lunes, 1 de diciembre de 2025

CAJÓN VACÍO

Beni Dya Mbaxi



El cielo estaba extraño aquel día. El viento parecía enfadado con la gente de Congeral: los edificios se mecían al ritmo de las ráfagas que sacudían el barrio, y los habitantes quedaron perplejos. Era la primera vez que soplaba un viento tan fuerte; algunos niños rompieron a llorar solo con ver aquello. La ciudad entera se agitó. Los makota –los más viejos, los guardianes de la tradición– se inquietaron. El miedo los hizo volver a sus raíces: elevaron los ojos al cielo y clamaron a los kilambas sin descanso. Era un truco antiguo que los kilambas habían enseñado para apaciguar el cielo y detener la lluvia.

Las mujeres mayores, las makota, corrieron desesperadas, sacaron los paños que llevaban años guardados, dejaron a un lado la modernidad. Aunque vivieran en la ciudad, se anudaron los paños en la cintura e invocaron a los kilambas. Fue la primera vez que no vieron una respuesta inmediata. El cielo comenzó a oscurecerse con rapidez; los gritos de los niños se multiplicaron, haciendo eco en todos los rincones de Congeral. El viento era tan intenso que la única solución fue entrar en casa y atrancar puertas y ventanas.

Los coches que pasaban bajo los edificios perdían el control y chocaban entre sí. Pronto una música descompuesta, hecha de bocinazos, se extendió por la ciudad. Y así fue como todos recordaron a los otros niños, los que estaban aún en la escuela.

Poco después, escucharon los gritos de esos niños que salían corriendo del colegio, desesperados por refugiarse en los brazos de sus padres.

—¡Cajón vacío, cajón vacío, cajón vacío! —gritaban.

Esos no eran gritos cualquiera: eran gritos de seres inocentes huyendo aterrorizados. Los más viejos salieron corriendo hacia la carretera, el miedo todavía pegado a su ropa. Fue entonces cuando vieron sangre en las batas escolares de algunos niños que llegaban corriendo. Aquello hizo enloquecer a las madres. Entre el caos, un dikota tomó a un niño que lloraba a mares y le preguntó qué había ocurrido. El niño se limpió las lágrimas y aclaró la voz. Con lo poco de valentía que le quedaba, contó que había visto a su profesora: una parte de su cuerpo había sido cortada y pegada al pizarrón.

Los adultos dudaron de sus palabras. Algunos aseguraron que solo decía eso porque estaba asustado. Otros makota dijeron que solo se trataba de un pequeño arrebato de ira de Nzambi, y que pronto el cielo volvería a la normalidad. Pero no era así. Los gritos eran demasiados, el viento seguía aumentando, la oscuridad avanzaba y, de repente, empezó a llover. Ya no era solo gritos, ni viento: también la lluvia se sumaba a aquel infierno. Y entonces escucharon una voz caer del cielo.

El miedo, ahora sí, visitó a los makota. Algunos intentaron comprender lo que decía la voz, pero era imposible: las tormentas habían llegado también. El instante se volvió apocalíptico. Aun así, muchos viejos creían que nada podía ocurrirles porque llevaban a los kilambas en sus muximas, sus corazones. Por eso decidieron ir a la escuela, el lugar donde todo parecía haberse desatado. Las madres estaban angustiadas: allí estaban sus otros hijos. Apenas eran las diez de la mañana cuando todo empezó, y el miedo arropaba a la gente de Congeral desde el amanecer.

Camino a la escuela, un grupo de niños apareció corriendo, desesperados y con las batas manchadas de sangre.

—¡Están viniendo, están viniendo! —gritaban.

Las mujeres se derrumbaron en lágrimas. Los más viejos pidieron coraje y siguieron adelante; había que llegar a la escuela y saber qué ocurría.

Cuando estaban cerca, el pueblo entero temblaba. De pronto, vieron formarse un torbellino: un viento violento en forma de círculo. El cielo arrojaba relámpagos intensos que iluminaban varios ataúdes suspendidos en el centro del torbellino.

Los mayores sintieron las piernas fallar. Muchos cayeron sin fuerzas; otros quedaron ciegos de repente; algunos quedaron inmóviles. Los que aún podían ver no daban crédito, y los que habían quedado a oscuras solo oían la voz que descendía del cielo. El viento rugía, los ataúdes giraban, y la ciudad comenzaba a desmoronarse. Los edificios antiguos no aguantaban más aquel viento que arrancaba árboles y volcaba coches.

De pronto, los ataúdes desaparecieron. El sol volvió a brillar y las nubes pesadas se retiraron. Las hojas de los árboles se mecían suavemente. Los coches pudieron seguir su camino. De un segundo a otro, el día volvió a la normalidad. Los pájaros regresaron a las ramas.

Cuando los viejos se dieron cuenta, estaban ya frente a la escuela. Un silencio ensordecedor los recibió. La escuela había sido pintada hacía poco: antes era toda blanca, la famosa Garra Blanca, cuna de buena parte de los dirigentes del país. Ahora lucía de color naranja, aunque el nombre seguía siendo el mismo. Pero ese día algo había cambiado. Ya no se escuchaba ningún grito.

Entraron con valor renovado. El silencio dentro era aún mayor. No había nadie. Empezaron a recorrer las aulas buscando a los niños. Llegaron al aula siete, la primera del primer piso, desde donde podía verse uno de los monumentos históricos de Congeral: el Largo del Bailezão, situado en el centro de la ciudad, famoso por los helados que vendían allí y por encontrarse junto al edificio más antiguo del lugar.

Cuando todos estuvieron dentro del aula, la puerta se cerró sola con estrépito. El miedo los invadió. Los pupitres comenzaron a moverse. Las bombillas estallaron con un ruido tremendo. Un viento furioso se desató dentro del aula.

La gente gritaba. Vieron cómo una mujer perdía una parte del cuerpo, y luego un hombre también. Intentaban salir desesperados.

Fue entonces cuando aparecieron los ataúdes dentro del aula. Se abrieron. Estaban vacíos.

Los gritos se multiplicaron. Los que estaban fuera de la escuela corrieron hacia adentro para saber qué ocurría. Nadie en Congeral –antigua Cerámica del Cazenga, lugar histórico donde se proclamó la independencia en 1975– había visto algo semejante.

En medio del caos, las sirenas de los bomberos y de la ambulancia se oyeron a lo lejos. Eso hizo que los gritos se volvieran aún más agudos.

Los bomberos llegaron, bajaron del vehículo y se prepararon para entrar. Preguntaron qué estaba pasando. El pueblo les contó todo. El espanto en los ojos de los bomberos era evidente, pero no retrocedieron.

Entraron. Los gritos en el interior aumentaron al sentir su llegada. Los bomberos se encontraron con una oscuridad repentina y un edificio que rugía. Al subir al piso superior, vieron lo imposible. También ellos gritaron. La tormenta regresó: lluvia y viento colosal. La gente que observaba desde afuera corrió a refugiarse en el parque infantil cercano. La lluvia era tan intensa que nadie veía nada. Los hombres de la ambulancia desaparecieron.

La tormenta duró tres horas.

Cuando todo volvió a calmarse, la ciudad estaba desordenada. Con pasos temblorosos, algunos decidieron entrar de nuevo en la escuela.

El lugar era irreconocible. Las ramas arrancadas parecían llorar sobre el suelo. No había nadie: ni niños, ni padres, ni bomberos. Solo silencio. Un vacío absoluto.

Congeral nunca había visto algo así. Tomó mucho tiempo para que la gente se recuperara de aquella pérdida, pero nadie la olvidó. La historia sigue contándose de generación en generación.

Hoy, la escuela Garra Blanca –o Caixão Vazio– es un lugar abandonado. Ningún niño se atreve a pasar cerca de ella.

Beni Dya Mbaxi es el seudónimo del galardonado escritor angoleño Bernardo Sebastião Afonso, activista de los derechos humanos. Su lengua materna es el kimbundu y recientemente comenzó a estudiar portugués. Escribe ficción realista y algunos de sus libros han sido adaptados al teatro.


 

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