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lunes, 6 de mayo de 2024

LUDMILA Y EL CONGRIO

 Rogelio Ramos Signes

 

No está en los libros, por supuesto; ni tampoco en el álbum de familia; ni en el periódico del pueblo. Estaba hasta hace poco entre los relatos de doña Zulma Clavijo, ya fallecida, y en los rezos de Alcira Chicahuala, entontecida al caer de un árbol. Y nada más.

El periódico del pueblo, justo es reconocerlo, son cuatro hojas dobladas impresas al viejo estilo, con tipos de plomo que transparentan por elevación el texto de la página anterior. El pequeño periódico del pueblo es un catálogo de nacimientos y de muertes, matizado por algún casamiento al que siempre asiste el cronista. A no ser por una crítica constante al gobierno (representado por un delegado comunal, un concejal que hace las veces de secretario, cuatro empleados para alumbrado y limpieza, y una cocinera) el periódico bien podría ser un boletín del Registro Civil. La crítica sistemática a la acción del gobierno ya es un acto folclórico, que se repite y que no hace mella, sostenido por Estaudino Palomar. Ese estilo fue impuesto por el primer Estaudino Palomar, abuelo de este; viejo anarquista llegado a La Caleta allá por los años 20, cuando la oposición al gobierno era una forma de vida. Pero el Estaudino Palomar (nieto) es amigo del delegado comunal y de su media docena de subordinados. Si hoy sigue criticando a los funcionarios es porque así lo exigen las reglas del juego, inofensivas ya y nunca cuestionadas por la administración comunal.

Visto con ojos de ciudad, un pequeño pueblo como éste puede parecer el paraíso. Visto con ojos de aquí, esto es hastío y es cárcel, difícilmente entretenimiento y casi siempre desazón. En este espacio (del poblado al bosque, del bosque a la playa siempre solitaria, y de la playa a la caleta) transcurrió la vida de Ludmila. Como la vida de tantas otras niñas, la vida de Ludmila fueron horas y horas de lectura, encerrada en su habitación de gruesos troncos, a veces mirando por la ventana a los hombres que iban al aserradero, a veces soñando con otro mundo mucho mejor, y sin saber cómo decirlo.

Su historia es muy sencilla. Llegó aquí dos meses antes de nacer, en el vientre de su mamá y tras un largo viaje desde una de esas ciudades grandes que miran a los pueblos pequeños como quien mira el paraíso. Su madre, muy joven y muy bella bailarina de un teatro, siempre le echó a Ludmila la culpa de haber truncado su carrera. (Hay algunas bailarinas muy jóvenes que no deberían ser madres). Y su padre, un hombre algo mayor y bastante enfermo, que escapaba de una familia repleta de rezongos, mujer gritona e hijos desobedientes, huyó con la joven bailarina a punto de ser madre hasta este pequeño pueblo de La Caleta, pero murió al poco tiempo. (Hay algunos hombres mayores, muy enfermos, que no deberían alejarse del radio de la medicina y de los médicos que la aplican en las grandes ciudades).

Desde muy pequeña, Ludmila debió barrer y restregar y lavar y planchar y cocinar para ella y para una mamá que seguía siendo joven, aunque no lo parecía. Además, su madre ya no bailaba, salvo en las noches frente al espejo del ropero cuando suponía que la niña dormía. Es que, en verdad, estaba muy deprimida y no podía barrer ni restregar ni lavar ni planchar ni cocinar para ella y para Ludmila. “Después de todo –se decía– la niña sólo tiene que preparar el desayuno, hacer las compras, resolver el almuerzo, ir a la escuela, hacer los deberes para el día siguiente y cuidar la huerta” porque de eso vivían. “Pero su principal ocupación –continuaba diciéndose a sí misma– es pasarse el día íntegro leyendo y leyendo, con sus inmensos anteojos, esos libros que su maestra le trae cada vez que viaja a la ciudad”, ciudad donde todos pensaban que la vida en los pueblos chicos era algo así como el paraíso. Sí. Ya lo dije.

Ludmila nunca salió del pueblo; jamás puso un pie fuera de este pequeño pueblo donde nació. Pero viajó a través de los libros por exóticas geografías donde diminutos monos chilladores saltaban de fruto en fruto, libando como colibríes. Fue la pequeña protagonista de novelas de aventureros jugándose la vida, enfrentándose a lobos hambrientos en medio de la nieve. Fue la depositaria de colecciones de poesías que hablaban del amor de una niña por un niño, de una madre por su hija, de un pastor por su rebaño. ¡Maravillosos libros con parques de diversiones, con luces que hipnotizan, con juegos de todos los colores!

Y Ludmila creció sin niños que visitaran su casa, porque esa señora siempre tan despeinada les daba miedo y hablaba sola y caminaba en puntas de pie (como si bailara) y fumaba sin parar y se reía con una voz ronca cuando no había cosa alguna de qué reírse y movía la cabeza (como siguiendo una música que nadie escuchaba) y tosía. Tosía mucho. Y bebía.

Una tarde, al volver de la escuela, Ludmila fue hasta la caleta de La Caleta a cumplir con un recado de su madre. Debía canjearle a los hombres de las barcas un manojo de zanahorias de la huerta por un pescado. “Si es una cojinova o un congrio, mucho mejor, le había dicho. Y si no, lo que sea.”

Cuando la niña llegó a la caleta ya caía el sol y las barcazas eran empujadas sobre la arena hasta un lugar seguro. Había hecho esa diligencia infinidad de veces y tras cada una de ellas había recibido un reclamo y, raramente, un beso o una golosina. Así que aquella vez decidió poner todo su empeño en elegir de la mejor manera para que su madre no la retara. Y lo hizo hasta tal punto que terminó eligiendo un congrio que aún estaba vivo. Y con el congrio todavía dando aletazos en la bolsa, corrió hacia su casa.

Pero en el camino sintió por aquel pez algo difícil de describir, seguramente compasión o tal vez la loca suposición de estar asesinando a alguien tan indefenso e insatisfecho como ella misma. Y retrocediendo hasta las aguas del océano, que ya comenzaban a tapar las piedras más bajas, lo liberó de su prisión y lo dejó ir.

Volvió a su casa cuando ya estaba bastante oscuro, y sin el pescado. Esa noche, previsiblemente, no hubo beso ni golosina y, aunque no hubo paliza ni reclamos, tampoco hubo cena. Como tampoco hubo almuerzo al día siguiente, y la comida de toda la semana se redujo a verduras. Un castigo extraño, si se lo quiere ver así, pero castigo al fin dentro de sus códigos.

Desde entonces, cada tarde al volver de la escuela, Ludmila se detuvo en el mismo punto de su camino, a orillas del océano, donde había soltado al congrio y, mirando con avidez hacia el agua, fue esperando largos minutos. Esa extraña actitud, unida al hecho de que la historia ya circulaba entre los habitantes del pueblo (sin que nadie supiera con certeza cómo había escapado de círculo tan estricto) alertó a algunos y arrimó a otros.

Como un espectáculo al que sólo podían asistir tras las cortinas, los vecinos más próximos al mar (los de las cabañas del bosque y los parroquianos del Bar Billares) asistieron justamente desde atrás de las cortinas a las largas esperas de la niña junto al agua. Que estaba buscando una moneda o un anillo, sostenían unos; que se quería suicidar, temían otros. “Piensa que su padre volverá en un barco desde la otra vida”, arriesgó alguno más imaginativo. “Está harta de esa loca que es su madre y no quiere volver a la casa” supuso alguien ligeramente más cuerdo. “Es la eucaristía. Es el pez. Es el alimento de Lázaro resucitado”, argumentó doña Zulma Clavijo, que ya estaba vieja y enferma y no perdía oportunidad de encontrarle el costado sobrenatural a todas las cosas. “Es la palabra sagrada que vuela sobre la pequeña. Es el espíritu de la Cuaresma que viene a castigarla por oponerse a la muerte del pez.” Y la pobrecita Alcira Chicahuala, que aún no se había caído del árbol, se persignaba sin parar.

Tres días después, recién tres días después y gracias a un rayo de sol algo tardío que esa tarde atravesó la bruma e iluminó la escena, pudieron descubrir que Ludmila se miraba largamente con un congrio. “¿Será el congrio que le debe la vida?” se preguntaron algunos sin esperar respuesta, mientras otros guardaron silencio. Y todos, lentamente, empezaron a comprender.

Y a ese día siguieron otros días, parecidos pero no iguales, con una niña comiendo vegetales en silencio, frente a una madre que sólo recordaba el aplauso del público coronando sus antiguos números de baile; con una niña regando la huerta en silencio y asistiendo a la escuela también en silencio y caminando en silencio entre el apagado murmullo de los vecinos, que ya no tuvieron que esconderse detrás de las cortinas para poder mirarla.

Hasta que una tarde, como cualquier otra pero una tarde al fin, al volver de la escuela se detuvo otra vez frente al océano. Pero esa vez fue unos metros antes del lugar de siempre y lo suficientemente lejos de las miradas habituales. Seguramente se habían puesto de acuerdo ellos dos. Y se miraron largo rato, directo a los ojos; ella, a través del grueso cristal de sus lentes; él, tras diez o veinte centímetros de agua. Y aprovechando la bruma, que esa vez no dejó que ningún rayo de sol indiscreto se filtrara para delatarlos, hablaron en silencio, como siempre, y al parecer se entendieron una vez más. Y eso fue todo. Aunque ahora sea hora de suponer.

Se supone que él entró en ella (varón en hembra, al fin de cuentas) y que huyeron muy lejos, más allá de este pueblo y del pueblo que está más allá de este pueblo, después de un desierto, y del pueblo que viene luego, después de una salina, y del pueblo siguiente y del que sigue y del de más allá, que es algo así como llegar al otro lado del mundo.

Pero también es posible que ella lo siguiera a él después de diez o de veinte centímetros de agua, o después de diez o de veinte metros, o de diez o de veinte kilómetros de agua, que es algo así como decir el mar.

Y si alguien hoy, por esas cosas de la vida, llora o sufre por ella, es posible que se equivoque. Porque nadie (pero nadie nadie) sabe el final de la historia; porque la historia no está en los libros, ni tampoco en el álbum de familia (que en verdad no existe), ni en el periódico del pueblo (que se dedica a otras cosas) y Ludmila posiblemente vive, posiblemente respira bajo el agua y es muy feliz.


Rogelio Ramos Signes nació en La Rioja en 1949, pasó su infancia en San Juan, su adolescencia en Rosario, y reside en San Miguel de Tucumán desde 1972. Publicó numerosos cuentos y microficciones en antologías y revistas, y los siguientes libros: Las escamas del señor Crisolaras (cuentos, 1983) Diario del tiempo en la nieve (novela, 1985), En los límites del aire, de Heraldo Cuevas (novela, 1986), Soledad del mono en compañía (poesía, 1994), Polvo de ladrillos (ensayos, 1995), El ombligo de piedra (ensayos, 2000), En busca de los vestuarios (novela, 2005), Un erizo en el andamio (ensayos, 2006), La casa de té (poesía, 2009), Por amor a Bulgaria (novela, 2009), Todo dicho que camina (microrrelatos, 2009), El décimo verso (poesía, 2011) y La sobrina de Úrsula (novela, 2015). Ediciones Desde la Gente le editó la antología Monoambientes, microficciones del NOA (2008); y La aguja de Buffon la antología Cuaderno Laprida (2016) en homenaje a David Lagmanovich.

 

 

 

 

jueves, 25 de abril de 2024

RECUERDOS DE UN AYUDANTE DE FOTOGRAFÍA

Rogelio Ramos Signes

No fue la única foto que sacamos ese día; las tomas fueron numerosas. En algunas, ellos aparecen de frente, en hilera, y creo que hay varias que están muy buenas. Otras, donde se los ve desde atrás no me gustan tanto, pero conceptualmente hubiese tenido mucho sentido elegir una de esas: estaban yéndose, estaban alejándose de sus seguidores. Además hubiera pesado, y mucho, la parte lúdica de toda la puesta en escena. ¿Quién es el de traje negro? se hubiesen preguntado quienes no reconocían a Ringo de espaldas. ¿Quién es el que lleva camisa de tela de jean? podrían haber inquirido quienes no distinguían a George. ¿Y el que va todo de blanco? Aquello habría dado que hablar. Hasta se podrían haber organizado concursos para que la gente se arriesgara a decir quién es quién y todo eso. Pero no. La foto no era amable; era hermosa, eso sí.

Ninguno de los cuatro tenía ganas de posar. En los estudios le habían pedido a Ian McMillan que hiciera media docena de tomas, e hizo muchas más. Montó la cámara en medio de la calle, mientras yo le pedía a tres policías que detuvieran el tránsito.

Al principio algunos automovilistas se sintieron molestos y atronaron con las bocinas de sus coches; pero luego, cuando vieron de qué se trataba, detuvieron los motores, se acercaron hasta la pequeña barrera y terminaron aplaudiendo. Algunos corrieron a buscar papel y lápiz para que los muchachos les firmaran autógrafos.

Aunque ellos no estaban de buen talante, igual accedieron a vestirse con ropas totalmente diferentes; incluso Paul (¡cuándo no, haciéndose notar!) decidió no ponerse zapatos, y cruzó la cebra callejera descalzo todas las veces que fue necesario; a veces fumando, a veces no; y siempre con el paso cambiado, como le sugerí. “Esto, sin mucho esfuerzo, va a dar que hablar” les dije, y a los cuatro les agradó la idea. Después se han dicho muchas cosas al respecto (diez mentiras por cada verdad), pero la bola ya había sido echada a rodar, y resultó imparable.

Fue un viernes; el 8 de agosto de 1969 a partir de las 10 de la mañana, exactamente. Lo recuerdo con precisión. En una foto hay una señora mirándolos; en otra están los cuatro sentados en la escalinata del estudio; en otra, tomada desde el lado opuesto de la calle, aparece un ómnibus rojo, de esos de dos pisos; en otra se los ve desde arriba; en otra están esperando, también en línea, pero en la vereda; en otra simplemente payasean; en otra, incluso, no se ve el Volkswagen blanco que se haría tan famoso. LMW 281F, con las dos ruedas izquierdas sobre la vereda de Abbey Road. Imposible olvidarme.

Cuando volví a la Argentina, cuarenta y cinco años después y ya jubilado, pude comprarme un departamento cerca del centro. Recuerdo que lo primero que hice fue encargar una gigantografía para cubrir íntegra una pared de mi pieza, la que está frente a mi cama. Y ahí sigue, cada día, cada noche, acompañándome. Yo fui parte de ella; en realidad, fui parte de la historia de esa fotografía.

A veces, en la penumbra de la habitación, me sirvo un vaso de whisky, me recuesto y pongo el disco. En cuanto John Lennon empieza a decir “shoot me” y da unas palmadas en el micrófono, siento que vuelvo a tener veinte años, que la paz es posible, que todo lo que necesitamos es amor y que el mundo está en orden.

Otras veces, simplemente me despierto.


Rogelio Ramos Signes nació en La Rioja en 1949, pasó su infancia en San Juan, su adolescencia en Rosario, y reside en San Miguel de Tucumán desde 1972. Publicó numerosos cuentos y microficciones en antologías y revistas, y los siguientes libros: Las escamas del señor Crisolaras (cuentos, 1983) Diario del tiempo en la nieve (novela, 1985), En los límites del aire, de Heraldo Cuevas (novela, 1986), Soledad del mono en compañía (poesía, 1994), Polvo de ladrillos (ensayos, 1995), El ombligo de piedra (ensayos, 2000), En busca de los vestuarios (novela, 2005), Un erizo en el andamio (ensayos, 2006), La casa de té (poesía, 2009), Por amor a Bulgaria (novela, 2009), Todo dicho que camina (microrrelatos, 2009), El décimo verso (poesía, 2011) y La sobrina de Úrsula (novela, 2015). Ediciones Desde la Gente le editó la antología Monoambientes, microficciones del NOA (2008); y La aguja de Buffon la antología Cuaderno Laprida (2016) en homenaje a David Lagmanovich.

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