martes, 2 de diciembre de 2025

LA NIÑA DE JOSTEDAL

Ivan Nešić

 

Estoy sentada en un parque durante la pausa del almuerzo y estoy comiendo fiskeboller, albóndigas de pescado de una lata que logré abrir sin cortarme. Las rodajas están colocadas entre dos rebanadas de “pan de montaña noruego”, untadas con una fina capa de pasta de eneldo. Esa hierba me recuerda a la infancia: a mi abuela guardando manojos de eneldo antes de las primeras heladas nocturnas.

Los compañeros del trabajo comen a menudo lonjas de carne de reno, una costumbre que jamás podré aceptar. Si lo hiciera, creo que Papá Noel me negaría los regalos.

Si no llueve, paso cada momento libre al aire libre. Aun después de tantos años no puedo sacudirme la impresión de que aquí el verano llega y se va en una sola semana, entre dos nevadas, y por eso no abandono la rutina ni siquiera durante la pandemia.

Termino el sándwich, doy un sorbo de té helado y observo al hombre en el otro extremo del banco.

—Con imprudencia nos colocamos en posición de víctimas —dice de pronto, tal vez consciente de que lo observo con el rabillo del ojo. O quizá solo me pareció escucharlo; no puedo estar del todo segura por la mascarilla que lleva puesta.

Eso me da derecho a observarlo más detenidamente: cabello castaño sin una sola cana, rapado a los costados; el flequillo le cubre parte de la frente, y bajo sus cejas recortadas hay unos ojos hundidos cuyo color no puedo distinguir desde aquí. El resto del rostro está oculto bajo la mascarilla negra. Yo me quité la mía, pero no me la volví a poner cuando terminé el sándwich. Me gusta respirar a pleno pulmón, aunque la aplicación del móvil me advierte que el número de contagiados lleva dos semanas en aumento. Lo evalúo de pies a cabeza, sin preocuparme por las reglas del decoro; como él no reacciona, sigo su línea de interés.

A unos treinta metros del banco hay varios aparatos de ejercicio. Detrás, un parque infantil donde normalmente los chicos corren de un lado a otro, pero hoy no hay nadie. En este momento, solo un muchacho se está estirando colgado boca abajo de la barra de dominadas. Por un momento me atraviesa un miedo por él, pero la inquietud va y viene.

—¿Sabe que ya los antiguos griegos practicaban la inversión del cuerpo para contrarrestar los efectos de la gravedad? —me pregunta el hombre sin mirarme—. El modo más adecuado para eso son las botas antigravedad.

Sé lo que son las botas antigravedad; las he visto en el gimnasio: unos soportes con ganchos que se fijan en las barras y se ajustan a los tobillos. No me atrevo a usarlas: si me cayera y me rompiera el cuello, pasaría el resto de mi vida comiendo por una pajita y haciendo mis necesidades encima. No, gracias; la cinta para correr es reto suficiente.

Finalmente cruzamos miradas: sus ojos son gris verdoso, libres de arrogancia, pero en ellos hay una cierta distancia, y reacciono impulsivamente.

—Bueno… debería irme —digo, aunque mi excusa carece totalmente de fuerza. ¿Acaso ese misterioso apuntador aparecerá para susurrarme la frase salvadora ante el único espectador presente?

—Como guste —dice, pero en esa palabra no hay aliento alguno. Me quiere allí, donde estoy.

Sigo sin moverme, como hipnotizada. Por fin reacciono, me doy vuelta sin despedirme, y él tose significativamente.

Me detengo y giro hacia él: sostiene en alto mi mascarilla, que había olvidado, sujetándola entre dos dedos, como si fuese pestilente. Saco otra del bolso, sin usar. Me pongo las tiras elásticas detrás de las orejas, la acomodo, y cuando miro hacia el banco ya no están, ni él ni mi mascarilla.

 

Después del trabajo vuelvo al piso en el que vivo. Estoy en el comedor, leyendo un mensaje de mi prima, que vive en mi tierra natal.

Sus reflexiones a menudo derivan en el autoanálisis; intenta encontrarse a sí misma en estas nuevas circunstancias. Me habla de su dilema respecto a vacunarse y observa que, en cualquier caso, será víctima de su elección. Pienso que es la segunda vez en poco tiempo que escucho la palabra “víctima”. ¿La usamos demasiado a la ligera? ¿O es que es más fácil encarnarla que oponer resistencia?

No pienso darle ningún consejo: no quiero cargar con la culpa de las decisiones equivocadas de otros; en ese caso yo misma me convierto también en víctima.

En ese momento entra mi padre. En una mano sostiene un cuaderno y un lápiz afilado como una aguja.

—Cinco —dice triunfal, levantando la otra mano con los dedos extendidos.

—¡Seis! —le respondo, sin ninguna compasión. Sé que no es sabio provocarlo, pero no puedo evitarlo.

Él rompe a llorar. Siento un pinchazo de culpa; me levanto de la mesa y lo abrazo.

—Vamos, los contaremos juntos —digo cuando se calma. Su rostro se ilumina como el de un niño.

Vamos primero al dormitorio: allí hay una ventana. Luego pasamos al salón y sumamos dos más: ya son tres. En el comedor hay otra, y en el baño una muy pequeña, como un marco para una foto familiar.

—¿Ves? —dice él—. Son cinco.

Lo llevo de vuelta al salón. Nos detenemos frente a la puerta que conduce a la habitación más pequeña.

—La habitación de mamá —digo—. También tiene una ventana. Por lo tanto, son seis.

Papá gira la manija, pero la puerta está cerrada. Me mira suplicante. Me encojo de hombros.

—¿Cómo sé que hay una ventana ahí?

—Es la habitación de mamá, sabes que tiene una. La única que da al patio interior.

Me mira como si me viera por primera vez. Deseo golpearlo para devolverlo a su versión anterior.

—¿Tienes la llave?

—No —miento sin pestañear.

Él sigue dándole vueltas a algún pensamiento perdido en su cabeza llena de absurdos.

—¿Y si ella está ahí dentro?

—¿Quién? —me sobresalto—. ¿Mamá?

Apoya la oreja en la puerta, escuchando; yo espero con impaciencia a que se convenza por sí mismo. Contengo el aliento: el silencio se vuelve absoluto. Finalmente se rinde y apoya la frente sobre la madera, pero luego empieza a golpear.

—¡No hay nadie! —grito cuando los golpes se vuelven tediosos—. Por favor, basta, no hay un alma ahí.

—Y mi madre… ¿dónde está?

—¡No la tuya, sino la mía! ¡La tuya murió hace mucho!

Y la mía se fue, quiero decirle.

Veo que no entiende: la inversión convierte a las personas en no-personas. Mi padre se ha perdido en los pasillos de su propia mente, pasillos que no llevan a ninguna parte y nunca terminan. Lo que ha salido de allí está irrevocablemente invertido.

Se rasca la cabeza, buscando un pensamiento. Intenta palpar el camino hacia su cerebro, meter los dedos y arrancar la enfermedad. La caspa cae de sus uñas a sus hombros, y tiemblo al pensar en los copos de nieve.

—Voy a contar las ventanas…

—Sí —digo—. Cuenta las ventanas, pero esta vez no te apures.

Mi padre no sabe cómo vivir, pero por eso mismo no renuncia a la vida.

—Si me dejas descansar —le digo—, esta noche sacaré al perro de la vecina y los pasearé durante el toque de queda. —Le señalo con el dedo—. ¡Pero solo alrededor del edificio!

Me aplaude y va al dormitorio.

Ha pasado una década desde que mis padres emprendieron la búsqueda de la felicidad. Yo tenía diez años, y a esa edad los adultos tienden a ignorar que los niños tienen opinión propia. Para mis padres, la olla de oro al final del arcoíris estaba enterrada en una pequeña ciudad de la costa suroeste de Noruega: llegamos seducidos por las historias del compañero de trabajo de mi padre, también cerrajero.

Cuando fui a empezar la secundaria nos mudamos a las afueras de Oslo. Pero la demencia prematura de mi padre y una vida sin sol quebraron a mi madre. Me rogó que le cuidara su habitación con la máquina de coser, porque volvería algún día. En cuanto respirara un poco.

Era fundamental que no dejara entrar a papá allí. Temía que se alterara aún más; en la habitación estaban todas sus cosas, pero ninguna en su sitio: como en la fuente misma del Alzheimer.

 

Al día siguiente me siento en el mismo banco, pero esta vez como un sándwich de hummus y tomates cherry. Llevo la mascarilla sujeta al tobillo izquierdo porque no tengo otra. Dos chicos rondan los aparatos de ejercicio, pero diría que ninguno es el de ayer. Tampoco está mi conocido. Sigo masticando sin sentir el sabor; pienso que quizá me contagié. Cuando tomo el último bocado, una figura se sienta a mi lado. Giro la cabeza… y casi me desmayo.

A mi lado hay una persona vestida como un médico de la peste medieval. Una capa negra como el alquitrán, de lona encerada, le llega casi hasta los tobillos. Lleva un sombrero de ala ancha, y en las manos unos guantes cuyos dedos se aferran con fuerza a un bastón de madera rematado en una cabeza de león plateada. Su rostro está oculto tras la máscara del pico curvado donde se ponen hierbas aromáticas. Pero detrás de los cristales reconozco los ojos gris verdosos.

—Hola —digo—. No pensé que nos encontraríamos tan pronto.

Miento torpemente; creo que percibe esa resonancia mínima de falsedad en mi voz.
Él toma la máscara y se la quita del rostro, pero no puedo ocultar mi decepción al ver que debajo lleva otra, parecida a la de ayer.

—Le contaré una historia —dice con voz segura, arrogante, y yo, aunque herida por esa soberbia, no hago nada para detenerlo. Podría tomarme si quisiera, solo tendría que estirar la mano.

—Entre los nórdicos está muy extendida la leyenda de Pesta: una anciana que camina llevando una escoba. Sin embargo, encontrarse con ella es la última experiencia en esta tierra. Imagino que lo intuye: Pesta es la personificación de la muerte, y su misión es barrer vidas humanas con esa escoba.

Hace una pausa, quizá para dar dramatismo, o porque los dos chicos nos miran. Uno de ellos señala hacia aquí.

Conozco la leyenda de Pesta; de niña aprendí también la rima:

Pesta, Pesta,

háganle lugar,

que si agita su escoba,

todos mueren al instante.

—En la Noruega occidental se extiende el valle de Jostedal —continúa el médico de la peste—. Antaño era un lugar muy aislado y alejado de otros asentamientos. Durante la peste, los más acomodados huyeron allí, cortando casi todo contacto con el exterior. La única comunicación eran mensajes dejados bajo una piedra. Esa piedra existe aún hoy y la llaman la Piedra de las Cartas. Pero aun con todas esas precauciones, la peste penetró en el poblado y mató a todos, excepto a una niña. Ella sobrevivió al desastre, y más tarde se casó y tuvo hijos.

—No es precisamente un cuento para dormir —comento con sarcasmo.

Mi narrador no presta atención a lo que digo: observa a los dos chicos. Aunque están lejos, siento cómo la tensión densifica el aire entre nosotros; solo falta una chispa para que se encienda.

—Vámonos —lo tomo del brazo. El tacto es extrañamente normal, como si los guantes tuvieran textura de piel humana.

—¿Irnos?

—Sí —digo—. Quiero presentarle a alguien.

 

De niña llevaba a casa perros callejeros o gatos que encontraba cerca de los contenedores. Una vez traje un pájaro herido que vivió apenas un día, lo que me entristeció muchísimo. Mis padres generalmente guardaban silencio ante mis estallidos de empatía, y cuando mi entusiasmo pasaba llevaban los animales a un refugio.

Encuentro a mi padre en el salón. Ha volcado palillos sobre la mesa y los ha separado en dos montones aparentemente iguales, tomando uno de cada pila y devolviéndolos a la caja. Le doy palillos cuando quiero que me deje tranquila más rato; por eso compré el paquete más grande.

—Veo que estás entretenido, papá —digo, imaginando que los encontró él mismo. Él mira por encima de mí: observa al visitante que traje.

—Pájaro —dice, señalando con el dedo—. ¡Paaaaájaro graaaande!

No estamos en Plaza Sésamo. Este no es aquel Gran Pájaro.

—Haré café —digo.

Mientras me muevo alrededor de la cafetera, oigo a papá explicarle al médico de la peste su problema con contar ventanas. Él le responde, pero no entiendo nada porque la máquina hace ruidos como si fuera a explotar. Aun así, me sorprende lo rápido que han establecido comunicación.

Me toma unos diez minutos preparar tres tazas. Las coloco en una bandeja sobre un tapete de ganchillo de mamá. Cuando entro al salón, encuentro lo siguiente a mi padre frente al espejo. Solía pasar horas peinándose el cabello, que debido a ese hábito repetitivo se ha vuelto notablemente ralo. De vez en cuando, sin motivo, recitaba de memoria los horarios del metro o describía a una persona que acababa de pasar detrás de mí. Sus observaciones eran tan precisas que con el tiempo empecé a temer que nuestra habitación se hubiera convertido en una estación de tránsito para las almas de los muertos.

Ahora, mi padre está ante el espejo vestido como un médico de la peste. El visitante le ha dado su máscara, sombrero, capa y guantes, quedándose él en pantalón y camiseta negros.

La indumentaria del doctor le queda enorme a papá, y la escena adquiere un tono grotesco cuando empieza a batir los brazos, como si fuera a volar. Emite un graznido extraño, de un ave extinguida. Cuando se vuelve, noto que una de las ventanas está completamente abierta. Corre hacia ella y se arroja.

Ni siquiera alcanzo a sobresaltarme antes de que un golpe sordo llegue desde abajo.

Libre como un pájaro...

Una corriente se cuela en la habitación y levanta el polvo de las esquinas.

Me doy vuelta.

—Entras donde incluso los arcángeles temen pisar —digo con voz aparentemente severa—. Supongo que ahora viene la habitación de mamá…

Pero lo único que encontrará ahí es un cuerpo cuyos pies descalzos quedaron en las zapatillas de fieltro. Me aseguré de que no nos abandonara; no sabría cómo arreglármelas con la enfermedad de mi padre sin su callado apoyo.

La figura me mira fijamente sin decir palabra. Intuyo que no fue ayer la primera vez que nos vimos, y que al verme descubrió a ella: la niña de Jostedal.

Si una vez sobreviví a su encuentro, no tengo nada que temer. Me llevo la mano a la máscara.

—Pesta… —susurro, y me la quito.

Pero tras la máscara no hay un rostro de anciana. Me preparo para decirlo, cuando un pañuelo –sacado quién sabe cuándo– se enrolla en torno a mi cuello. El apretón es tan fuerte que destellos blancos se encienden en las comisuras de mis ojos y el rostro frente a mí empieza a desvanecerse a medida que la presión aumenta.

Pero aunque mis ojos ya no reciben imágenes, los sonidos siguen llegando, y además de mi respiración entrecortada oigo cómo su risa crece y poco a poco ahoga el eco de la habitación.

Ivan Nešić (Belgrado, 1964). Desde 1982, publica ficciones que han aparecido en numerosas revistas y antologías. Escribió los libros de relatos Rigor Mortis (1997), One on One (2009) y Somewhat Scary Stories (2023). Es autor de las novelas Under the Mistletoe (2019) y Đavolski dobar blues (2022), y coautor de la duología The Florentine Doublet (Sfumato, 2020; Kjaroskuro, 2021) con Goran Skrobonja. Es ganador del premio de la Sociedad de Amantes de la Fantasía "Lazar Komarčić" por el cuento "Trick or Treat" en 1996, el premio de la revista Književna fantastika en 2017 por el cuento "Voces en plástico" y el premio Zlatni Refesticon Avatar por la colección Some Scary Stories (2023).


 

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