Ivan Nešić
Estoy sentada en un parque
durante la pausa del almuerzo y estoy comiendo fiskeboller, albóndigas
de pescado de una lata que logré abrir sin cortarme. Las rodajas están colocadas
entre dos rebanadas de “pan de montaña noruego”, untadas con una fina capa de
pasta de eneldo. Esa hierba me recuerda a la infancia: a mi abuela guardando
manojos de eneldo antes de las primeras heladas nocturnas.
Los compañeros del trabajo comen a menudo lonjas de
carne de reno, una costumbre que jamás podré aceptar. Si lo hiciera, creo que
Papá Noel me negaría los regalos.
Si no llueve, paso cada momento libre al aire libre.
Aun después de tantos años no puedo sacudirme la impresión de que aquí el
verano llega y se va en una sola semana, entre dos nevadas, y por eso no
abandono la rutina ni siquiera durante la pandemia.
Termino el sándwich, doy un sorbo de té helado y
observo al hombre en el otro extremo del banco.
—Con imprudencia nos colocamos en posición de víctimas
—dice de pronto, tal vez consciente de que lo observo con el rabillo del ojo. O
quizá solo me pareció escucharlo; no puedo estar del todo segura por la
mascarilla que lleva puesta.
Eso me da derecho a observarlo más detenidamente:
cabello castaño sin una sola cana, rapado a los costados; el flequillo le cubre
parte de la frente, y bajo sus cejas recortadas hay unos ojos hundidos cuyo
color no puedo distinguir desde aquí. El resto del rostro está oculto bajo la
mascarilla negra. Yo me quité la mía, pero no me la volví a poner cuando
terminé el sándwich. Me gusta respirar a pleno pulmón, aunque la aplicación del
móvil me advierte que el número de contagiados lleva dos semanas en aumento. Lo
evalúo de pies a cabeza, sin preocuparme por las reglas del decoro; como él no
reacciona, sigo su línea de interés.
A unos treinta metros del banco hay varios aparatos de
ejercicio. Detrás, un parque infantil donde normalmente los chicos corren de un
lado a otro, pero hoy no hay nadie. En este momento, solo un muchacho se está
estirando colgado boca abajo de la barra de dominadas. Por un momento me
atraviesa un miedo por él, pero la inquietud va y viene.
—¿Sabe que ya los antiguos griegos practicaban la
inversión del cuerpo para contrarrestar los efectos de la gravedad? —me
pregunta el hombre sin mirarme—. El modo más adecuado para eso son las botas
antigravedad.
Sé lo que son las botas antigravedad; las he visto en
el gimnasio: unos soportes con ganchos que se fijan en las barras y se ajustan
a los tobillos. No me atrevo a usarlas: si me cayera y me rompiera el cuello,
pasaría el resto de mi vida comiendo por una pajita y haciendo mis necesidades
encima. No, gracias; la cinta para correr es reto suficiente.
Finalmente cruzamos miradas: sus ojos son gris
verdoso, libres de arrogancia, pero en ellos hay una cierta distancia, y
reacciono impulsivamente.
—Bueno… debería irme —digo, aunque mi excusa carece
totalmente de fuerza. ¿Acaso ese misterioso apuntador aparecerá para susurrarme
la frase salvadora ante el único espectador presente?
—Como guste —dice, pero en esa palabra no hay aliento
alguno. Me quiere allí, donde estoy.
Sigo sin moverme, como hipnotizada. Por fin reacciono,
me doy vuelta sin despedirme, y él tose significativamente.
Me detengo y giro hacia él: sostiene en alto mi
mascarilla, que había olvidado, sujetándola entre dos dedos, como si fuese
pestilente. Saco otra del bolso, sin usar. Me pongo las tiras elásticas detrás
de las orejas, la acomodo, y cuando miro hacia el banco ya no están, ni él ni
mi mascarilla.
Después del trabajo vuelvo
al piso en el que vivo. Estoy en el comedor, leyendo un mensaje de mi prima,
que vive en mi tierra natal.
Sus reflexiones a menudo derivan en el autoanálisis;
intenta encontrarse a sí misma en estas nuevas circunstancias. Me habla de su
dilema respecto a vacunarse y observa que, en cualquier caso, será víctima de
su elección. Pienso que es la segunda vez en poco tiempo que escucho la palabra
“víctima”. ¿La usamos demasiado a la ligera? ¿O es que es más fácil encarnarla
que oponer resistencia?
No pienso darle ningún consejo: no quiero cargar con
la culpa de las decisiones equivocadas de otros; en ese caso yo misma me
convierto también en víctima.
En ese momento entra mi padre. En una mano sostiene un
cuaderno y un lápiz afilado como una aguja.
—Cinco —dice triunfal, levantando la otra mano con los
dedos extendidos.
—¡Seis! —le respondo, sin ninguna compasión. Sé que no
es sabio provocarlo, pero no puedo evitarlo.
Él rompe a llorar. Siento un pinchazo de culpa; me
levanto de la mesa y lo abrazo.
—Vamos, los contaremos juntos —digo cuando se calma. Su
rostro se ilumina como el de un niño.
Vamos primero al dormitorio: allí hay una ventana.
Luego pasamos al salón y sumamos dos más: ya son tres. En el comedor hay otra,
y en el baño una muy pequeña, como un marco para una foto familiar.
—¿Ves? —dice él—. Son cinco.
Lo llevo de vuelta al salón. Nos detenemos frente a la
puerta que conduce a la habitación más pequeña.
—La habitación de mamá —digo—. También tiene una
ventana. Por lo tanto, son seis.
Papá gira la manija, pero la puerta está cerrada. Me
mira suplicante. Me encojo de hombros.
—¿Cómo sé que hay una ventana ahí?
—Es la habitación de mamá, sabes que tiene una. La
única que da al patio interior.
Me mira como si me viera por primera vez. Deseo
golpearlo para devolverlo a su versión anterior.
—¿Tienes la llave?
—No —miento sin pestañear.
Él sigue dándole vueltas a algún pensamiento perdido
en su cabeza llena de absurdos.
—¿Y si ella está ahí dentro?
—¿Quién? —me sobresalto—. ¿Mamá?
Apoya la oreja en la puerta, escuchando; yo espero con
impaciencia a que se convenza por sí mismo. Contengo el aliento: el silencio se
vuelve absoluto. Finalmente se rinde y apoya la frente sobre la madera, pero
luego empieza a golpear.
—¡No hay nadie! —grito cuando los golpes se vuelven
tediosos—. Por favor, basta, no hay un alma ahí.
—Y mi madre… ¿dónde está?
—¡No la tuya, sino la mía! ¡La tuya murió hace mucho!
Y la mía se fue, quiero decirle.
Veo que no entiende: la inversión convierte a las
personas en no-personas. Mi padre se ha perdido en los pasillos de su propia
mente, pasillos que no llevan a ninguna parte y nunca terminan. Lo que ha
salido de allí está irrevocablemente invertido.
Se rasca la cabeza, buscando un pensamiento. Intenta
palpar el camino hacia su cerebro, meter los dedos y arrancar la enfermedad. La
caspa cae de sus uñas a sus hombros, y tiemblo al pensar en los copos de nieve.
—Voy a contar las ventanas…
—Sí —digo—. Cuenta las ventanas, pero esta vez no te
apures.
Mi padre no sabe cómo vivir, pero por eso mismo no
renuncia a la vida.
—Si me dejas descansar —le digo—, esta noche sacaré al
perro de la vecina y los pasearé durante el toque de queda. —Le señalo con el
dedo—. ¡Pero solo alrededor del edificio!
Me aplaude y va al dormitorio.
Ha pasado una década desde que mis padres emprendieron
la búsqueda de la felicidad. Yo tenía diez años, y a esa edad los adultos
tienden a ignorar que los niños tienen opinión propia. Para mis padres, la olla
de oro al final del arcoíris estaba enterrada en una pequeña ciudad de la costa
suroeste de Noruega: llegamos seducidos por las historias del compañero de
trabajo de mi padre, también cerrajero.
Cuando fui a empezar la secundaria nos mudamos a las
afueras de Oslo. Pero la demencia prematura de mi padre y una vida sin sol
quebraron a mi madre. Me rogó que le cuidara su habitación con la máquina de
coser, porque volvería algún día. En cuanto respirara un poco.
Era fundamental que no dejara entrar a papá allí.
Temía que se alterara aún más; en la habitación estaban todas sus cosas, pero
ninguna en su sitio: como en la fuente misma del Alzheimer.
Al día siguiente me siento
en el mismo banco, pero esta vez como un sándwich de hummus y tomates cherry. Llevo
la mascarilla sujeta al tobillo izquierdo porque no tengo otra. Dos chicos
rondan los aparatos de ejercicio, pero diría que ninguno es el de ayer. Tampoco
está mi conocido. Sigo masticando sin sentir el sabor; pienso que quizá me
contagié. Cuando tomo el último bocado, una figura se sienta a mi lado. Giro la
cabeza… y casi me desmayo.
A mi lado hay una persona vestida como un médico de la
peste medieval. Una capa negra como el alquitrán, de lona encerada, le llega
casi hasta los tobillos. Lleva un sombrero de ala ancha, y en las manos unos
guantes cuyos dedos se aferran con fuerza a un bastón de madera rematado en una
cabeza de león plateada. Su rostro está oculto tras la máscara del pico curvado
donde se ponen hierbas aromáticas. Pero detrás de los cristales reconozco los
ojos gris verdosos.
—Hola —digo—. No pensé que nos encontraríamos tan
pronto.
—Le contaré una historia —dice con voz segura,
arrogante, y yo, aunque herida por esa soberbia, no hago nada para detenerlo.
Podría tomarme si quisiera, solo tendría que estirar la mano.
—Entre los nórdicos está muy extendida la leyenda de
Pesta: una anciana que camina llevando una escoba. Sin embargo, encontrarse con
ella es la última experiencia en esta tierra. Imagino que lo intuye: Pesta es
la personificación de la muerte, y su misión es barrer vidas humanas con esa
escoba.
Hace una pausa, quizá para dar dramatismo, o porque
los dos chicos nos miran. Uno de ellos señala hacia aquí.
Conozco la leyenda de Pesta; de niña aprendí también
la rima:
Pesta, Pesta,
háganle lugar,
que si agita su escoba,
todos mueren al instante.
—En la Noruega occidental se extiende el valle de
Jostedal —continúa el médico de la peste—. Antaño era un lugar muy aislado y
alejado de otros asentamientos. Durante la peste, los más acomodados huyeron
allí, cortando casi todo contacto con el exterior. La única comunicación eran
mensajes dejados bajo una piedra. Esa piedra existe aún hoy y la llaman la
Piedra de las Cartas. Pero aun con todas esas precauciones, la peste penetró en
el poblado y mató a todos, excepto a una niña. Ella sobrevivió al desastre, y
más tarde se casó y tuvo hijos.
—No es precisamente un cuento para dormir —comento con
sarcasmo.
Mi narrador no presta atención a lo que digo: observa
a los dos chicos. Aunque están lejos, siento cómo la tensión densifica el aire
entre nosotros; solo falta una chispa para que se encienda.
—Vámonos —lo tomo del brazo. El tacto es extrañamente
normal, como si los guantes tuvieran textura de piel humana.
—¿Irnos?
—Sí —digo—. Quiero presentarle a alguien.
De niña llevaba a casa
perros callejeros o gatos que encontraba cerca de los contenedores. Una vez
traje un pájaro herido que vivió apenas un día, lo que me entristeció
muchísimo. Mis padres generalmente guardaban silencio ante mis estallidos de
empatía, y cuando mi entusiasmo pasaba llevaban los animales a un refugio.
Encuentro a mi padre en el salón. Ha volcado palillos
sobre la mesa y los ha separado en dos montones aparentemente iguales, tomando
uno de cada pila y devolviéndolos a la caja. Le doy palillos cuando quiero que
me deje tranquila más rato; por eso compré el paquete más grande.
—Veo que estás entretenido, papá —digo, imaginando que
los encontró él mismo. Él mira por encima de mí: observa al visitante que
traje.
—Pájaro —dice, señalando con el dedo—. ¡Paaaaájaro
graaaande!
No estamos en Plaza Sésamo. Este no es aquel Gran
Pájaro.
—Haré café —digo.
Mientras me muevo alrededor de la cafetera, oigo a
papá explicarle al médico de la peste su problema con contar ventanas. Él le
responde, pero no entiendo nada porque la máquina hace ruidos como si fuera a
explotar. Aun así, me sorprende lo rápido que han establecido comunicación.
Me toma unos diez minutos preparar tres tazas. Las
coloco en una bandeja sobre un tapete de ganchillo de mamá. Cuando entro al
salón, encuentro lo siguiente a mi padre frente al espejo. Solía pasar horas
peinándose el cabello, que debido a ese hábito repetitivo se ha vuelto
notablemente ralo. De vez en cuando, sin motivo, recitaba de memoria los
horarios del metro o describía a una persona que acababa de pasar detrás de mí.
Sus observaciones eran tan precisas que con el tiempo empecé a temer que
nuestra habitación se hubiera convertido en una estación de tránsito para las
almas de los muertos.
Ahora, mi padre está ante el espejo vestido como un
médico de la peste. El visitante le ha dado su máscara, sombrero, capa y
guantes, quedándose él en pantalón y camiseta negros.
La indumentaria del doctor le queda enorme a papá, y
la escena adquiere un tono grotesco cuando empieza a batir los brazos, como si
fuera a volar. Emite un graznido extraño, de un ave extinguida. Cuando se
vuelve, noto que una de las ventanas está completamente abierta. Corre hacia
ella y se arroja.
Ni siquiera alcanzo a sobresaltarme antes de que un
golpe sordo llegue desde abajo.
Libre como un pájaro...
Una corriente se cuela en la habitación y levanta el
polvo de las esquinas.
Me doy vuelta.
—Entras donde incluso los arcángeles temen pisar —digo
con voz aparentemente severa—. Supongo que ahora viene la habitación de mamá…
Pero lo único que encontrará ahí es un cuerpo cuyos
pies descalzos quedaron en las zapatillas de fieltro. Me aseguré de que no nos
abandonara; no sabría cómo arreglármelas con la enfermedad de mi padre sin su
callado apoyo.
La figura me mira fijamente sin decir palabra. Intuyo
que no fue ayer la primera vez que nos vimos, y que al verme descubrió a ella:
la niña de Jostedal.
Si una vez sobreviví a su encuentro, no tengo nada que
temer. Me llevo la mano a la máscara.
—Pesta… —susurro, y me la quito.
Pero tras la máscara no hay un rostro de anciana. Me
preparo para decirlo, cuando un pañuelo –sacado quién sabe cuándo– se enrolla
en torno a mi cuello. El apretón es tan fuerte que destellos blancos se
encienden en las comisuras de mis ojos y el rostro frente a mí empieza a
desvanecerse a medida que la presión aumenta.
Pero aunque mis ojos ya no reciben imágenes, los
sonidos siguen llegando, y además de mi respiración entrecortada oigo cómo su
risa crece y poco a poco ahoga el eco de la habitación.
Ivan Nešić (Belgrado, 1964). Desde 1982, publica ficciones que han aparecido en numerosas revistas y antologías. Escribió los libros
de relatos Rigor Mortis (1997), One on One (2009) y Somewhat Scary Stories
(2023). Es autor de las novelas Under the Mistletoe (2019) y Đavolski dobar
blues (2022), y coautor de la duología The Florentine Doublet (Sfumato, 2020;
Kjaroskuro, 2021) con Goran Skrobonja. Es ganador del premio de la Sociedad de
Amantes de la Fantasía "Lazar Komarčić" por el cuento "Trick or
Treat" en 1996, el premio de la revista Književna fantastika en 2017 por
el cuento "Voces en plástico" y el premio Zlatni Refesticon Avatar
por la colección Some Scary Stories (2023).

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