Miguel Sequeiros
Creo
escuchar el murmullo de sus patas y sus voces arácnidas llamándome e intentando
enredarme en sus trampas.
¿Qué?
¿No escuchan?
¿Acaso no escuchan sus pisadas?
Todos piensan que estoy loco solo porque
puedo escuchar los pasos de las arañas acercándose a este cuarto... ¡pero sé
que vienen a buscarme para asesinarme; por eso obligaron a mi esposa y a mis
hijos a abandonarme!, los doctores ya están hartos de mis gritos, se cansaron
de explicarme que no hay arañas aquí.
¡Pero las hay, lo sé!
Dicen que sufro de aracnofobia desde
que tengo memoria, pero creo que más que eso es que sufro por ser tan
vulnerable ante esos bichos, ¡porque me siguen, me siguen y saben dónde estoy!
Desde que tengo uso de razón, un
viaje al campo significaba una tortura para mí, porque me la pasaba buscando
arañas e intentando matarlas a pisotones, todo embadurnado de repelente para
insectos, sin poder dormir en las noches; y como se supone, esto hacía que las
vacaciones con mis padres (cuando era niño), y con mi familia (después de
casarme) siempre fueran más cortas y terminaran con peleas, en el primer caso,
entre mis padres por mi malacrianza, y en el segundo caso, entre mi esposa y
yo, porque no la dejaba en paz con mis temores.
Las terapias y los castigos solo
sirvieron para empeorar mis miedos y certezas, y ya que no era simplemente una
condición psicológica, sino una conspiración de esa especie en contra mía, supe
que tenía que hacer algo para eliminarlas, y ese algo no era otra cosa que usar
la cabeza.
De niño influí para que mis padres
cambiasen de entorno laboral, de uno rural a otro más citadino, las arañas
disminuyeron sustancialmente y eso me ayudó mucho, pues mi adolescencia llegó a
ser casi normal; incluso me pareció olvidar por completo mis miedos y certezas,
pues en esa zona no había más que cemento y plástico, repelentes en
atomizadores y venenos espontáneos para insectos.
Me la pasaba leyendo, estudiando,
enamorando con las chicas de las casas vecinas y, sobre todo, en la piscina con
mis amigos, fue una época grandiosa, mi temor a la especie arácnida parecía
haberse extinguido.
Cuando acabé la universidad y me
casé, por un tiempo todo transcurrió con normalidad, hasta que nos tuvimos que
trasladar a una antigua casa que era más grande que mi departamento de soltero,
debido a que mi segundo hijo estaba en camino.
Aquella casa tenía una piscina de
clásico estilo cincuentero, eso me animó a revivir mis años de juventud,
disfrutándola por las noches.
Así lo hice, nadaba en las noches y
luego de secarme, me iba a dormir con mucha facilidad; pero todo cambió de
pronto, porque a la octava noche, cuando reinó el silencio, escuché de pronto
los susurros de las patas de las arañas, toqueteando, levantándose una después
de la otra y descendiendo (una pata después de la otra y otra y otra...), de
esta forma sentí que el miedo retornaba con más fuerza que antes, el ruido de
las arañas desplazándose por mi casa invadía el ambiente, e imaginaba sus
cuerpos esféricos y velludos por todas las paredes, produciendo un sonido como
de letanías demenciales con el sencillo roce de sus vientres anillados contra
el empapelado o la pintura...
Este suceso se repitió desde aquella
noche, hasta hace poco. Dejé incluso de nadar en la piscina, porque pensaba que
ellas podían poner sus huevos en el agua y que estos eran inmunes al cloro.
Poco a poco toda mi vida volvió a
convertirse en una pesadilla, mis miedos más profundos se consolidaron y mis
certezas se reanudaron; encontraba huevos grises debajo de las sillas, debajo
del borde interno del retrete, dentro de una cafetera abandonada.
Cruzaba el porche o pasaba por un
rincón y mi piel se estremecía por el cosquilleo imposible de mitigar de las
telarañas recién construidas. Veía fugazmente racimos de ojos que me
acompañaban cuando bajaba al sótano o constelaciones de fulgores macabros de
seres diminutos o no tan diminutos mirándome cuando subía al desván y siempre
creía ver amagues de siluetas desplazando las ocho patas con violencia hacia
los rincones.
Sé que creerán que estoy loco, pero
paulatinamente los susurros se tornaron en voces que se hacían más claras día a
día.
Como no podía conciliar el sueño,
escuchaba una especie de arrullo horrible que hacía que mi familia durmiera
profundamente, mientras que yo permanecía alerta percibiendo cómo los arácnidos
invadían mi hogar, arrastrando sus asquerosos cuerpos y planificando el
succionar de los fluidos de mi familia cuando tuvieran la oportunidad.
No pude tolerar esto por más tiempo,
así que una vez que todos dormían, me levantaba cada noche y me enredaba en un
combate desigual que me dejaba extenuado. Lógicamente, mi agotamiento era cada
vez más notorio y mi rendimiento laboral decreció tanto que me despidieron.
Mi familia comenzó a evitar mi
presencia, ya que varias veces los desperté por la noche con mis gritos y por
mis vanos esfuerzos al combatir contra las hordas de alimañas invasoras.
Ya cansados de mi comportamiento,
optaron por marcharse del hogar; mi esposa buscó ayuda profesional para poder
recluirme en un hospital psiquiátrico, y luego de que algunos doctores me
hicieran algunas evaluaciones después de encontrarme sentado en la sala y
murmurando incoherencias, decidieron recluirme permanentemente.
¿Qué, que no escuchan nada?
¡Ustedes están conspirando con ellas,
de seguro...!
¿No escuchan a esas espeluznantes
criaturas, peludas y con fauces viscosas, esperando atraparme como a una mosca,
cantando su arrullo mortal?
No me digan que no, estúpidos, es
claro que son ruidosas ¡Deberían escucharlas y percibirlas como yo...!
Bueno, los médicos le explicaron a mi
esposa que mi caso era una patología grave de aracnofobia, y que no era para
nada preocupante, ya que, con la terapia apropiada, pronto estaría de vuelta en
mi hogar.
Pero hasta ahora no me han soltado y
las terapias no ayudan en nada.
Sigo hospedado en la habitación
número trece; un bonito cuarto blanco, con paredes acolchadas de piso a techo,
pero ni así el arrullo me ha abandonado.
¡Sí, lo sé, debe ser el último escaño
para llegar a que me diagnostiquen locura absoluta!; pero hace poco las cosas se
pusieron peor, durante la última consulta, el doctor me dijo que no tendría más
noches en vela si seguía el tratamiento del cuarto acolchado, que se acabarían
mis perturbaciones, que aquel era un lugar tranquilo y que, a pesar de todo,
mis miedos no tendrían más fundamento.
—Las arañas —dijo el doctor, con su
sonrisa de conquistador—, si bien son espantosas y causan miedo, nos ayudan
mucho ya que se encargan de combatir plagas como los mosquitos y las moscas,
que podrían invadir nuestros hogares y matarnos con sus infecciosos modos de
vida; se podría decir que son las guardianas de nuestros hogares, nos evitan
molestias, picaduras de mosquitos y si no las molestamos, viven en armonía con
nosotros.
Todo lo que el médico dijo tenía
sentido para mí; sin embargo, él no sabía que las arañas me querían para ellas
solas, y esperaban matarme.
¡Por eso le dije que él no entendía,
que yo no mataba a las arañas por gusto!
—¿Y entonces por qué las mata? —me
preguntó.
—Ellas tienen un plan —le respondí—,
nos adormecen por las noches y una vez que lo hacen, entran a nuestros hogares
para alimentarse de nosotros, muchas veces se dice que las personas mueren de
causas naturales mientras duermen, doctor; pero eso es mentira, ¡nos envenenan
y cuando ya se han saciado de nosotros, nos matan!
—Pero, señor mío —me dijo el doctor, moviendo
su bigote bien recortado y arqueando sus cejas como diciendo: «No sea estúpido
si sigue aquí, yo terminaré seduciendo a su esposa: evítese ese mal momento»—;
lo que usted necesita es estar tranquilo, en el cuarto acolchado tendrá la paz
y el tiempo necesarios para recapacitar sobre esas ideas descabelladas.
Pero yo reaccioné y ya no hubo doctor
bueno, porque, como yo soy un tanto fornido, le rompí la nariz de un puñetazo,
con la sangre rebalsando de su nariz, el doctor me dijo, mientras los gorilas
de seguridad me apresaban:
—¡Mientras siga así no me puedo fiar
de su comportamiento, así que tendré que aislarlo al menos un mes y sedarlo,
además para evitar contratiempos, le colocaré una camisa de fuerza para evitar
que se lastime a sí mismo!
—¡No! —le grité—. ¡No puede dejarme
indefenso, enciérreme si gusta, no me dé comida ni agua si desea, pero no me
ate ni me drogue, ellas lo sabrán y vendrán por mí esta noche!
—Tranquilo, amigo —me dijo uno de los
gorilas de seguridad—, la habitación trece es la más limpia del hospital, todo
es blanco e inmaculado ahí.
Me redujeron por la fuerza, me
inyectaron un sedante y me trajeron a este cuarto.
—¿Ves? —dijo el doctor, ya no tan
apuesto, porque una línea roja de fractura le cruzaba la mitad de la nariz casi
aplastada—, aquí no hay nada, todo está limpio y no entrará nadie.
Y me dejaron acá. Ahora estoy solo,
si les hablo a ustedes, lo hago para no sentirme solo, si ustedes no existen,
no me importa...
Pronto van a venir y... ¡Chist!
¿Escuchan? ¡Porque yo sí escucho ese arrullo infernal! Vienen, sé que vienen.
¡No, no puedo, no puedo gritar!, Todo parece estar dentro de mi cabeza y nada
más... Vienen... Los ojos resplandecen: están acercándose... son muchas,
muchísimas...
Al
entrar a la habitación acolchada número trece, ubicada en el Hospital
Psiquiátrico de aquella ciudad, el médico y las enfermeras se llevaron una
horrenda sorpresa: el paciente número ciento treinta y tres estaba boca abajo,
muerto, su cráneo parecía haber estallado y cientos de diminutas arañas salían
de allí.
La araña-madre, que ahora era tan
grande como un cangrejo costero adulto y que lucía un color rojizo en el lomo y
verde esmeralda en el vientre, había entrado por el oído del desgraciado cuando
este era solo un adolescente (la araña en cuestión era entonces un huevo en
plena maduración), y lo había hecho con un fin ligado a su naturaleza: crecer,
y como era hembra, esperar la fecundación para hacer su nido en la parte baja
del cerebelo.
Había sido la reincidencia en el
hábito de nadar en una piscina lo que había producido la fecundación de esta
araña en particular, en efecto, el paciente creía en sus alucinaciones que las
arañas podían esparcir sus huevos en las aguas.
Lo que no sabía era que algunas
especies sí podían hacer esto.
En ese momento, mientras las enfermeras chillaban, la araña-madre, que era una mezcla entre las especies Cazadora Parda y Argyronetidae Acuática, estaba arrullando tiernamente a sus crías, pero no apartaba sus ocho enormes ojos, fríos y repulsivos, de los ojos de los seres humanos que la contemplaban, como hace una madre cuando ve amenazada la vida de sus hijos, y está dispuesta a todo.
