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miércoles, 10 de diciembre de 2025

FLUSH

Francesco Verso

 

Cuando lo probé por primera vez no sabía qué esperar. Desaparecer, quizá morir y luego regresar, pero ¿adónde y sobre todo desde qué? Nadie sabía nada. O mejor dicho, nadie hablaba del asunto sin perderse en refunfuños y balbuceos. Entre ellos, estaban los que juraban haber sobrevivido a la experiencia más terrorífica de su vida y, por la cara que ponían, la exhibían como prueba definitiva: se habían vuelto más fuertes porque todavía estaban vivos.

¿Por qué, entonces, quería hacerlo? ¿Por qué someterme a un suplicio semejante?

Miro la hora, luego el cartel del local y me digo: Simon, ¿seguro que vale la pena?

 

La música trance hace pulsar la sangre en las venas a 150 rpm. Rebota afuera, a lo largo de las paredes descascaradas del callejón, que rezuma humedad y pintura flúorescente. Unos tipos sospechosos permanecen en la sombra negociando. Lo siento: todo conspira para distraerme. Mi ropa es improbable: pantalones beige de cuando pesaba 95 kilos, una camisa celeste que no sabía que tenía y unas sandalias marrones viejas, de viajero empedernido. Apago el móvil para que ninguna app urbana demasiado invasiva me pesque.

El lugar de la cita, la Madriguera del Ruido Blanco, no es un sitio donde uno quiera llamar la atención. Es un club en las afueras, frecuentado por fanáticos de los volúmenes ensordecedores, ese tipo de estruendo que te distrae y puede hacerte cambiar de idea cada tres minutos. Incluso menos, si vas acompañado por alguien que te haga de caja de resonancia. Quizá por eso me decidí: meterme en el “pozo” y colarme en la Madriguera del Ruido. No distinto de los que han caído antes y que, reincidentes, volverían a hacerlo. Desde afuera, la Madriguera parece peor que un agujero cavado en la tierra. La entrada es una plancha de metal inclinada, montada sobre gruesos goznes que se hunden en la piedra. Luego se baja por un túnel iluminado con llamitas. El aire es desplazado tanto por las vibraciones sonoras como por enormes conductos de ventilación.

Una caverna polvorienta funciona como pista de baile y alrededor de las paredes hay tablas clavadas y lacadas en rojo. Miro a mi alrededor: en un cubículo reservado para VIP, hundido en un asiento raído de VIRGIN AIRLINES, hay un vietnamita de piel aceitunada con un chándal paramilitar. Me acerco, le hago una seña con la cabeza y él me regala una sonrisa torcida y una dentadura de orfebrería.

Mi contacto, Charlie Cuatro Dedos, hizo un buen trabajo de intermediación: quizá le pidió a su chiquita brasileña que le hiciera una lap-a-samba al tipo; quizá ella fue lo bastante hábil como para hacerle olvidar un día miserable. El hecho es que él acepta reunirse conmigo. Levanta una mano larga y huesuda y me hace señas de que lo siga.

—Al baño. En un minuto. Entro yo primero.

No dice nada más. ¿Hay un modo correcto de hacerlo? ¿Precauciones? ¿Cosas que evitar?

He comido un lumpia y bebido dos cervezas. Tal vez debería esperar. O tal vez dudo porque no estoy convencido. A mi pesar, me dejé sugestionar por las voces que circulan sobre el aire que me atraviesa la cabeza, los agujeros negros de comprensión y los torbellinos de extrañamiento. Voces absurdas que hablan de vacíos de alma hiperbáricos y pensamientos-espejo de memorias ajenas. Cajas mentales dentro de otras cajas. Ilusiones tan desagradables y molestas que te hacen perder la orientación y la lucidez. Mierda, ¿pero cuántas versiones existen de lo mismo?

De acuerdo, es algo subjetivo, algo que cada uno vive por sí y para sí, pero debe existir un denominador común, algo asociable al Flush.

El Flush o Succión es el nombre de batalla de la experiencia en cuestión: Silenciador, en cambio, es el nombre con que las autoridades de medio planeta lo han prohibido.

Solo me queda descubrir el motivo de ese nombre.

Inspiro y me encamino hacia el símbolo parpadeante del baño.

Para llegar tengo que esquivar a los que se divierten al ritmo de un redoble intercalado con estampidos de cañón. Si los llamamos “esquizofónicos”, por algo será…

 

En mi vida jamás he esnifado basura dura. Espinas de skunk y pasteles de maría, algún vapor de pegamento y, como mucho, unas dosis subliminales. Nunca toqué coca, hero, mescalina, anfetaminas o LSD. Me gusta el contacto con la naturaleza, por así decirlo. Y sin embargo para el Flush estoy dispuesto a romper esta regla. Sea lo que sea, esa experiencia circularía dentro de mí, fluiría por las venas o por cualquier otro órgano donde pudiera propagarse.

Confiado e inconsciente, cruzo el umbral del baño, después de haber salido indemne del tratamiento acústico de la pista de baile. Los oídos me zumban y parece que escupen desde los tímpanos picos de melodías sobrantes. En el baño de hombres me sorprende el ruido torrencial de un par de grifos abiertos, de los que sale un líquido espeso y verdoso. Una sustancia que desde pequeños nos enseñaron a usar con cautela: el fluido verdoso, con un vago olor a menta (nadie sabe describir su sabor sin terminar en un lavado gástrico), se debe al agente químico encargado de exterminar cualquier sustancia nociva. Si lo llamamos “higiene preventiva”, por algo será…

Agazapado detrás de la puerta como un felino al acecho, Ho Chi Minh se apresura a colgar afuera un cartel que dice AVERIADO para luego cerrarnos dentro. Quizá tengo dos minutos antes de que se desate el caos en busca de un urinario libre.

—¿Eres Simon?

—Sí, el amigo de Cuatro Dedos.

Voy a sacar un documento pero él me detiene.

—Me basta tu palabra. Total, antes tengo que ver los euros.

—Espera, quiero probarlo. ¿Cómo sé que no me estás encajando una basura de baja frecuencia?

El tipo frunce las cejas y me dedica una expresión de chacal, dejándome en claro cómo son las cosas. Si suelto semejante disparate solo puede significar una cosa: que es mi primera vez. Así que me trata de toxicómano, de esquizofónico cualquiera, el típico glotón de novedades audiosérgicas con las que colocarse.

—Tienes que confiar, amigo. No puedo hacer que lo pruebes.

Callo. El misterio del Flush me atrapó desde el comienzo. No me queda más que abrir la mano y darle el pago. Precio de mercado. Ho Chi Minh no negocia, estira un brazo y me quita los créditos. Luego sonríe burlón y abre la otra mano en forma de cuenco.

—Que te diviertas, y agua en la boca. Si te pillan, traga. Son biodegradables. A prueba de análisis de heces. Para incriminarte, tienen que abrirte el estómago en menos de media hora.

Otra sonrisa de jade y luego salta sobre el lavabo y se mete por la rendija de la ventana superior. Nunca sale por la misma puerta por donde entra. Antes de desaparecer en el callejón, silba.

—Amigo, quita el cartel si no quieres que primero rompan la puerta y luego a ti.

Me quedo allí, paralizado y dudando de haberme desprendido de tantos euros para nada. Bajo la mirada a la palma de la mano y veo lo que he comprado por una cifra equivalente a dos meses de alquiler.

¿Un par de malditos auriculares? ¿Dos miserables tapones para los oídos?

No lo puedo creer. ¿Tienen el descaro de elevar estos trucos baratos al rango de droga sintética?

Los hago saltar en la mano, intentando encontrar un sentido más profundo a esos objetos, cuando unos golpes tremendos contra la puerta me despiertan de la hipnosis de la estafa.

Meto los auriculares en el bolsillo y salgo corriendo y esquivando a dos energúmenos cuya vejiga atascada es la causa de mi salvación. Sus insultos no me habrían herido demasiado. Recorro de nuevo el túnel, ahora en subida.

Jadeo.

El humo me nubla la vista y destroza el olfato; el estruendo de los decibelios explosivos tritura el resto de mis sensaciones. Sacudo la cabeza buscando un apoyo. Aunque sea el brazo de alguien que me guíe afuera. Me tambaleo, rebotando de hombro en hombro. Choco con desconocidos que se burlan de mí y se ofenden por la molestia que les causo. Si supieran cuánta me causan ellos…

Cuento los giros, miro las paredes, busco señales para orientarme. El aire tiembla y se infla con los retumbos de un bajo que atraviesa la carne, irrumpe en los tímpanos y es absorbido –y solo parcialmente amortiguado– por mi esqueleto.

Distingo unos neones de emergencia en la distancia. Deben indicar la superficie.

Mi vista se duplica y de las orejas me corre un hilo de sangre tibia. Parece incandescente como la frecuencia del sonido. Agarro la baranda, donde muchos caen cada noche. Siento su sudor seco, sus angustias deslizándose bajo mi palma.

Fuera de la Madriguera recupero el aliento. Entre los sonidos apagados del callejón, los ojos enceguecidos y los oídos aturdidos, estoy tentado de probar el Flush ahí mismo, de pie.

Veo a dos tipos armados con alaridos contundentes y a un grupo de tres sílfides protegidas por un halo de música defensiva. Desisto; no quiero que me ataquen con algún ruido malévolo. Pero pensándolo bien, ¿qué podría pasarme tan terrible si esa cosa, unos simples tapones para los oídos, está en la lista negra de drogas?

Recuerdo a Ho Chi Minh. En este momento, debe estar bebiendo un trago a mi salud. Con los auriculares en el bolsillo, me echo a caminar, apresurado y furtivo. Doblo en la Cristóbal Colón, cuyos efectos Doppler, emitidos por los neumáticos de los bólidos, si bien no me molestan tanto, me inquietan: llevo tecnología ilegal y cualquiera podría bajar de un coche y obligarme a una requisa audiométrica.

La acera –en el tramo de autopista donde inauguraron un HyperStore 24x7– rebosa de noctámbulos, jóvenes y no tan jóvenes, mareados por la charla fácil, y One-Man-Sounds, versificadores de voz seductora que se divierten vendiendo insultos improvisados y frases de éxito para ligar, intercambiables según la ocasión.

Me duelen los oídos cuando no llevo mis Sennheiser acolchados para aislar sonidos con otros sonidos. Y como idiota las dejé en casa. Porque sonido mata sonido: si lo llamamos “terapia de bajo contenido de satisfacción”, por algo será…

 

Busco un lugar aislado, un parque, un garaje, cualquier sitio abandonado donde la agresión del ruido me conceda una tregua, aunque sea momentánea, del remolino que me tapa los oídos. En el fondo, todos queremos escapar. Unos en la tele, otros comprando, otros en el estadio y otros en la discoteca. Y ninguno querría estar en otro lado en ese momento.

La reclusión de quien está inmerso en una huida aparente no es más que la admisión de una escapadita. Prisiones dentro de otras prisiones. Ruidos dentro de otros ruidos. Con un solo efecto peor a largo plazo.

Quien huye de verdad no vuelve. Quien huye de verdad no hace zapping a otro canal, ni busca una tienda alternativa. Quien huye de verdad no cambia de partido, ni se inscribe en otro club. Quien huye no busca algo: ya lo encontró.

Mi barrera antisonora, compuesta de dos puntas con forma de lóbulos de oreja, ya no oscila. Es mi modo de zahorí para encontrar el punto X, aquel en que los ruidos no me alcancen ni me atrapen en una red de distracciones.

Donde estoy ahora no hace falta hacer escándalo para escucharse.

El susurro del viento entre las ramas exige apenas una fracción de mi atención. En compensación, el ser humano más cercano está a cien metros. Una distancia suficiente como para tranquilizarme y hacerme sacar los auriculares del bolsillo.

Me recuesto en un banco junto a un sendero arbolado. En pleno control del espectro sonoro de los alrededores, observo mis compras del día: color rosa “epidérmico camuflado”, forma de cono alargado y recubiertos de un material esponjoso que no conozco. No son plástico, corcho ni goma. ¿Quién sabe cómo se mezclan las moléculas de los objetos que nos rodean?

Cuanto más los miro, más me abstraigo, invadido por una mezcla de rabia por el precio prohibitivo y curiosidad por un objeto que, en teoría, promete devolverme una experiencia única.

Los sacudo y agito.

Los foros que revisé antes de decidirme no mencionaban ningún consejo ni truco. Quizás no existan. Quizás sea solo instinto. Entonces, me di cuenta de algo obvio: objetos tan simples no pueden transmitir una experiencia tan compleja. Tanto es así que separo los auriculares, los levanto y los mantengo firmes a la altura de los ojos. Observo cómo los conos se apuntan entre sí. Estoy en el medio, manteniendo el circuito abierto.

Entonces sucede algo. Entiendo el misterio, pero no me atrevo a lanzarme.

Lento como un monje preparando té, acerco los auriculares a mis oídos. Giro a la derecha, luego a la izquierda. No entiendo si soy yo quien se coloca entre ellos o ellos los que interactúan a través de mí.

Al unísono acerco las manos y dejo que la consistencia ambigua del material se incruste en mis canales auditivos y se adapte a la forma de mis tímpanos. Es una sensación táctil enrarecida, que se siente incluso en la oscuridad de mi oído.

Tras juntar suavemente los dos extremos, no me doy cuenta de que me he hundido. Frunzo el ceño al percibir la presencia de otra realidad, la del silencio absoluto. Siguiendo mi estado de ánimo, entorno los ojos. El silencio asociado a la oscuridad profunda es algo que se ingiere en dosis diminutas. Infinitesimales.

Si históricamente el colocón siempre ha estado ligado a cualquier distorsión, a una deformación a gusto de la realidad, entonces he empezado a drogarme bien. Es como un cambio de presión en un avión, una sensación de succión que primero te estira y luego te comprime.

Absurda, aunque cierta, es la sensación de aire filtrándose por la cabeza, un espacio vacío y sideral en lugar del cerebro.

La ausencia de percepción auditiva, en contraste con el ruido que ruge por doquier, actúa desde dentro, sutilmente: el silencio absoluto es un torbellino capaz de abrir profundos abismos en su interior, destrozando toda sensación de seguridad e ilusión de autocontrol.

Sobre todo, el silencio, con el paso del tiempo, no disminuye, sino que se acumula. Primero, alerta y consciente de dónde estoy, imagino cómo dosis crecientes de Flush me llevan a lugares desconocidos, recovecos internos que normalmente permanecen inaccesibles a la conciencia bombardeada por sonidos. Luego, lentamente, me invade el pánico…

La mente al vacío, libre incluso de la más mínima vacilación y desatención, esa de la que hablan y murmuran los usuarios más experimentados en sitios dedicados al fenómeno, se mete en mi cabeza. Los miedos más oscuros y los deseos más inconfesables se condensan en una visión tan irreal como fantasiosa. Visiones de mis exparejas, como cirros, se acumulan bajo densas nubes de miedo y angustia. Entretanto, destellos nítidos desencadenan recuerdos fragmentados.

En el silencio de la realidad apagada, lo que toma forma es inmanejable, no se puede modular en absoluto.

La oficina donde trabajo como especialista de IT ya no es el “open-space” ensordecedor donde la privacidad es violada deliberadamente, sino que se parece a una colmena habitada por zánganos que representan el papel de víctimas frente a reinas del negocio al borde de la histeria horaria.

Mi Elisa se transfigura en un pilar de ébano procaz, una columna de escenas pornográficas, tomadas y arrojadas sobre carne desde el receptáculo de mi kamasutra personal.

Quizá el sueño sea el comparativo más cercano a lo que estoy viviendo. Un filamento onírico, lúcido y borroso, un desvarío virulento durante el cual los conceptos con los que mido mi identidad se retraen, asustados por la presencia abrumadora de un evento tan único y raro.

Por anatomía, historia y cultura, y en tanto seres humanos, estamos todos ligados a la comunicación física, escrita y verbal. Sin embargo, cuando el pánico mudo toma el control y el silencio persiste dentro de nosotros durante un tiempo suficientemente largo, es la consciencia la que se enciende.

Ni siquiera el latido acelerado pero constante del corazón me consuela. Poseo una existencia más allá de la fluctuación mental, pero aun así estoy en caída libre.

Con un esfuerzo de voluntad abro los ojos y ¡sorpresa! Un mundo igualmente mudo me muestra su rostro enmudecido.

Las hojas susurran entre las ramas, los pájaros cruzan el cielo en bandadas ordenadas y los grillos saltan entre la hierba, empujados por el aliento del viento. Todo es quieto, silencioso, sin remedio.

Tendido un velo sobre el sonido de la realidad, un pliegue de verdad me golpea en la cara. ¿Cuánta parte del cerebro está sometida por los ruidos? ¿Cuánta parte de nosotros se pierde atendiendo a los sonidos?

No querría ser sordo, sobre todo porque una prótesis auditiva restituye plenamente el placer del oído, efectos especiales incluidos, pero entiendo por qué el Flush es ilegal.

La monotonía de la ausencia de sonido es un interruptor para colocarse y al mismo tiempo una prueba para demostrarse a uno mismo que se puede escuchar, además de sobrevivir. Dos hechos que, si se separan, pueden ser acusados de degradar el espíritu y propagar prácticas contrarias a la seguridad personal, pero que, si se unen en un solo y único evento, refuerzan la capacidad de enfocarse y liberan del yugo de la distracción.

Queda el riesgo de PVS (Estado Vegetativo Permanente) y de la incomunicabilidad del silencio, por la cual cada uno es una isla en un océano de emociones fluidas, quebradizas y tan maleables como para rechazar la palabra. Y aun así, incluso estos impedimentos pueden superarse ante la difusión del ritual compartido del Flush: ya se ven por ahí las primeras bandas de silenciados avanzando absortos en la contemplación de una existencia más elevada, inmunes a la captura de vitrinas brillantes, himnos al consumo y el diluvio de señales subliminalmente sublimes.

Veo a algunos que gesticulan, moviendo las manos en complejas maniobras gramaticales de LSD, el Lenguaje de los Signos Desonorizado, y se agitan en una mímica propia, inaccesible para los demás.

Despojado de todo revestimiento sonoro, me levanto y vago por senderos enmudecidos y locuaces en un otroverso. En un lenguaje carente de toda cacofonía, comunican formas más intensas de sentido, un sentido renovado en el germen. Es una premonición.

Es el enfoque por debajo del umbral de audibilidad.

Lo que sorprende es sentirse desintonizado.

Francesco Verso es un escritor italiano de ciencia ficción y traductor de ciencia ficción del inglés al italiano. Nacido en Bolonia, Italia, vive y trabaja en Roma. Comenzó a escribir en 1996, primero poemas y luego la novela Antidoti umani , que fue nominada al Premio Urania 2004. En 2009 ganó el Premio Urania con la novela Il fabbricante di sorrisi. En 2010, terminó su tercera novela, Lívido, que en 2012 ganó el Premio Odissea y también el Premio Cassiopea en 2014, tras lo cual recibió el Premio Italia a la mejor novela italiana de ciencia ficción. Ese mismo año, la editorial australiana Xoum adquirió los derechos australianos de la novela y se publicó en inglés con el título Livid. En 2015 ganó su segundo Premio Urania con su novela Bloodbusters exequo Sandro Battisti por la novela L'impero restaurato. En 2018 ganó un Premio Italia como mejor editor por la serie de libros publicados en Future Fiction y en 2019 recibió en la Convención Refesticon en Montenegro el Premio Dragón de Oro (Zlatni Zmaj) por logros en el desarrollo de la literatura de ciencia ficción.

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