Diego Muñoz Valenzuela
Nadie ha tenido más poder que el sabio Túpac Arachi.
Sus dominios sobrepasaban las fronteras del Imperio Inca que nosotros conocemos,
atravesaban las más inaccesibles cordilleras, los mares más extensos y remotos.
Sus territorios, así como sus conocimientos, trascendían el límite de lo
conocido y lo desconocido. En todo lugar eran aceptados sin discusión sus designios
y escuchadas con entusiasmo sus palabras.
Túpac Arachi era viejísimo, anterior a su propio
imperio, tenía la edad de las piedras y el agua, y ya no quedaba nada o muy
poco que lo atara a la remota iniciación de su existencia.
El palacio del Inca, por expresa orden suya,
había sido construido muy cerca del Valle Petrificado, que quizás era el último
lazo capaz de vincularlo al pasado.
Muy pocos hombres entraron al Valle, no por una
prohibición de Túpac Arachi, quien jamás dictó un decreto de esa naturaleza, sino
que debido al desmesurado temor, al irracional sobrecogimiento que producía su
visión. En el Valle el tiempo se había detenido: todo estático, quieto; ni
siquiera el viento o un sonido alteraban esa realidad inmóvil. Los árboles
pétreos, de hojas rígidas y calladas; los pájaros detenidos en trino eterno y silencioso,
o implicados en un vuelo patético e imposible, flotando como globos fijos,
proyectando sombras también fijas. Un jaguar que acecha infinitamente a su
presa arrojando espuma por entre sus fauces, y el cervatillo que olfatea el
aire presintiendo la proximidad de la fiera, sin poder escapar, con el terror
fotografiado en sus ojos abiertos. Un tapir condenado a beber a perpetuidad de
un arroyo con aguas mudas que no escurren, que jamás llegan a su garganta para
aplacar la urgencia de su sed.
Nada supera la horrorosa certeza de ser lo único
vivo entre lo rígido y muerto. Con la excepción de Túpac Arachi, todos los hombres
que entraron al Valle Petrificado enloquecieron y murieron esperando un
movimiento, aguardando el fin de la escena: ver volar y cantar a los pájaros
entre los árboles movidos por el viento, resolver la incógnita del ciervo y el
jaguar, aplacar la sed del tapir, terminar ese mundo eternamente inconcluso.
Sólo a Túpac Arachi no le inquietaba la
misteriosa realidad del Valle, y acaso era ésta la mayor prueba de su sabiduría,
la razón esencial de su poder. Tal vez el Valle solamente le aportaba la tranquilidad
y el tiempo requeridos para una reflexión profunda y necesaria.
El anciano Inca jamás hizo uso de la fuerza para
mantener bajo su dictamen al Imperio. Su Guardia Guerrera cumplía una función apenas
decorativa y no tenía ningún privilegio sobre el resto de la población. Los
miembros de la corte y el sacerdocio eran respetados, pero no abusaban de esa
prerrogativa; además nada que contribuyera a su envanecimiento y gloria
personal era aceptado por el pueblo. Desde la fundación del Imperio nadie había
muerto por mandato de Túpac Arachi; las horcas y las hachas se descomponían y
oxidaban en las bodegas, los látigos se revenían con la humedad. Odios y
frustraciones se disipaban en las noches plácidas y silentes del Valle.
El Inca había explicado una vez que una muerte
ordenada por él sería capaz de alterar el equilibrio alcanzado, produciendo una
ola sin fin de sangre que ahogaría al Imperio. Manifestó en aquella ocasión que
de firmar una orden semejante, firmaría al mismo tiempo, de un modo
desconocido, oculto para los hombres, su propia sentencia y la del Imperio.
Túpac Arachi reinó durante siglos en medio de la
sana alegría popular, de la sucesión de ricos y variados sembradíos y de cosechas
abundantes, y de un sagrado culto y veneración mutuos entre los hombres. Fue
así hasta que Paccari‑Tampu, familiar del Inca, urdió una trama siniestra.
Comenzó por relatar a algunos cortesanos bien elegidos que había descubierto
una conspiración para asesinar al Inca. El rumor se difundió rápidamente por la
corte hasta llegar a Túpac Arachi, quien desatendió las advertencias, aunque no
pudo disimular su preocupación ante esta insólita manifestación de violencia.
A través del propio Paccari‑Tampu fue informado
el Inca de los nombres de los supuestos conspiradores, un grupo de campesinos descontentos,
cuyas tierras estaban en los límites del Imperio. Esos territorios habían sido
incorporados recientemente al Imperio, por lo tanto no eran gente de fiar
todavía. Paccari alentó al anciano Túpac para que los ajusticiara, pero éste se
obstinó en dejarlos libres y en no tomar medidas contra ellos, argumentando
que, de tomarlas, estas se volverían en su contra.
Paccari, sin perder las esperanzas, hizo traer a
los campesinos acusados, quienes ignoraban la farsa en que estaban envueltos. Cuando
los labradores ingresaban al palacio, los saludó primero que nadie y les señaló
el camino. Antes se había ocupado de enviar súbditos suyos con ricas túnicas,
vinos y armas como obsequio a los campesinos, quienes tomaron los regalos con
gran alegría. Corriendo por pasillos paralelos llegó Paccari donde el Inca,
gritando que ya venían a asesinarlo, que de nada servían sus argumentos si su
muerte era inminente, que era preferible ajusticiar a los sublevados y salvar,
junto con su vida, la permanencia del Imperio.
Al sentir la algarabía de los campesinos medio
ebrios penetrando en la antesala y ver sus relucientes armas, Túpac Arachi cayó
en la maraña de Paccari, ordenando a sus guardias ejecutar en el acto a las
infelices víctimas.
Al derramarse las primeras gotas de sangre en
aquella tarde lóbrega y terrible, el Valle Petrificado se estremeció, imperceptiblemente
primero, luego en forma violenta, atronadora. Los pájaros trinaron con una
fuerza inusitada, aquellos que volaban fueron a estrellarse contra los árboles,
destrozando sus cuerpos palpitantes, el jaguar atrapó al cervatillo entre sus garras
sin alcanzar a devorarlo, el tapir hundió su hocico en el agua aprestándose a
beber, pero antes de que cada cosa se consumara, el Valle desapareció entre las
montañas que se derrumbaban y fue cubierto por la lava de los volcanes
inanimados por milenios. En pocos minutos no quedó prueba de su pasada existencia.
Paccari‑Tampu, testigo de la escena, sollozaba en silencio. El objetivo de su
acción era entrar al Valle sin temor a enloquecer con las visiones bellas y
enigmáticas. Paccari creía –fundadamente– que la pasividad del Imperio era lo
que impedía el movimiento en el Valle, y que por lo tanto, si alteraba la situación
este cobraría nueva vida; así disfrutaría de la belleza y el conocimiento del
Inca. Ahora estaba condenado a no conocer el Valle Pétreo, su vileza había sido
infértil, inútil; sólo había conseguido su propia desdicha. Aún le restó valor
para clavarse una daga en el corazón y cayó a la tierra negra envuelto en sus
lágrimas y en su sangre.
Túpac Arachi fue ahorcado meses más tarde
durante una feroz revuelta campesina impulsada y dirigida por parientes de las víctimas.
El Inca, antes de morir, tuvo la certeza de que sus pensamientos eran exactos:
al ordenar la muerte de aquellos infelices labradores con un simple ademán,
habíase condenado a sí mismo a una muerte peor que las que había inducido. Por
ello, en sus horas finales tuvo el aplomo de no solicitar una clemencia inmerecida,
dando así una última prueba de sabiduría y de valor.
Diego Muñoz Valenzuela (Constitución, Chile, 1956). Ha
publicado siete libros de cuentos: Nada ha terminado, Lugares secretos,
Ángeles y verdugos, De monstruos y bellezas, Déjalo ser, Las nuevas hadas y
Microsauri; cuatro novelas: Todo el amor en sus ojos (tres
ediciones: 1990, 1999, 2014), Flores para un cyborg (tres
ediciones: 1997, 2003, 2010), Las criaturas del cyborg (2011)
y Ojos de Metal (2014); las tres últimas conforman una
trilogía de ciencia-ficción; y los libros ilustrados de microrrelatos Microcuentos (libro
virtual, 2008, con Virginia Herrera) y Breviario Mínimo (2011,
con Luisa Rivera). La novela Flores para un cyborg fue
publicada por EDA Libros en España (2008), en Italia por la editorial
Atmosphere Libri (2013), y en Croacia por la editorial ALFA (2014); y los
volúmenes de cuentos TAJNA MJESTA (Lugares secretos) en Croacia por
ZNANJE (2009) y MICROSAURI (Microsaurios) en Italia por Robin Edizioni
(2014).
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