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viernes, 28 de noviembre de 2025

CRÓNICA MARCIANA, O LA EXPLICACIÓN DE UNA GUERRA

João Ventura

 

Cuando Marte entró aquella mañana en el Olimpo, con el ceño fruncido, los dioses notaron de inmediato que no estaba satisfecho. A lo lejos aún podían oírse los ecos de la tormenta que traía en su estela. Apoyó en el suelo la lanza y el escudo y, quitándose el casco, lo colocó junto a las armas.

Júpiter, reclinado en su trono, bostezaba; había estado de juerga hasta altas horas y arrancaba granos de uva de una bandeja al alcance de su mano izquierda, mientras que con la derecha llevaba a la boca, de vez en cuando, una copa de hidromiel.

El gran salón tenía el aspecto habitual, adornado con guirnaldas de rosas; se oía el canto de aves de plumaje colorido; algunos dioses menores tocaban y bailaban, otros chapoteaban alegremente en la piscina de agua tibia y perfumada.

Indiferente al ambiente, Marte avanzó directo hacia el trono, las sandalias marcando un ritmo cadencioso sobre el mármol blanco, y a su paso las conversaciones se iban apagando mientras los dioses seguían su trayecto a través del enorme salón.

En presencia de Júpiter, Marte dijo:

— Necesito hablar contigo, Padre de los Dioses. En privado…

La reverencia ritual fue casi imperceptible, pero Júpiter fingió no notarla.

—Vamos al despacho —dijo Júpiter, y levantándose del trono se dirigió, seguido por Marte, hacia una puerta en la que podía leerse: “Consejo de Administración del Olimpo: Presidente”.

El murmullo de las conversaciones en el gran salón volvió poco a poco a la normalidad. Solo Juno se deslizó lenta y disimuladamente hacia la puerta, para intentar oír algo de lo que ocurría al otro lado. Al fin y al cabo, las madres siempre se preocupan por los hijos…

—¿De qué se trata? —preguntó Júpiter, sentándose en un sillón e indicando otro para Marte.

Este permaneció de pie, pero su postura tenía más de desafío que de respeto.

—Quería hablarte sobre la distribución de los planetas que hiciste.

El rostro de Júpiter se ensombreció más.

—Habla —solo dijo.

—Acepto perfectamente que te hayas quedado con el mayor de todos, con noventa y siete lunas y una mancha roja, ¡hermosa! Que a Saturno, tu padre, le hayas dado el segundo más grande, lleno de anillos, ¡y con doscientos setenta cuatro satélites! Aunque tuviera la manía de devorar a sus hijos y tú te salvaras por poco, pero bueno, sabes que yo siempre he sido muy respetuoso de la familia. Que a tu abuelo Urano le hayas dado el tercero en tamaño, pasa. Estoy de acuerdo con que le hayas ofrecido a Venus el más brillante, con las nubes reflejando el Sol, una verdadera joya, acorde con su belleza. Plutón recibió el planeta más pequeño, que ni siquiera puede considerarse como tal, pero en fin, siempre bajo tierra ocupándose de los muertos… ¿para qué quiere un planeta?

Júpiter se removió impaciente en el sillón, sin entender adónde llevaba el discurso de Marte.

—Ahora bien: que tu hermano Neptuno, ese viejo gagá, siempre tropezándose con el tridente, enredado con ninfas y sirenas, con las barbas llenas de algas, se quede con el cuarto en tamaño, rodeado de dieciséis lunas, ¡eso ya me cuesta tragarlo! Que Mercurio, ese mensajero tuyo, ese chismoso, ese charlatán, se quede con el planeta más próximo al Sol, y encima con una órbita con precesión… ¡ya es demasiado! Y a mí me das un planeta sin agua, con una atmósfera de dióxido de carbono, tormentas de arena que duran meses, prácticamente sin campo magnético y con dos lunas ridículas, la mayor de las cuales tiene unos pocos kilómetros de diámetro. ¡Dos piedras grandes!

Júpiter suspiró, aburrido. Ya no podía con Marte, siempre planteando problemas. Pero, con la intención de preservar la paz en el Olimpo, se puso la máscara de Padre de los Dioses, siempre generoso.

—¿Y qué querrías tú? —preguntó.

Marte creyó entrever un espacio para la negociación y avanzó.

—Dame el tercero contando desde el Sol. Solo tiene una luna, es cierto, pero tiene tierra y agua, verde y amarillo, nubes en abundancia…

Júpiter lo interrumpió.

—¡Ni pensarlo! En ese planeta voy a colocar unos nuevos seres: los Hombres. Tengo intención de acompañar personalmente su evolución. ¡Será mi proyecto más importante! Quiero convertir ese planeta en un Olimpo terrestre.

Marte sintió que había perdido. Cuando habló, se le notaba la rabia contenida:

—Muy bien. Pero ya que mencionaste proyectos, voy a contarte uno nuevo que estoy desarrollando. Se llama guerra psicológica. —El rostro de Júpiter mostró sorpresa y Marte, saboreando el hecho de haber tomado al Padre de los Dioses desprevenido, continuó—: Cuando pongas a esos… ¿Hombres?... en la Tierra, voy a meterles en el inconsciente –es algo que tendrán dentro de la cabeza sin saber que lo tienen y con lo que van a pensar sin saber que piensan– un miedo, un terror, una sospecha de que en Marte viven otros seres, aterradores, alienígenas, verdes, unos… aaa… marcianos –el nombre hasta es bonito, marcianos– que están preparando una invasión de la Tierra para esclavizarlos, decapitarlos, empalarlos, yo qué sé… Y vivirán siempre con ese miedo dentro de la cabeza, y cuando miren hacia arriba será siempre con el temor de un ataque inminente. Adiós, ¡oh Padre de los Dioses!

Juno apenas tuvo tiempo de apartarse de la puerta cuando esta se abrió de golpe. Marte pasó sin verla, caminó rápidamente hasta la gran entrada del salón, tomó sus armas y salió del Olimpo.

Juno entró en el despacho.

—Entonces, Júpiter, ¿qué quería?

—Siempre te dije que eso de parir un hijo sin mi ayuda iba a traer problemas.
¡Este Marte no tiene arreglo! ¡Cuestiona la distribución de los planetas hecha por !

Indignado, Júpiter volvió a la sala del trono; la música ambiental lo calmó, olvidó la conversación con Marte y comenzó a dedicar su intelecto divino a la magna tarea de decidir qué haría esa noche (después de que Juno se durmiera…).

 

¿Cómo podría Orson Welles saber, milenios más tarde, que todo el pánico causado por un célebre programa de radio sería, en realidad, la consecuencia lejana de una rabieta del Dios de la Guerra?

João Ventura es portugués, docente universitario, le gusta leer y escribir, es casado y tiene dos hijos. Como le gustan las palabras, creó en la blogosfera un espacio para ellas, que naturalmente se llama “Das palavras o espaço”, donde va colocando textos con cierta irregularidad. Ha publicado dos colecciones de cuentos: Tudo isto existe y el más reciente, O cidadão sem sombra. Vive en Lisboa.

 

martes, 11 de noviembre de 2025

MÁS ALLÁ DE LA INTERNET DE LAS COSAS

João Ventura

 

Cuando la Internet de las Cosas llegó con fuerza, encontró a Flavio Ramos como uno de sus más fervientes seguidores. Inmediatamente inició un activo programa de sustitución de los objetos que tenía en casa por dispositivos inteligentes, a menudo en contra de la opinión de su esposa, llamada Adozinda, que no iba mucho al baile con las modernidades de su marido. Flavio a menudo la llamaba info-excluida y, semana tras semana, otro objeto inteligente entraba en la casa de Ramos.

Podemos mencionar el aire acondicionado, que se podía encender y apagar por Internet y que fijaba la temperatura y la humedad teniendo en cuenta las condiciones externas, el armario con una conexión directa al sitio web del Instituto de Meteorología y que cada mañana le presentaba la ropa adecuada para ese día, unos zapatos que le avisaban cuando había que lustrarlos, la nevera que informaba educadamente: "Se está acabando la leche. ¿Puedo incluirla en el pedido semanal o la va a traer cuando venga del trabajo?"

La tendencia a la generalización del Internet de las Cosas se acentuó, entre otras cosas porque la mayoría de los que se oponían a la innovación eran personas mayores quienes, debido al orden natural de las cosas y a pesar del continuo aumento de la esperanza de vida, estaban abandonando lentamente el mercado...

Y cuando la situación parecía haber alcanzado una cierta estabilidad, apareció una innovación que en el corto plazo cerraría la mayoría de las escuelas de formación profesionales.

La empresa responsable de este cambio radical fue Wireless Skills, spin-off de un consorcio formado por los departamentos de neurología de las cinco universidades estadounidenses más importantes, que llevó a cabo un proyecto cuyo resultado fue, después de cinco años de intensa investigación, un modelo operativo de cómo funciona el cerebro humano.

Basándose en este modelo, Wireless Skills desarrolló un dispositivo que permitía implantar en el cerebro de una persona las capacidades y habilidades de un profesional. El proceso a través del cual lo hacían era súper secreto, pero se decía que registran los patrones cerebrales de los mejores profesionales de cada oficio, que luego eran descargados por los clientes. Las habilidades para descargar se podían elegir de un catálogo que se iba ampliando día a día.

Cuando Flavio se enteró de la existencia de este invento en un foro geek al que se suscribió, inmediatamente ordenó una unidad, y diez días después recibió por correo urgente un paquete de Amazon con su dispositivo. Fue con un sentimiento de feliz anticipación que puso sus iniciales en la tableta del transportista.

Abrió el paquete y sacó con cuidado todo el contenido, dejando a un lado la caja en caso de que algo no estuviera en condiciones y necesitara ser devuelto.

Revisó la lista que venía con el pedido: un casco (provisto en la superficie interior de varios electrodos), una unidad de procesamiento y cables de conexión.

Flavio leyó atentamente el manual de instrucciones —era una persona muy meticulosa en todo lo que se refería a la tecnología— e hizo las conexiones con cuidado: desde el casco a la unidad de procesamiento y de allí al ordenador a través del puerto USB.

Como había planeado invitar a su jefe y a su esposa a una cena, que tendría lugar el fin de semana, decidió probar el recién adquirido dispositivo descargando las habilidades de un chef y preparando una exquisita comida. Ordenó los ingredientes necesarios a través de la red —caminar por los pasillos del supermercado recogiendo productos de las estanterías era, según Flavio, un claro identificador de los info-excluidos, por lo que nunca lo atraparían haciendo eso— y tres horas más tarde un empleado de la gran superficie de la que era cliente estaba llamando a la puerta con la orden.

Flavio puso la cámara de video en un trípode, para llevar un registro de su actuación, se puso el casco, y usando la contraseña que venía con el equipo, accedió al sitio web de Wireless Skills y después de dos o tres clics, la lista de habilidades disponibles comenzó a correr en la pantalla. Presionó la línea que decía Chefs y la pantalla se llenó de colores en movimiento, en un caleidoscopio que obligó a los ojos a fijarse de forma hipnótica, mientras sentía un hormigueo en la cabeza, en los puntos donde los electrodos tocaban el cráneo. Pasaron unos minutos antes de que los colores desaparecieran y apareció un mensaje que decía "Download completed". En ese momento el hormigueo en la cabeza también se detuvo. Flavio se quitó el casco y pensó: "No siento nada diferente, ¿se descargó realmente?"

Luego decidió empezar a preparar la comida que tenía en mente.

Sacó los lenguados del empaque térmico y empezó a separar los lomos de la columna vertebral. Parecía que sus manos actuaban independientemente del cerebro, como si siempre hubieran sabido cómo realizar esas operaciones.

Vertió aceite en la sartén, lo llevó a la temperatura ideal y frió los lomos de lenguado. Preparó una mayonesa, que batió vigorosamente hasta que estuvo a punto. Estaba preparando el vino para el banquete cuando su esposa entró en la cocina.

—¿Qué estás haciendo?

—Me estoy entrenando para preparar una comida usando Wireless Skills...

—Lo entiendo, pero ¿por qué mueves la botella de vino de esa manera?

Fue entonces cuando Flavio notó que estaba agitando vigorosamente la botella de Alvarinho Palácio da Brejoeira que había seleccionado para acompañar la comida. Le pareció extraño...

Dejó de hacer lo que estaba haciendo, conectó la cámara de vídeo al ordenador, descargó el archivo que había grabado y empezó a ver la grabación. Desde el principio le pareció que los gestos no eran muy apropiados para las operaciones que estaba realizando.

La forma como había separado los lomos de los lenguados, la forma como había agitado la mayonesa, todo parecía desajustado...

Con la premonición de que algo hubiera salido mal, Flavio volvió a acceder al sitio, abrió la lista de habilidades y la hizo deslizar a la línea Chefs. Luego notó que en la línea inmediatamente inferior, donde las habilidades estaban listadas en orden alfabético, era DIY. Do it yourself. ¡Hazlo tú mismo!

Sintió un escalofrío y de repente se dio cuenta de lo que había sucedido. Por error, había descargado, y su cerebro había absorbido, las habilidades de un fanático del bricolaje.

—¡Y ahora todo queda claro! —le explicó Flavio a Adozinda. La forma en que había quitado los lomos de los lenguados estaba mucho más cerca del movimiento de una espátula raspando el papel pintado que del sutil movimiento con un cuchillo afilado que había visto varias veces en el Master Chef. Cuando se vio batiendo la mayonesa, le pareció que estaba mezclando una lata de pintura amarilla recién abierta, y el agitar de la botella de vino que Adozinda había visto era como sacudir un bote de spray antes de aplicar la pintura.

Flavio tenía ahora un problema complicado que resolver: solo podía descargar las habilidades de cocina después de que el efecto de las habilidades que había absorbido había pasado, y según el manual de instrucciones el efecto de la descarga en el cerebro duraba de siete a diez días. Pero la cena estaba programada para cinco días. Adozinda, que era una mujer pragmática, encontró la solución.

—No te preocupes, haré la cena para tu jefe. Pero mientras tanto, hasta que esas habilidades que has absorbido desaparezcan, tenemos varias cosas aquí en casa que necesitan ser arregladas: las persianas del dormitorio, el tendedero, las puertas del armario que están caídas, el grifo de la cocina que siempre gotea, y encontraré algo más.

Y así se hizo, porque Flavio hacía tiempo que había llegado a la conclusión de que la lógica de su mujer era en general imbatible.

Y el día de la cena, Adozinda preparó cordero asado en el horno, lo que hizo de maravilla y fue muy elogiado por el jefe y su esposa, que incluso le pidieron la receta. Y Flavio se volvió más cauteloso con las innovaciones tecnológicas.

¡Todo está bien cuando termina bien!

João Ventura es portugués, docente universitario, le gusta leer y escribir, es casado y tiene dos hijos. Como le gustan las palabras, creó en la blogosfera un espacio para ellas, que naturalmente se llama “Das palavras o espaço”, donde va colocando textos con cierta irregularidad. Ha publicado dos colecciones de cuentos: Tudo isto existe y el más reciente, O cidadão sem sombra. Vive en Lisboa.

 

sábado, 8 de noviembre de 2025

EL AFINADOR TEMPORAL

João Ventura

 

Ya su padre, y el padre de su padre, y los demás antepasados que no había conocido se dedicaban a afinar el tiempo. No se sabe quién descubrió que el motor del tiempo eran los relojes, que para que el tiempo fluyera necesitaba un tic tac rítmico. En ausencia de relojes, todo permanecía estático, exactamente igual que el minuto anterior. En las casas, en todas las habitaciones había siempre un reloj que marcaba el tiempo segundo a segundo.

Cuando la comunidad quería honrar la memoria de algún ilustre ciudadano fallecido, retiraba todos los relojes de la casa donde había vivido, y el interior de la vivienda quedaba así paralizado en el tiempo. Estas casas se convertían en lugares de veneración, y los visitantes debían dejar sus relojes en la entrada para que el interior de la casa permaneciera inalterado durante siglos. El afinador apercibía el vacío de estos lugares con el tiempo suspendido, como si fueran agujeros en una trama bien tejida.

Hace años, uno de los habitantes del pueblo decidió marcharse. Durante mucho tiempo nadie tuvo noticias de él, hasta que un día regresó. Y contaba historias extraordinarias de lugares en los que el tiempo fluía sin necesidad de relojes que lo impulsaran. Donde la entropía aumentaba en todas partes, y no sólo donde había un reloj que la hacía crecer.

En general, la población reaccionó con incredulidad ante lo que decía. Especialmente las personas mayores, que no se privaron de expresar su escepticismo y su rechazo a ideas tan absurdas como ofensivas. Estaba programada una reunión ordinaria del Consejo Municipal, y comenzó a correr la voz de que se presentaría una propuesta para que aquel hombre, fuente de ideas subversivas, fuera desterrado de la ciudad. Alguien se lo dijo, y antes de que eso ocurriera, recogió su reducido equipaje y, en un amanecer todavía oscuro, se alejó por el camino por el que había llegado.

La ciudad volvió a su calma habitual. Incluso la desaparición, en los meses siguientes, de dos o tres jóvenes, sólo provocó algunos comentarios en voz baja. La versión más común de los hechos era que habrían dado crédito a aquellas absurdas noticias y se habrían ido en busca del lugar donde el tiempo fluía libremente.

El afinador, yendo de casa en casa en su continua tarea de mantener los relojes, se dio cuenta de los pequeños cambios en el comportamiento de sus conciudadanos. Pequeños detalles que pasarían desapercibidos para alguien menos observador.
Fue el ama de casa quien se detuvo, absorta, mirando al frente sin ver, hasta que el olor a sopa quemada la despertó de su letargo. O el molinero que se olvidó de poner el grano en la tolva y se quedó, pensativo, viendo cómo la muela giraba en vacío.

El día de su visita mensual al reloj de la torre, el afinador decidió verificar con sus propios ojos las descripciones que había escuchado. Esa noche, con el pueblo dormido, preparó una mochila con algo de ropa, comida y su caja de herramientas, cerró la puerta con llave y marchó por la carretera que salía del pueblo.

Mientras caminaba, se preguntó cómo avanzaba el tiempo en los campos cultivados. Quizás el ritmo día/noche era suficiente para empujarle, o el susurro del viento en las hojas tenía un componente regular inmerso en el ruido aparentemente caótico.

Tardó tres días en llegar a la ciudad más cercana, que era bastante más grande que la que había venido. Vagó lentamente por sus calles, buscando señales de mecanismos para empujar el tiempo, sin encontrarlas. Había relojes, por supuesto, pero parecían tener una función pasiva. Visitó un museo, un lugar que comprendió que estaba destinado a preservar el pasado, pero dentro del edificio el tiempo fluía como en todas partes.
Pasó por delante de un taller de relojería que tenía un cartel en la puerta que decía "Se busca aprendiz". Entró, habló con el propietario y acordó un salario (pequeño) y las demás condiciones.

Alquiló una habitación cercana y al día siguiente se puso a trabajar. El jefe no tardó en darse cuenta de que no había contratado a un simple aprendiz, por lo que no tardó en aumentar su salario. La forma casi intuitiva con la que detectaba los fallos y los reparaba rápidamente le hizo ganarse la simpatía de los clientes.

Pasaron unos años y su jefe, ya mayor y sin hijos, le propuso asociarse. Tiempo después, a su muerte, el propio afinador pasó a ser el propietario del negocio. Y los relojes de la gente del pueblo seguían pasando por sus manos para ser afinados o reparados. Dejó de pensar en los relojes como máquinas que impulsan el tiempo y empezó a verlos simplemente como objetos que medían el paso del tiempo.


A veces aún piensa en la ciudad donde nació y vivió parte de su vida. Imagina que, poco a poco, a medida que los relojes se paren por falta de mantenimiento, la ciudad se irá deteniendo más y más en el tiempo. Y que dentro de unos años será descubierta por los arqueólogos y su hallazgo ocupará grandes titulares en los periódicos: "¡Una ciudad donde el tiempo no corre!", lo que atraerá a físicos y filósofos, siempre interesados en discutir la naturaleza del tiempo.

Pero eso será un problema para la Academia, piensa el afinador. Sólo tiene que preocuparse de limpiar los mecanismos, lubricar las ruedas dentadas y, eventualmente, sustituir alguna pieza desgastada en los relojes que se le confían. Y eso es lo que seguirá haciendo mientras el río del tiempo siga llevándolo.


João Ventura es portugués, docente universitario, le gusta leer y escribir, es casado y tiene dos hijos. Como le gustan las palabras, creó en la blogosfera un espacio para ellas, que naturalmente se llama “Das palavras o espaço”, donde va colocando textos con cierta irregularidad. Vive en Lisboa.

lunes, 29 de abril de 2024

YO, ENCERRADO AQUÍ

  João Ventura




Las puertas.

La puerta principal está siempre cerrada. En los primeros tiempos solía intentar abrirla, pero hace tiempo que dejé de hacerlo. Es sólida, parece roble francés. La superficie es marrón, barnizada.

La otra puerta lleva a un pequeño baño. Lo básico: lavabo, inodoro y ducha. Una botella con jabón líquido pegada a la pared. Toallas que son cambiadas de vez en cuando, no sé por quién. No hay nada para poder afeitarse. No hay espejo.

 

Las ventanas.

No hay ninguna. Aparte de las puertas y el portillo del que hablaré más adelante, no hay ninguna abertura en las paredes. La sala está permanentemente iluminada con una luz cruda. No hay lámparas, la luz difusa parece venir del techo.

 

La mesa, la silla y el reloj.

La mesa es minimalista. Una tapa de madera y pies de metal. Una silla del mismo estilo, los muebles parecen haber salido directamente de un catálogo de IKEA. Sobre la mesa, un reloj. Es de plástico negro, con grandes dígitos rojos sobre fondo negro. La caja es completamente plana, sin botones.

Cuando llegué, en medio de la noche, el reloj marcaba las 3:27. La precisión de la memoria para detalles irrelevantes era algo que siempre me sorprende. Con periodos de sueño y vigilia totalmente irregulares, y como no hay ventanas, de momento no sé si el reloj marca las 12:00 del mediodía o la medianoche. Una pregunta que no tiene ningún interés.

 

La cama.

Estructura metálica, sencilla, fijada al suelo. Colchón de espuma, sábanas de algodón, un edredón. Almohada. Todo blanco.

 

La verja.

Junto a la puerta, a una altura de aproximadamente un metro y medio del suelo, hay una verja de unos cuarenta por cuarenta centímetros. Normalmente tampoco puedo abrirlo, pero de vez en cuando –parece ser aleatorio, o aún no he podido averiguar el patrón– el reloj emite un sonido agudo y los dígitos parpadean durante unos segundos. Entonces sé que puedo abrir la compuerta y tengo acceso a un pequeño compartimento, donde hay un plato de comida sencilla pero nutritiva, un vaso de agua y una cuchara. Llevo todo a la mesa, me siento y como. Cuando termino, pongo el plato, el vaso y la cuchara en el compartimento y cierro la compuerta. Unas horas más tarde se repite el ritual.

 

Paso la mayor parte de mis horas de vigilia tumbado en la cama mirando al techo. O sentado en la mesa mirando el reloj. A veces cierro los ojos e intento calcular cuánto tiempo tarda en pasar uno, o dos, o cinco minutos. Es raro que acierte. A veces fallo por defecto, otras por exceso.

No tengo nada que leer, ni papel ni lápiz para escribir. Recuerdo una y otra vez la secuencia de acontecimientos que me han traído hasta aquí, esperando encontrar algún pequeño detalle, alguna pista que arroje luz sobre todo esto.

Estaba durmiendo en mi piso cuando me desperté con el timbre. Dos anillos firmes e imperativos. Encendí la luz, me puse las zapatillas y caminé con paso inseguro hacia la puerta. Tercer anillo. "¡Tienen prisa!", pensé.

Miré por la mirilla y vi a tres hombres, con abrigos negros y gafas oscuras. Si no les abría la puerta, estaba seguro de que la echarían abajo. Abrí la puerta.

El de enfrente levantó una tarjeta una fracción de segundo delante de mí nariz, y dijo:

—Vístete rápido, debes venir con nosotros.

Parecía una escena sacada de Men in Black. Obedecí, ¿qué podía hacer?

Me metieron en un coche, me vendaron los ojos y el coche se movió durante lo que pareció una eternidad. Cuando se detuvo, me hicieron salir, subir unas escaleras, entrar en un ascensor, caminar unos cuantos pasos más y llegamos aquí. Me quitaron la venda de los ojos, y mientras miraba a mi alrededor, medio aturdido, sin decir una palabra se fueron, cerrando la puerta.

Y eso es todo. A veces me pregunto: "¿y si me hubiera resistido a la detención?". Pero contra esos tres hombres, mi resistencia habría sido inútil. Todavía estaría aquí, posiblemente con algunos moratones.

Intento imaginar las consecuencias de mi desaparición en el mundo exterior.

La señora que dos veces por semana limpia mi piso. La primera vez probablemente no encontró nada extraño, limpió, ordenó y se fue. La segunda vez se sorprendió de que nada estuviera fuera de lugar, todo estaba tal y como lo había dejado. ¿Cómo reaccionará cuando el día de la paga habitual no encuentre el sobre con el dinero que suele haber sobre la mesa de la cocina? ¿Se quejará a alguien? ¿O vas a encogerte de hombros y pensar "qué mala suerte, venir a trabajar a la casa de un tramposo"?

A mi jefe de la oficina donde trabajo le parecerá extraña mi primera ausencia sin avisar, me llama al móvil y la llamada va al buzón, al segundo día se preocupa más y al final, imagino, llama a la policía. Supongo que hay un límite de tiempo legal para denunciar la desaparición de una persona. Probablemente vendrán a mi casa, entrevistarán a los vecinos, es un condominio tranquilo, nadie se da cuenta de nada, preguntan en el puesto de periódicos, en el minimercado de la calle, en el café de la esquina, hacen una foto, ¿conoces a este hombre? ¿Cuándo fue la última vez que lo viste? Esto es lo que imagino, esto es lo que veo en las películas. Pero puede ocurrir que no hagan nada de esto, que la policía tenga demasiado que hacer y que el caso simplemente se archive.

En la universidad donde estudio por la noche no tengo precisamente amigos. Hay algunos compañeros con los que suelo hacer trabajos en grupo, pero el trabajo de este semestre ya está todo entregado, estamos (estábamos) estudiando para los exámenes, principalmente trabajos individuales, así que a nadie le parecerá extraña mi ausencia. Una posible llamada telefónica para pedir prestado un cuaderno con notas de una asignatura que no se contesta no es motivo de alarma. Llamas a otro colega y el problema se resuelve.

Me pregunto si esto no forma parte de un experimento sociológico sobre las consecuencias de la desaparición de un ciudadano en el tejido social más cercano. Como el equivalente a lanzar una piedra al agua y observar las ondas que se propagan desde el punto de impacto. Si no hay obstáculos en la superficie los círculos concéntricos se ensanchan con poca amortiguación, es un fenómeno relativamente trivial, pero cuando hay rocas que sobresalen en la superficie del líquido o un cañaveral, las ondas que se propagan interfieren con estos obstáculos, se reflejan o refractan, se produce una dinámica mucho más compleja.

Cada uno de nosotros forma parte de una red invisible, pero no por ello menos real, que nos conecta con nuestros parientes, nuestros amigos de la infancia, nuestros amigos más recientes, el colegio al que fuimos, el café que frecuentamos, el restaurante al que a veces vamos a cenar... De vez en cuando hay hilos que se rompen, otros nuevos que se incorporan a la red, algunos son más gruesos y resisten más, otros son más finos y desaparecen a la menor brisa. Alguien dijo que estamos vivos mientras alguien nos recuerde. Pero cuando el centro de esta red desaparezca, ¿podrán seguir llamándose memoria los hilos ahora sueltos que nos unían a los demás?

Al mismo tiempo, esto es también un experimento de psicología. Cambios inducidos en el comportamiento de un espécimen humano cuando se le somete a una privación sensorial severa. Debe haber micrófonos incrustados en estas paredes, cámaras ocultas en estos paneles translúcidos que recubren el techo, grabando el más mínimo sonido o gesto, la más mínima arruga de la frente, cada movimiento que hago, incluso mientras duermo. La forma en que mastico, cómo bebo agua, cómo me cepillo los dientes... Un catálogo completo del comportamiento de un hombre en aislamiento...

Seguramente habrá otros (probablemente muchos más) como yo, en salas similares, observados según los mismos protocolos. Una muestra estadística debe tener un tamaño determinado para ser representativa de la población. Cada uno de ellos tendrá su red de relaciones, mayor o menor en función de su "visibilidad" social. Esa red será examinada cuidadosamente, calibrando el impacto de la desaparición de esa persona. E incluso habrá, ocasionalmente, interacciones entre algunas de las redes.

Probablemente se trata de un proyecto que lleva bastante tiempo en marcha. De lo contrario, la desaparición de muchas personas al mismo tiempo causaría alarma social. Y una operación de esta envergadura tiene que mantener al tejido social ajeno a lo que ocurre. El observado no puede ser consciente de esta observación, de lo contrario su comportamiento dejaría de ser natural... Ahora recuerdo la época en que leía los periódicos (¿hace cuánto?), pequeñas noticias como "Desapareció de la casa de sus padres (...)", "Desapareció de la casa familiar (...)", referidas a jóvenes, adultos, ancianos, generalmente acompañadas de una fotografía, que aparecían con cierta frecuencia en las páginas de anuncios personales, generalmente no prestaba atención, a no ser que la fotografía me recordara a alguien conocido... Pero ya debe tener algo que ver...

Y llegará un día en el que el proyecto terminará. No por falta de financiación, como ocurre a veces con los proyectos más comunes, sino porque el conocimiento que era su objetivo ya se ha obtenido.

¿Y qué se hace con los conejillos de indias cuando termina un proyecto? Cuando ya no son útiles, sólo puede haber una conclusión: ¡se desechan!

Me pareció oír pasos al otro lado de la puerta. Agudicé el oído. Sí, ahora estoy seguro. Y el sonido de una llave entrando en la cerradura. Y veo la manija girando…


João Ventura es portugués, docente universitario, le gusta leer y escribir, es casado y tiene dos hijos. Como le gustan las palabras, creó en la blogosfera un espacio para ellas, que naturalmente se llama “Das palavras o espaço”, donde va colocando textos con cierta irregularidad. Vive en Lisboa.

miércoles, 24 de abril de 2024

TURISMO

 João Ventura


Entraron a la agencia de viajes DESTINOS EXÓTICOS impulsados ​​por la curiosidad. Pero después de consultar algunos folletos y hablar con el empleado, quedaron fascinados. Era justo lo que buscaban, un país con una civilización milenaria, todavía relativamente intacto por el turismo de masas de los últimos años. La mujer siempre había querido viajar al Este. Hicieron la reserva, pagaron una seña y regresaron a casa para leer la descripción detallada del viaje y a continuar buscando información en la red.


El día de la salida ha llegado. ¡Un largo vuelo, pero no hay territorios inexplorados junto a la puerta!

Un representante de la agencia local estaba esperando para llevarlos al hotel. Fuera del edificio del aeropuerto, la brillante luz del sol y la abundante vegetación les recordó que estaban bien lejos de casa.

El pequeño hotel era agradable. El hombre paseó una rápida mirada por toda la habitación y lo que vio le encantó. Era cómodo sin ser lujoso.

Por la tarde fueron a dar un paseo tranquilo. Los habitantes que encontraban, en tiendas y cafeterías, lucían sonrientes y atentos. Tenía la sensación de que estaban dispuestos a trabajar por nada, con apenas un dólar de propina quedaban muy agradecidos.

Al día siguiente, por la mañana, realizaron la excursión programada a las ruinas milenarias, que habían sido tragadas por la selva y descubiertas a fines del siglo XIX. El pequeño vehículo todoterreno avanzaba lentamente por el camino de tierra, levantando polvo traído por el viento desde las regiones más secas.

Cuando se encontraron cara a cara con el primero de los templos, la sensación fue de asombro por su tamaño. Miles de toneladas de piedras cuidadosamente encajadas soportaban torres que parecían desafiar la ley de la gravedad. Los rayos oblicuos del sol mostraban, acentuándolo, el bajorrelieve de la piedra, mientras los ojos lo iban descubriendo, friso por friso, figura por figura. Y al mismo tiempo, aquello era una razón para meditar acerca de cómo civilizaciones poderosas, capaces de construir esas maravillas, han desaparecido en la vorágine del tiempo. Tomaron fotos para recordar aquellos magníficos templos más tarde, cuando la memoria se vuelve fugaz.

Se acercó un guía local que, en un inglés bastante aceptable, prometió mostrarles el interior del templo por dos dólares. Les pareció que era una persona muy vieja, pero era ágil tanto al caminar como al subir y bajar escaleras. Le preguntaron dónde había aprendido inglés. La respuesta llegó muy sucintamente: "Americans ... war ...". Aquello fue confuso, sin definir si era la Segunda Guerra Mundial o la Guerra de Indochina. Se rindieron. Lo que sea que fuera, ¡el hombre era viejo!

Habitación tras habitación, recorrieron la planta baja; en cada una las decoraciones de las paredes era más hermosa que en la anterior. El guía explicaba las historias descritas en la piedra e identificaba las figuras mitológicas representadas. Cuando regresaron a la habitación inicial, les preguntó:

—¿Les gustaría ver también la planta inferior? —Sí, lo harían.

En una esquina de la habitación, que había sido ignorada porque estaba en penumbras, había una pequeña puerta que conducía a una escalera descendente. El guía abrió el camino con una linterna y la pareja lo siguió. Después de unas pocas docenas de escalones, las escaleras conducían a una habitación que, en contraste con las de arriba, tenía paredes lisas y varias puertas; el guía fue hacia una de ellas, donde comenzaba un corto corredor, que desembocaba en otra habitación, nuevamente con varias puertas... ¿Que existiría aquí merecedor de observación? Esta ruta laberíntica continuó durante unos minutos. Finalmente el guía se detuvo y se volvió hacia la pareja.

—Lo que he dicho allá arriba sobre la construcción de este templo no es cierto —dijo—. En la fecha de la construcción, los habitantes de la zona eran salvajes, incapaces de realizar trabajos de esta magnitud. Los constructores fuimos nosotros.

—¿Nosotros, quiénes?

—Nosotros, los krolls, visitamos este planeta hace más de mil años. Es parte de la misión de nuestra especie dejar huella allí adónde vamos. Este templo es esa marca. Y uno de nosotros permanece para proteger el templo. Yo soy ese guardia.

La voz del guía sonaba ahora de forma diferente, más grave, como se estuviera hablando desde siglos atrás. 

—¿Te dejaron aquí, solo?

—¡Es un honor ser el guardián de la marca! Y no estoy solo. Tengo conmigo a Gr'rl.

—¿Quién es Gr’rl?

—Ustedes tienen perros. Nosotros tenemos a Gr'rl. Pero necesito alimentarlo. A veces con los locales, pero a él no le gustan mucho. Son muy delgados. Otras veces lo alimento con turistas. Le gustan mucho los turistas occidentales, sus cuerpos tienen más azúcar. —Y en este punto el guía sonrió; una sonrisa terrorífica.

El sonido de otro aliento se escuchó en el silencio de la habitación. 

La mujer agarró con fuerza el brazo del hombre, quien sintió un escalofrío y giró hacia la puerta, hacia donde empezó a correr arrastrando a la mujer. Pero el Gr'rl fue más rápido y los atrapó de inmediato.


João Ventura empezó a escribir en la adolescencia y algunos de sus trabajos fueron publicados en los suplementos juveniles del Diário de Lisboa y República, de nostálgico recuerdo. Pasó unos años en el extranjero y volvió a escribir, tal vez como reacción al hecho de tener que vivir su vida cotidiana en una lengua extranjera. Pasando por alto el hecho de que participó en algunos concursos (a veces ganó premios, a veces no...), la fase más reciente de su escritura comenzó cuando hace unos años conoció a la “gente de la ciencia ficción”. Son ellos quienes, a través de las webs, blogs y fanzines que publican, los concursos y retos que promueven, le han proporcionado el estímulo para escribir con cierta continuidad. Como le encantan las palabras, ha creado un espacio para ellas en la blogosfera, llamado naturalmente "Das palavras o espaço", donde publica textos con cierta irregularidad.


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