martes, 2 de diciembre de 2025

EL ARRULLO DE LA ARAÑA

Miguel Sequeiros

 

Creo escuchar el murmullo de sus patas y sus voces arácnidas llamándome e intentando enredarme en sus trampas.

¿Qué?

¿No escuchan?

¿Acaso no escuchan sus pisadas?

Todos piensan que estoy loco solo porque puedo escuchar los pasos de las arañas acercándose a este cuarto... ¡pero sé que vienen a buscarme para asesinarme; por eso obligaron a mi esposa y a mis hijos a abandonarme!, los doctores ya están hartos de mis gritos, se cansaron de explicarme que no hay arañas aquí.

¡Pero las hay, lo sé!

Dicen que sufro de aracnofobia desde que tengo memoria, pero creo que más que eso es que sufro por ser tan vulnerable ante esos bichos, ¡porque me siguen, me siguen y saben dónde estoy!

Desde que tengo uso de razón, un viaje al campo significaba una tortura para mí, porque me la pasaba buscando arañas e intentando matarlas a pisotones, todo embadurnado de repelente para insectos, sin poder dormir en las noches; y como se supone, esto hacía que las vacaciones con mis padres (cuando era niño), y con mi familia (después de casarme) siempre fueran más cortas y terminaran con peleas, en el primer caso, entre mis padres por mi malacrianza, y en el segundo caso, entre mi esposa y yo, porque no la dejaba en paz con mis temores.

Las terapias y los castigos solo sirvieron para empeorar mis miedos y certezas, y ya que no era simplemente una condición psicológica, sino una conspiración de esa especie en contra mía, supe que tenía que hacer algo para eliminarlas, y ese algo no era otra cosa que usar la cabeza.

De niño influí para que mis padres cambiasen de entorno laboral, de uno rural a otro más citadino, las arañas disminuyeron sustancialmente y eso me ayudó mucho, pues mi adolescencia llegó a ser casi normal; incluso me pareció olvidar por completo mis miedos y certezas, pues en esa zona no había más que cemento y plástico, repelentes en atomizadores y venenos espontáneos para insectos.

Me la pasaba leyendo, estudiando, enamorando con las chicas de las casas vecinas y, sobre todo, en la piscina con mis amigos, fue una época grandiosa, mi temor a la especie arácnida parecía haberse extinguido.

Cuando acabé la universidad y me casé, por un tiempo todo transcurrió con normalidad, hasta que nos tuvimos que trasladar a una antigua casa que era más grande que mi departamento de soltero, debido a que mi segundo hijo estaba en camino.

Aquella casa tenía una piscina de clásico estilo cincuentero, eso me animó a revivir mis años de juventud, disfrutándola por las noches.

Así lo hice, nadaba en las noches y luego de secarme, me iba a dormir con mucha facilidad; pero todo cambió de pronto, porque a la octava noche, cuando reinó el silencio, escuché de pronto los susurros de las patas de las arañas, toqueteando, levantándose una después de la otra y descendiendo (una pata después de la otra y otra y otra...), de esta forma sentí que el miedo retornaba con más fuerza que antes, el ruido de las arañas desplazándose por mi casa invadía el ambiente, e imaginaba sus cuerpos esféricos y velludos por todas las paredes, produciendo un sonido como de letanías demenciales con el sencillo roce de sus vientres anillados contra el empapelado o la pintura...

Este suceso se repitió desde aquella noche, hasta hace poco. Dejé incluso de nadar en la piscina, porque pensaba que ellas podían poner sus huevos en el agua y que estos eran inmunes al cloro.

Poco a poco toda mi vida volvió a convertirse en una pesadilla, mis miedos más profundos se consolidaron y mis certezas se reanudaron; encontraba huevos grises debajo de las sillas, debajo del borde interno del retrete, dentro de una cafetera abandonada.

Cruzaba el porche o pasaba por un rincón y mi piel se estremecía por el cosquilleo imposible de mitigar de las telarañas recién construidas. Veía fugazmente racimos de ojos que me acompañaban cuando bajaba al sótano o constelaciones de fulgores macabros de seres diminutos o no tan diminutos mirándome cuando subía al desván y siempre creía ver amagues de siluetas desplazando las ocho patas con violencia hacia los rincones.

Sé que creerán que estoy loco, pero paulatinamente los susurros se tornaron en voces que se hacían más claras día a día.

Como no podía conciliar el sueño, escuchaba una especie de arrullo horrible que hacía que mi familia durmiera profundamente, mientras que yo permanecía alerta percibiendo cómo los arácnidos invadían mi hogar, arrastrando sus asquerosos cuerpos y planificando el succionar de los fluidos de mi familia cuando tuvieran la oportunidad.

No pude tolerar esto por más tiempo, así que una vez que todos dormían, me levantaba cada noche y me enredaba en un combate desigual que me dejaba extenuado. Lógicamente, mi agotamiento era cada vez más notorio y mi rendimiento laboral decreció tanto que me despidieron.

Mi familia comenzó a evitar mi presencia, ya que varias veces los desperté por la noche con mis gritos y por mis vanos esfuerzos al combatir contra las hordas de alimañas invasoras.

Ya cansados de mi comportamiento, optaron por marcharse del hogar; mi esposa buscó ayuda profesional para poder recluirme en un hospital psiquiátrico, y luego de que algunos doctores me hicieran algunas evaluaciones después de encontrarme sentado en la sala y murmurando incoherencias, decidieron recluirme permanentemente.

¿Qué, que no escuchan nada?

¡Ustedes están conspirando con ellas, de seguro...!

¿No escuchan a esas espeluznantes criaturas, peludas y con fauces viscosas, esperando atraparme como a una mosca, cantando su arrullo mortal?

No me digan que no, estúpidos, es claro que son ruidosas ¡Deberían escucharlas y percibirlas como yo...!

Bueno, los médicos le explicaron a mi esposa que mi caso era una patología grave de aracnofobia, y que no era para nada preocupante, ya que, con la terapia apropiada, pronto estaría de vuelta en mi hogar.

Pero hasta ahora no me han soltado y las terapias no ayudan en nada.

Sigo hospedado en la habitación número trece; un bonito cuarto blanco, con paredes acolchadas de piso a techo, pero ni así el arrullo me ha abandonado.

¡Sí, lo sé, debe ser el último escaño para llegar a que me diagnostiquen locura absoluta!; pero hace poco las cosas se pusieron peor, durante la última consulta, el doctor me dijo que no tendría más noches en vela si seguía el tratamiento del cuarto acolchado, que se acabarían mis perturbaciones, que aquel era un lugar tranquilo y que, a pesar de todo, mis miedos no tendrían más fundamento.

—Las arañas —dijo el doctor, con su sonrisa de conquistador—, si bien son espantosas y causan miedo, nos ayudan mucho ya que se encargan de combatir plagas como los mosquitos y las moscas, que podrían invadir nuestros hogares y matarnos con sus infecciosos modos de vida; se podría decir que son las guardianas de nuestros hogares, nos evitan molestias, picaduras de mosquitos y si no las molestamos, viven en armonía con nosotros.

Todo lo que el médico dijo tenía sentido para mí; sin embargo, él no sabía que las arañas me querían para ellas solas, y esperaban matarme.

¡Por eso le dije que él no entendía, que yo no mataba a las arañas por gusto!

—¿Y entonces por qué las mata? —me preguntó.

—Ellas tienen un plan —le respondí—, nos adormecen por las noches y una vez que lo hacen, entran a nuestros hogares para alimentarse de nosotros, muchas veces se dice que las personas mueren de causas naturales mientras duermen, doctor; pero eso es mentira, ¡nos envenenan y cuando ya se han saciado de nosotros, nos matan!

—Pero, señor mío —me dijo el doctor, moviendo su bigote bien recortado y arqueando sus cejas como diciendo: «No sea estúpido si sigue aquí, yo terminaré seduciendo a su esposa: evítese ese mal momento»—; lo que usted necesita es estar tranquilo, en el cuarto acolchado tendrá la paz y el tiempo necesarios para recapacitar sobre esas ideas descabelladas.

Pero yo reaccioné y ya no hubo doctor bueno, porque, como yo soy un tanto fornido, le rompí la nariz de un puñetazo, con la sangre rebalsando de su nariz, el doctor me dijo, mientras los gorilas de seguridad me apresaban:

—¡Mientras siga así no me puedo fiar de su comportamiento, así que tendré que aislarlo al menos un mes y sedarlo, además para evitar contratiempos, le colocaré una camisa de fuerza para evitar que se lastime a sí mismo!

—¡No! —le grité—. ¡No puede dejarme indefenso, enciérreme si gusta, no me dé comida ni agua si desea, pero no me ate ni me drogue, ellas lo sabrán y vendrán por mí esta noche!

—Tranquilo, amigo —me dijo uno de los gorilas de seguridad—, la habitación trece es la más limpia del hospital, todo es blanco e inmaculado ahí.

Me redujeron por la fuerza, me inyectaron un sedante y me trajeron a este cuarto.

—¿Ves? —dijo el doctor, ya no tan apuesto, porque una línea roja de fractura le cruzaba la mitad de la nariz casi aplastada—, aquí no hay nada, todo está limpio y no entrará nadie.

Y me dejaron acá. Ahora estoy solo, si les hablo a ustedes, lo hago para no sentirme solo, si ustedes no existen, no me importa...

Pronto van a venir y... ¡Chist! ¿Escuchan? ¡Porque yo sí escucho ese arrullo infernal! Vienen, sé que vienen. ¡No, no puedo, no puedo gritar!, Todo parece estar dentro de mi cabeza y nada más... Vienen... Los ojos resplandecen: están acercándose... son muchas, muchísimas...

 

Al entrar a la habitación acolchada número trece, ubicada en el Hospital Psiquiátrico de aquella ciudad, el médico y las enfermeras se llevaron una horrenda sorpresa: el paciente número ciento treinta y tres estaba boca abajo, muerto, su cráneo parecía haber estallado y cientos de diminutas arañas salían de allí.

La araña-madre, que ahora era tan grande como un cangrejo costero adulto y que lucía un color rojizo en el lomo y verde esmeralda en el vientre, había entrado por el oído del desgraciado cuando este era solo un adolescente (la araña en cuestión era entonces un huevo en plena maduración), y lo había hecho con un fin ligado a su naturaleza: crecer, y como era hembra, esperar la fecundación para hacer su nido en la parte baja del cerebelo.

Había sido la reincidencia en el hábito de nadar en una piscina lo que había producido la fecundación de esta araña en particular, en efecto, el paciente creía en sus alucinaciones que las arañas podían esparcir sus huevos en las aguas.

Lo que no sabía era que algunas especies sí podían hacer esto.

En ese momento, mientras las enfermeras chillaban, la araña-madre, que era una mezcla entre las especies Cazadora Parda y Argyronetidae Acuática, estaba arrullando tiernamente a sus crías, pero no apartaba sus ocho enormes ojos, fríos y repulsivos, de los ojos de los seres humanos que la contemplaban, como hace una madre cuando ve amenazada la vida de sus hijos, y está dispuesta a todo. 

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