a las puertas que no se abrían.

Cuando empezó a salir el gas por los conductos hábilmente disimulados, todos gritaban y golpeaban las puertas de vidrio y trataban de separar las gomas que las hermetizaban. Desde afuera era posible ver como la gorda vomitaba el chocolate sin dejar de chillar y estrellarse contra los vidrios. Los puños del cuarentón estaban destrozados y la sangre corría por los vidrios. Las muchachas aullaban histéricas junto al quinceañero.  lo el anciano se mantenía en el asiento aspirando en grandes bocanadas el gas que le robaba la vida.

 

Diego Muñoz Valenzuela (Constitución, Chile, 1956). Ha publicado siete libros de cuentos: Nada ha terminado, Lugares secretos, Ángeles y verdugos, De monstruos y bellezas, Déjalo ser, Las nuevas hadas y Microsauri; cuatro novelas: Todo el amor en sus ojos (tres ediciones: 1990, 1999, 2014), Flores para un cyborg (tres ediciones: 1997, 2003, 2010), Las criaturas del cyborg (2011) y Ojos de Metal (2014); las tres últimas conforman una trilogía de ciencia-ficción; y los libros ilustrados de microrrelatos Microcuentos (libro virtual, 2008, con Virginia Herrera) y Breviario Mínimo (2011, con Luisa Rivera). La novela Flores para un cyborg fue publicada por EDA Libros en España (2008), en Italia por la editorial Atmosphere Libri (2013), y en Croacia por la editorial ALFA (2014); y los volúmenes de cuentos TAJNA MJESTA (Lugares secretos) en Croacia por ZNANJE (2009) y MICROSAURI (Microsaurios) en Italia por Robin Edizioni (2014). 

 

 

LA CIUDAD Y SUS ESTACIONES

Franco Ricciardiello   Por ejemplo, en invierno a las cinco de la tarde ya es de noche, la cálida luz de los escaparates guía el paseo por...