Aisha El Saadawi
Con un movimiento
lento, el doctor Ahmed Sabahi acciona el cierre de su maleta. Resopla y se
vuelve hacia la ventana de la suite, en el piso más alto del Best View Pyramids
Hotel que, como indica el nombre, tiene la mejor vista de las pirámides de
Giza. Sin embargo, aquel gesto tan simple le provoca punzadas en el cerebro, y
la luz matinal le azota la vista. Aprieta los ojos y rechina los dientes por la
molestia. Su cabeza está liviana y pesada al mismo tiempo. Liviana porque no
logra concentrarse en casi nada y sus ideas parecen estar fuera del cráneo,
flotando alrededor; pesada porque le duele cuando se mueve, le duele cuando
intenta pensar y hasta cuando respira. Culpa del vino y la cerveza de la noche
anterior. Aunque el alcohol es muy regulado y caro en Egipto, Ahmed nunca
pierde la oportunidad de empinar el codo cuando está allí. Las bebidas egipcias
le parecen mejores que cualquier cosa que se pueda encontrar en los pubs de
Londres. Pero el exceso de alcohol no fue su único desliz la noche anterior.
También consumió tabaco con hierbas en el narguile. Muchos suelen mezclar miel,
frutas, hierbas aromáticas o incluso opio con el tabaco, pero Ahmed optó por
añadirle loto azul, una planta alucinógena que crece a lo largo del Nilo, usada
en el Antiguo Egipto no solo en rituales sagrados, sino como sustancia
psicodélica. El pobre Ahmed pasó el resto de la noche febril y delirante, al
punto de creer que había muerto. En su mente, vagó por el inframundo, oyendo el
piar triste de las almas perdidas. Ahora, casi tan muerto como los fantasmas
del submundo que lo atormentaron, arrastra los pies por la habitación del hotel
intentando recoger sus cosas. Encuentra sus pastillas y se da cuenta de que no
las tomó después de la cena anterior, y que ya pasó la hora de tomarlas esa
mañana. Se traga el medicamento con un poco de agua y retoma su preparación
para marcharse.
Su voluntad sería acostarse y
apagarse para ver si despierta mejor, pero debe regresar a Inglaterra, donde
vive y trabaja, y asistir a un evento impostergable. Así que, tras lanzar una
última mirada a las pirámides y a la esfinge –el monstruo mitológico al que ama
desde niño–, Ahmed se pone los lentes oscuros, toma la maleta y baja a hacer el
checkout y tomar el Uber, que, según ve en la aplicación, ya está muy
cerca.
—¿Prefiere ir por Salah Salem o por
la Ring Road? —pregunta la conductora, una mujer corpulenta y seria, con hiyab
y abaya. Su voz no es fuerte, pero para los oídos sensibles de Ahmed
equivale al sonido de una estampida. Y no solo eso: las cosas parecen más
brillantes de lo que deberían, incluso vistas detrás de los anteojos oscuros.
La conductora, por ejemplo, se presenta envuelta en un aura resplandeciente. Y
el calor, ¡por Alá! El calor en El Cairo en esta época…
—Por el camino más rápido, por
favor. Mi vuelo sale en dos horas, y de aquí al aeropuerto son unos 50 minutos
—responde él, fingiendo ser el hombre más sobrio del mundo.
—A esta hora, ambas vías están muy
cargadas. ¿Usted es de El Cairo, verdad? Sabe cómo es el tráfico aquí —dice la
conductora, consultándolo por el retrovisor y arrancando el auto.
—Soy de Shubra El Kheima, y sí,
conozco bien El Cairo. De hecho, trabajé aquí mucho tiempo —responde Ahmed, mientras
se seca el sudor de la frente con la manga de la camisa—. Ring Road, si no le
molesta.
Ring Road es una de las principales
avenidas de El Cairo, con tráfico intenso a cualquier hora, pero como tiene
muchas vías, los vehículos avanzan sin demasiada dificultad. La avenida está
flanqueada por edificios de ladrillo rojo que le lastiman la vista a Ahmed, y
el incesante bocinazo de los autos –una manía nacional– atormenta sus oídos.
Un pequeño camión cargado de
camellos adelanta al Uber y señala que se meterá delante. A Ahmed siempre le han
gustado los camellos, pero estos lo miran de manera extraña y, para su espanto,
comienzan a reír… a reírse de él.
Otro delirio. “Parece que todavía
sigo bajo efecto de la mezcla de alcohol, tabaco y loto azul… ¿Habré hecho mal
en tomar el remedio esta mañana?… ¡Porquería! Olvidé que no se podía mezclar.”
Ahmed gime y sacude la cabeza, muy arrepentido de todos sus excesos.
Y ahí se va el camión con los
camellos, tomando distancia a velocidad superior a la permitida en la Ring
Road. Ahmed se masajea los ojos debajo de los lentes.
—Usted no parece estar muy bien
—dice la conductora, frunciendo el ceño.
—Bien o mal, necesito tomar ese
avión, mi buena señora —murmura él, bajando la cabeza, un poco mareado.
—Por favor, no vaya a vomitar. Hoy necesito
hacer muchos más viajes, no puedo parar todo para limpiar el auto, ¿entiende?
—advierte la mujer, mirando hacia atrás un instante.
—Si pasa algo, le pido que se
detenga —intenta tranquilizarla Ahmed, aunque sabe que los veintinueve kilómetros
hasta el aeropuerto son muchos cuando el estómago está revuelto y el vaivén del
auto solo empeora la sensación.
Para distraerse, saca la billetera
y verifica si su pasaje está allí. Odiaría pedir a la conductora que diera la
vuelta porque olvidó el bendito boleto. Por suerte, sí está… pero no así su
dinero ni sus tarjetas. Ahmed gruñe. En medio del jolgorio nocturno, fue robado
por el muchacho que llevó a la habitación. “Al menos el miserable no se llevó
el pasaje ni el celular.” Rebusca el otro bolsillo y encuentra el teléfono,
decidido a cancelar las tarjetas antes de que lo perjudiquen más. Por fortuna
puede pagar con su cuenta de Google. Al menos podrá comer algo en el aeropuerto
antes del despegue.
Pero el celular indica un mensaje
nuevo, y siente una urgencia misteriosa por revisarlo. Lo sorprende ver que no
está escrito ni en inglés ni en árabe… sino en jeroglíficos.
No te asustes.
Ahmed no comprende. Ni siquiera
aparece un número de remitente.
Escribe: ¿Quién es? ¿Qué broma
es esta?
Las palabras parpadean y se
convierten en jeroglíficos. Atónito, Ahmed se da dos palmadas en cada mejilla.
El ruido llama la atención de la conductora, que lo mira confundida por el
espejo, pero Ahmed la ignora y revisa la nueva respuesta.
Voy a revelarme en un instante,
pero te pido otra vez que no te asustes. Para que ella no piense que estás
loco, sugiero que finjas estar hablando por teléfono.
Ahmed mira apenas a la conductora,
que ya no le presta atención. Espera… pero no llegan más mensajes. De pronto, a
su lado, en el asiento detrás de la conductora, se materializa una criatura
esquelética envuelta en vendas amarillentas, sueltas en algunos puntos,
revelando piel reseca y hasta huesos. La cara, solo parcialmente cubierta,
muestra una boca retraída, con dientes expuestos y ojos tristes maquillados con
gruesas líneas negras. Las puntas de los dedos están descubiertas, con uñas
largas y quebradas. Su aura es oscura y pesada.
Ahmed tiembla y grita.
—¡Pare el auto!
La conductora, que ya esperaba algo
así, enciende la luz direccional y estaciona el vehículo. Ahmed abre la puerta
y sale tambaleándose justo a tiempo para doblarse y vomitar violentamente. El
contenido sale incluso por la nariz. Se atraganta un poco, se suena, respira
hondo, escupe, respira otra vez y se vuelve hacia el auto.
La conductora –ajena a lo
sobrenatural– le pregunta si está bien. Pero la momia en el asiento trasero
señala el celular que Ahmed aún sostiene. Desconcertado, él baja la mirada.
No seas cobarde.
Ahmed exhala nervioso,
prometiéndose no volver a beber nunca, no fumar narguile, no ingerir sustancias
alucinógenas, no mezclarlas con antidepresivos, ni llevar desconocidos al
cuarto.
Lentamente, con las piernas
temblorosas y la cabeza girando, vuelve al asiento trasero y cierra la puerta.
No aparta los ojos de la aparición: no duda de que el segundo pasajero es solo
el eco de alguien que ya no existe en la Tierra.
—Se va a sentir mucho mejor ahora.
Se lo garantizo. Aquí tiene. Siempre llevo botellitas de agua para los clientes
—dice la conductora, estirando el brazo y entregándole una botella de plástico.
El agua está parcialmente congelada; seguramente la mujer la había dejado en el
congelador hasta solidificarse, para que se mantuviera fría durante el resto
del día, incluso bajo el calor abrasador de El Cairo.
Aún sin apartar la mirada de la
proyección ectoplasmática, Ahmed agradeció a la conductora, abrió la botellita
y dio varios largos tragos.
El coche reanuda su camino, pero
Ahmed ni siquiera lo nota, tan conmocionado está por el inesperado pasajero,
que otra vez señala el celular con su dedo huesudo y deteriorado y, luego, con
otro gesto, le ordena llevar el aparato a la oreja. Con una voz espectral,
capaz de provocar escalofríos, la aparición habla en egipcio antiguo.
—Ella no puede verme ni oírme. Por
eso es mejor que siga fingiendo que habla por su artefacto.
Ahmed, egiptólogo especializado en
la lengua antigua, hace de cuenta que realmente está hablando por teléfono.
¿Qué más podía hacer?
—¿Qué quieres de mí, fantasma?
—pronuncia en la lengua antigua con cierta dificultad, pues, a decir verdad,
jamás ha practicado conversación.
—Estoy aquí porque usted realizó un
ritual mágico de invocación de espíritus, y yo lo escuché y acudí.
Ahmed se sobresalta.
—No hice ningún ritual.
—Sí lo hizo. Consumió loto sagrado
y recitó palabras mágicas en el momento más propicio de la noche para convocar
a los muertos.
A Ahmed se le ocurre que quizá
repitió algún fragmento de un documento muy antiguo que está descifrando, un
texto que, cree, es de carácter mágico. Y lo habría hecho borracho y después de
fumar la mezcla de tabaco con loto azul en algún punto de la madrugada.
—Fue un malentendido… Pero ¿por qué
te presentas así, como una momia, si los antiguos egipcios creían que los
fantasmas adoptaban la apariencia que la persona tenía en vida? ¿Por qué no
apareciste con el aspecto que tenías antes de morir?
—Oh, no sería tan impresionante si
me manifestara con mi aspecto de hombre común, ¿no le parece?
Ahmed se ve obligado a reconocerlo.
La llegada de la momia había sido tan impactante que casi sufrió un colapso.
—¿Y de qué sirve que me pidas que
no me asuste, si luego apareces de esta manera? —La momia suelta una risita
pícara. Por lo visto, los antiguos egipcios también disfrutaban de hacer
travesuras, piensa Ahmed—. Muy bien, dime de una vez el motivo de estar aquí y
desaparece. —Lo último que Ahmed desea es ser perseguido por un espíritu
convocado accidentalmente o por un delirio.
Carraspeando, el muerto habla con
absoluta seriedad, pesando cada palabra:
—Mi nombre es Nebusemekh, hijo de
Ankhmen y de la señora Tamshas. Cuando estaba vivo, era supervisor del tesoro
del rey Mentuhotep y teniente del ejército. Morí en el año 14 del reinado de
Mentuhotep, gobernador del Alto y del Bajo Egipto. Él mandó preparar mis cuatro
vasos canopos y mi hermoso sarcófago de alabastro, y me colocó a descansar en
mi tumba.
—Parece que todo se hizo según las
reglas. Entonces, ¿qué lo perturbó lo suficiente como para venir detrás de mí?
Verá, estudio el antiguo Egipto, pero no estaba entre mis planes tener la
compañía del fantasma de una momia.
Nebusemekh, sin prestar demasiada
atención a lo que Ahmed dice, expone la causa de su desgracia.
—Con el paso del tiempo, mis
descendientes olvidaron dónde estaba enterrado, dejaron de hacer las ofrendas
necesarias, mi tumba se fue deteriorando y un día se vino abajo. Estoy expuesto
al frío invernal y hambriento; no veo los rayos del sol, no respiro el aire, la
oscuridad está frente a mí todos los días y nadie viene a buscarme. Temo que,
por haber sido olvidado, dejaré de existir, o quedaré perdido aquí para siempre
porque mi alma ya no tiene un hogar.
Ahmed comprende la situación. La
existencia de Nebusemekh es una especie de limbo, una vida póstuma muy distinta
de lo que él debió haber imaginado en vida.
—Tu muerte ocurrió hace muchísimo
tiempo. ¿Nunca lograste ponerte en contacto con alguien que pudiera ayudarte?
—Sí, pero sin éxito. La última vez…
A pesar de lo absurdo de la
situación, Ahmed siente una profunda curiosidad por conocer la historia de
Nebusemekh.
—¿Qué ocurrió la última vez?
—Un viajero, agotado tras una larga
travesía por el desierto, encontró la entrada de mi tumba en la Necrópolis de
Tebas y decidió refugiarse allí durante la noche. Al percibir su presencia,
desperté de mi sueño inquieto y me revelé ante él. Al día siguiente, el hombre
buscó a Khonsuemheb, sumo sacerdote del templo de Amón, que se interesó por
saber qué me sucedía. Khonsuemheb convocó mi espíritu en un ritual similar al
que usted realizó anoche e interrogó mis razones para existir aún en este
mundo. Al conocer mi triste historia, se sentó a mi lado, llorando y
lamentándose. —Se detiene un momento y emite un sollozo largo y lúgubre, que
suena como el canto triste de algún ave nocturna.
Ahmed, sorprendido por el lamento
angustioso, casi deja caer el celular.
—Por favor, continúa.
—Khonsuemheb se ofreció a
reconstruir una nueva tumba, procurarme un ataúd de madera recubierto de oro y
enviar diez servidores para realizar ofrendas diarias en mi tumba, dándome así
la paz que tanto buscaba. Pero, como otras personas antes se habían ofrecido a
hacer lo mismo y no cumplieron su palabra, desconfié de las intenciones del
sacerdote.
El coche frena bruscamente y la
conductora explica, malhumorada:
—Un accidente adelante.
Ahmed mira. El camión que
transportaba los camellos está volcado en plena calzada central. Algunos
animales yacen muertos, esparcidos sobre los carriles; otros, desorientados,
intentan ponerse de pie. Varios coches han chocado, formando una barrera. Es
imposible avanzar, y en ese tramo no hay ninguna salida hacia otra vía. Ahmed
suspira, previendo que existe una gran posibilidad de perder su vuelo. Para no
pensar en ello, continúa la conversación con el alma en pena cuya presencia le revuelve
el estómago.
—¿Qué pasó después, mi buen
Nebusemekh?
—Khonsuemheb envió a tres hombres
en busca de un lugar adecuado para construir mi nueva tumba. Eligieron un
rincón apacible cerca del templo funerario del rey Mentuhotep II y regresaron a
Karnak para informar al sumo sacerdote, quien, a su vez, se comunicó con el
representante del patrimonio de Amón, con la intención de hacer los arreglos
necesarios e iniciar los trabajos.
—Y por lo visto no funcionó, de lo
contrario no estarías aquí atormentándome.
—En efecto… Sabe… Me convencí de
las buenas intenciones de Khonsuemheb y comencé a imaginar una vida tranquila
en el Más Allá… pero… —Aquí, vuelve a llorar y a lamentarse— el sumo sacerdote
enfermó y murió, y el representante del patrimonio de Amón, ocupado con otras
obligaciones, pospuso una y otra vez la construcción de la tumba hasta
abandonar el asunto completamente.
—Realmente es una historia triste…
Pero, al final, ¿qué quieres de mí?
—Deseo que encuentres mi tumba,
saques mi sarcófago y mis objetos de allí, los lleves a un lugar seguro y
apropiado, y hagas ofrendas todos los días. Ah, y no olvides un nuevo ataúd de
buena madera, porque el mío está rajado y a punto de deshacerse… Solo así podré
descansar.
—¿¡En Tebas!? —Ahmed abre los ojos
de par en par.
—Obviamente en Tebas. ¿Dónde más
sería, si es allí donde estoy enterrado?
—Queda a 800 kilómetros de aquí.
Además, ni siquiera vivo en Egipto; estoy a punto de regresar al lugar donde
resido, que queda muy lejos. Tengo un compromiso ineludible. Y sobre el ataúd…
¿tienes idea del precio de la madera noble hoy día? ¡Es imposible! Lo siento
mucho.
El muerto lo mira con furia. Sus
ojos redondos desprenden pequeñas chispas rojizas.
—¿Te niegas a ayudarme aun después
de haber convocado mi presencia mediante un ritual mágico?
—Ya dije que todo fue un
malentendido.
—Entonces pagarás caro por esta
afrenta, como los otros que no cumplieron su palabra.
—¡Pero yo no prometí nada…!
El fantasma se desvanece, dejando a
Ahmed hablando solo. Él baja el celular sobre su pierna, sin poder decidir si
la visión fue real o producto de su imaginación. Baja la ventanilla para
respirar, sintiéndose un poco asfixiado, y aspira profundamente el aire seco y
caliente del desierto.
—¿Está bien? Sonaba muy irritado
durante la llamada. ¡Qué idioma extraño! Transporto gente de todo el mundo y
nunca escuché nada así —comenta la conductora.
Sin embargo, un ruido aterrador
impide que Ahmed responda. Gira el cuerpo y mira por el parabrisas trasero. A
lo lejos, ve al monstruo mitológico que lo fascina desde la infancia.
La Esfinge se acerca a saltos, con
la bocaza abierta y los ojos rojos y centelleantes fijos en el Uber. Sus
pesadas patas de piedra aplastan los coches a su paso, y ella avanza, y avanza.
Con un grito desesperado que hace
saltar a la conductora en su asiento, Ahmed se arroja del vehículo por la
ventanilla, cae de cara al suelo y se raspa todo el cuerpo. Se levanta sin preocuparse
por las heridas, y hasta abandona la maleta. Al ver un camello en el arcén,
monta en él con un salto casi acrobático y, manejando al animal como solo los
egipcios saben hacerlo, parte a toda velocidad hacia el aeropuerto con la
Esfinge pisándole los talones.
Y si logró llegar allí vivo o
muerto, eso queda para otra historia.
Aisha El
Saadawi es una feminista y activista egipcia. Licenciada en matemáticas, vive
en Inglaterra con su familia y trabaja como profesora. Publica artículos sobre
el mundo árabe, en particular sobre la condición de la mujer, en periódicos
locales. Estudió Literatura Inglesa y Escritura Creativa en la Universidad de
Lancaster.
