Francesco Verso
Cuando lo probé por
primera vez no sabía qué esperar. Desaparecer, quizá morir y luego regresar,
pero ¿adónde y sobre todo desde qué? Nadie sabía nada. O mejor dicho,
nadie hablaba del asunto sin perderse en refunfuños y balbuceos. Entre ellos,
estaban los que juraban haber sobrevivido a la experiencia más terrorífica de
su vida y, por la cara que ponían, la exhibían como prueba definitiva: se
habían vuelto más fuertes porque todavía estaban vivos.
¿Por qué, entonces, quería hacerlo?
¿Por qué someterme a un suplicio semejante?
Miro la hora, luego el cartel del
local y me digo: Simon, ¿seguro que vale la pena?
La música trance
hace pulsar la sangre en las venas a 150 rpm. Rebota afuera, a lo largo de las
paredes descascaradas del callejón, que rezuma humedad y pintura flúorescente.
Unos tipos sospechosos permanecen en la sombra negociando. Lo siento: todo
conspira para distraerme. Mi ropa es improbable: pantalones beige de cuando
pesaba 95 kilos, una camisa celeste que no sabía que tenía y unas sandalias
marrones viejas, de viajero empedernido. Apago el móvil para que ninguna app
urbana demasiado invasiva me pesque.
El lugar de la cita, la Madriguera
del Ruido Blanco, no es un sitio donde uno quiera llamar la atención. Es un
club en las afueras, frecuentado por fanáticos de los volúmenes ensordecedores,
ese tipo de estruendo que te distrae y puede hacerte cambiar de idea cada tres
minutos. Incluso menos, si vas acompañado por alguien que te haga de caja de
resonancia. Quizá por eso me decidí: meterme en el “pozo” y colarme en la
Madriguera del Ruido. No distinto de los que han caído antes y que,
reincidentes, volverían a hacerlo. Desde afuera, la Madriguera parece peor que
un agujero cavado en la tierra. La entrada es una plancha de metal inclinada,
montada sobre gruesos goznes que se hunden en la piedra. Luego se baja por un
túnel iluminado con llamitas. El aire es desplazado tanto por las vibraciones
sonoras como por enormes conductos de ventilación.
Una caverna polvorienta funciona
como pista de baile y alrededor de las paredes hay tablas clavadas y lacadas en
rojo. Miro a mi alrededor: en un cubículo reservado para VIP, hundido en un
asiento raído de VIRGIN AIRLINES, hay un vietnamita de piel aceitunada con un
chándal paramilitar. Me acerco, le hago una seña con la cabeza y él me regala
una sonrisa torcida y una dentadura de orfebrería.
Mi contacto, Charlie Cuatro Dedos,
hizo un buen trabajo de intermediación: quizá le pidió a su chiquita
brasileña que le hiciera una lap-a-samba al tipo; quizá ella fue lo
bastante hábil como para hacerle olvidar un día miserable. El hecho es que él
acepta reunirse conmigo. Levanta una mano larga y huesuda y me hace señas de
que lo siga.
—Al baño. En un minuto. Entro yo
primero.
No dice nada más. ¿Hay un modo
correcto de hacerlo? ¿Precauciones? ¿Cosas que evitar?
He comido un lumpia y bebido
dos cervezas. Tal vez debería esperar. O tal vez dudo porque no estoy
convencido. A mi pesar, me dejé sugestionar por las voces que circulan sobre el
aire que me atraviesa la cabeza, los agujeros negros de comprensión y los
torbellinos de extrañamiento. Voces absurdas que hablan de vacíos de alma
hiperbáricos y pensamientos-espejo de memorias ajenas. Cajas mentales dentro de
otras cajas. Ilusiones tan desagradables y molestas que te hacen perder la
orientación y la lucidez. Mierda, ¿pero cuántas versiones existen de lo mismo?
De acuerdo, es algo subjetivo, algo
que cada uno vive por sí y para sí, pero debe existir un denominador común,
algo asociable al Flush.
El Flush o Succión es el nombre de
batalla de la experiencia en cuestión: Silenciador, en cambio, es el nombre con
que las autoridades de medio planeta lo han prohibido.
Solo me queda descubrir el motivo
de ese nombre.
Inspiro y me encamino hacia el
símbolo parpadeante del baño.
Para llegar tengo que esquivar a
los que se divierten al ritmo de un redoble intercalado con estampidos de
cañón. Si los llamamos “esquizofónicos”, por algo será…
En mi vida jamás he
esnifado basura dura. Espinas de skunk y pasteles de maría, algún
vapor de pegamento y, como mucho, unas dosis subliminales. Nunca toqué
coca, hero, mescalina, anfetaminas o LSD. Me gusta el contacto con la
naturaleza, por así decirlo. Y sin embargo para el Flush estoy dispuesto a
romper esta regla. Sea lo que sea, esa experiencia circularía dentro de mí,
fluiría por las venas o por cualquier otro órgano donde pudiera propagarse.
Confiado e inconsciente, cruzo el
umbral del baño, después de haber salido indemne del tratamiento acústico de la
pista de baile. Los oídos me zumban y parece que escupen desde los tímpanos
picos de melodías sobrantes. En el baño de hombres me sorprende el ruido
torrencial de un par de grifos abiertos, de los que sale un líquido espeso y
verdoso. Una sustancia que desde pequeños nos enseñaron a usar con cautela: el
fluido verdoso, con un vago olor a menta (nadie sabe describir su sabor sin
terminar en un lavado gástrico), se debe al agente químico encargado de
exterminar cualquier sustancia nociva. Si lo llamamos “higiene preventiva”, por
algo será…
Agazapado detrás de la puerta como
un felino al acecho, Ho Chi Minh se apresura a colgar afuera un cartel que dice
AVERIADO para luego cerrarnos dentro. Quizá tengo dos minutos antes de que se
desate el caos en busca de un urinario libre.
—¿Eres Simon?
—Sí, el amigo de Cuatro Dedos.
Voy a sacar un documento pero él me
detiene.
—Me basta tu palabra. Total, antes
tengo que ver los euros.
—Espera, quiero probarlo. ¿Cómo sé
que no me estás encajando una basura de baja frecuencia?
El tipo frunce las cejas y me
dedica una expresión de chacal, dejándome en claro cómo son las cosas. Si
suelto semejante disparate solo puede significar una cosa: que es mi primera
vez. Así que me trata de toxicómano, de esquizofónico cualquiera, el típico
glotón de novedades audiosérgicas con las que colocarse.
—Tienes que confiar, amigo. No
puedo hacer que lo pruebes.
Callo. El misterio del Flush me
atrapó desde el comienzo. No me queda más que abrir la mano y darle el pago.
Precio de mercado. Ho Chi Minh no negocia, estira un brazo y me quita los
créditos. Luego sonríe burlón y abre la otra mano en forma de cuenco.
—Que te diviertas, y agua en la
boca. Si te pillan, traga. Son biodegradables. A prueba de análisis de heces.
Para incriminarte, tienen que abrirte el estómago en menos de media hora.
Otra sonrisa de jade y luego salta
sobre el lavabo y se mete por la rendija de la ventana superior. Nunca sale por
la misma puerta por donde entra. Antes de desaparecer en el callejón, silba.
—Amigo, quita el cartel si no
quieres que primero rompan la puerta y luego a ti.
Me quedo allí, paralizado y dudando
de haberme desprendido de tantos euros para nada. Bajo la mirada a la palma de
la mano y veo lo que he comprado por una cifra equivalente a dos meses de
alquiler.
¿Un par de malditos auriculares?
¿Dos miserables tapones para los oídos?
No lo puedo creer. ¿Tienen el
descaro de elevar estos trucos baratos al rango de droga sintética?
Los hago saltar en la mano,
intentando encontrar un sentido más profundo a esos objetos, cuando unos golpes
tremendos contra la puerta me despiertan de la hipnosis de la estafa.
Meto los auriculares en el bolsillo
y salgo corriendo y esquivando a dos energúmenos cuya vejiga atascada es la
causa de mi salvación. Sus insultos no me habrían herido demasiado. Recorro de
nuevo el túnel, ahora en subida.
Jadeo.
El humo me nubla la vista y
destroza el olfato; el estruendo de los decibelios explosivos tritura el resto
de mis sensaciones. Sacudo la cabeza buscando un apoyo. Aunque sea el brazo de
alguien que me guíe afuera. Me tambaleo, rebotando de hombro en hombro. Choco
con desconocidos que se burlan de mí y se ofenden por la molestia que les
causo. Si supieran cuánta me causan ellos…
Cuento los giros, miro las paredes,
busco señales para orientarme. El aire tiembla y se infla con los retumbos de
un bajo que atraviesa la carne, irrumpe en los tímpanos y es absorbido –y solo
parcialmente amortiguado– por mi esqueleto.
Distingo unos neones de emergencia
en la distancia. Deben indicar la superficie.
Mi vista se duplica y de las orejas
me corre un hilo de sangre tibia. Parece incandescente como la frecuencia del
sonido. Agarro la baranda, donde muchos caen cada noche. Siento su sudor seco,
sus angustias deslizándose bajo mi palma.
Fuera de la Madriguera recupero el
aliento. Entre los sonidos apagados del callejón, los ojos enceguecidos y los
oídos aturdidos, estoy tentado de probar el Flush ahí mismo, de pie.
Veo a dos tipos armados con
alaridos contundentes y a un grupo de tres sílfides protegidas por un halo de
música defensiva. Desisto; no quiero que me ataquen con algún ruido malévolo.
Pero pensándolo bien, ¿qué podría pasarme tan terrible si esa cosa, unos
simples tapones para los oídos, está en la lista negra de drogas?
Recuerdo a Ho Chi Minh. En este
momento, debe estar bebiendo un trago a mi salud. Con los auriculares en el
bolsillo, me echo a caminar, apresurado y furtivo. Doblo en la Cristóbal Colón,
cuyos efectos Doppler, emitidos por los neumáticos de los bólidos, si bien no
me molestan tanto, me inquietan: llevo tecnología ilegal y cualquiera podría
bajar de un coche y obligarme a una requisa audiométrica.
La acera –en el tramo de autopista
donde inauguraron un HyperStore 24x7– rebosa de noctámbulos, jóvenes y
no tan jóvenes, mareados por la charla fácil, y One-Man-Sounds, versificadores
de voz seductora que se divierten vendiendo insultos improvisados y frases de
éxito para ligar, intercambiables según la ocasión.
Me duelen los oídos cuando no llevo
mis Sennheiser acolchados para aislar sonidos con otros sonidos. Y como idiota
las dejé en casa. Porque sonido mata sonido: si lo llamamos “terapia de bajo
contenido de satisfacción”, por algo será…
Busco un lugar
aislado, un parque, un garaje, cualquier sitio abandonado donde la agresión del
ruido me conceda una tregua, aunque sea momentánea, del remolino que me tapa
los oídos. En el fondo, todos queremos escapar. Unos en la tele, otros
comprando, otros en el estadio y otros en la discoteca. Y ninguno querría estar
en otro lado en ese momento.
La reclusión de quien está inmerso
en una huida aparente no es más que la admisión de una escapadita. Prisiones
dentro de otras prisiones. Ruidos dentro de otros ruidos. Con un solo efecto
peor a largo plazo.
Quien huye de verdad no vuelve.
Quien huye de verdad no hace zapping a otro canal, ni busca una tienda
alternativa. Quien huye de verdad no cambia de partido, ni se inscribe en otro
club. Quien huye no busca algo: ya lo encontró.
Mi barrera antisonora, compuesta de
dos puntas con forma de lóbulos de oreja, ya no oscila. Es mi modo de zahorí
para encontrar el punto X, aquel en que los ruidos no me alcancen ni me atrapen
en una red de distracciones.
Donde estoy ahora no hace falta
hacer escándalo para escucharse.
El susurro del viento entre las
ramas exige apenas una fracción de mi atención. En compensación, el ser humano
más cercano está a cien metros. Una distancia suficiente como para
tranquilizarme y hacerme sacar los auriculares del bolsillo.
Me recuesto en un banco junto a un
sendero arbolado. En pleno control del espectro sonoro de los alrededores,
observo mis compras del día: color rosa “epidérmico camuflado”, forma de cono
alargado y recubiertos de un material esponjoso que no conozco. No son
plástico, corcho ni goma. ¿Quién sabe cómo se mezclan las moléculas de los
objetos que nos rodean?
Cuanto más los miro, más me
abstraigo, invadido por una mezcla de rabia por el precio prohibitivo y
curiosidad por un objeto que, en teoría, promete devolverme una experiencia
única.
Los sacudo y agito.
Los foros que revisé antes de
decidirme no mencionaban ningún consejo ni truco. Quizás no existan. Quizás sea
solo instinto. Entonces, me di cuenta de algo obvio: objetos tan simples no
pueden transmitir una experiencia tan compleja. Tanto es así que separo los
auriculares, los levanto y los mantengo firmes a la altura de los ojos. Observo
cómo los conos se apuntan entre sí. Estoy en el medio, manteniendo el circuito
abierto.
Entonces sucede algo. Entiendo el
misterio, pero no me atrevo a lanzarme.
Lento como un monje preparando té,
acerco los auriculares a mis oídos. Giro a la derecha, luego a la izquierda. No
entiendo si soy yo quien se coloca entre ellos o ellos los que interactúan a
través de mí.
Al unísono acerco las manos y dejo
que la consistencia ambigua del material se incruste en mis canales auditivos y
se adapte a la forma de mis tímpanos. Es una sensación táctil enrarecida, que
se siente incluso en la oscuridad de mi oído.
Tras juntar suavemente los dos
extremos, no me doy cuenta de que me he hundido. Frunzo el ceño al percibir la
presencia de otra realidad, la del silencio absoluto. Siguiendo mi estado de
ánimo, entorno los ojos. El silencio asociado a la oscuridad profunda es algo
que se ingiere en dosis diminutas. Infinitesimales.
Si históricamente el colocón
siempre ha estado ligado a cualquier distorsión, a una deformación a gusto de
la realidad, entonces he empezado a drogarme bien. Es como un cambio de presión
en un avión, una sensación de succión que primero te estira y luego te
comprime.
Absurda, aunque cierta, es la
sensación de aire filtrándose por la cabeza, un espacio vacío y sideral en
lugar del cerebro.
La ausencia de percepción auditiva,
en contraste con el ruido que ruge por doquier, actúa desde dentro, sutilmente:
el silencio absoluto es un torbellino capaz de abrir profundos abismos en su
interior, destrozando toda sensación de seguridad e ilusión de autocontrol.
Sobre todo, el silencio, con el
paso del tiempo, no disminuye, sino que se acumula. Primero, alerta y
consciente de dónde estoy, imagino cómo dosis crecientes de Flush me llevan a
lugares desconocidos, recovecos internos que normalmente permanecen inaccesibles
a la conciencia bombardeada por sonidos. Luego, lentamente, me invade el
pánico…
La mente al vacío, libre
incluso de la más mínima vacilación y desatención, esa de la que hablan y murmuran
los usuarios más experimentados en sitios dedicados al fenómeno, se mete en mi
cabeza. Los miedos más oscuros y los deseos más inconfesables se condensan en
una visión tan irreal como fantasiosa. Visiones de mis exparejas, como cirros,
se acumulan bajo densas nubes de miedo y angustia. Entretanto, destellos
nítidos desencadenan recuerdos fragmentados.
En el silencio de la realidad
apagada, lo que toma forma es inmanejable, no se puede modular en absoluto.
La oficina donde trabajo como especialista
de IT ya no es el “open-space” ensordecedor donde la privacidad es violada
deliberadamente, sino que se parece a una colmena habitada por zánganos que
representan el papel de víctimas frente a reinas del negocio al borde de la
histeria horaria.
Mi Elisa se transfigura en un pilar
de ébano procaz, una columna de escenas pornográficas, tomadas y arrojadas
sobre carne desde el receptáculo de mi kamasutra personal.
Quizá el sueño sea el comparativo
más cercano a lo que estoy viviendo. Un filamento onírico, lúcido y borroso, un
desvarío virulento durante el cual los conceptos con los que mido mi identidad
se retraen, asustados por la presencia abrumadora de un evento tan único y
raro.
Por anatomía, historia y cultura, y
en tanto seres humanos, estamos todos ligados a la comunicación física, escrita
y verbal. Sin embargo, cuando el pánico mudo toma el control y el silencio
persiste dentro de nosotros durante un tiempo suficientemente largo, es la
consciencia la que se enciende.
Ni siquiera el latido acelerado
pero constante del corazón me consuela. Poseo una existencia más allá de la
fluctuación mental, pero aun así estoy en caída libre.
Con un esfuerzo de voluntad abro
los ojos y ¡sorpresa! Un mundo igualmente mudo me muestra su rostro enmudecido.
Las hojas susurran entre las ramas,
los pájaros cruzan el cielo en bandadas ordenadas y los grillos saltan entre la
hierba, empujados por el aliento del viento. Todo es quieto, silencioso, sin
remedio.
Tendido un velo sobre el sonido de
la realidad, un pliegue de verdad me golpea en la cara. ¿Cuánta parte del
cerebro está sometida por los ruidos? ¿Cuánta parte de nosotros se pierde
atendiendo a los sonidos?
No querría ser sordo, sobre todo
porque una prótesis auditiva restituye plenamente el placer del oído, efectos
especiales incluidos, pero entiendo por qué el Flush es ilegal.
La monotonía de la ausencia de
sonido es un interruptor para colocarse y al mismo tiempo una prueba para
demostrarse a uno mismo que se puede escuchar, además de sobrevivir. Dos hechos
que, si se separan, pueden ser acusados de degradar el espíritu y propagar
prácticas contrarias a la seguridad personal, pero que, si se unen en un solo y
único evento, refuerzan la capacidad de enfocarse y liberan del yugo de la
distracción.
Queda el riesgo de PVS (Estado
Vegetativo Permanente) y de la incomunicabilidad del silencio, por la cual cada
uno es una isla en un océano de emociones fluidas, quebradizas y tan maleables
como para rechazar la palabra. Y aun así, incluso estos impedimentos pueden
superarse ante la difusión del ritual compartido del Flush: ya se ven por ahí
las primeras bandas de silenciados avanzando absortos en la
contemplación de una existencia más elevada, inmunes a la captura de vitrinas
brillantes, himnos al consumo y el diluvio de señales subliminalmente sublimes.
Veo a algunos que gesticulan,
moviendo las manos en complejas maniobras gramaticales de LSD, el Lenguaje de
los Signos Desonorizado, y se agitan en una mímica propia, inaccesible para los
demás.
Despojado de todo revestimiento
sonoro, me levanto y vago por senderos enmudecidos y locuaces en un otroverso.
En un lenguaje carente de toda cacofonía, comunican formas más intensas de
sentido, un sentido renovado en el germen. Es una premonición.
Es el enfoque por debajo del umbral
de audibilidad.
Lo que sorprende es sentirse desintonizado.
Francesco Verso es un escritor
italiano de ciencia ficción y traductor de ciencia ficción del inglés al
italiano. Nacido en Bolonia, Italia, vive y trabaja en Roma. Comenzó a escribir
en 1996, primero poemas y luego la novela Antidoti umani , que fue
nominada al Premio Urania 2004. En 2009 ganó el Premio Urania con la novela Il
fabbricante di sorrisi. En 2010, terminó su tercera novela, Lívido, que
en 2012 ganó el Premio Odissea y también el Premio Cassiopea en 2014, tras lo
cual recibió el Premio Italia a la mejor novela italiana de ciencia ficción.
Ese mismo año, la editorial australiana Xoum adquirió los derechos australianos
de la novela y se publicó en inglés con el título Livid. En 2015 ganó su
segundo Premio Urania con su novela Bloodbusters exequo Sandro Battisti
por la novela L'impero restaurato. En 2018 ganó un Premio Italia como
mejor editor por la serie de libros publicados en Future Fiction y en 2019
recibió en la Convención Refesticon en Montenegro el Premio Dragón de Oro (Zlatni
Zmaj) por logros en el desarrollo de la literatura de ciencia ficción.
