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lunes, 1 de diciembre de 2025

EL JUEGO DE LOS DIOSES

Jorge Candeias

Nada en el descenso es digno de mención. Oh, al principio cada segundo estaba hecho de puro deslumbramiento, y cada nuevo detalle en el paisaje era motivo de celebración y comentario. Pero ahora, después de tantos juegos, la rutina ha superado la capacidad de maravillarse y el descenso se limita a acompañar la transformación de un planeta enorme en un planeta gigantesco, y luego en un planeta monumental, hasta que se convierte en un planeta mayor de lo que la imaginación puede abarcar. Entonces la perspectiva se ve obligada a reajustarse y el planeta desaparece para dar lugar a grandes cinturones de nubes en varios tonos de ocre, que enseguida se fragmentan en nubes individuales separadas por pozos que se hunden en brumas difusas, hasta que todo eso se desvanece cuando el escudo térmico se pliega como una coraza alrededor de la esfera que es la nave, antes de descomponerse en alas y planos angulosos, y pierdes la visión del exterior. Después solo queda esperar a que el paracaídas se abra, enorme pero completamente perdido en la inmensidad de aquella atmósfera, y frene lo suficiente la caída para permitir la eyección del escudo térmico. Vuelves entonces a ver lo que te rodea, pero ya todo ha cambiado otra vez, y ahora caes lentamente entre nubes, rodeado de colores pastel, mientras esperas que las largas alas retráctiles se extiendan lo bastante como para darle al vehículo sustentación y maniobrabilidad. Cuando eso ocurre, el motor se enciende automáticamente. Estás listo.

Exploras las cercanías con los detectores de largo alcance, y no encuentras más metal que el que forma parte de tu propio escudo térmico, que continúa su larga caída hacia las entrañas del planeta. O fuiste el primero en llegar, o la batalla se desarrolla demasiado lejos. Pides información a los satélites del sistema GPS, que orbitan el planeta a baja altura, y recibes la respuesta poco más de un segundo después. Ese retraso es algo incongruente, difícil de encajar con todos los demás intervalos que forman la experiencia del juego, pero estás acostumbrado y casi ya ni lo notas. Dicen los satélites que no hay blips lo bastante próximos. Tendrás que esperar.

Aprovechas para apreciar el paisaje. A pesar de la rutina, en cada nivel de juego el panorama es siempre diferente, y nunca te cansas de verlo desfilar. Debajo de ti, una inmensa capa de nubes, del color del irish coffee sintético que consumes por litros en tu bar favorito de toda la zona habitada de Ganímedes, parece sólida, levantando aquí y allá pilares hacia tu encuentro como si fuesen dedos que intentaran atraparte, extendiéndose hasta disolverse en la niebla mucho antes de llegar al horizonte, pero muy, muy lejos del lugar donde tu nave describe, mientras espera, círculos con un perímetro de miles de kilómetros. Por encima y alrededor, pequeñas nubes blanquecinas casi no se distinguen del cielo, también blanquecido por una neblina translúcida que, aun así, permite ver el Sol y los pequeños crecientes de las lunas más brillantes. A veces, y desde ciertos lugares del planeta, es posible vislumbrar el leve resplandor o la ligera sombra de los anillos. Pero hoy no.

Oyes un blip proveniente del detector trasero y sabes que tu primer adversario acaba de llegar. Aún debe estar descendiendo colgado del paracaídas, y manipulas los controles de la nave para acelerar en su dirección, intentando interceptarlo en el momento en que es más vulnerable: justo después de eyectar el escudo térmico, pero justo antes de conseguir controlar la nave. Es muy raro que dos naves lleguen al planeta lo suficientemente cerca para que esta maniobra funcione, porque además de las distancias también están los segundos de retraso entre tus instrucciones y el momento en que surten efecto, pero no cuesta nada intentarlo. Ya has tenido suerte antes.

Llegas demasiado tarde, como era de esperar, y solo alcanzas a ver de refilón a tu adversario cuando pasa junto a ti a gran velocidad, probablemente aún con todos los instrumentos en barrido amplio, registrando los alrededores. Analizas su trayectoria, calculas aproximadamente dónde estará dentro de quince segundos, y luego ordenas a la nave que haga un looping cerrado y acelere aún más en cuanto el ángulo se aleje de la vertical. Esperas tres segundos y después aprietas el gatillo, ordenando el disparo en cono abierto de una nube de pequeños proyectiles autotransportados que, si detectan algo metálico en su radio, explotarán convirtiéndose en electrominas dispuestas a perseguir el material más conductor que encuentren cerca. Tras la nube de proyectiles envías también un dron equipado con vídeo, audio y detectores de masa, y luego indicas a la nave que trace una curva a la izquierda y salga de allí a toda velocidad hacia el pilar de nubes más cercano, donde deberá sumergirse y reducir la velocidad al mínimo operable.

Luego esperas.

Pasan cuatro segundos antes de ver los proyectiles saliendo a gran velocidad de la parte inferior del casco y, enseguida, un rincón de tu mente se ilumina con los datos del dron, al mismo tiempo que sientes el cambio de dirección de la nave y ves frente a ti, acercándose deprisa, un enorme pilar de nubes pardas. Te sumerges en él y el mundo desaparece, envuelto en una niebla apenas interrumpida por una fosforescencia indefinida de color vainilla. Solo ese rincón de tu mente mantiene su claridad, mostrando una nube cada vez menos densa de proyectiles que avanzan sin encontrar objetivo, inofensivos. El ataque falló.

Solicitas de nuevo información a los detectores de largo alcance, y luego a todos los demás. Maldices al genio que programó los satélites para no proporcionar datos durante las batallas. Después llenas los siete segundos que tardará la información en llegar preparando un nuevo ataque. Esa es tu técnica: dar al adversario el mínimo descanso, alternando cada pocos segundos ciclos de detección, ataque y fuga en direcciones más o menos aleatorias. No te ha ido mal con eso. Has alcanzado una posición respetable entre los guerreros de Ganímedes, lo cual tiene la importancia que tiene.

Para ti, mucha. Para algunos de tus amigos, ninguna. Así son las cosas.

La respuesta de los detectores llega de pronto: un blip se acerca a gran velocidad a la columna de nubes donde te escondes. No puedes saber con certeza si te descubrió y pretende atacarte, pero debes admitir esa posibilidad. Das instrucciones frenéticas a la nave, sabiendo perfectamente que los cuatro segundos que tardó la información en llegar hasta ti son más que suficientes para que todo haya terminado ya. Pero existe la posibilidad de que no sea un ataque, y aun si lo es, hay una pequeña probabilidad de fallo, especialmente en áreas muy nubladas. Por eso programas maniobras evasivas, consultas el esquema de los alrededores que el software interno construyó con los datos de los detectores, y envías la nave hacia otra columna de nubes, más pequeña y por tanto menos probable. Esperas. La nave continúa su lento avance entre las nubes, y a ti te parece que los segundos se han vuelto elásticos e infinitos. Casi gritas: ¡Vamos, muévete!

Es entonces cuando la trayectoria de un proyectil lo lleva demasiado cerca de donde estás y este explota en un destello blanco que crece hasta llenar todo tu campo visual. Pierdes inmediatamente la conexión. La electromina alcanzó la nave. Está muerta, con todos los circuitos internos vaciados por la sobrecarga, y te la imaginas colgando de un globo de vacío como un trapo inútil, esperando a que la barredora de la Compañía venga a recogerla, porque en aquella región no falta combustible, pero los metales son difíciles de conseguir y no pueden desperdiciarse. En cuanto a ti, vuelves a Ganímedes, frustrado, mascullando contra el guerrero que tuvo la suerte de dejarte fuera de combate en el primer intento. Consultas sus datos en el sistema. De Ío, claro. Piensas que con un retraso de solo tres segundos tú también serías capaz de lograr hazañas, y repites una vez más la promesa que haces siempre que algún jugador de los satélites interiores te expulsa del cielo: algún día, encontrarás la manera de jugar desde Ío, con o sin volcanes y terremotos.

Ahora debes ir a trabajar, ganar dinero para la próxima partida y para las demás cosas de las que está hecha tu vida. Sales de la Arena de los Dioses cabizbajo, y solo echas una mirada rápida al paisaje porque no tienes ganas de ver a Júpiter, y él brilla, casi lleno, tras la red cristalina de la cúpula. Del otro lado, el Sol comienza a salir en esa zona de Ganímedes, proyectando largas sombras sobre una pequeña multitud que enarbola pancartas y banderas, en la protesta de siempre contra lo que ellos llaman la profanación de Júpiter con juegos de batalla.

Estúpidos orgánicos, piensas, y su estúpida manía de las purezas.

Después te alzas sobre tus seis patas telescópicas y das la espalda a todo eso. Ya volverás otro día.

Jorge Candeias, nacido en el Algarve, al sur de Portugal, lleva demasiado tiempo traduciendo y solo escribe cuando le apetece y tiene una historia que contar, algo que últimamente casi nunca ha sucedido. A pesar de ello, de vez en cuando publica algunas cosas antiguas, incluso en inglés y, como pueden ver, en español. Su último libro, lleno de historias de ratas, se autopublicó en 2022 e incluye relatos de algunos amigos. Nadie lo ha leído, lo cual es perfectamente lógico.

 

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