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miércoles, 3 de diciembre de 2025

SANACIÓN DEL DOMINGO

Nataša Milić

Una tarde perezosa, estirada. Domingo, siempre domingo. Los tranvías se deslizan por los rieles. A lo lejos resuena la gran campana de la iglesia de San Jorge. Los niños lanzan pelotas, ríen y se gritan. En el patio ladra el perrito del vecino. Las nubes pasan, oscuras y pesadas. Me mareo de tanto mirar hacia arriba. Va a llover. No, quizás no. Una gota perdida resbala por mi ventana. Es más grande que las demás, una lágrima gigantesca que deja un rastro opaco en el vidrio. Soy yo quien llora. No, nunca he llorado sin motivo, es la lluvia, solo la lluvia…

—Vamos, esfuérzate —me dice el guía—. ¡Esto que ves podría ser en cualquier lugar, en cualquier momento! —Podría, pero no es, ni será. He entrado en un recuerdo de un domingo de mi temprana juventud—. ¡Personaliza! La campana de la iglesia, los niños y los perros en el patio, banalidades. Ese recuerdo podría ser de cualquiera —me reprende de nuevo.

No puede, es mío. Ensamblado de muchos días lejanos, vividos y suavemente alterados, es exactamente como lo forman las impresiones que elegí guardar en mi memoria.

Apagaría este guía, su voz me irrita. Pero eso está estrictamente prohibido. Las primeras sanaciones de recuerdos las realizaban valientes pioneros solos, sin ayuda de nadie, y la mayoría no terminaron bien. Me consuelo pensando que el guía es solo un sistema operativo, una herramienta por la que no tiene sentido sentir nada. Para mis padres eso sería igual que enfadarse con un teléfono móvil, y para mi abuelo, marinero, rabia provocada por una brújula o un reloj.

—La brújula no se equivoca, siempre hazle caso —resonó en mi mente su voz ronca y muy querida—. El reloj es un viejo mentiroso. Adelanta, retrasa o no funciona. Si no tienes que hacerlo, ni lo mires.

La imagen del abuelo se erige viva ante mí. Veía claramente su figura levemente encorvada, sus extremidades enormes y la mirada alegre bajo las cejas grises. Estaba a menos de un paso. Estiré la mano para tocarlo, pero mis dedos atravesaron una nube punzante de humo. Me advirtieron que la vivencia sería intensa, aun así me sorprendí. El abuelo, por supuesto, no había vuelto de entre los muertos. Era un recuerdo procesado tecnológicamente que me sonreía.

—No mencionaste al padre de tu madre como participante potencial en la sanación —dijo el guía. —No lo hice. Fue bueno conmigo, lo adoraba. El recuerdo que tengo de él es perfecto, ahí no hay nada que sanar o corregir—. ¿Entonces por qué pierdes el tiempo? No es ilimitado. De vez en cuando deberías mirar el reloj.

—¿Todos los guías son cínicos? ¿Los programan para eso?

—No. Nos programan para conducir hacia la sanación, y tú te has desviado. Volvamos a ese domingo… Es día de descanso, no estás en la escuela. Aun así no saliste a jugar, sino que desde tu habitación mirabas por la ventana. Estás en tu cuarto, ¿verdad?

—Sí, miro…

—¿Y?

—Entonces todavía jugábamos afuera. A “quemado”, por ejemplo. Era mi juego favorito. Después las niñas dejaron la pelota y empezaron a maquillarse. Se quedaban al margen y se susurraban tonterías… No sé cuáles, porque no me las susurraban a mí. No se juntaban conmigo. Y yo tampoco quería andar susurrando como tonta…

—¡Desvío otra vez! —me interrumpió el guía.

—¿Cómo?

—Por favor, regresa al domingo en tu casa. Ese es el punto doloroso; el problema que tú misma localizaste. Las relaciones con las amigas púberes no te importaban, ¿verdad?

—No… Aunque no consigo recordar claramente el hogar. Reconozco el interior de la habitación, veo los muebles, la cortina ondeando, pero nada relevante… ¡Nada! Además, detesto el domingo. Ni siquiera ahora me gusta. Me alegra cuando pasa sin que me dé cuenta de qué día fue. ¡Eso es lo único que aquí me sienta bien!

—No divagues… Ya pasó un cuarto del tratamiento. La resistencia inicial es habitual y normal, pero tú has exagerado. Sé que no es bonito ni placentero, seguramente te duele. Aun así, volvamos al domingo.

—No sé… ¡El domingo! No estoy segura de por qué lo elegí. No pasó nada. Estaba sola, siempre sola los domingos. Mis padres se peleaban o guardaban un silencio ofendido por alguna discusión anterior. Mi padre se iba de casa y mi madre lloraba y echaba valeriana en el té. Luego se dormía y dormía hasta el lunes.

—¿Segura de que no pasó nada un domingo? ¿Ningún domingo? ¿Nunca?

El guía tiene una voz metálica, plana e igual que al principio de la conversación. En cuanto la oyes, te queda claro que no habla una persona viva. Sin embargo, en esa voz de máquina intuyo intranquilidad, quizá una pizca de descontento. ¿Esperaba intriga, quién sabe qué revelación interesante?

—Por favor, concéntrate —dice—. No tienes por qué sentir miedo. La sanación de recuerdos no es un regreso literal al pasado. No estás en una máquina del tiempo, solo paseas por tus propias memorias, creadas de un modo vívido y plástico. Digamos que estás más cerca del sueño, pero sin la libertad absoluta que ofrece. No puedes desafiar la gravedad, ni volar, ni saltar por encima de tu sombra. No hay forma de actuar distinto, de retirar palabras dichas… Solo verás el punto doloroso desde un nuevo ángulo, objetivamente, como si le hubiera ocurrido a otra persona… Claro, sigues ligada a la realidad por vínculos que tú misma has tejido toda la vida. Algunos ahora podrás soltarlos, suave e indoloramente. El pasado seguirá existiendo, donde le corresponde. El sentido de la sanación no es borrarlo, sino volverte libre respecto a él.

Sonaba irrealmente hermoso. Por eso acepté. No tenía demasiadas opciones en este silencio. Sin reloj, sentía cómo el tiempo se me venía encima en cantidades ilimitadas. Los días son larguísimos. Duermo intranquila, ni de noche descanso de verdad. Sin brújula me cuesta orientarme, pero eso no importa. Igual no puedo ir a ninguna parte.

Así pues, el domingo. El desayuno humea en la mesa. Padre se afeita y silba una melodía popular. No tiene hambre. Dice que comamos sin esperarlo. Madre frunce el ceño, la boca grotescamente torcida. Agarra la sartén con el omelette y lo arroja a la basura. A mí me da leche fría con copos de maíz. Odio los copos. De adulta no los he vuelto a comer jamás.

—¡Estás loca, loca! —grita padre. Estoy tan cerca de su creación virtual que noto cómo una vena del cuello se le marca y late con furia—. La comida no se tira. ¡Eso es una maldición!

—¡La maldición es vivir contigo! —La figura de madre retrocede. Aun así añade—: ¡Me sería más fácil pasando hambre!

—Pasarás hambre cuando me vaya, no eres capaz ni de ganarte el desayuno.

Padre mira alrededor de la cocina como si buscara algo. Luego se detiene y fija la mirada un instante en mi yo pequeña, de pie con un cuenco de copos.

—La niña se viene conmigo —dice.

—¿Cómo se te ocurre?

La figura paterna me pone la mano sobre el hombro.

—Claro que viene. No pienso dejarla viviendo con una loca.

Mi yo pequeña no pestañea, está como clavada. Tan aparte como yo ahora. Espectadora, participante pasiva en la representación de un recuerdo dominical repugnante. Mi yo pequeña no llora. No dice ni una palabra.

—La niña… no va… a ninguna parte. —Madre mira como un halcón, como un lobo, como un tigre o un leopardo—. La niña… es mía. ¡Yo la… parí! —se le quiebra la voz. Solloza, dice sílaba por sílaba, palabra por palabra. Luego se lanza y apuñala a la figura del padre con un gran cuchillo de cocina para separar la carne del hueso. Se aparta, lo hiere otra vez. Y otra. Y otra… No sé cuántas veces, y él sigue allí, de pie, como un muñeco sin sangre. No grita. No cae ni se aparta.

Ah, claro. Es porque la escena no es real, sino solo una simulación. Un recuerdo animado. No ocurre de verdad, no ahora. Por eso no hay sangre. No lo mató.

—No lo mató —dice el guía.

—Lo sé, lo sé.

—Tu madre no mató a tu padre. No lo atacó con un cuchillo.

¡Ese charlatán de sistema operativo se imagina cualquier cosa!

—Escucha, querido OS-amigo, yo estuve allí. Me planté entre los dos y supongo que yo sé mejor lo que ocurrió. El guía no contestó. Por fin se quedó sin palabras—. ¿Qué te pasa, bocazas? ¿Te comió la lengua el gato? ¿No te programaron para pequeños asesinatos familiares?

—Tu padre sigue vivo —dijo tras un breve silencio—. Lejos, pero vivo y sano. Abandonó la familia un domingo, después de una pelea. Se subió a la moto y se fue para siempre, porque su esposa lo abofeteó y le tiró el desayuno a la cara.

—Mi madre…

—Lo sufrió mucho. Se tomó algo para calmarse después de su partida, algo mucho más fuerte que las gotas de valeriana. Tu abuelo la llamó sin éxito. Ni la ambulancia logró despertarla.

—¿Y esto? —pregunté señalando a mi alrededor.

—Es tu recuerdo, por supuesto. Pero no sobre tus padres. Has revivido la escena que vivió otra pareja. Hace dos meses tu novio fue ingresado en el hospital con una extraña herida en el área del pecho. La herida no es profunda ni peligrosa, pero llamó la atención del personal médico. Él afirma lo contrario, pero es casi seguro que no pudo habérsela causado solo. No es un buen mentiroso. Ni demasiado listo, si me permites decirlo. Según su declaración, parece que se resbaló en la cocina y cayó sobre un cuchillo para separar carne del hueso… Se empeña en protegerte, así que, pese a su evidente torpeza, me resulta simpático.

Empecé a temblar. ¡El guía ya lo sabe, todos lo sabrán!

—Tranquilízate. Soy un guía para la sanación de recuerdos. No estoy programado para labores detectivescas. Ni para delatar. Como no hay denuncia privada ni pruebas claras, pronto te dejarán salir de aquí. Supongo que te impondrán supervisión psiquiátrica obligatoria. Tendrás que presentarte a controles, hablar con médicos. Podrás elegir entre decenas de guías judiciales de sanación. Espero ser yo el elegido. Me has caído bien, de algún modo…

—¿Aunque no soy muy lista?

Guardó silencio unos segundos.

—Perdona, no puedo mentir… No eres muy lista, pero entre ustedes, los humanos, eso es algo bastante común.

Nataša Milić nació en Belgrado, Serbia, donde vive y trabaja. Es autora del libro de relatos Zaustavljeni sat, publicado en 2021. Ha publicado poemas y relatos, principalmente de fantasía, en numerosas colecciones y revistas. Sus relatos se han traducido al inglés, polaco y rumano.

 

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