Beni Dya Mbaxi
Las mujeres mayores, las makota,
corrieron desesperadas, sacaron los paños que llevaban años guardados, dejaron
a un lado la modernidad. Aunque vivieran en la ciudad, se anudaron los paños en
la cintura e invocaron a los kilambas. Fue la primera vez que no vieron
una respuesta inmediata. El cielo comenzó a oscurecerse con rapidez; los gritos
de los niños se multiplicaron, haciendo eco en todos los rincones de Congeral.
El viento era tan intenso que la única solución fue entrar en casa y atrancar
puertas y ventanas.
Los coches que pasaban bajo los
edificios perdían el control y chocaban entre sí. Pronto una música
descompuesta, hecha de bocinazos, se extendió por la ciudad. Y así fue como
todos recordaron a los otros niños, los que estaban aún en la escuela.
Poco después, escucharon los gritos
de esos niños que salían corriendo del colegio, desesperados por refugiarse en
los brazos de sus padres.
—¡Cajón vacío, cajón vacío, cajón
vacío! —gritaban.
Esos no eran gritos cualquiera:
eran gritos de seres inocentes huyendo aterrorizados. Los más viejos salieron
corriendo hacia la carretera, el miedo todavía pegado a su ropa. Fue entonces
cuando vieron sangre en las batas escolares de algunos niños que llegaban
corriendo. Aquello hizo enloquecer a las madres. Entre el caos, un dikota
tomó a un niño que lloraba a mares y le preguntó qué había ocurrido. El niño se
limpió las lágrimas y aclaró la voz. Con lo poco de valentía que le quedaba,
contó que había visto a su profesora: una parte de su cuerpo había sido cortada
y pegada al pizarrón.
Los adultos dudaron de sus
palabras. Algunos aseguraron que solo decía eso porque estaba asustado. Otros makota
dijeron que solo se trataba de un pequeño arrebato de ira de Nzambi, y
que pronto el cielo volvería a la normalidad. Pero no era así. Los gritos eran
demasiados, el viento seguía aumentando, la oscuridad avanzaba y, de repente,
empezó a llover. Ya no era solo gritos, ni viento: también la lluvia se sumaba
a aquel infierno. Y entonces escucharon una voz caer del cielo.
El miedo, ahora sí, visitó a los makota.
Algunos intentaron comprender lo que decía la voz, pero era imposible: las
tormentas habían llegado también. El instante se volvió apocalíptico. Aun así,
muchos viejos creían que nada podía ocurrirles porque llevaban a los kilambas
en sus muximas, sus corazones. Por eso decidieron ir a la escuela, el
lugar donde todo parecía haberse desatado. Las madres estaban angustiadas: allí
estaban sus otros hijos. Apenas eran las diez de la mañana cuando todo empezó,
y el miedo arropaba a la gente de Congeral desde el amanecer.
Camino a la escuela, un grupo de
niños apareció corriendo, desesperados y con las batas manchadas de sangre.
—¡Están viniendo, están viniendo!
—gritaban.
Las mujeres se derrumbaron en
lágrimas. Los más viejos pidieron coraje y siguieron adelante; había que llegar
a la escuela y saber qué ocurría.
Cuando estaban cerca, el pueblo
entero temblaba. De pronto, vieron formarse un torbellino: un viento violento
en forma de círculo. El cielo arrojaba relámpagos intensos que iluminaban
varios ataúdes suspendidos en el centro del torbellino.
Los mayores sintieron las piernas
fallar. Muchos cayeron sin fuerzas; otros quedaron ciegos de repente; algunos
quedaron inmóviles. Los que aún podían ver no daban crédito, y los que habían
quedado a oscuras solo oían la voz que descendía del cielo. El viento rugía,
los ataúdes giraban, y la ciudad comenzaba a desmoronarse. Los edificios
antiguos no aguantaban más aquel viento que arrancaba árboles y volcaba coches.
De pronto, los ataúdes
desaparecieron. El sol volvió a brillar y las nubes pesadas se retiraron. Las
hojas de los árboles se mecían suavemente. Los coches pudieron seguir su camino.
De un segundo a otro, el día volvió a la normalidad. Los pájaros regresaron a
las ramas.
Cuando los viejos se dieron cuenta,
estaban ya frente a la escuela. Un silencio ensordecedor los recibió. La
escuela había sido pintada hacía poco: antes era toda blanca, la famosa Garra
Blanca, cuna de buena parte de los dirigentes del país. Ahora lucía de color
naranja, aunque el nombre seguía siendo el mismo. Pero ese día algo había
cambiado. Ya no se escuchaba ningún grito.
Entraron con valor renovado. El
silencio dentro era aún mayor. No había nadie. Empezaron a recorrer las aulas
buscando a los niños. Llegaron al aula siete, la primera del primer piso, desde
donde podía verse uno de los monumentos históricos de Congeral: el Largo del
Bailezão, situado en el centro de la ciudad, famoso por los helados que vendían
allí y por encontrarse junto al edificio más antiguo del lugar.
Cuando todos estuvieron dentro del
aula, la puerta se cerró sola con estrépito. El miedo los invadió. Los pupitres
comenzaron a moverse. Las bombillas estallaron con un ruido tremendo. Un viento
furioso se desató dentro del aula.
La gente gritaba. Vieron cómo una
mujer perdía una parte del cuerpo, y luego un hombre también. Intentaban salir
desesperados.
Fue entonces cuando aparecieron los
ataúdes dentro del aula. Se abrieron. Estaban vacíos.
Los gritos se multiplicaron. Los
que estaban fuera de la escuela corrieron hacia adentro para saber qué ocurría.
Nadie en Congeral –antigua Cerámica del Cazenga, lugar histórico donde se
proclamó la independencia en 1975– había visto algo semejante.
En medio del caos, las sirenas de
los bomberos y de la ambulancia se oyeron a lo lejos. Eso hizo que los gritos
se volvieran aún más agudos.
Los bomberos llegaron, bajaron del
vehículo y se prepararon para entrar. Preguntaron qué estaba pasando. El pueblo
les contó todo. El espanto en los ojos de los bomberos era evidente, pero no
retrocedieron.
Entraron. Los gritos en el interior
aumentaron al sentir su llegada. Los bomberos se encontraron con una oscuridad
repentina y un edificio que rugía. Al subir al piso superior, vieron lo
imposible. También ellos gritaron. La tormenta regresó: lluvia y viento
colosal. La gente que observaba desde afuera corrió a refugiarse en el parque
infantil cercano. La lluvia era tan intensa que nadie veía nada. Los hombres de
la ambulancia desaparecieron.
La tormenta duró tres horas.
Cuando todo volvió a calmarse, la
ciudad estaba desordenada. Con pasos temblorosos, algunos decidieron entrar de
nuevo en la escuela.
El lugar era irreconocible. Las
ramas arrancadas parecían llorar sobre el suelo. No había nadie: ni niños, ni
padres, ni bomberos. Solo silencio. Un vacío absoluto.
Congeral nunca había visto algo
así. Tomó mucho tiempo para que la gente se recuperara de aquella pérdida, pero
nadie la olvidó. La historia sigue contándose de generación en generación.
Hoy, la escuela Garra Blanca –o Caixão
Vazio– es un lugar abandonado. Ningún niño se atreve a pasar cerca de ella.
Beni Dya
Mbaxi es el seudónimo del galardonado escritor angoleño Bernardo Sebastião
Afonso, activista de los derechos humanos. Su lengua materna es el kimbundu y
recientemente comenzó a estudiar portugués. Escribe ficción realista y algunos
de sus libros han sido adaptados al teatro.

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