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sábado, 22 de noviembre de 2025

EL TREN, LA LLUVIA, ELLA Y LOS CANGREJOS

Rogelio Ramos Signes

 

Cuando llegamos ya había tres personas en el coche. Como no parecían estar cansadas, pensamos que acababan de llegar; tal vez unos minutos antes que nosotros. Pero luego, cuando el señor de las botas labradas, muy amable, se levantó de su asiento para encendernos los cigarrillos, le vimos los hongos en la espalda y comprendimos que se trataba de un hombre con mucha paciencia.

En la ventanilla que daba a otras vías se reflejaba una cara. Luego de acostumbrarnos a la semioscuridad del coche, supimos que era la verdadera cara de un viajante de comercio, hombre ya entrado en décadas, que esperaba allí, como todos, el incierto momento de la partida. Por la ventanilla, también, y por la sonrisa del viajante, comprendimos que nos habíamos apresurado demasiado al sacar la comida del bolso y terminar con las hamburguesas durante nuestra primera hora de espera.

Ella me dijo que el jueves a las nueve de la mañana salía el colectivo de la escala, motivo por el cual tendríamos que hacer tiempo en algún bar; algo más de cuatro horas, tal vez. “Cuatro horas se pasan volando” le dije; y el reflejo del viajante en el vidrio volvió a reírse por tercera vez, a dos horas de estar sentados. Había demasiada neblina como para poder ver la trocha de los accidentes (así le decían) y hasta parecía que las ventanillas hubieran estado empañadas por el lado de afuera desde hacía mucho tiempo. En verdad estábamos aburridos y, tanto como para sentir algo, sentíamos frío. El señor de las botas se ajustó la corbata y nos estuvo mirando hasta bastante tarde.

La tercera persona, aparte de nosotros, era un joven de anteojos oscuros, recostado en actitud indiferente junto a una pila de libros. La cuarta, que subió dando saltitos de pájaro mientras yo intentaba iniciar una charla con el joven de los anteojos, era una mujercita diminuta de flequillo y traje sastre, que en cuanto ocupó su asiento lo primero que hizo fue preguntarle a ella si ya habían pasado pidiendo los boletos. Ella me miró y me dijo que la mujercita se parecía mucho a su prima de la posta. “No. No han pasado pidiendo los boletos todavía” le contesté a la del flequillo, y le recriminé a ella su mala costumbre de no contestar a las preguntas.

Esa noche el hombre de las botas labradas posiblemente tuvo una pesadilla, porque se levantó varias veces y quiso estrangular al viajante de comercio, que terminó corriendo a lo largo del pasillo y por entre los asientos desocupados, amenazándolo con un cuchillo. “Después de cuatro meses uno se acostumbra” dijo el joven de los libros, y casi al amanecer logró dormirse. La segunda pregunta de la pasajera del flequillo hizo sonreír nuevamente la cara del viajante reflejada en el vidrio: “¿Se puede saber a qué hora sale este tren?”.

Al día siguiente, bastante temprano, oímos la campana de la estación, y tres o cuatro horas después, cuando estábamos a punto de discutir, volvimos a escucharla. Ella, con mucha resolución, me dijo que iba a ver si alguien podía servirnos el desayuno; pero, al cabo de quince minutos volvió desorientada, y ya no quiso abrir la boca ni siquiera para protestar. Es muy raro que se quede callada tanto tiempo seguido, pensé. En una de ésas, el viaje es la solución.

A media mañana el joven despertó de un salto, desparramando los libros por el pasillo. “Conmigo no se meta” le gritó al señor de las botas labradas, mientras éste, sin moverse de su asiento, le contestaba que a él ni lo tenía en cuenta. La mujer del flequillo, indiferente a esa rencilla, se puso a hojear algunos libros. Luego, cuando el joven se calmó (o cuando terminó de despertarse), intercambió con él algunas opiniones, en voz muy baja pero que igual llegaban a mis oídos, acerca de una novela policial en la que el muerto implícitamente hacía recaer las culpas sobre un mayordomo imaginario. A poco de escuchar la conversación, supuse que en un par de semanas, a lo sumo, esa pareja daría que hablar dentro del vagón.

A la tarde, desde la banderola del baño, me llegaron unos silbidos como de alerta y un ruido de pasos a la carrera. Yo estaba intrigado por unas cucarachas muertas y endurecidas que encontré junto al inodoro, y no le presté atención a lo demás. Recién cuando volví a los asientos del coche me di cuenta de que alguien se había sentado junto a ella, que en ese momento estaba ofreciéndole pastillas en forma de corazoncitos, y que luego se presentó como no sé quién, profesor de educación física.

Hacía tiempo que no hablaba tanto de fútbol como esa noche. El profesor, según dijo, viajaba para presentarse en un programa de preguntas y respuestas en la televisión sobre el tema de la selección nacional. En una libreta tenía consignados algunos nombres que le costaba memorizar, pero no eran más de una docena. Sabía formaciones completas de equipos de cincuenta años atrás, y recordaba hasta en los mínimos detalles las jugadas que llevaron a los goles definitivos. En los días que siguieron fuimos entrando en confianza, tanto que, a pedido suyo, yo iba tomándole algunos datos fundamentales, que posiblemente figuraran en las primeras preguntas del concurso. A veces, como una forma de descanso, formábamos seleccionados posibles (sin preocuparnos por las diferentes épocas de los jugadores) e imaginariamente los hacíamos enfrentar con tal o cual equipo extranjero. Fueron días muy buenos, hasta que surgieron dos problemas difíciles de superar; eso nos hizo sentar en diferentes puntas del coche. Primero: que sus datos referidos a muchos años atrás no siempre concordaban con las anécdotas de fútbol que mi padre me había contado (sagradas para mí) y discutimos muy fuerte. Segundo: que empecé a darme cuenta de que ella se sentía atraída por él.

Cuando la chica del flequillo, al cabo de diez días, se cansó de preguntar qué pasaba con el tren que no salía, comenzaron a aparecer cucarachas muertas bajo las botas labradas del anciano, que, al parecer, dormía imperturbable desde la tarde anterior. Por entonces ya era compañera de asiento del joven de los libros, e imaginé que se acostaban juntos en cuanto vi forzada la puerta del otro vagón.

Creo que fue durante una siesta cuando hicimos por primera vez las paces con el profesor de educación física (digo por primera vez, porque hubo otras dos). Él, incluso, fue quien me dijo que el viajante de comercio (que seguía reflejándose en el vidrio de la ventanilla) no era lo que decía, sino un agente del gobierno con funciones secretas a cumplir dentro del mismo vagón. Por eso cuando ella, en voz baja, preguntó qué se traería entre manos, el profesor dijo que el joven de los libros tampoco era lo que aparentaba, sino un activista estudiantil de “nebulosa trayectoria”, palabras textuales. De ahí en más, como si se hubiese desencajado algún elemento en un rompecabezas comandado por nadie, la joven del flequillo comenzó a peinarse hacia un costado, adoptando unos anteojos redondos de muy poco aumento. La incógnita, por entonces, siguió siendo el señor gordo de las botas labradas que ya llevaba un día sin despertar.

Para ayudar a la convivencia, centramos nuestro reducto de acción en el baño. Todas las mañanas ella barría las cucarachas muertas, y después de la campana desayunábamos con las provisiones del profesor, que parecían multiplicarse bíblicamente y hasta amenazaban con durarnos toda la vida. Hicimos un juramento que no caducaría ni siquiera cuando el tren hubiera partido, en el caso que el tren partiera alguna vez. Fijamos un código de señas especiales con los dedos de la mano derecha, e incluso nos dispusimos a la lucha frontal en cuanto el pasaje no respondiera a los movimientos previstos.

Dos días después vino el segundo problema con el profesor, cuando descubrí que quienes habían descalabrado la puerta del otro vagón no eran los jóvenes estudiantes, sino él en acuerdo con ella. Al parecer, la acción era simple y había contado con la complicidad silenciosa de todos: ellos esperaban que yo me durmiera, para ir a revolcarse entre los asientos, en unas orgías que duraban hasta el amanecer. La chica de lentes (la ex joven del flequillo), ajena a nuestras sospechas acerca de su relación con el muchacho de los libros, dijo que había visto al viejo gordo mover una mano; eso quería decir que ya no dormía más, luego de tres días seguidos. Por ese motivo empezamos a zamarrearlo y, como no logramos que despertara, lo tiramos al suelo y le sacamos las botas labradas (que son las que ahora llevo puestas). Recién fue cuando empezamos a despegarle los hongos de la espalda y de la nuca que el vagón se llenó de ese inconfundible olor a cadáver que anticipa el tránsito entre dos estados. Esa fue la primera vez que vimos la cara del viajante de comercio fuera del reflejo en la ventana, inclinada sobre el pecho del gordo descalzo, haciendo muecas de dolor, desesperándose por hablar y finalmente dejando escapar un aullido interminable.

El profesor, que era el más friolento, se quedó con el gabán del finado, motivo por el cual discutimos mucho y casi nos golpeamos. Pero logré recapacitar a tiempo, y acepté que mi resentimiento con ese hombre venía desde que descubrí su jueguito con ella, a mis espaldas; y entonces sí, me dije que estaba mezclando dos cosas que nada tenían que ver, y lo dejé que se quedara con el gabán.

Nunca comprendí la actitud de ella, pero tampoco mi reacción; siempre nos habíamos movido con un criterio bastante amplio. Ella tenía sus amigos y podía salir sin mí cuantas veces quisiera. Pero esa vez había ido demasiado lejos, había comprometido el silencio de personas que no conocíamos, y había dejado que mi desconocimiento me pusiera en ridículo; todo eso retardó un poco más las segundas paces con el profesor.

El joven de los anteojos oscuros nos permitió que dispusiéramos de algunos de sus libros para el funeral del gordo. Con bastante esfuerzo, volvimos a sentarlo en el lugar donde había estado siempre. Como las hojas eran demasiado pequeñas para envolverlo, tuvimos que disponer de cuatro libros íntegros para poder empapelarlo hasta el cuello; y si sólo dejamos visible la cabeza fue porque el viajante de comercio no podía hacerse a la idea de que aquella cabeza de toro ya no formara parte de la pared en que la habíamos conocido.

Esa tarde, la chica de lentes y yo bajamos del coche y fuimos caminando hasta la estación. En el trayecto, no tan breve como el recuerdo que de él tenía, me estuvo contando los problemas que ocasiona el hecho de usar flequillo. “Eso calza la frente” me dijo, pero parece que era un gusto de la madre verla peinada así, y ella sufría mucho por ese motivo. “A mí siempre me gustaron las frentes bien amplias” me confesó.

Mientras caminábamos yo pensaba qué cosas la relacionarían con la muerte del anciano gordo, y trataba de imaginar hasta qué punto serían verdaderas las sospechas del profesor cuando la relacionaba afectivamente con el joven de los libros. “Cuando cumplí veinte años –me dijo– comencé a darme cuenta de que no debe descuidarse la parte física. Aunque parezca algo superficial, no lo es, porque permite que nos encontremos mejor dispuestos para enfrentar anímicamente cualquier tipo de problemas.” Luego siguió comentándome algo acerca del flequillo, relacionado con aquel tema, y yo le contesté que se la veía muy bien con el pelo hacia un costado. “Ya cumplí los veinticuatro” me dijo casi en secreto, como si alguien pudiera escucharla; y yo le contesté que apenas aparentaba dieciocho. A las mujeres les encantan esas mentiras. Lo cierto es que estábamos llegando a la primera oficina de la estación cuando vimos que un hombre, que estaba de espaldas, escribía encorvado sobre una vieja máquina. Pero al detenernos frente al transparente (todo fue cosa de un segundo), ya había desaparecido.

Estuvimos llamándolo hasta la noche, pero recién apareció dos horas más tarde para decirnos que volviéramos al vagón, que el tren partiría de un momento a otro.

Nos pareció ridículo decirle que hacía más de un mes que esperábamos la partida del tren (él seguramente ya lo sabía), así que regresamos sin ninguna prisa.

Cuando subimos al vagón, ella miró a la joven de lentes como recriminándole mi tardanza; ¿sería porque siempre pensamos que los demás son capaces de hacer lo que nosotros hacemos?; pero si de algo ella podía estar segura era de mi fidelidad. En tanto, el gordo muerto seguía supervisando, con la cabeza al descubierto, el movimiento normal de lo que sucedía y de lo que no sucedía en el coche.

No recuerdo si fue esa noche o al día siguiente cuando el profesor me acercó una aspirina para calmarme el dolor de cabeza, e hicimos las paces por segunda vez. Aunque no lo conversamos, quedó sentado que ella estaría permanentemente junto a mí; y que si él quería decirle algo, antes tendría que consultarlo conmigo. Además explicitamos un trabajo que él, y sólo él, debería realizar: tendría que ir pidiéndole al joven de lentes oscuros que le prestara los libros, de uno en uno. La idea era tratar de descubrir, a través de la lectura, su posible participación en la muerte del anciano.

Como ya dije, no sé si fue esa noche o al día siguiente cuando hicimos las paces con el profesor, pero sí recuerdo perfectamente que era cerca del mediodía cuando quise sacar mi bolso de atrás de la barandilla y, sin querer, tiré al suelo la valija de cartón del viajante de comercio. Por la propia vejez de la cerradura, la valija se despanzurró y aparecieron corpiños de los más variados modelos, tamaños y colores. No tendría sentido negar que aquello fue una sorpresa; grata, para las mujeres, y simplemente sorpresa para los demás. Recuerdo que el profesor me dijo al oído que los corpiños tanto podían ser artículos de trabajo como el motín ambulante de un fetichista degenerado. El viajante, lejos de molestarse o de sonrojarse por la evidencia, guardó todo en la valija con sumo cuidado, y dejó afuera dos corpiños, que le ofreció a las damas con un galante movimiento de cabeza. Ella quedó encantada con el suyo (siempre le gustó la ropa íntima de colores fuertes), y la joven de lentes lo guardó en la cartera, con apuro, casi sin mirarlo y sin agradecer. Totalmente metido en su papel de investigador, esa noche el profesor volvió a hacer otro tanto con la valija del viajante, que esta vez no se abrió, pero que sirvió para descubrir que el hombre era mudo.

A las ocho de la mañana, como todas las mañanas a esa hora, sonaron las campanadas y cada uno se dispuso a realizar sus trabajos habituales. El profesor, a elucubrar argumentos policiales de ínfima categoría; ella, a rasparse las uñas con una limita de acero, por si le habían crecido desde la mañana anterior; el joven de los anteojos oscuros, a marcar con trazos rojos algunas frases del libro que leía; la chica de lentes (la ex joven del flequillo, ya se dijo), a ensayar caras de extrema inocencia ante el vidrio de la ventanilla; el mudo (más conocido como el viajante, o como el de los corpiños), a resoplar por la nariz, ante la imposibilidad de decir con palabras “así es la vida”, refiriéndose a la muerte del gordo, que ya había entrado en su segunda semana de resignada descomposición; y yo, ¿qué puedo decir de mí, salvo que andaba espiando, sólo por ver si cruzaban entre ellos alguna mirada digna de recordar?

En la víspera de Navidad llegamos a la conclusión de que no teníamos con nosotros nada que pudiera servirnos para festejar esa fecha. Ellas fueron dos veces hasta la estación para ver si conseguían algo, pero sólo encontraron las ventanas y las puertas invadidas por telarañas. Sin otra posibilidad más que el desencanto, volvimos a la desazón de los primeros días. La chica de lentes y yo, de puro aburridos, comenzamos a leer los libros del joven; ella conversó con el profesor (bajo mi consentimiento, que quede claro) y descubrieron que contándose chistes, y anotándolos en un cuaderno, podían pasar un par de días divertidos; el profesor, además, me pidió prestadas las botas del muerto y se entretuvo casi una semana con eso; y entre todos nos fuimos turnando para sentarnos junto al viajante de corpiños y hacerle compañía durante sus múltiples suspiros de nariz. Puedo asegurar, sin equivocarme, que ni siquiera nos dimos cuenta de los cambios ocurridos en el nuevo año, en los que recién reparamos un mes después. A saber: la campana dejó de sonar a las ocho para sonar a las ocho y media; desaparecieron del baño las cucarachas muertas; y el pelo del profesor, antes ligeramente canoso, cobró un tinte amarillento que, desde su apariencia deportiva y ganadora, lo arrojó sin escalas a la decrepitud. Otro tanto sucedió a mediados de febrero, cuando descubrimos que desde la puerta del coche hasta la primera oficina de la estación ya no había 148 pasos de bota, sino 234; y, hacia fines de marzo, 325 pasos de mujer, lo que significaba algo así como 290 y hasta 295 pasos de los nuestros. Ya para entonces, el joven de los libros había dejado de usar los dientes postizos, lo que reveló su edad verdadera, y ella me confesó que ya no me aguantaba, pasándose los días íntegros junto al mudo. El profesor me dijo que ese era un clásico comportamiento de coquetería femenina, porque ella deseaba, en verdad, estrenar uno corpiño cada día; “hasta agotar stock” como hubiesen dicho en la radio. Entonces vino la tercera pelea entre el profesor y yo, esa vez a los golpes. Batalla en la cual yo fui el más estropeado, o el único, pero en ningún momento dejé de defenderla, atribuyéndole todos los defectos que se me ocurrieron, menos el de interesada. Pero sucedió que en esos días, casi a principios de abril, tuvimos una semana de muchísimo calor, acrecentado aún más por las chapas metálicas del coche, sin aislación alguna, y anduvimos casi desnudos. Por eso no tuve más remedio que pedirle disculpas al profesor de educación física, pues ella lució en esa semana casi todos los corpiños de la valija, convirtiendo el pasillo del vagón en la pasarela de un desfile de modas. Luego vinieron tres días de lluvia, en los que salimos a bañarnos a un costado del tren, todos amigos y sin inhibiciones, sin ningún tipo de compromiso entre nosotros, aunque el más perjudicado volví a ser yo. La chica de lentes resultó tener un cuerpo increíble bajo el pacato traje sastre, y el primero en sentir el llamado de la naturaleza fue el joven de los libros, que desnudo y mal alimentado parecía una rana escuálida. O sea que ella pasó a segundo plano frente al éxito de la chica de lentes, que sin lentes y sin flequillo era aún mejor, y creo que todos tuvimos algo que agradecerle esa noche; la primera noche de lluvia.

Casi al amanecer, por sobre el ruido ensordecedor del agua golpeando en el techo del vagón, oímos los quejidos del joven que, con una pulmonía y una debilidad insalvable, aullaba de muerte. Al día siguiente, tal vez por la lluvia, no escuchamos la campana, pero igual, suponiendo que ya había sonado y como el joven hacía varias horas que no respiraba, comenzamos a rodearle el cuerpo con las hojas de los libros que quedaban, hasta cubrirlo completamente. Luego lo sentamos junto al bulto de papeles descoloridos que marcaban el sitio donde alguna vez hubo un hombre gordo, y no volvimos a reparar en él hasta que terminó la lluvia, dos días después.

Al cabo de esos dos días, el mudo tomó las riendas del vagón, que es una manera folclórica de decir que se hizo cargo de todas las decisiones. Reconozco que con gestos y señas se hizo entender bastante bien, y organizó el trabajo para detener la correntada de agua que, bajando desde el oeste, entraba por la puerta del fondo. Tal vez esos días fueron los peores, ya que no pudimos distraernos ni un segundo. No tuve tiempo ni siquiera para disculparla o para llorarla, cuando el profesor la trajo ahogada desde el otro vagón. Simplemente le dije que la tirara por la ventanilla, como habíamos hecho esa mañana con los otros dos, y le pedí que nos ayudara a sostener la puerta, porque con tantas arremetidas del agua terminaría desintegrándose.

No sé bien cuántos días estuvimos así, pero recuerdo que la mañana en que pudimos abrir la puerta sin miedo al agua tampoco escuchamos la campana. Un vaho putrefacto se levantó en los campos y también en el vagón, y si la niebla era la forma física de ese vaho, también cubrió la trocha de los accidentes y el aire, hasta mucho más arriba de nuestras cabezas. Las ventanillas chorrearon un líquido amarillento, con mucho más de viejos vómitos que de herrumbre, y el barro se endureció sobre los asientos, que crujieron penosamente resignándose al nuevo huésped.

Por entonces, a pesar de que ya nos habíamos acostumbrado a no comer, la chica de lentes volvió de una de sus excursiones con la falda llena de cangrejos, que devoramos en un santiamén y salimos a buscar más. De una de esas recorridas, que duraron desde el fin de la inundación hasta que volvió a alzarse el polvo a los costados del tren, una semana después o algo así, fue que el profesor no regresó; y, como había dejado su portafolios colgado en el perchero del baño, lo dimos por muerto en algún lugar más allá de nuestra vista. Confieso que en lo más profundo, en lo más oscuro de mis sentimientos, experimenté un alivio o una variedad de alegría que todavía no puedo descifrar.

Cuando al cabo de esa semana amainaron los vientos y se afianzaron el sol y el frío, volvimos a ver la estación, casi a la distancia de siempre, y no quisimos contar los pasos; simplemente nos echamos a caminar. El viajante abrazó por la cintura a la chica de lentes, y ella me tomó del brazo. Antes de subir a la camioneta de la policía, que colaboraba con las brigadas de salvataje, decidimos hacernos los mudos, para que no nos abrumaran con preguntas. La verdad es que eso no le costó demasiado al viajante de corpiños. Todavía me río cada vez que me acuerdo.

Rogelio Ramos Signes nació en San Juan en 1950, pero reside en San Miguel de Tucumán desde 1972. Publicó numerosos cuentos y microficciones en antologías y revistas, y los siguientes libros: Las escamas del señor Crisolaras (cuentos, 1983) Diario del tiempo en la nieve (novela, 1985), En los límites del aire, de Heraldo Cuevas (novela, 1986), Soledad del mono en compañía (poesía, 1994), Polvo de ladrillos (ensayos, 1995), El ombligo de piedra (ensayos, 2000), En busca de los vestuarios (novela, 2005), Un erizo en el andamio (ensayos, 2006), La casa de té (poesía, 2009), Por amor a Bulgaria (novela, 2009), Todo dicho que camina (microrrelatos, 2009), La sobrina de Úrsula (novela, 2015) y Hotel Carballido (poesía, 2023). En 2022 y solo en formato digital, se había publicado otro libro de poesía: Eleanor Rigby. Fue compilador de tres antologías: Monoambientes, microficciones del NOA (2008), Ajenos al vecindario (poesía, 2009) y Cuaderno Laprida (microrrelatos), en colaboración con Julio Estefan (2016). 

viernes, 14 de marzo de 2025

UNA SEMANA DE AMOR

 

Rogelio Ramos Signes

 

Nos conocimos el jueves 13 (Día del Duplicador de Llaves) durante la cena semanal de la Sociedad en Comandita de Trabas y Candados para el Sudeste Asiático. Intercambiamos unas pocas palabras (casi todas repetidas), algunas alusiones al tiempo lluvioso, a la música que porfiaba la orquesta, al auge de la tijera rápida, y a la lencería de papel comestible; poco más. Lo que sí nos llamó la atención, y no pudimos dejar de comentarlo, fue el trabajo de un tragasables que amenizaba la sobremesa y que, no satisfecho con las armas que generalmente usaba en su rutina, siguió engullendo las broquetas del asado, los cubiertos del postre, los prendedores de las damas, las llaves de los caballeros y hasta el mástil del cual pendía la bandera tricolor de Tailandia. “Un extraño caso de imantación y de angurria” convinimos. Ella era rubia. Sus ojos celestes reflejaron la gloria, pero del día siguiente (viernes 14, aniversario de la Última Combinación Exitosa en Relación con un Número Impar) y en verdad no cantaba como una calandria. Sabía cocinar, eso me dijo. Recién pude comprobarlo el sábado 15 (Día de las Huellas Dactilares de Juan Sebastián Elcano) cuando, entre el vapor de una olla que se abría y la ráfaga polar de un congelador que se cerraba, me confesó su deseo. No habíamos sido hechos el uno para el otro (eso se notaba) pero a la hora de la siesta, en la misma cama, encastrábamos bien y terminamos creyendo en la rápida adaptación de nuestras partes incompatibles; en la evolución milimétrica de las especies. La abrupta fragancia de las ostras, mezclándose con el perfume de las sábanas recién estrenadas, puso un llamado de atención en nuestra mirada olfativa. Hay recuerdos que no se borran. El Día de San Roque (domingo 16) amaneció lloviendo nuevamente, nadie gritó “empanadas calientes para los argentinos valientes” bajo nuestra ventana y, con sábanas ya no tan limpias de por medio más algún resto de salsa de ostras, esa mañana se unió sin violencia al sábado glorioso del día anterior. Aquella tarde, acentuada la lluvia y sin fútbol en la liga local, despanzurramos un libro de semiótica que, a decir verdad, no entendimos en absoluto; cumplimos con el rito del five o’clock tea (que en realidad fue un seven o’clock tea, con el agregado de unas porciones de pizza descubiertas milagrosamente en el fondo de la heladera y recicladas a tal fin), reservando para la nochecita un par de videos. ¿Qué puede haber más adecuado que un par de videos para cerrar, con cadena y sin compasión, la atmósfera angustiante de un fin de semana que concluye? El lunes 17 (Día del Expendedor de Pomadas Curativas en la Vía Pública) descubrimos que el mutuo aliento matutino atentaba contra las mejores intenciones y hasta con la vida de las plantas de interior, que la rutina terminaba tiñendo los días de un mismo e indeleble color (¿no es original?), que la papa hervida con cáscara tenía mejor sabor, que el sol salía a las 6:45, se ponía a las 20:10 y que mañana (siempre siempre) sería un día más. El martes 18 (aniversario de la Muerte del Primer Osito Koala Amamantado en Cautiverio) nos dijimos cuanto había que decirnos: “las tostadas con el desayuno son malas para la circulación”, “los bancos oficiales cierran a las 14”, “fue Kathleen Turner, y no Kelly McGillis, la que volvía al pasado en esa película de Coppola”, “un ómnibus arrolló a un gran danés y lo arrojó contra la vidriera de la Gregüesquería  del 55”, “llamó mamá y dijo que no puede doblar la rodilla derecha”, “repollitos de Bruselas y nueces trituradas son una mezcla homicida”. Excitados por los festejos del Día del Personal de Limpieza en Institutos de Cirugía de Alta Complejidad, el miércoles nos levantamos con una sonrisa (sólo con una, compartida, que fue poniéndose mustia con el correr de las horas y deshojándose con la velocidad de una documental sobre ciclos germinativos), hablamos largamente por teléfono con nuestros respectivos hijos que nos hicieron sus cíclicos pedidos por la vuelta al hogar (“papá ha dejado de tomar pastillas para dormir” en su caso, “mamá ya no bebe por las mañanas” en el mío); pagamos el gas y la luz de su departamento, no así las expensas y el agua; asistimos a la entrega de premios a los mejores pegamentos vinílicos de la temporada; estimamos la dirección del viento en 53 grados con dirección noroeste, tomando como coordenadas la intersección del pasaje Saavelio Cornedra con la avenida Domiento Fausmingo Sartino; nos hicimos el correspondiente biorritmo de los miércoles y comimos perdices, aunque sin felicidad. El jueves 20 (Día del Estacionamiento Céntrico en Zonas de Privilegio Pagado con Monedas de 10) nos levantamos con la sensación de que algo importante, decisivo, inolvidable, sucedería en nuestras vidas. Desayunamos, hicimos la colación de media mañana, almorzamos, prolongamos la sobremesa (siempre a la espera de ese algo que tenía que suceder), merendamos, hicimos un vermut de casi dos horas, nos pusimos nuestras mejores prendas de vestir y asistimos a la cena semanal de la Sociedad en Comandita de Trabas y Candados para el Sudeste Asiático. Metafóricamente hablando, dicen que siempre se vuelve al lugar del crimen. Comimos con sobriedad, en absoluto silencio. Su cabello rubio, su aire a flor de la vieja parroquia, sus ojos celestes reflejando la gloria de un día que no era aquél, y su canto de calandria muda me recordaron a no sé quién (a la nieta de un mazorquero, a la cuñada de algún payador de Lavalle; no estaba seguro), pero eso me dio fuerzas para ponerme de pie e ir al baño. Cuando volví ella también estaba de pie junto a la mesa, con el abrigo doblado sobre el brazo izquierdo y su mano derecha tendida hacia mí. Nunca fui demasiado imaginativo, pero comprendí en el acto que aquello era lo que estábamos esperando. Nos despedimos con toda corrección y jamás volvimos a vernos.     


Rogelio Ramos Signes nació en La Rioja en 1949, pasó su infancia en San Juan, su adolescencia en Rosario, y reside en San Miguel de Tucumán desde 1972. Publicó numerosos cuentos y microficciones en antologías y revistas, y los siguientes libros: Las escamas del señor Crisolaras (cuentos, 1983) Diario del tiempo en la nieve (novela, 1985), En los límites del aire, de Heraldo Cuevas (novela, 1986), Soledad del mono en compañía (poesía, 1994), Polvo de ladrillos (ensayos, 1995), El ombligo de piedra (ensayos, 2000), En busca de los vestuarios (novela, 2005), Un erizo en el andamio (ensayos, 2006), La casa de té (poesía, 2009), Por amor a Bulgaria (novela, 2009), Todo dicho que camina (microrrelatos, 2009), El décimo verso (poesía, 2011) y La sobrina de Úrsula (novela, 2015). Ediciones Desde la Gente le editó la antología Monoambientes, microficciones del NOA (2008); y La aguja de Buffon la antología Cuaderno Laprida (2016) en homenaje a David Lagmanovich.                                                                 

lunes, 6 de mayo de 2024

LUDMILA Y EL CONGRIO

 Rogelio Ramos Signes

 

No está en los libros, por supuesto; ni tampoco en el álbum de familia; ni en el periódico del pueblo. Estaba hasta hace poco entre los relatos de doña Zulma Clavijo, ya fallecida, y en los rezos de Alcira Chicahuala, entontecida al caer de un árbol. Y nada más.

El periódico del pueblo, justo es reconocerlo, son cuatro hojas dobladas impresas al viejo estilo, con tipos de plomo que transparentan por elevación el texto de la página anterior. El pequeño periódico del pueblo es un catálogo de nacimientos y de muertes, matizado por algún casamiento al que siempre asiste el cronista. A no ser por una crítica constante al gobierno (representado por un delegado comunal, un concejal que hace las veces de secretario, cuatro empleados para alumbrado y limpieza, y una cocinera) el periódico bien podría ser un boletín del Registro Civil. La crítica sistemática a la acción del gobierno ya es un acto folclórico, que se repite y que no hace mella, sostenido por Estaudino Palomar. Ese estilo fue impuesto por el primer Estaudino Palomar, abuelo de este; viejo anarquista llegado a La Caleta allá por los años 20, cuando la oposición al gobierno era una forma de vida. Pero el Estaudino Palomar (nieto) es amigo del delegado comunal y de su media docena de subordinados. Si hoy sigue criticando a los funcionarios es porque así lo exigen las reglas del juego, inofensivas ya y nunca cuestionadas por la administración comunal.

Visto con ojos de ciudad, un pequeño pueblo como éste puede parecer el paraíso. Visto con ojos de aquí, esto es hastío y es cárcel, difícilmente entretenimiento y casi siempre desazón. En este espacio (del poblado al bosque, del bosque a la playa siempre solitaria, y de la playa a la caleta) transcurrió la vida de Ludmila. Como la vida de tantas otras niñas, la vida de Ludmila fueron horas y horas de lectura, encerrada en su habitación de gruesos troncos, a veces mirando por la ventana a los hombres que iban al aserradero, a veces soñando con otro mundo mucho mejor, y sin saber cómo decirlo.

Su historia es muy sencilla. Llegó aquí dos meses antes de nacer, en el vientre de su mamá y tras un largo viaje desde una de esas ciudades grandes que miran a los pueblos pequeños como quien mira el paraíso. Su madre, muy joven y muy bella bailarina de un teatro, siempre le echó a Ludmila la culpa de haber truncado su carrera. (Hay algunas bailarinas muy jóvenes que no deberían ser madres). Y su padre, un hombre algo mayor y bastante enfermo, que escapaba de una familia repleta de rezongos, mujer gritona e hijos desobedientes, huyó con la joven bailarina a punto de ser madre hasta este pequeño pueblo de La Caleta, pero murió al poco tiempo. (Hay algunos hombres mayores, muy enfermos, que no deberían alejarse del radio de la medicina y de los médicos que la aplican en las grandes ciudades).

Desde muy pequeña, Ludmila debió barrer y restregar y lavar y planchar y cocinar para ella y para una mamá que seguía siendo joven, aunque no lo parecía. Además, su madre ya no bailaba, salvo en las noches frente al espejo del ropero cuando suponía que la niña dormía. Es que, en verdad, estaba muy deprimida y no podía barrer ni restregar ni lavar ni planchar ni cocinar para ella y para Ludmila. “Después de todo –se decía– la niña sólo tiene que preparar el desayuno, hacer las compras, resolver el almuerzo, ir a la escuela, hacer los deberes para el día siguiente y cuidar la huerta” porque de eso vivían. “Pero su principal ocupación –continuaba diciéndose a sí misma– es pasarse el día íntegro leyendo y leyendo, con sus inmensos anteojos, esos libros que su maestra le trae cada vez que viaja a la ciudad”, ciudad donde todos pensaban que la vida en los pueblos chicos era algo así como el paraíso. Sí. Ya lo dije.

Ludmila nunca salió del pueblo; jamás puso un pie fuera de este pequeño pueblo donde nació. Pero viajó a través de los libros por exóticas geografías donde diminutos monos chilladores saltaban de fruto en fruto, libando como colibríes. Fue la pequeña protagonista de novelas de aventureros jugándose la vida, enfrentándose a lobos hambrientos en medio de la nieve. Fue la depositaria de colecciones de poesías que hablaban del amor de una niña por un niño, de una madre por su hija, de un pastor por su rebaño. ¡Maravillosos libros con parques de diversiones, con luces que hipnotizan, con juegos de todos los colores!

Y Ludmila creció sin niños que visitaran su casa, porque esa señora siempre tan despeinada les daba miedo y hablaba sola y caminaba en puntas de pie (como si bailara) y fumaba sin parar y se reía con una voz ronca cuando no había cosa alguna de qué reírse y movía la cabeza (como siguiendo una música que nadie escuchaba) y tosía. Tosía mucho. Y bebía.

Una tarde, al volver de la escuela, Ludmila fue hasta la caleta de La Caleta a cumplir con un recado de su madre. Debía canjearle a los hombres de las barcas un manojo de zanahorias de la huerta por un pescado. “Si es una cojinova o un congrio, mucho mejor, le había dicho. Y si no, lo que sea.”

Cuando la niña llegó a la caleta ya caía el sol y las barcazas eran empujadas sobre la arena hasta un lugar seguro. Había hecho esa diligencia infinidad de veces y tras cada una de ellas había recibido un reclamo y, raramente, un beso o una golosina. Así que aquella vez decidió poner todo su empeño en elegir de la mejor manera para que su madre no la retara. Y lo hizo hasta tal punto que terminó eligiendo un congrio que aún estaba vivo. Y con el congrio todavía dando aletazos en la bolsa, corrió hacia su casa.

Pero en el camino sintió por aquel pez algo difícil de describir, seguramente compasión o tal vez la loca suposición de estar asesinando a alguien tan indefenso e insatisfecho como ella misma. Y retrocediendo hasta las aguas del océano, que ya comenzaban a tapar las piedras más bajas, lo liberó de su prisión y lo dejó ir.

Volvió a su casa cuando ya estaba bastante oscuro, y sin el pescado. Esa noche, previsiblemente, no hubo beso ni golosina y, aunque no hubo paliza ni reclamos, tampoco hubo cena. Como tampoco hubo almuerzo al día siguiente, y la comida de toda la semana se redujo a verduras. Un castigo extraño, si se lo quiere ver así, pero castigo al fin dentro de sus códigos.

Desde entonces, cada tarde al volver de la escuela, Ludmila se detuvo en el mismo punto de su camino, a orillas del océano, donde había soltado al congrio y, mirando con avidez hacia el agua, fue esperando largos minutos. Esa extraña actitud, unida al hecho de que la historia ya circulaba entre los habitantes del pueblo (sin que nadie supiera con certeza cómo había escapado de círculo tan estricto) alertó a algunos y arrimó a otros.

Como un espectáculo al que sólo podían asistir tras las cortinas, los vecinos más próximos al mar (los de las cabañas del bosque y los parroquianos del Bar Billares) asistieron justamente desde atrás de las cortinas a las largas esperas de la niña junto al agua. Que estaba buscando una moneda o un anillo, sostenían unos; que se quería suicidar, temían otros. “Piensa que su padre volverá en un barco desde la otra vida”, arriesgó alguno más imaginativo. “Está harta de esa loca que es su madre y no quiere volver a la casa” supuso alguien ligeramente más cuerdo. “Es la eucaristía. Es el pez. Es el alimento de Lázaro resucitado”, argumentó doña Zulma Clavijo, que ya estaba vieja y enferma y no perdía oportunidad de encontrarle el costado sobrenatural a todas las cosas. “Es la palabra sagrada que vuela sobre la pequeña. Es el espíritu de la Cuaresma que viene a castigarla por oponerse a la muerte del pez.” Y la pobrecita Alcira Chicahuala, que aún no se había caído del árbol, se persignaba sin parar.

Tres días después, recién tres días después y gracias a un rayo de sol algo tardío que esa tarde atravesó la bruma e iluminó la escena, pudieron descubrir que Ludmila se miraba largamente con un congrio. “¿Será el congrio que le debe la vida?” se preguntaron algunos sin esperar respuesta, mientras otros guardaron silencio. Y todos, lentamente, empezaron a comprender.

Y a ese día siguieron otros días, parecidos pero no iguales, con una niña comiendo vegetales en silencio, frente a una madre que sólo recordaba el aplauso del público coronando sus antiguos números de baile; con una niña regando la huerta en silencio y asistiendo a la escuela también en silencio y caminando en silencio entre el apagado murmullo de los vecinos, que ya no tuvieron que esconderse detrás de las cortinas para poder mirarla.

Hasta que una tarde, como cualquier otra pero una tarde al fin, al volver de la escuela se detuvo otra vez frente al océano. Pero esa vez fue unos metros antes del lugar de siempre y lo suficientemente lejos de las miradas habituales. Seguramente se habían puesto de acuerdo ellos dos. Y se miraron largo rato, directo a los ojos; ella, a través del grueso cristal de sus lentes; él, tras diez o veinte centímetros de agua. Y aprovechando la bruma, que esa vez no dejó que ningún rayo de sol indiscreto se filtrara para delatarlos, hablaron en silencio, como siempre, y al parecer se entendieron una vez más. Y eso fue todo. Aunque ahora sea hora de suponer.

Se supone que él entró en ella (varón en hembra, al fin de cuentas) y que huyeron muy lejos, más allá de este pueblo y del pueblo que está más allá de este pueblo, después de un desierto, y del pueblo que viene luego, después de una salina, y del pueblo siguiente y del que sigue y del de más allá, que es algo así como llegar al otro lado del mundo.

Pero también es posible que ella lo siguiera a él después de diez o de veinte centímetros de agua, o después de diez o de veinte metros, o de diez o de veinte kilómetros de agua, que es algo así como decir el mar.

Y si alguien hoy, por esas cosas de la vida, llora o sufre por ella, es posible que se equivoque. Porque nadie (pero nadie nadie) sabe el final de la historia; porque la historia no está en los libros, ni tampoco en el álbum de familia (que en verdad no existe), ni en el periódico del pueblo (que se dedica a otras cosas) y Ludmila posiblemente vive, posiblemente respira bajo el agua y es muy feliz.


Rogelio Ramos Signes nació en La Rioja en 1949, pasó su infancia en San Juan, su adolescencia en Rosario, y reside en San Miguel de Tucumán desde 1972. Publicó numerosos cuentos y microficciones en antologías y revistas, y los siguientes libros: Las escamas del señor Crisolaras (cuentos, 1983) Diario del tiempo en la nieve (novela, 1985), En los límites del aire, de Heraldo Cuevas (novela, 1986), Soledad del mono en compañía (poesía, 1994), Polvo de ladrillos (ensayos, 1995), El ombligo de piedra (ensayos, 2000), En busca de los vestuarios (novela, 2005), Un erizo en el andamio (ensayos, 2006), La casa de té (poesía, 2009), Por amor a Bulgaria (novela, 2009), Todo dicho que camina (microrrelatos, 2009), El décimo verso (poesía, 2011) y La sobrina de Úrsula (novela, 2015). Ediciones Desde la Gente le editó la antología Monoambientes, microficciones del NOA (2008); y La aguja de Buffon la antología Cuaderno Laprida (2016) en homenaje a David Lagmanovich.

 

 

 

 

jueves, 25 de abril de 2024

RECUERDOS DE UN AYUDANTE DE FOTOGRAFÍA

Rogelio Ramos Signes

No fue la única foto que sacamos ese día; las tomas fueron numerosas. En algunas, ellos aparecen de frente, en hilera, y creo que hay varias que están muy buenas. Otras, donde se los ve desde atrás no me gustan tanto, pero conceptualmente hubiese tenido mucho sentido elegir una de esas: estaban yéndose, estaban alejándose de sus seguidores. Además hubiera pesado, y mucho, la parte lúdica de toda la puesta en escena. ¿Quién es el de traje negro? se hubiesen preguntado quienes no reconocían a Ringo de espaldas. ¿Quién es el que lleva camisa de tela de jean? podrían haber inquirido quienes no distinguían a George. ¿Y el que va todo de blanco? Aquello habría dado que hablar. Hasta se podrían haber organizado concursos para que la gente se arriesgara a decir quién es quién y todo eso. Pero no. La foto no era amable; era hermosa, eso sí.

Ninguno de los cuatro tenía ganas de posar. En los estudios le habían pedido a Ian McMillan que hiciera media docena de tomas, e hizo muchas más. Montó la cámara en medio de la calle, mientras yo le pedía a tres policías que detuvieran el tránsito.

Al principio algunos automovilistas se sintieron molestos y atronaron con las bocinas de sus coches; pero luego, cuando vieron de qué se trataba, detuvieron los motores, se acercaron hasta la pequeña barrera y terminaron aplaudiendo. Algunos corrieron a buscar papel y lápiz para que los muchachos les firmaran autógrafos.

Aunque ellos no estaban de buen talante, igual accedieron a vestirse con ropas totalmente diferentes; incluso Paul (¡cuándo no, haciéndose notar!) decidió no ponerse zapatos, y cruzó la cebra callejera descalzo todas las veces que fue necesario; a veces fumando, a veces no; y siempre con el paso cambiado, como le sugerí. “Esto, sin mucho esfuerzo, va a dar que hablar” les dije, y a los cuatro les agradó la idea. Después se han dicho muchas cosas al respecto (diez mentiras por cada verdad), pero la bola ya había sido echada a rodar, y resultó imparable.

Fue un viernes; el 8 de agosto de 1969 a partir de las 10 de la mañana, exactamente. Lo recuerdo con precisión. En una foto hay una señora mirándolos; en otra están los cuatro sentados en la escalinata del estudio; en otra, tomada desde el lado opuesto de la calle, aparece un ómnibus rojo, de esos de dos pisos; en otra se los ve desde arriba; en otra están esperando, también en línea, pero en la vereda; en otra simplemente payasean; en otra, incluso, no se ve el Volkswagen blanco que se haría tan famoso. LMW 281F, con las dos ruedas izquierdas sobre la vereda de Abbey Road. Imposible olvidarme.

Cuando volví a la Argentina, cuarenta y cinco años después y ya jubilado, pude comprarme un departamento cerca del centro. Recuerdo que lo primero que hice fue encargar una gigantografía para cubrir íntegra una pared de mi pieza, la que está frente a mi cama. Y ahí sigue, cada día, cada noche, acompañándome. Yo fui parte de ella; en realidad, fui parte de la historia de esa fotografía.

A veces, en la penumbra de la habitación, me sirvo un vaso de whisky, me recuesto y pongo el disco. En cuanto John Lennon empieza a decir “shoot me” y da unas palmadas en el micrófono, siento que vuelvo a tener veinte años, que la paz es posible, que todo lo que necesitamos es amor y que el mundo está en orden.

Otras veces, simplemente me despierto.


Rogelio Ramos Signes nació en La Rioja en 1949, pasó su infancia en San Juan, su adolescencia en Rosario, y reside en San Miguel de Tucumán desde 1972. Publicó numerosos cuentos y microficciones en antologías y revistas, y los siguientes libros: Las escamas del señor Crisolaras (cuentos, 1983) Diario del tiempo en la nieve (novela, 1985), En los límites del aire, de Heraldo Cuevas (novela, 1986), Soledad del mono en compañía (poesía, 1994), Polvo de ladrillos (ensayos, 1995), El ombligo de piedra (ensayos, 2000), En busca de los vestuarios (novela, 2005), Un erizo en el andamio (ensayos, 2006), La casa de té (poesía, 2009), Por amor a Bulgaria (novela, 2009), Todo dicho que camina (microrrelatos, 2009), El décimo verso (poesía, 2011) y La sobrina de Úrsula (novela, 2015). Ediciones Desde la Gente le editó la antología Monoambientes, microficciones del NOA (2008); y La aguja de Buffon la antología Cuaderno Laprida (2016) en homenaje a David Lagmanovich.

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