Joan Antoni Fernández
—Veamos, joven. ¿Dice usted reunir todos los
requisitos, estar cualificado para formar parte de nuestro selecto club? No se
apresure, medítelo con calma y sea sincero.
Teo tragó saliva y miró dubitativo
a su entrevistador. ¿Estaba realmente seguro
del paso que iba a dar en aquellos momentos? ¡Por supuesto que sí!
—Desde luego —afirmó categórico,
aunque su voz sonó estridente—. No tengo la menor duda, soy uno de los pocos
afortunados.
—Comprenda que su simple palabra no
nos basta, deberemos revisar con detalle su expediente —el otro se mostró
firme—. Suele suceder con frecuencia que individuos de bajo nivel tratan de
embaucarnos, pretenden ser admitidos mediante embustes en el seno de nuestra
sociedad. Pero sólo aceptamos a los más puros, es la norma de esta institución.
—Lo entiendo, y apruebo su
prudencia.
—Excelente, entonces repasemos el
informe oficial —el hombre tecleó con rapidez en su portátil y observó la
pantalla frunciendo el ceño—. Aquí dice que usted nació en la ciudad de
Terrassa hace veintinueve años, ¿es correcto?
—Así es.
—Explíqueme de forma somera cómo
llegó a descubrir su... peculiaridad.
—Bueno... —Teo aspiró el aire con
fuerza—. En realidad debo admitir que yo nunca mostré ser un niño precoz, ni
siquiera me percaté de mi particular situación hasta cumplidos los doce años de
edad. Desde muy pequeño tuve un carácter introvertido y no era demasiado buen
estudiante, llegando a repetir varios cursos por mis malas notas. En clase me
costaba concentrarme, era incapaz de prestar atención a las lecciones. De hecho
ni siquiera podía leer bien, siempre acababa divagando. A todas horas tenía la
mente repleta de imágenes y voces atrayentes, ecos extraños que me dejaban
embelesado la mayor parte del tiempo, sumido en un mundo interior. Por eso los
compañeros de clase murmuraban a mis espaldas, se reían de mí y me llamaban Cara-de-plato. Durante años, a pesar de
que aquella situación me irritaba en extremo, no le di demasiada importancia y
permanecía gran parte del tiempo embelesado en mis propios pensamientos, ajeno
a lo que me rodeaba. Pero a medida que me hacía mayor noté que en casa también
crecía la tensión. Mi madre comenzó a estrecharme entre sus brazos con mayor
asiduidad a la vez que lloraba sin motivo alguno mientras que mi padre solía
mostrar el rostro fruncido, apenas me hablaba e incluso parecía cohibido ante
mi sola presencia.
—Un comportamiento típico —comentó
despectivo el entrevistador—, pero prosiga usted.
—Bueno, así transcurrió mi infancia
hasta alcanzar la adolescencia. Tendría trece o catorce años cuando una noche
me desperté cubierto de sudor y con un desagradable zumbido sonando atronador
dentro de mi cabeza. Todo aparecía distorsionado ante mis ojos y me costaba
concentrarme, como si el mundo hubiera perdido nitidez. Un extraño bulto había
brotado en la base de mi nuca produciéndome una dolorosa quemazón. Me asusté
mucho y llamé a mis padres, quienes me contemplaron con miedo, en especial mi
padre. Tras una larga discusión entre ellos, por fin acordaron llevarme al día
siguiente al médico.
»Supongo que mi historia es similar
a la de tantos otros jóvenes. En aquella época yo acababa de alcanzar la
adolescencia y mi cuerpo estaba reaccionando a los cambios del desarrollo
hormonal. Hoy en día resulta un proceso de lo más normal, por el que pasa gran
cantidad de jóvenes dotados, pero entonces era algo todavía nuevo y aterrador.
El médico que me visitó al principio quedó muy sorprendido y comenzó a
realizarme todo tipo de pruebas. Fui sometido a radiografías,
electrocardiogramas, resonancias magnéticas y varios reconocimientos más que ya
no recuerdo. Se me extrajo sangre, se analizó mi orina y hasta me practicaron
biopsias. El resultado fue siempre el mismo: mi código genético parecía haber
mutado y era muy inestable.
»Lo peor fue que mi padre no aceptó
la situación. El hombre se sulfuró y acusó a mi madre de cosas horribles, pues
según las pruebas practicadas yo no poseía casi ninguno de sus genes. Mi pobre
madre juró y perjuró que ella no había hecho nada malo y que siempre le había
sido fiel, pero él no se dejó convencer y al final todo acabó en divorcio y yo
me quedé en casa bajo la custodia de ella. Por suerte para nosotros el doctor
Comelles, nuestro médico de cabecera, se interesó vivamente por mi estado.
Gracias a él descubrimos que yo no era un caso aislado: en todo el mundo había
ido surgiendo una cantidad ingente de jóvenes adolescentes que presentaban unas
mutaciones tanto o más extrañas que las mías. Parecía como si hubiera estallado
una extraña epidemia a escala planetaria. Pero a pesar de aquellas noticias mi
padre ya no volvió a vivir con nosotros.
»Como yo era el primer catalán en
sufrir dicha alteración, pronto fui recluido en el Hospital de Catalunya para
ser estudiado con mayor detenimiento. De semejante época no guardo un mal
recuerdo, pues todo el equipo médico me trataba con afecto y cordialidad.
Cierto que me sometían a pruebas con una periodicidad abrumadora, pero a cambio
tenía a mi disposición cualquier capricho que deseara. Mi madre acudía a
visitarme todos los días y nos lo pasábamos muy bien. Luego, de repente,
empezaron a llegar más chicos como yo, así que dejé de ser un caso aislado y
perdí parte de mis privilegios.
»Un día el doctor Comelles nos
llamó a mi madre y a mí, diciendo que ya habían encontrado la causa de todas
las alteraciones que yo estaba padeciendo. Bueno, usted ya lo sabe, claro, hoy
en día semejante mutación resulta del dominio público y a nadie causa asombro.
Pero diez años atrás fue un verdadero shock emocional para mí.
»Bueno, no hace falta que le diga
que mis padres habitaban en una zona rodeada de cables de alta tensión y de
antenas tanto parabólicas como de radio-frecuencia. Al parecer semejante flujo
electromagnético había desestabilizado el fenotipo de mis progenitores
produciendo cierta mutación en su genoma, una mutación que yo heredé. El gen
egoísta de mi ADN se recombinó gracias a las radiaciones ionizantes, mutando
hasta adaptarme a un medio ambiente dominado por el bombardeo masivo de ciertas
emisiones. Entonces comprendí la infinidad de extrañas imágenes que siempre
invadían mi mente, así como las voces que parecía surgir de la nada. Yo había
desarrollado en la parte superior de mi cerebro un receptor de televisión que
captaba las ondas hertzianas mediante el bulto de mi nuca, una especie de
potente antena creada a través de terminaciones nerviosas, y las transmitía
mediante impulsos eléctricos haciéndolas inteligibles para mí.
—O sea que era usted un
humano-televisor. —El entrevistador sonrió satisfecho.
—En efecto —Teo asintió
complacido—, durante años he estado practicando con mi don hasta dominarlo por
completo. Ahora ya soy capaz de bajar el volumen, dar o quitar color, cambiar
de canal o simplemente desconectarme a voluntad. Por eso, cuando capté su
anuncio, comprendí que yo también era un miembro adecuado para su club. Estoy
harto de relacionarme con gente plana incapaz de captar la belleza que hay en
las ondas que nos rodean. Necesito
entablar relación con gente igual que yo, seres superiores con los que
compartir mis sentimientos sin necesidad de utilizar aparatos rudimentarios.
—Bien —el otro suspiró complacido—,
creo que está todo en orden. Por lo que parece, usted puede llegar a ser un
digno miembro de nuestro club. Ya sabe que aquí sólo aceptamos genuinos
hombres-televisor, aunque algún hombre-radio ha intentado ingresar en la
cofradía con engaños. Nosotros somos un club de élite y sólo acogemos a los
humanos más perfectos, no aceptamos seres medio desarrollados. El mundo será
para quien domine los medios audiovisuales, nada pues de hombres-teléfono ni
hombres-dínamo. Semejantes mutaciones están destinadas a desaparecer pues su
capital genético no podrá adaptarse al entorno actual. Nosotros postulamos el
emparejamiento entre individuos con las mismas características para que los
hijos obtengan la transmisión de los caracteres adquiridos para bien de la
especie humana.
—¿Lamarkismo? —Teo parpadeó.
—Si lo quiere usted llamar así... —El
hombre frunció el ceño y miró de nuevo el informe en la pantalla—. Un momento,
no he podido dejar de fijarme en un detalle que no me ha gustado. Espere usted
aquí, vuelvo enseguida.
Teo observó cómo su entrevistador
se levantaba y abandonaba la sala con rapidez. Una extraña sensación de
desasosiego se apoderó de él. ¿Qué había pasado? Estaba deseando formar parte
de aquel club selecto y poder relacionarse con seres como él, incluso acariciaba
la idea de llegar a casarse con alguna mujer-televisor de buena figura y
atractivas antenas de cien megahertzios...
Al cabo de unos instantes el hombre
volvió a entrar en el despacho acompañado de un individuo de enorme cabeza (un
cuarenta y siete pulgadas, seguro) que observó a Teo con ojo crítico.
—Soy el doctor Ericksson —dijo este
último con voz bien modulada—, parece ser que se ha presentado un pequeño
problema.
—¿Un problema? —Teo parpadeó con
creciente ansiedad.
—¿Lo ha visto usted? —El primer
hombre asió al médico por el brazo mostrando su nerviosismo.
—Sí, no hay la menor duda —el
galeno asintió muy serio—. Tenía usted razón.
—¿Qué sucede? —Teo miró
alternativamente a los otros dos sintiéndose cada vez más alarmado.
—Lo siento, joven —el doctor
Ericksson mostró su pesar—, pero no podemos aceptarle a usted en nuestro club.
No reúne las condiciones exigidas.
—¡Pero eso es ridículo! —Teo se
sobresaltó—. ¡Soy un hombre-televisor, se lo juro! ¡Les aseguro que capto las
imágenes en color y el sonido en estéreo! ¡Tengo una alta definición!
—Tal vez —el médico intercambió una
mirada con su compañero—, pero por desgracia no cumple los requisitos. Pruebe
en otro club menos exigente que el nuestro.
—Pero, ¿por qué?
—Usted parpadea, lo siento.
—¿Que yo parpadeo?
—Sí, usted posee una onda senoidal
que recibe la frecuencia analógica, con líneas. Aquí sólo aceptamos
definiciones digitales, muchacho. Usted no es apto.
—¡Dios mío!
Teo sintió como si todo se
desvaneciera a su alrededor. Por fin comprendió por qué de un tiempo a aquella
parte cada vez parecía captar menos señales en su cerebro, su recepción era obsoleta. La mutación desarrollada en
sus genes no había sido la más adecuada y él estaba destinado a desaparecer sin
dejar huella. Semejante a una mosca drosófila de laboratorio su vida sería
breve y estéril, sin salida factible.
La evolución continuaba su marcha
implacable. Debía dejar paso a otros caracteres hereditarios que fueran
viables, mejor preparados para enfrentarse al futuro. Genes capaces de
desarrollar una nueva generación más competente.
Una generación poseedora de alta
definición.
Joan Antoni Fernández nació
en Barcelona el año 1957, actualmente vive retirado en Argentona. Escritor
desde su más tierna infancia ha ido pasando desde ensuciar paredes hasta
pergeñar novelas en una progresión ascendente que parece no tener fin. Enfant terrible de la Ci-Fi hispana, ha
sido ganador de premios fallidos como el ASCII o el Terra Ignota, que
fenecieron sin que el pobre hombre viera un céntimo. Inasequible al desaliento,
ha quedado finalista de premios como UPC, Ignotus, Alberto Magno, Espiral, El
Melocotón Mecánico y Manuel de Pedrolo, premio éste que finalmente ganó en su
edición del 2005. Ha publicado relatos, artículos y reseñas en Ciberpaís,
Nexus, A Quien Corresponda, La Plaga, Maelström, Valis, Dark Star, Pulp
Magazine, Nitecuento y Gigamesh, así como en las webs Ficción Científica, NGC 3660 y BEM On Line, donde además mantenía junto a Toni
Segarra la sección Scrath! dedicada
al mundo de los cómics. Que la mayoría de estas publicaciones haya ido cerrando
es una simple coincidencia... según su abogado. También es colaborador habitual
en todo tipo de libros de antologías, aunque sean de Star Trek ("Últimas Fronteras II"),
habiendo participado en más de una docena de ellas (Espiral, Albemuth, Libro
Andrómeda, etc.). Hasta la fecha ha publicado siete libros: "Reflejo en el agua", "Policía Sideral", "Vacío Imperfecto", “Esencia divina”, “La mirada del abismo”, “Democracia cibernética” y “A
vuestras mentes dispersas”. Además, amenaza con nuevas publicaciones. Su
madre piensa que escribe bien, su familia y amigos piensan que sólo escribe y
él ni siquiera piensa.
