João Ventura
Ya su padre, y el padre de su padre, y los demás
antepasados que no había conocido se dedicaban a afinar el tiempo. No se sabe
quién descubrió que el motor del tiempo eran los relojes, que para que el
tiempo fluyera necesitaba un tic tac rítmico. En ausencia de relojes, todo
permanecía estático, exactamente igual que el minuto anterior. En las casas, en
todas las habitaciones había siempre un reloj que marcaba el tiempo segundo a
segundo.
Cuando la
comunidad quería honrar la memoria de algún ilustre ciudadano fallecido,
retiraba todos los relojes de la casa donde había vivido, y el interior de la
vivienda quedaba así paralizado en el tiempo. Estas casas se convertían en
lugares de veneración, y los visitantes debían dejar sus relojes en la entrada
para que el interior de la casa permaneciera inalterado durante siglos. El
afinador apercibía el vacío de estos lugares con el tiempo suspendido, como si
fueran agujeros en una trama bien tejida.
Hace años, uno
de los habitantes del pueblo decidió marcharse. Durante mucho tiempo nadie tuvo
noticias de él, hasta que un día regresó. Y contaba historias extraordinarias
de lugares en los que el tiempo fluía sin necesidad de relojes que lo
impulsaran. Donde la entropía aumentaba en todas partes, y no sólo donde había
un reloj que la hacía crecer.
En general, la
población reaccionó con incredulidad ante lo que decía. Especialmente las
personas mayores, que no se privaron de expresar su escepticismo y su rechazo a
ideas tan absurdas como ofensivas. Estaba programada una reunión ordinaria del
Consejo Municipal, y comenzó a correr la voz de que se presentaría una
propuesta para que aquel hombre, fuente de ideas subversivas, fuera desterrado
de la ciudad. Alguien se lo dijo, y antes de que eso ocurriera, recogió su
reducido equipaje y, en un amanecer todavía oscuro, se alejó por el camino por
el que había llegado.
La ciudad volvió
a su calma habitual. Incluso la desaparición, en los meses siguientes, de dos o
tres jóvenes, sólo provocó algunos comentarios en voz baja. La versión más
común de los hechos era que habrían dado crédito a aquellas absurdas noticias y
se habrían ido en busca del lugar donde el tiempo fluía libremente.
El afinador,
yendo de casa en casa en su continua tarea de mantener los relojes, se dio
cuenta de los pequeños cambios en el comportamiento de sus conciudadanos.
Pequeños detalles que pasarían desapercibidos para alguien menos observador.
Fue el ama de casa quien se detuvo, absorta, mirando al frente sin ver, hasta
que el olor a sopa quemada la despertó de su letargo. O el molinero que se
olvidó de poner el grano en la tolva y se quedó, pensativo, viendo cómo la
muela giraba en vacío.
El día de su
visita mensual al reloj de la torre, el afinador decidió verificar con sus
propios ojos las descripciones que había escuchado. Esa noche, con el pueblo
dormido, preparó una mochila con algo de ropa, comida y su caja de
herramientas, cerró la puerta con llave y marchó por la carretera que salía del
pueblo.
Mientras
caminaba, se preguntó cómo avanzaba el tiempo en los campos cultivados. Quizás
el ritmo día/noche era suficiente para empujarle, o el susurro del viento en
las hojas tenía un componente regular inmerso en el ruido aparentemente
caótico.
Tardó tres días
en llegar a la ciudad más cercana, que era bastante más grande que la que había
venido. Vagó lentamente por sus calles, buscando señales de mecanismos para empujar
el tiempo, sin encontrarlas. Había relojes, por supuesto, pero parecían tener
una función pasiva. Visitó un museo, un lugar que comprendió que estaba
destinado a preservar el pasado, pero dentro del edificio el tiempo fluía como
en todas partes.
Pasó por delante de un taller de relojería que tenía un cartel en la puerta que
decía "Se busca aprendiz". Entró, habló con el propietario y acordó
un salario (pequeño) y las demás condiciones.
Alquiló una
habitación cercana y al día siguiente se puso a trabajar. El jefe no tardó en
darse cuenta de que no había contratado a un simple aprendiz, por lo que no
tardó en aumentar su salario. La forma casi intuitiva con la que detectaba los
fallos y los reparaba rápidamente le hizo ganarse la simpatía de los clientes.
Pasaron unos
años y su jefe, ya mayor y sin hijos, le propuso asociarse. Tiempo después, a
su muerte, el propio afinador pasó a ser el propietario del negocio. Y los
relojes de la gente del pueblo seguían pasando por sus manos para ser afinados
o reparados. Dejó de pensar en los relojes como máquinas que impulsan el tiempo
y empezó a verlos simplemente como objetos que medían el paso del tiempo.
A veces aún piensa en la ciudad donde nació y vivió parte de su vida. Imagina
que, poco a poco, a medida que los relojes se paren por falta de mantenimiento,
la ciudad se irá deteniendo más y más en el tiempo. Y que dentro de unos años
será descubierta por los arqueólogos y su hallazgo ocupará grandes titulares en
los periódicos: "¡Una ciudad donde el tiempo no corre!", lo que
atraerá a físicos y filósofos, siempre interesados en discutir la naturaleza
del tiempo.
Pero eso será un
problema para la Academia, piensa el afinador. Sólo tiene que preocuparse de
limpiar los mecanismos, lubricar las ruedas dentadas y, eventualmente,
sustituir alguna pieza desgastada en los relojes que se le confían. Y eso es lo
que seguirá haciendo mientras el río del tiempo siga llevándolo.
João Ventura es portugués, docente universitario, le gusta leer y escribir, es casado y tiene dos hijos. Como le gustan las palabras, creó en la blogosfera un espacio para ellas, que naturalmente se llama “Das palavras o espaço”, donde va colocando textos con cierta irregularidad. Vive en Lisboa.

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