Jorge Candeias
Exploras las cercanías con los
detectores de largo alcance, y no encuentras más metal que el que forma parte
de tu propio escudo térmico, que continúa su larga caída hacia las entrañas del
planeta. O fuiste el primero en llegar, o la batalla se desarrolla demasiado
lejos. Pides información a los satélites del sistema GPS, que orbitan el
planeta a baja altura, y recibes la respuesta poco más de un segundo después.
Ese retraso es algo incongruente, difícil de encajar con todos los demás
intervalos que forman la experiencia del juego, pero estás acostumbrado y casi
ya ni lo notas. Dicen los satélites que no hay blips lo bastante próximos.
Tendrás que esperar.
Aprovechas para apreciar el
paisaje. A pesar de la rutina, en cada nivel de juego el panorama es siempre
diferente, y nunca te cansas de verlo desfilar. Debajo de ti, una inmensa capa
de nubes, del color del irish coffee sintético que consumes por litros
en tu bar favorito de toda la zona habitada de Ganímedes, parece sólida,
levantando aquí y allá pilares hacia tu encuentro como si fuesen dedos que
intentaran atraparte, extendiéndose hasta disolverse en la niebla mucho antes
de llegar al horizonte, pero muy, muy lejos del lugar donde tu nave describe,
mientras espera, círculos con un perímetro de miles de kilómetros. Por encima y
alrededor, pequeñas nubes blanquecinas casi no se distinguen del cielo, también
blanquecido por una neblina translúcida que, aun así, permite ver el Sol y los
pequeños crecientes de las lunas más brillantes. A veces, y desde ciertos
lugares del planeta, es posible vislumbrar el leve resplandor o la ligera
sombra de los anillos. Pero hoy no.
Oyes un blip proveniente del
detector trasero y sabes que tu primer adversario acaba de llegar. Aún debe estar
descendiendo colgado del paracaídas, y manipulas los controles de la nave para
acelerar en su dirección, intentando interceptarlo en el momento en que es más
vulnerable: justo después de eyectar el escudo térmico, pero justo antes de
conseguir controlar la nave. Es muy raro que dos naves lleguen al planeta lo
suficientemente cerca para que esta maniobra funcione, porque además de las
distancias también están los segundos de retraso entre tus instrucciones y el
momento en que surten efecto, pero no cuesta nada intentarlo. Ya has tenido
suerte antes.
Llegas demasiado tarde, como era de
esperar, y solo alcanzas a ver de refilón a tu adversario cuando pasa junto a
ti a gran velocidad, probablemente aún con todos los instrumentos en barrido
amplio, registrando los alrededores. Analizas su trayectoria, calculas
aproximadamente dónde estará dentro de quince segundos, y luego ordenas a la
nave que haga un looping cerrado y acelere aún más en cuanto el ángulo
se aleje de la vertical. Esperas tres segundos y después aprietas el gatillo,
ordenando el disparo en cono abierto de una nube de pequeños proyectiles
autotransportados que, si detectan algo metálico en su radio, explotarán
convirtiéndose en electrominas dispuestas a perseguir el material más conductor
que encuentren cerca. Tras la nube de proyectiles envías también un dron
equipado con vídeo, audio y detectores de masa, y luego indicas a la nave que
trace una curva a la izquierda y salga de allí a toda velocidad hacia el pilar
de nubes más cercano, donde deberá sumergirse y reducir la velocidad al mínimo
operable.
Luego esperas.
Pasan cuatro segundos antes de ver
los proyectiles saliendo a gran velocidad de la parte inferior del casco y,
enseguida, un rincón de tu mente se ilumina con los datos del dron, al mismo
tiempo que sientes el cambio de dirección de la nave y ves frente a ti,
acercándose deprisa, un enorme pilar de nubes pardas. Te sumerges en él y el
mundo desaparece, envuelto en una niebla apenas interrumpida por una
fosforescencia indefinida de color vainilla. Solo ese rincón de tu mente
mantiene su claridad, mostrando una nube cada vez menos densa de proyectiles
que avanzan sin encontrar objetivo, inofensivos. El ataque falló.
Solicitas de nuevo información a
los detectores de largo alcance, y luego a todos los demás. Maldices al genio
que programó los satélites para no proporcionar datos durante las batallas.
Después llenas los siete segundos que tardará la información en llegar
preparando un nuevo ataque. Esa es tu técnica: dar al adversario el mínimo
descanso, alternando cada pocos segundos ciclos de detección, ataque y fuga en
direcciones más o menos aleatorias. No te ha ido mal con eso. Has alcanzado una
posición respetable entre los guerreros de Ganímedes, lo cual tiene la
importancia que tiene.
Para ti, mucha. Para algunos de tus
amigos, ninguna. Así son las cosas.
La respuesta de los detectores
llega de pronto: un blip se acerca a gran velocidad a la columna de
nubes donde te escondes. No puedes saber con certeza si te descubrió y pretende
atacarte, pero debes admitir esa posibilidad. Das instrucciones frenéticas a la
nave, sabiendo perfectamente que los cuatro segundos que tardó la información
en llegar hasta ti son más que suficientes para que todo haya terminado ya.
Pero existe la posibilidad de que no sea un ataque, y aun si lo es, hay una
pequeña probabilidad de fallo, especialmente en áreas muy nubladas. Por eso
programas maniobras evasivas, consultas el esquema de los alrededores que el software
interno construyó con los datos de los detectores, y envías la nave hacia otra
columna de nubes, más pequeña y por tanto menos probable. Esperas. La nave
continúa su lento avance entre las nubes, y a ti te parece que los segundos se
han vuelto elásticos e infinitos. Casi gritas: ¡Vamos, muévete!
Es entonces cuando la trayectoria
de un proyectil lo lleva demasiado cerca de donde estás y este explota en un
destello blanco que crece hasta llenar todo tu campo visual. Pierdes
inmediatamente la conexión. La electromina alcanzó la nave. Está muerta, con
todos los circuitos internos vaciados por la sobrecarga, y te la imaginas
colgando de un globo de vacío como un trapo inútil, esperando a que la
barredora de la Compañía venga a recogerla, porque en aquella región no falta
combustible, pero los metales son difíciles de conseguir y no pueden
desperdiciarse. En cuanto a ti, vuelves a Ganímedes, frustrado, mascullando
contra el guerrero que tuvo la suerte de dejarte fuera de combate en el primer
intento. Consultas sus datos en el sistema. De Ío, claro. Piensas que con un
retraso de solo tres segundos tú también serías capaz de lograr hazañas, y
repites una vez más la promesa que haces siempre que algún jugador de los
satélites interiores te expulsa del cielo: algún día, encontrarás la manera de
jugar desde Ío, con o sin volcanes y terremotos.
Ahora debes ir a trabajar, ganar
dinero para la próxima partida y para las demás cosas de las que está hecha tu
vida. Sales de la Arena de los Dioses cabizbajo, y solo echas una mirada rápida
al paisaje porque no tienes ganas de ver a Júpiter, y él brilla, casi lleno,
tras la red cristalina de la cúpula. Del otro lado, el Sol comienza a salir en
esa zona de Ganímedes, proyectando largas sombras sobre una pequeña multitud
que enarbola pancartas y banderas, en la protesta de siempre contra lo que
ellos llaman la profanación de Júpiter con juegos de batalla.
Estúpidos orgánicos, piensas, y su
estúpida manía de las purezas.
Después te alzas sobre tus seis
patas telescópicas y das la espalda a todo eso. Ya volverás otro día.
Jorge Candeias, nacido en el Algarve, al sur de Portugal,
lleva demasiado tiempo traduciendo y solo escribe cuando le apetece y tiene una
historia que contar, algo que últimamente casi nunca ha sucedido. A pesar de
ello, de vez en cuando publica algunas cosas antiguas, incluso en inglés y,
como pueden ver, en español. Su último libro, lleno de historias de ratas, se
autopublicó en 2022 e incluye relatos de algunos amigos. Nadie lo ha leído, lo
cual es perfectamente lógico.

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