Mostrando entradas con la etiqueta Yuliya Turavínina. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Yuliya Turavínina. Mostrar todas las entradas

jueves, 27 de noviembre de 2025

MI NINA

Yuliya Turavínina

 

Estoy en el rancho acostado en mi cucheta mientras que el resto de la tripulación forma un tumulto en la cubierta del capitán. La furia de aquellos pies rueda sobre el suelo, perturbando mi sueño como tantas otras cosas que me tienen en vilo. Están todos ahí –algo confusos, algo asustados– ofreciendo ideas especulativas en lugar de pensar en sus coartadas.

 Tenemos un muerto. Aunque no es un cadáver como se lo pueda imaginar: yerto y exangüe. Es un desaparecido que, después de cuatro días de una búsqueda intensa y sin resultados, se supone que ya puede considerarse un muerto. Habré de preguntarle al capitán si conoce, aunque sea un solo caso, en que hayan encontrado aún vivo a un desaparecido después de cuatro días de búsqueda. Yo, con mis veinte años de marinero no recuerdo ninguno. Así que tenemos un muerto al cual se lo tragó el mar: Joaquín Darío Méndez el primer maquinista. Un tipo jodido. Todos somos jodidos aquí. A medida que los vientos, filosos y despiadados, dejan en nuestros rostros surcos profundos y el agua fría y salada estropea nuestra piel, y el perpetuo movimiento desequilibra nuestros sesos, todos nos volvemos jodidos. Pero este era un jodido de verdad y cada uno de nosotros tenía su interés en hacerlo desaparecer. Por eso todos están arriba hablando a gritos. Menos yo. Tengo una idea mejor. Me quedo aquí, en mi cucheta, escuchando a estos imbéciles desarrollar sus limitadas ideas.

 —Para mí, se patinó, así de simple —vocifera el cocinero masticando una vaga idea como si el asunto fuera un chiste—, a cualquiera le puede pasar cuando se toma de más.

 —No me hagas reír, Pela. —Le decimos Pela al cocinero por tener el cráneo tan liso como una rodilla—. Méndez, aún en las marejadas más grandes, era capaz de recorrer toda la eslora de veintitrés metros yendo por estribor y volviendo por babor con los ojos cerrados. ¿Qué se va a patinar? Salvo si le ayudaron. Por ejemplo vos, Pela. Tenías un móvil perfecto. Esperabas la llamada del hospital, de tu cuñada. Por fin tu mujer te hizo el honor de darte un hijo después de cuatro nenas. Y justo era el día del parto. No parábamos de cargarte y vos estabas como un loco pendiente del teléfono, esperando la señal. Si tuvieses pelo uno podría cortártelo al ras con un cuchillo oxidado y no te darías cuenta hasta que te vieras al espejo. Pero la señal ese día no llegó. Tampoco en el próximo, porque el jodido de Darío consumió las gigas permitidas para tres días la noche anterior cuando estuvo de guardia y vos terminaste siendo el último de la familia en recibir la noticia. ¡Qué enojado que estabas aquel día, Pela! ¡Enloquecido de enojo! ¡Y lo hubieras matado allí mismo si no interveníamos nosotros! Todos lo van a recordar cuando llegue el momento de las preguntas porque, ¿quién sabe si no lo hiciste después?

 —Dale, andá a contarle a la prefectura qué y cuánto tomaron ese día. El camino al infierno está empedrado de…. —Escucho la voz del primer capitán.

—Pero si hablamos entre nosotros…

—Ya les había advertido y ahora hablo más que en serio, ¡no habrá más cerveza!

 Escucho como el segundo capitán replica algo sin inmutarse y agudizo los oídos.

—Recuerdo que ese mismo día lo eché del palo de popa. Se volvió muy imprudente buscando la señal. Le grité: bajá boludo, no quiero sentirme culpable el resto de mi vida. Se bajó, pero tal vez volvió a subir a la noche y cayó sin que nosotros lo hayamos visto.

¿¡Sentirte culpable el resto de tu vida!? ¡Estoy llorando por tal ternura, capitán! Como mucho la culpa te va a durar un par de horas, si suponemos que sabés lo que es la culpa; sos el más soberbio de todos los tipos que he visto en mi vida. Y, tal vez, el idiota de verdad subió al mástil y entonces, ¿no sería esta toda una venganza digna de un rey que supo, como dicen, servirla en un plato frío? ¿Cuánto pasó ya desde aquel papelón que te hizo pasar Méndez? Más de dos años. Pero estoy seguro de que esa cachetada la recordás como si fuera ayer. Nos juntaste a todos en el rancho y nos obligaste uno por uno a abrir las taquillas y sacar todas nuestras pertenencias porque desapareció una horma de queso de la despensa. Y mientras, el Pela revisaba las mochilas, tus ojos furtivos tenían a Méndez en observación. Las cosas que giraban de mano en mano, de mochila en mochila, te tenían sin cuidado; con la paciencia de un depredador esperabas el turno de cobrar tu presa. Y cuando Méndez por fin apoyó su bolso sobre la mesa creí ver las pupilas de tus ojos alinearse como las de un puma y tu torso inclinarse hacia adelante antes de dar el salto mortal. Pero no hubo salto porque en la bolsa de Méndez solo había cosas personales y ni rastro de la horma de queso. Te quedaste duro como una piedra, la tez de tu cara se volvió lívida. Las pupilas recién alineadas se convirtieron en dos puntos carbónicos y chispeantes por la magnitud del odio que aquel energúmeno te profesaba. Sin decir una palabra, y a paso lento, te fuiste del rancho. Todos sospechábamos de Méndez y nunca entendimos cómo el hijo de perra pudo deshacerse de la horma antes de padecer la deshonra que lo esperaba. Capaz que la tiró por la borda y capaz que vos, soberbio y rencoroso, al verlo en la cima de mástil entendiste que ese era el momento justo para la venganza perfecta y con un pequeño giro, que sacudió el barco en un cimbronazo de babor a estribor lo mandaste a sumergirse en aguas negras a buscar aquella horma. Quién sabe, ¿no, capitán?

 Me incorporo, echando a un lado las sábanas. Estrujo la cabeza entre mis manos para calmar los recuerdos y vuelvo a concentrarme en lo que sucede arriba, en la cubierta del capitán. Pero las voces ya se apaciguaron, aunque aún estaban todos allí. ¡Vamos muchachos!, exclamo, ¿qué les pasa con la imaginación? ¿Ninguno se animará a vociferar lo que todos creen?

 Lástima que no puedo ver esa sombra sin amo, al segundo maquinista novato. Seguramente está en un rincón apoyando, como siempre, su espalda contra la pared como si su columna vertebral no aguantara el peso de sus carnes, por más que en ese escuálido cuerpo no hay ni peso ni vida. De la misma manera estabas aplastado contra la pared de la cubierta del capitán dos días antes de la desaparición de Méndez. Virábamos la red, que estaba llena. Cuando la red viene así, llena hasta la jeta, las jerarquías desaparecen y todos salimos a la proa a levantarla. Y todos estábamos ahí menos el primer capitán. Y también faltabas vos creyendo que tu diploma de maquinista te otorga el derecho de eludir el trabajo comunitario. Estabas vestido con una remera negra que, en conjunto con tu largo y nudoso cuello y nuez saliente, te hacían visualmente aún más flaco de lo que sos. Permanecías al lado del capitán, observándonos a través del vidrio de la cubierta con tu rostro astuto de rasgos patricios. Es aquí cuando Méndez con un gesto te invitó a unirse a la faena. Y vos lo ignoraste. Entonces él dejó la red, se incorporó –torso nervudo y tostado, en el aire tórrido la piel le brillaba como madera aceitada– y clavó su mirada en la tuya. Es mejor que vayas, hijo, te dijo el capitán en voz baja, si te quedas no te lo van a perdonar. Si yo estuviera allí no te aconsejaría lo mismo, pero, ¿qué sé yo?, por eso el capitán es el capitán y sabe mejor. Entonces te palmeó el hombro y te dijo; andá, hijo. Y vos bajaste: encorvado, las manos metidas en los bolsillos. Méndez abrió los brazos en bienvenida, luego te abrazó por los hombros diciendo: aquí nos ayudamos entre todos, hermano, y todos olemos a pescado, porque somos pes–ca-do-res. Y aparte, si vas a trabajar un poco con el cuerpo, lo tendrás como el de Cacho, te dijo enseñándome a mí. ¿Ves qué lindo cuerpo tiene Cacho? Lástima que es puto. Pero vos no sos puto, ¿o sí?

 He aquí cuando cometiste un error al haberte estremecido, al haber cambiado la cara, al sacudir el brazo de Méndez de tus hombros y hacerte a un lado. Entonces Méndez te empujó y vos caíste sobre un montículo de peces que boqueaban, brillosos por sus escamas mojadas y con las aletas en agónico movimiento. Quisiste levantarte, pero patinaste y te deslizaste sobre la masa resbaladiza de peces enloquecidos cuyas espinas se clavaron en tus brazos desnudos. Nosotros contemplamos tu lucha sin atrever a mirarnos los unos a los otros. Méndez agarró un pez, le arrancó la cabeza junto con las tripas de un solo movimiento y las ungió en tu pecho por encima de tu remera. Luego se chupó los dientes, escupió y sonrió amigablemente como si no te hubiese lacerado unos minutos antes. Estás bautizado, dijo y volvió a la faena. Todos volvimos a la faena.

—Bueno, es demasiado tarde; estas especulaciones no sirven de nada —dice capitán—, ya tendremos que darlas de sobra cuando nos interroguen. Vayan a descansar. Mañana me toca lo más feo, notificar a los padres de Méndez. Y a Nina.

 Escucho a los marineros bajar uno por uno por las escaleras. Me vuelvo hacia la pared y cierro los ojos. Ahora pienso en las suaves manos tocando mis párpados y revoloteando mi cabello mientras beso el perfecto cuello de piel terciopelada. Pienso en los duros senos, en la arqueada espalda, en las largas piernas de pequeños pies. Pienso en los susurros, en los gemidos y hasta logro sentir el aliento candente. El candente y rico aliento de Nina. De mi Nina. Ahora solamente mía. 

De padres rusos, nacida en Kazajistan y radicada en Argentina, Yuliya Turavínina lleva en sus letras la libertad nómada y la búsqueda e inquietud heredados de la prosa rusa contemporánea, combinados con la música y el ritmo del castellano rioplatense, el idioma que adaptó por elección y vocación. Graduada y licenciada en administración de PyMES y grandes empresas, actualmente se empeña en el ámbito de la comercialización. Participó en diversas antologías literarias con sus obras "Amo ser amada" (Poesía experimentada, 2022), “Murciélago” (Entre cuentos, 2023), “El Frío” (De caricias y lágrimas, 2023), “Eisha” y “El garboso infeliz” (La razón de la locura, 2024). Escribe sobre los pliegues de la conducta humana: lo que se dice, lo que se calla y lo que se sueña y está convencida que la literatura necesita un poco de ironía para no volverse solemne.


 

ALTA DEFINICIÓN

Joan Antoni Fernández   —Veamos, joven. ¿Dice usted reunir todos los requisitos, estar cualificado para formar parte de nuestro selecto cl...