Nataša Milić
—Vamos, esfuérzate —me dice el
guía—. ¡Esto que ves podría ser en cualquier lugar, en cualquier momento! —Podría,
pero no es, ni será. He entrado en un recuerdo de un domingo de mi temprana
juventud—. ¡Personaliza! La campana de la iglesia, los niños y los perros en el
patio, banalidades. Ese recuerdo podría ser de cualquiera —me reprende de
nuevo.
No puede, es mío. Ensamblado de
muchos días lejanos, vividos y suavemente alterados, es exactamente como lo
forman las impresiones que elegí guardar en mi memoria.
Apagaría este guía, su voz me
irrita. Pero eso está estrictamente prohibido. Las primeras sanaciones de
recuerdos las realizaban valientes pioneros solos, sin ayuda de nadie, y la
mayoría no terminaron bien. Me consuelo pensando que el guía es solo un sistema
operativo, una herramienta por la que no tiene sentido sentir nada. Para mis
padres eso sería igual que enfadarse con un teléfono móvil, y para mi abuelo,
marinero, rabia provocada por una brújula o un reloj.
—La brújula no se equivoca, siempre
hazle caso —resonó en mi mente su voz ronca y muy querida—. El reloj es un
viejo mentiroso. Adelanta, retrasa o no funciona. Si no tienes que hacerlo, ni
lo mires.
La imagen del abuelo se erige viva
ante mí. Veía claramente su figura levemente encorvada, sus extremidades
enormes y la mirada alegre bajo las cejas grises. Estaba a menos de un paso.
Estiré la mano para tocarlo, pero mis dedos atravesaron una nube punzante de
humo. Me advirtieron que la vivencia sería intensa, aun así me sorprendí. El
abuelo, por supuesto, no había vuelto de entre los muertos. Era un recuerdo
procesado tecnológicamente que me sonreía.
—No mencionaste al padre de tu
madre como participante potencial en la sanación —dijo el guía. —No lo hice.
Fue bueno conmigo, lo adoraba. El recuerdo que tengo de él es perfecto, ahí no
hay nada que sanar o corregir—. ¿Entonces por qué pierdes el tiempo? No es
ilimitado. De vez en cuando deberías mirar el reloj.
—¿Todos los guías son cínicos? ¿Los
programan para eso?
—No. Nos programan para conducir
hacia la sanación, y tú te has desviado. Volvamos a ese domingo… Es día de
descanso, no estás en la escuela. Aun así no saliste a jugar, sino que desde tu
habitación mirabas por la ventana. Estás en tu cuarto, ¿verdad?
—Sí, miro…
—¿Y?
—Entonces todavía jugábamos afuera.
A “quemado”, por ejemplo. Era mi juego favorito. Después las niñas dejaron la
pelota y empezaron a maquillarse. Se quedaban al margen y se susurraban
tonterías… No sé cuáles, porque no me las susurraban a mí. No se juntaban
conmigo. Y yo tampoco quería andar susurrando como tonta…
—¡Desvío otra vez! —me interrumpió
el guía.
—¿Cómo?
—Por favor, regresa al domingo en
tu casa. Ese es el punto doloroso; el problema que tú misma localizaste. Las
relaciones con las amigas púberes no te importaban, ¿verdad?
—No… Aunque no consigo recordar
claramente el hogar. Reconozco el interior de la habitación, veo los muebles,
la cortina ondeando, pero nada relevante… ¡Nada! Además, detesto el domingo. Ni
siquiera ahora me gusta. Me alegra cuando pasa sin que me dé cuenta de qué día
fue. ¡Eso es lo único que aquí me sienta bien!
—No divagues… Ya pasó un cuarto del
tratamiento. La resistencia inicial es habitual y normal, pero tú has
exagerado. Sé que no es bonito ni placentero, seguramente te duele. Aun así,
volvamos al domingo.
—No sé… ¡El domingo! No estoy
segura de por qué lo elegí. No pasó nada. Estaba sola, siempre sola los
domingos. Mis padres se peleaban o guardaban un silencio ofendido por alguna
discusión anterior. Mi padre se iba de casa y mi madre lloraba y echaba valeriana
en el té. Luego se dormía y dormía hasta el lunes.
—¿Segura de que no pasó nada un
domingo? ¿Ningún domingo? ¿Nunca?
El guía tiene una voz metálica,
plana e igual que al principio de la conversación. En cuanto la oyes, te queda
claro que no habla una persona viva. Sin embargo, en esa voz de máquina intuyo
intranquilidad, quizá una pizca de descontento. ¿Esperaba intriga, quién sabe
qué revelación interesante?
—Por favor, concéntrate —dice—. No
tienes por qué sentir miedo. La sanación de recuerdos no es un regreso literal
al pasado. No estás en una máquina del tiempo, solo paseas por tus propias
memorias, creadas de un modo vívido y plástico. Digamos que estás más cerca del
sueño, pero sin la libertad absoluta que ofrece. No puedes desafiar la
gravedad, ni volar, ni saltar por encima de tu sombra. No hay forma de actuar
distinto, de retirar palabras dichas… Solo verás el punto doloroso desde un
nuevo ángulo, objetivamente, como si le hubiera ocurrido a otra persona… Claro,
sigues ligada a la realidad por vínculos que tú misma has tejido toda la vida.
Algunos ahora podrás soltarlos, suave e indoloramente. El pasado seguirá
existiendo, donde le corresponde. El sentido de la sanación no es borrarlo,
sino volverte libre respecto a él.
Sonaba irrealmente hermoso. Por eso
acepté. No tenía demasiadas opciones en este silencio. Sin reloj, sentía cómo
el tiempo se me venía encima en cantidades ilimitadas. Los días son
larguísimos. Duermo intranquila, ni de noche descanso de verdad. Sin brújula me
cuesta orientarme, pero eso no importa. Igual no puedo ir a ninguna parte.
Así pues, el domingo. El desayuno
humea en la mesa. Padre se afeita y silba una melodía popular. No tiene hambre.
Dice que comamos sin esperarlo. Madre frunce el ceño, la boca grotescamente
torcida. Agarra la sartén con el omelette y lo arroja a la basura. A mí
me da leche fría con copos de maíz. Odio los copos. De adulta no los he vuelto
a comer jamás.
—¡Estás loca, loca! —grita padre. Estoy
tan cerca de su creación virtual que noto cómo una vena del cuello se le marca
y late con furia—. La comida no se tira. ¡Eso es una maldición!
—¡La maldición es vivir contigo! —La
figura de madre retrocede. Aun así añade—: ¡Me sería más fácil pasando hambre!
—Pasarás hambre cuando me vaya, no
eres capaz ni de ganarte el desayuno.
Padre mira alrededor de la cocina
como si buscara algo. Luego se detiene y fija la mirada un instante en mi yo
pequeña, de pie con un cuenco de copos.
—La niña se viene conmigo —dice.
—¿Cómo se te ocurre?
La figura paterna me pone la mano
sobre el hombro.
—Claro que viene. No pienso dejarla
viviendo con una loca.
Mi yo pequeña no pestañea, está
como clavada. Tan aparte como yo ahora. Espectadora, participante pasiva en la
representación de un recuerdo dominical repugnante. Mi yo pequeña no llora. No
dice ni una palabra.
—La niña… no va… a ninguna parte. —Madre
mira como un halcón, como un lobo, como un tigre o un leopardo—. La niña… es
mía. ¡Yo la… parí! —se le quiebra la voz. Solloza, dice sílaba por sílaba,
palabra por palabra. Luego se lanza y apuñala a la figura del padre con un gran
cuchillo de cocina para separar la carne del hueso. Se aparta, lo hiere otra
vez. Y otra. Y otra… No sé cuántas veces, y él sigue allí, de pie, como un
muñeco sin sangre. No grita. No cae ni se aparta.
Ah, claro. Es porque la escena no
es real, sino solo una simulación. Un recuerdo animado. No ocurre de verdad, no
ahora. Por eso no hay sangre. No lo mató.
—No lo mató —dice el guía.
—Lo sé, lo sé.
—Tu madre no mató a tu padre. No lo
atacó con un cuchillo.
¡Ese charlatán de sistema operativo
se imagina cualquier cosa!
—Escucha, querido OS-amigo, yo
estuve allí. Me planté entre los dos y supongo que yo sé mejor lo que ocurrió. El
guía no contestó. Por fin se quedó sin palabras—. ¿Qué te pasa, bocazas? ¿Te comió
la lengua el gato? ¿No te programaron para pequeños asesinatos familiares?
—Tu padre sigue vivo —dijo tras un
breve silencio—. Lejos, pero vivo y sano. Abandonó la familia un domingo,
después de una pelea. Se subió a la moto y se fue para siempre, porque su
esposa lo abofeteó y le tiró el desayuno a la cara.
—Mi madre…
—Lo sufrió mucho. Se tomó algo para
calmarse después de su partida, algo mucho más fuerte que las gotas de
valeriana. Tu abuelo la llamó sin éxito. Ni la ambulancia logró despertarla.
—¿Y esto? —pregunté señalando a mi
alrededor.
—Es tu recuerdo, por supuesto. Pero
no sobre tus padres. Has revivido la escena que vivió otra pareja. Hace dos
meses tu novio fue ingresado en el hospital con una extraña herida en el área
del pecho. La herida no es profunda ni peligrosa, pero llamó la atención del
personal médico. Él afirma lo contrario, pero es casi seguro que no pudo
habérsela causado solo. No es un buen mentiroso. Ni demasiado listo, si me
permites decirlo. Según su declaración, parece que se resbaló en la cocina y
cayó sobre un cuchillo para separar carne del hueso… Se empeña en protegerte,
así que, pese a su evidente torpeza, me resulta simpático.
Empecé a temblar. ¡El guía ya lo
sabe, todos lo sabrán!
—Tranquilízate. Soy un guía para la
sanación de recuerdos. No estoy programado para labores detectivescas. Ni para
delatar. Como no hay denuncia privada ni pruebas claras, pronto te dejarán
salir de aquí. Supongo que te impondrán supervisión psiquiátrica obligatoria.
Tendrás que presentarte a controles, hablar con médicos. Podrás elegir entre
decenas de guías judiciales de sanación. Espero ser yo el elegido. Me has caído
bien, de algún modo…
—¿Aunque no soy muy lista?
Guardó silencio unos segundos.
—Perdona, no puedo mentir… No eres
muy lista, pero entre ustedes, los humanos, eso es algo bastante común.
Nataša Milić nació en Belgrado, Serbia, donde vive y trabaja. Es autora del
libro de relatos Zaustavljeni sat, publicado en 2021. Ha publicado poemas y
relatos, principalmente de fantasía, en numerosas colecciones y revistas. Sus
relatos se han traducido al inglés, polaco y rumano.
