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miércoles, 5 de febrero de 2025

LOS ISLEÑOS

Alejandro Bentivoglio

 

La pequeña isla no se queda quieta. Flota sin rumbo. Es pedazos de los países que más o menos lograron sobrevivir. Algunos fueron saqueados por las reservas de agua. Otros invadidos para apoderarse del petróleo. Luego todo el asunto de la guerra entre las grandas potencias y el holocausto nuclear. Las bombas, eso fue un feo asunto. Los terremotos, pestes, el planeta sangrando como un efímero animal aullando en el espacio. Las hambrunas que siempre supimos que llegarían. En fin, lo que algunos llamarían el fin de las cosas.

Los que quedamos permanecemos en esta isla. Ya no tenemos nacionalidades, se fueron perdiendo con el tiempo. Pensar que se cumplen trescientos o cuatrocientos años de nuestra independencia de esos países que ya no existen es innecesario. Los libros de historia han quedado olvidados. Los próceres, las estatuas, las fechas se han extinguido junto con ese mundo que nunca dejaba de ser una desmemoriada mentira complejamente elaborada para contentar a las brujas de las sombras. Ahora solo queda este continente, que es, como dije, una isla que flota sin rumbo. Aunque quizás lo digo mal. Porque nuestra falta de rumbo es en realidad todos los rumbos.

El nombre de la isla cambia según a quién se le pregunte. Podría haberse llamado Latinoamérica. Pero preferimos dejar las palabras de lado. Solo pensar en el océano que expande, en el sol que nos ilumina cada día; en las risas de nuestros hijos, que juegan por allí, sin preocuparse por el futuro, porque esto es el futuro.

No sabemos cuántas veces hemos dado vueltas al planeta. No hay aquí timón ni mapas.

Tampoco hemos izado una bandera. Preferimos dejar que el tiempo haga sus propios entramados, que las mareas nos conduzcan donde quieran, que los siglos ahoguen sus gritos y sus desmanes.

Hablamos un mismo idioma y la deriva es nuestra hermandad. El vacío también es un lugar común y no tenemos por qué temerle.

Las montañas están con nosotros, también los valles y las personas que cantan y que caminan por esta isla que es todas las islas. La única que se ve en el horizonte, que también ahora llamamos nuestro.

Hijos de las aguas, nuestra casa es todas las casas, porque ahora somos todos los hombres que han sido alguna vez, habitamos el aire que persiste en el recuerdo y en lo por venir.

Tampoco esta narración dirá nada de nosotros, porque las historias son los pequeños detalles de los individuos y nosotros somos los isleños del desastre, los sobrevivientes y solo existe este nosotros que nos revela la magnitud de nuestros días.

Por eso tampoco debe ser tomada como una declaración de un escritor, de un cronista de la isla. Solo como las palabras de una tierra viva que sigue creciendo. Y que quiere hablar de amor a las estrellas y a los mares.

Y dejar este papel en una botella para que llegue a algún sitio. Quizás de vuelta a esta misma isla y nos sorprenda con un mensaje de quienes fuimos alguna vez, sabiendo que todo está viniendo, que todo se acerca.


Alejandro Bentivoglio nació en 1979 en Avellaneda. Cursó el Profesorado de Castellano, Literatura y Latín. Publicó es autor de trece libros de ficción, incluyendo la antología personal Transego, que recoge lo mejor de sus primeros diez libros y La Parca, bajo el seudónimo de Bjork Altman, escrito en colaboración con el escritor y músico Daniel Juárez Dion. Ha sido incluido en antologías y revistas físicas y virtuales de América y Europa y traducido al inglés, italiano y griego. También ha escrito crítica de cine, música y literatura y algunas novelas aún inéditas. Entre los sus muchas obras publicadas pueden mencionarse Revólver y otras historias del lado suave (2006), Dakota/Memorias de una muñeca inflable (2008), Paul está muerto (2011), Abcdefghijklmnñopqrstuvxyz (2011), Mágico histérico tour (2011), Vértigo verbal del suicida reincidente (2011), Ariadna superstar (2012), Todo lo que dejamos atrás (2012), Ultraficción (2015), Música para naufragios y otros eventos sociales (2015)Sus microficciones han sido incluidas en numerosas antologías de Argentina, Estados Unidos y España. Dice que sus intereses son la literatura, la música, el cine y el fast food.

 

jueves, 9 de mayo de 2024

OTRO DÍA PARA VIVIR

Alejandro Bentivoglio

 

Iba caminando por la calle cuando un automóvil frenó bruscamente a mi lado y la puerta de atrás se abrió, dejándome ver a un hombre vestido de traje azul que me dijo que me apresurara a subir, que su vida estaba en peligro y que era imprescindible que yo lo ayudara. Aquel pedido me pareció inaudito, dado mi aspecto desgarbado, mi poca o nula capacidad para ayudar a alguien en un peligro mortal aunque quisiese hacerlo... además de que jamás había visto a aquel sujeto y quizás todo no fuese más que una elaborada maniobra para arrastrarme a un acto delictivo, a una trampa de la que no podría escapar. Sin embargo, el hombre no pareció sentir mi inmovilidad como un freno a su pedido y volvió a decirme que subiera, que ya estaba perdiendo demasiado tiempo que era precioso para salir airoso de las terribles cosas que podían cernirse sobre él.

—Pero, míreme –le dije—. Soy apenas un hombre delgaducho y cobarde, poco podría hacer frente a peligros de cualquier índole. Un insecto bastaría para ponerme a la fuga.

El desconocido siguió sin escuchar razones y me tiró del brazo, arrastrándome al interior del automóvil. Caí en unos blandos asientos y alcancé a escuchar la puerta cerrándose y el sonido de los neumáticos emprendiendo una rápida huida. Traté de acomodarme y ver la enormidad del interior del vehículo. Allí me encontré con una selva de proporciones escalofriantes. Árboles, lianas, ruidos de dudosa procedencia. Un sol pesado y agobiante que me hizo sudar de inmediato y moverme inquieto en el asiento.

—No estoy preparado para esto –dije.

—¿Se cree que yo sí? dijo el hombre y le indicó al chofer que se apresurara aún más.

Sentí que todo el paisaje se desplazaba adelante a una velocidad vertiginosa. El chofer era un hombre silencioso, vestido de negro, con anteojos oscuros, un fiel sirviente que seguramente no hablaría aunque lo torturaran. En la detención que proporcionó un semáforo, se dio vuelta para entregarnos dos escopetas que supuse cargadas.

El hombre del traje tomó una y yo la otra. No sabía qué hacer. Nunca en mi vida había disparado un arma. Me parecían instrumentos terribles que no tenían nada que ver con mi personalidad frágil. Sin embargo, el hombre me miro con desesperación. Era una especie de muda súplica para que no lo abandonara en esos momentos. Traté de tomar la escopeta con mayor firmeza, de fingir una tranquilidad que de ninguna manera sentía. No estaba seguro de qué podría hacer si algo sucedía, pero quería pensar que el instinto me guiaría. Que de alguna manera podría descifrar como sobrevivir a un automóvil de cuatro puertas que albergaba la profundidad de todo temor.

—¿Cómo ha sucedido esto? pregunté.

—De la mañana a la noche, como todas las cosas me dijo el hombre—. Dejé el auto estacionado fuera de mi casa luego de un día en la oficina y, cuando esta mañana subí para volver a mis negocios, lo encontré así.

—Por suerte tenía las escopetas dije, aunque no me tranquilizaban mucho ya que no sabía contra qué nos enfrentábamos. El hombre aún no me había dicho quién o qué lo perseguía.

—Ni que lo diga. Pero no se sorprenda. Un hombre, más si se trata de un hombre de negocios, nunca debe salir sin un arma. La calle está plagada de peligros.

—Pero este es su automóvil objeté.

—¡Peor aún! exclamó palideciendo—. Los lugares más comunes es donde nos acechan nuestros enemigos. Lo inesperado se presenta en cualquier lugar. Hasta en la mesa de luz. Oh, qué horrores. Si yo le contara acerca de las cosas que he encontrado en la mesa de luz junto a mi cama. He contratado a algunos de los más preparados soldados del mundo para que vigilen mi cama por las noches. Aquellos que han visto el terrible rostro de la muerte. Y aun así, todos ellos han huido apenas se ha encendido la luz del cuarto por la mañana. No me han querido decir qué es lo que ha pasado en esas noches de guardia. Algunos incluso se han suicidado o han terminado internado en asilos psiquiátricos. El miedo juega con nosotros y nunca sabemos la medida de su curiosidad, la temeridad de sus actos, la efectividad de sus metas. Es por eso que apenas puedo dormir, apenas si puedo permanecer un minuto en paz. Mi vida es un constante estado de alerta.

—Inaudito.

—Exactamente, es inconcebible. O al menos eso parece al principio. Pero luego, cuando la vida en el mundo de los negocios avanza, uno se va acostumbrando a todo. A los enemigos, a las trampas. Mi padre siempre quiso prevenirme frente a todo esto. Intentó educarme en las artes de la defensa, en el cuidado de la mente para saber cómo actuar frente a los inenarrables peligros que acechan al hombre común que pasa su vida en las finanzas. Él mismo tenía terribles luchas día tras día. Murió en el camarote de un barco, dicen que fue devorado por alguna clase de terrible bestia marina, uno de esos seres que parecen de otro mundo, que se coló por el ojo de buey. Nadie en el barco pudo explicar la feroz y metódica destrucción que encontró en ese camarote. Era como si cada cosa hubiese sido reducida a astillas. Incluso mi padre. Por eso no viajo en barco. También intento evitar los aviones. Nunca se sabe qué bestias aladas pueden enviarnos los que nos desean el mal. ¿Nunca le ha sucedido algo así a usted? Imagino que no es un hombre de negocios, pero debe tener algún enemigo.

—No lo sé. Todo esto me pone nervioso. No logro pensar con claridad. Al menos, ¿podría decirme contra qué nos enfrentamos?

—No tengo la menor idea. He escuchado ruidos que pueden ser de una cosa, pero tal vez sean de otra. Nunca se sabe.

De pronto, unas plantas junto a un tronco se movieron, cerca del asiento del acompañante y detuvimos nuestra conversación. Yo preparé la escopeta como pude y apunté hacia el lugar. El hombre del traje me hizo una seña para que esperara. Un león apareció y olisqueó el aire. Yo me agité, el hombre del traje lo notó.

—No se preocupe, es solo una bestia salvaje dijo—. Podemos estar tranquilos.

—Pero un león puede devorarnos en un segundo dije.

—No, salvo que quiera poner nuestras cabezas encima de una chimenea. Y en esta selva hace demasiado calor para tener una chimenea. Quizás si estuviésemos en mi departamento, allí podría poner una chimenea. Sí, ese sería un lugar ideal. O en el baúl del automóvil. Nunca me he atrevido a mirar ahí.

—¿Ni siquiera cuando lo compró?

—Por supuesto que no. ¿Qué clase de imprudente sería? No quiero ni pensar en las trampas que los vendedores de automóviles ponen en ellos para obligarnos a comprarlos. No, simplemente lo encargué por correo. Pero, de cualquier modo, este paisaje no venía con el auto. Solo el tapizado.

Nos quedamos en silencio, mirando de un lugar a otro. Cada tanto, algún que otro animal aparecía pero se iba sin pronunciar más que algún gruñido. De vez en cuando aparecían otros hombres. Tribus, políticos, cobradores de impuestos. Pero nada que nos invitara a descargar las armas. El tiempo se hizo eterno, interminable, como una condena en sí mismo. Aunque no puede decir que todo fuese terrible. Pasadas algunas cuadras, o años, cómo saberlo, conocí a la que sería mi esposa. Una mujer delicada, a la que le gustaba reír con mis bromas. El hombre nos casó en una ceremonia pequeña, en la que el chofer sirvió algo de champagne. Nuestra vida de casados fue feliz, pero errática. Yo no podía olvidarme de mi deber. Aunque nos habíamos alejado en los asientos del fondo, el hombre venía a vernos cada tanto y a contarnos sus temores. Me pedía constantemente que no lo abandonara, me decía que las cosas nunca terminarían de acecharnos, que el universo es inexplicable, que estamos solos, pero podemos eludir esa suerte si contamos con un amigo que nos proteja en nuestras penas. Mi mujer soportó aquello algún tiempo. Pero su humor se fue perdiendo a medida que todo parecía ensombrecerse. Un día que paramos en un atasco de tráfico se fue y no volví a verla. Me sentí profundamente afligido. No habíamos tenido hijos. Me sentía terriblemente solo, devastado por su ausencia. El hombre permaneció a mi lado y trató de consolarme con la idea de que el deber era una recompensa en sí misma. Pero ¿realmente lo era? Me sentía cansado. Aquello parecía no terminar nunca. La selva dio paso a frías montañas donde a veces el viento nos hacía congelar y tuvimos que quemar la rueda de auxilio para sentir un poco de calor. En ocasiones nos agobiaban terribles lluvias que duraban meses. O nevadas que nos aislaban de todo, llegando a creer que ni siquiera el chofer estaba ahí. Pero él se ocupaba de enviar a arriesgados emisarios para que fuésemos avisados de que el viaje continuaba según lo previsto y que ya estábamos por llegar. Le pregunté al hombre si no lamentaba no haber formado una familia. Él me dijo que quizás, en algún momento. Los negocios ocupaban todo su tiempo, eso y defenderse de sus enemigos. De algún modo, me confesó, aquellos terribles seres que pululaban en las sombras eran su familia. Y tuve que aceptar que eso era cierto. ¿Qué clase de lealtad recaía en esos desconocidos que no cejaban en sus intentos por matarnos? Yo también tuve que aceptar que a medida que todo se sucedía, comenzaba a valorar esa constancia, esa fidelidad en los anónimos y viles conspiradores que nos deseaban el peor de los destinos. Quizás fueron los años los que terminaron por amigarme con mi propia suerte. Un destino que no había elegido, pero que ahora aceptaba. Cierto es que podría haber abandonado al hombre en algún cruce peatonal abriendo abruptamente la puerta, pero no lo hice. Preferí quedarme allí y seguir a su lado, siempre con la escopeta cargada a un lado por si la necesitaba para defendernos. Nos habíamos convertido en una suerte de hermanos que compartían el vértigo de una vida que se mantenía en el vilo de una muerte espantosa, inimaginable. Pasábamos el tiempo conversando sobre diversos asuntos. A veces nos sumíamos en un silencio que parecía que no terminaría nunca, pero el silencio que alcanzan los que ya han llegado a un conocimiento de sí mismos que hace inútil las palabras. Sin embargo, nunca abandonábamos la vigilancia y cada tanto hacíamos recorridas por el territorio de los asientos para comprobar que todo seguía en su sitio. El chofer conducía con pericia y parecía ajeno a nosotros, era un hombre reservado, alguien duro, que había aprendido a suprimir sus emociones por un bien mayor, servir al hombre de negocios que le decía dónde llevarlo, dónde recogerlo. Alguna vez supe que guardaba una pistola en la guantera, por si debía socorrernos. También una píldora de cianuro por si alguien quería intentar doblegarlo para que confesara combinaciones de cajas fuertes, secretos de clientes del hombre. Sé que le gustaba leer el periódico para comprobar el resultado de los deportes. Pero no puedo decir más de él. Nunca llegamos a conocernos demasiado. Y la vida en aquel automóvil era una extraña sucesión de secuencias que eludían la construcción de un todo, algo que me sería imposible narrar.

Pero un día, cuando ya pensaba que aquello duraría por siempre, el automóvil finalmente se detuvo. Quise mirar mi reloj, pero recordé que lo había perdido en una pelea que tuvimos con una tribu de salvajes que trataron de tomarnos por asalto bastante tiempo atrás. Me sorprendí por no haberlo recordado antes. Pero tuve que aceptar que hubiese sido imposible asimilar todo lo que habíamos vivido en ese trayecto de no más de cincuenta cuadras, en el interior de ese automóvil que parecía una cápsula espacial que se fundía en un espacio negro y frío. Vi que el hombre tenía el traje desgastado. Que una barba blanca y desprolija le recorría la cara hundida en grandes ojeras que le daban un aspecto siniestro cansancio. No quise pensar cómo me vería yo. Mis brazos delgados, mis costillas asomando como un diagrama sin propósito ni estética. Mis dedos aferrando aún el gatillo de la escopeta.

—Hemos llegado a la oficina dijo el hombre.

—Pensé que nunca llegaría este día.

—No diga esas cosas, todos los días llegan. Dele la escopeta a mi chofer.

Hice lo que el hombre me pedía. El chofer no emitió palabra alguna. Tomo el arma y la miró como si se tratara de un objeto que hubiese extrañado mucho, pero que tampoco reconociera del todo, como si en el tiempo que lo hubiese tenido lejos de sí hubiese cambiado irremediablemente y ahora fuese otra cosa, algo ajeno que debía aprender a reconocer de nuevo, a apreciar desde otro lugar.

—Le agradezco todo lo que ha hecho por mí me dijo el hombre—. No sé cómo retribuírselo. Y realmente lo digo en serio. No lo sé. No soy aficionado a entregar mi dinero. Desconozco la generosidad. Podría intentar darle una propina por los servicios prestados, pero tendría que llamar a mi contador y dejé el teléfono en mi departamento y si tuviese que citarlo allí de nuevo, nuestra relación escalaría a un nivel mucho mayor porque usted sabría dónde vivo y tendría que invitarlo a pasar y ofrecerle una copa y  recrearíamos una intimidad que haría que una propina fuese un despropósito. Algo fuera de lugar entre personas que son capaces de beber una copa y mirarse a los ojos. Qué digo personas. Ya amigos que pueden establecer una conversación y que, invariablemente recordarían este momento como parte de sus vidas y las personas que comparten recuerdos son hermanos de una historia y qué clase de infame le daría una propia a un hermano. No, yo no sería capaz de tal bajeza. Hemos pasado por tantas cosas juntos, hemos pasado una vida entera luchando cada uno al lado del otro y sería injusto alterar la camaradería que ha primado en todo este tiempo.

—Lo entiendo dije—. ¿Está seguro de que estará bien?

—No se preocupe por mí. No sé si sobreviviré a la oficina, pero seguiré adelante porque es lo que siempre he hecho. No crea que soy un valiente, no lo soy. Tiemblo de solo pensar los milenarios terrores que allí se dan cabida. Pero es el camino que he elegido. Los negocios no esperan, la bolsa abrirá pronto y debo estar allí.

— Comprendo.

Vi que el hombre tomaba un maletín que estaba oculto entre unos matorrales y que comprobaba una vez más si la escopeta estaba lista para disparar. Aparentemente satisfecho me hizo señas para que bajara. Así lo hizo. La selva, las montañas, los eternos paisajes que había visto durante décadas enmudecieron ante la mole gigantesca de oficina que se nos presentó en el exterior del automóvil.

—Hasta aquí llega nuestra aventura, querido amigo dijo el hombre.

Vi que el chofer bajaba por la otra puerta. Ambos hombres me saludaron con la cabeza. No tuve valor para mirar lo que sucedería a continuación. Emprendí nuevamente mis pasos por la calle.

A mis espaldas escuché gritos, disparos, plegarias, aullidos, sonidos que poco tenían de humano, mientras la voz de un guardia de seguridad pedía identificaciones y les daba los buenos días a los que entraban al edificio para otro día de finanzas.


Alejandro Bentivoglio nació en 1979 en Avellaneda. Cursó el Profesorado de Castellano, Literatura y Latín. Publicó es autor de trece libros de ficción, incluyendo la antología personal Transego, que recoge lo mejor de sus primeros diez libros y La Parca, bajo el seudónimo de Bjork Altman, escrito en colaboración con el escritor y músico Daniel Juárez Dion. Ha sido incluido en antologías y revistas físicas y virtuales de América y Europa y traducido al inglés, italiano y griego. También ha escrito crítica de cine, música y literatura y algunas novelas aún inéditas. Entre los sus muchas obras publicadas pueden mencionarse Revólver y otras historias del lado suave (2006), Dakota/Memorias de una muñeca inflable (2008), Paul está muerto (2011), Abcdefghijklmnñopqrstuvxyz (2011), Mágico histérico tour (2011), Vértigo verbal del suicida reincidente (2011), Ariadna superstar (2012), Todo lo que dejamos atrás (2012), Ultraficción (2015), Música para naufragios y otros eventos sociales (2015)Sus microficciones han sido incluidas en numerosas antologías de Argentina, Estados Unidos y España. Dice que sus intereses son la literatura, la música, el cine y el fast food.

 

miércoles, 24 de abril de 2024

EL ÁRBOL

 Alejandro Bentivoglio

 

No recuerdo un tiempo sin el árbol y, sin embargo, mi hijo dice que no estaba allí cuando nos mudamos a esta casa. Fue hace mucho y mi memoria no es la mejor de mis habilidades, si es que tengo alguna, pero estoy seguro, podría afirmar sin sombra de duda que el árbol sí estaba. Mi hijo era pequeño en ese entonces y probablemente no reparó en el árbol. Podría decir que tal vez el árbol también estaba creciendo pero lo cierto es que siempre lo recuerdo de la misma altura. Lo he podido ver desde mi estudio todo el tiempo, allí donde escribo los libros que unos pocos leen y que son suficientes para una vida sin preocupaciones. Mi hijo ya no vive conmigo y mi esposa murió hace muchos años.

¿Qué es el tiempo para un viejo? Aún escribo a mano y observo al árbol mientras tanto. Sus ramas se extienden trazando dibujos en el cielo. Cuando yo me haya ido, él árbol seguirá aquí y mi hijo heredará esta casa y si no la vende, seguirá viéndolo.

No sé qué pensar al respecto. Quizás en este asunto yace una historia, quizás no. Hablar del árbol para hablar de mí o para hablar de mi vida o de la vida de cualquiera de nosotros. Un destino común o un fruto que parece tentarnos en una semblanza evidente. Pero las páginas vienen de residuos de árboles como este y contar su historia sería algo casi incestuoso. No tengo compasión por el árbol, como él no la tiene por mí. Pero ambos guardamos secretos. Bajo su sombra está enterrada mi esposa. Ya nunca digo su nombre. Si fuera una de mis historias, evocaría una sorpresa culminando estas líneas con una confesión que cualquier lector pudo haber intuido: yo maté a mi esposa. Pero no lo hice. Los finales de un hecho tan simple como este, también son simples. La muerte, la tragedia, la inexistencia de mí mismo, imaginarlo todo, el poder mágico del árbol son ramificaciones que cualquier contador de historias puede entregar. Pero no hay nada de eso aquí, no busco nada al dejar estas reflexiones, tampoco deseo la simpatía de un improbable lector. Es que los viejos solo pensamos y recordamos. Y a veces cuando mi hijo vuelve a casa, hablamos junto al árbol y siento que algo de mí está vivo y la casa no parece tan antigua.

Pero aquí todo es antiguo. Demasiado.

Excepto por el árbol, él siempre ha estado aquí. Y la distancia entre el tiempo y la eternidad es lo que construye la primavera de este espacio.


Alejandro Bentivoglio nació en 1979 en Avellaneda. Cursó el Profesorado de Castellano, Literatura y Latín. Publicó es autor de trece libros de ficción, incluyendo la antología personal Transego, que recoge lo mejor de sus primeros diez libros y La Parca, bajo el seudónimo de Bjork Altman, escrito en colaboración con el escritor y músico Daniel Juárez Dion. Ha sido incluido en antologías y revistas físicas y virtuales de América y Europa y traducido al inglés, italiano y griego. También ha escrito crítica de cine, música y literatura y algunas novelas aún inéditas. Entre los sus muchas obras publicadas pueden mencionarse Revólver y otras historias del lado suave (2006), Dakota/Memorias de una muñeca inflable (2008), Paul está muerto (2011), Abcdefghijklmnñopqrstuvxyz (2011), Mágico histérico tour (2011), Vértigo verbal del suicida reincidente (2011), Ariadna superstar (2012), Todo lo que dejamos atrás (2012), Ultraficción (2015), Música para naufragios y otros eventos sociales (2015)Sus microficciones han sido incluidas en numerosas antologías de Argentina, Estados Unidos y España. Dice que sus intereses son la literatura, la música, el cine y el fast food.

 

viernes, 12 de abril de 2024

LOS CUENTOS DEL CAN CERBERO (DOS)

 CORIANNA

Gastón Caglia, Sergio Gaut vel Hartman & Hernán Bortondello

 


Habían pasado muchos años desde que Murgo, en un sorprendente relámpago de agudeza y embeleso, creara a la bella Corianna. No obstante, recuerdo con extraordinaria complacencia las horas de conversación compartidas en el jardín de la mansión del hechicero. Aquella evocación estaba empapada por la llovizna de abril, de la que nunca nos tratamos de guarecer, y condimentada con el agrio sabor de los pepinillos en vinagre, a los que los tres éramos afectos. Corianna, cuya humanidad solo podía verificarse en gestos como los mencionados o en su afición a beber la tinta de calamar hervido, solía derrotarnos en casi todas las conversaciones. Murgo, más allá de su talento cabalístico era un absoluto imbécil, y juro que mi amistad solo estaba atada a la enorme cantidad de dinero que poseía y, por qué no admitirlo, al hecho de que me enamoré de Corianna en el mismo instante en que la vi por primera vez. Es justo decirlo: Murgo había obtenido el caldo básico en el que forjó la sustancia de la que forjaría a su creatura licuando una cantidad de frutos en estado de putrefacción encontrados en el fondo del frigorífico. Ignoro qué mezcló y cuál fue el ingrediente final y secreto, el que le permitió transformar a una gallina en Corianna, pero jamás dudé de que el resultado fue producto de la más pura casualidad.

Y allí estábamos de nuevo, en el mismo jardín, los mismos tres, aunque un poco más viejos, claro.

La misma llovizna de abril se depositaba sobre nuestras espaldas. Dejé entrever que mejor sería seguir con la conversación dentro de la mansión, pero Murgo se negó con una evasiva propia de su imbecilidad y sus aires de superioridad.

—El motivo no es ningún secreto, quiero un hijo, nos amamos —le dije a quemarropa.

—Eso no es ningún inconveniente –dijo Murgo mientras sorbía de su vaso el Martini aguado por la persistente llovizna y masticaba su pepinillo.

Confieso que mi primera impresión era que íbamos a ser echados a patadas por el alquimista. Huir con su producto tampoco fue un hecho digno de mi persona. Tenía el discurso preparado en la mente para debatir con ese idiota, sin embargo, creo, el castigo que nos propinó fue atendernos bajo la llovizna.

—He hecho algunos avances en torno al tema que los convoca —prosiguió el mago mientras observaba algún punto fijo del jardín.

Corianna se mantenía impertérrita con su postura tan erguida, casi imposible para un ser humano corriente.

Lo acompañamos hasta el frigorífico sin dirigirnos palabra alguna mientras daba pasos agigantados y marciales con las manos cruzadas en su espalda. Una vez dentro, nuestros ojos tardaron unos segundos en aclimatarse a la penumbra en que mantenía el frío espacio. Lo que por fuera era una simple construcción de ladrillos, por dentro era un laboratorio lleno de tubos, frascos, probetas y elementos químicos.

En una esquina, la más alejada de la única puerta, estaba el corral en donde cinco o seis gallinas empollaban plácidamente pese al frío reinante.

—Eché el primer conjuro a estas regordetas aves —murmuró Murgo— volviéndolas aptas para vuestro deseo. Ernesto, cortarás la cabeza de una, tomarás su huevo y escogerás otra para empollarlo. Corianna, estrangularás el pollo al nacer, arrancarás su minúsculo corazón y lo tragarás. Así aplicarán el segundo conjuro. Para el último, esperaremos siete noches. Bajo la higuera de las brujas escupiré tres veces tu rostro, traidor, y luego de besar tres veces a mi criatura, ella concebirá un varón.

Aceptamos el hechizo de aquel maldito, ignorando la pronta tragedia. Gradualmente, las etapas fueron cumpliéndose hasta que, fatalmente, mi amor debió matar la avecilla recién nacida, devorando su músculo vital.

Juntos esperamos, tensos, el paso de las noches estipuladas hasta que, llegada la séptima, el mago millonario nos franqueó las puertas de su palacete, invitándonos a pasar. Una túnica blanca lo cubría hasta los pies y su capucha le ocultaba la cabeza. Seguimos su paso ridículamente redoblado hasta el gran patio en sombras, apenas iluminado por una luna creciente. Murgo nos dispuso, ceremonioso, uno frente al otro bajo la higuera, colocándose entre ambos. Tras mascullar un breve hechizo en arameo, escupió mi rostro con ferocidad, giró sobre sus talones desembarazándose de la túnica y estrechó a Corianna contra sí. Totalmente desnudo, comenzó a besarla con obscena lujuria. Loco de asco, extraje mi navaja y pasándole un brazo bajo el mentón, lo apuñalé con saña en el corazón.

—¡Me besó tres veces! —aullaba victoriosa Corianna, ajena a todo—. ¡Tres veces!

Ocho años después, al abandonar la prisión, Corianna y mi hijo me esperan luciendo sus maravillosos plumajes.



EL FIN DE LOS HÉROES

Alejandro Bentivoglio, Laura Irene Ludueña & Joyce Barker

 

No sé si estaba muerto o qué. Solo sé que el tipo estaba tirado en el piso, boca abajo, quieto, con las manos crispadas.

—¡Hay que llamar una ambulancia! —exclamé.

—¿Estás loco? —dijo Cecilia—. Van a decir que lo maté yo, o que lo mataste vos.

—Pero si no hicimos nada, lo encontramos así.

—Eso lo sabemos nosotros, pero la policía siempre quiere meter a alguien adentro. Tienen estadísticas que llenar, gente que satisfacer.

El razonamiento de Cecilia parecía tener lógica, pero sin embargo, me parecía extraño actuar como si no pasara nada, como si encontrarse un tipo tirado en la calle fuese algo de todos los días.

—Al menos asegúrate de que esté muerto —dije. Cecilia se agachó y le tomó el pulso.

—Sí, está muerto —dijo—. Lo que no entiendo es por qué está vestido así. —El traje era ridículo. De látex. Con colores extraños y una capa. El suelo alrededor parecía hundido, como si se hubiese estrellado desde una altura considerable. En la capa había una letra, pero no se veía bien porque estaba empapada en sangre. Quizás la de él, quizás la de otra persona. Cecilia y yo no éramos de aquella ciudad y cómo saber quién era aquel tipo o si era común vestirse así.

—Lo que menos me importa es su ropa… ¿Que no te das cuenta que estamos frente a un muerto? ¡Debemos hacer algo!

—Llevémoslo. Después de congelarlo, veremos qué hacer.

—¡Qué estupidez, Cecilia! ¿Llevarlo al hotel? ¿Congelarlo? —reí con nerviosismo. Su tono de voz estaba distinto—. Qué humor más siniestro… Mejor llamo a la policía.

Al sacar el teléfono, Cecilia me lo quitó de las manos y lo apretó hasta quebrarlo.

—No te preocupes: Te regalaré uno mejor cuando todo esto acabe. Pero no me puedo arriesgar a que llames…

—¿Por qué? —No me respondió; y miré, atónito, mi teléfono roto en la calle, cerca de la sangre de ese personaje que, lamentablemente, se había cruzado en nuestro camino. Por suerte no había gente a la vista; parece que tenían una celebración a la que todos acudían.


Conocí a Cecilia en una fiesta de disfraces el año pasado. Fui de Batman —no pude conseguir otra cosa—, y ella de algo parecido a un hada con casco y armadura blanca, que cambiaba de colores cuando alguien se acercaba. Conmigo casi siempre estaba amarilla. Los chinos tienen de todo, dijo esa vez, mirando mi roñoso y apretado disfraz. El nombre de su personaje, inventado por ella, era algo casi tan extraño como su atuendo. Nos enamoramos flash, creo. Si bien bromeábamos conque éramos los personajes cuyos disfraces usamos cuando nos conocimos, yo no era el multimillonario filántropo que juró luchar por la justicia. Tampoco contaba con un baticoche que tan bien nos hubiera venido en ese momento. Menos aún era Ceci la encarnación mortal de la diosa Hylia, Zelda.   Éramos simples mortales en una situación confusa en una ciudad desconocida. Y queríamos hacer honor a los personajes que habíamos encarnado, resolviendo lo que estábamos viviendo. Aunque, frizar un cadáver en la suite de un hotel no condecía con un héroe ¿o sí? A Cecilia, parecía gustarle la idea, pero a mí no me entusiasmaba nada eso de llevarnos un muerto como si fuese un souvenir.

 —Agárralo por debajo de los brazos que yo lo agarro de los pies —dijo Ceci imperativamente, como solía hablarme—. ¡Menos mal que no pesa tanto!

 Casi en la esquina nos detuvimos. La gente consolaba a una joven que lloraba. Dejamos nuestro paquete en un rincón y acercándonos, la escuchamos relatar que su amado, despechado por su traición, había salido volando al infinito y más allá como si fuera Buzz.

Decidimos entregárselo. Cecilia garabateó una nota que puso en la mano del muerto y llamamos a la muchacha que leyó: la sangre que me cubre no proviene de la herida que hiciste en mi corazón, solo me enfrenté con la Mujer Maravilla que quiso devolverme a tus brazos.



EL VUELO DE LAS MARIPOSAS

Laura Irene Ludueña, Rafael Martínez Liriano & Sergio Gaut vel Hartman

 

Ruperto Gordon tenía una obsesión. Bueno, no tenía una sino varias, pero la que más lo exaltaba era descubrir las razones por las que el vuelo de las mariposas era irregular, quebrado, zigzagueante. Anacleto Estigarribia, en cambio, era un hombre sencillo y sin complicaciones. Había aprendido a respetar las chifladuras de Ruperto y las acompañaba con serenidad, sin hacer preguntas ni cuestionar lo que no lograba entender. Por lo general, cuando salían fuera de la ciudad y se internaban por los campos en los que las mariposas volaban sin impedimentos, Ruperto seguía las irregulares trayectorias moviendo la cabeza espasmódicamente y Anacleto pateaba las flores silvestres con la resignación de los mártires.

A esta altura del relato ustedes se estarán preguntando por qué Anacleto seguía obediente a Ruperto y por qué este mantenía con fanática obstinación una actividad a todas luces inútil, improductiva, absurda. No tengo una respuesta; tal vez no la haya por más que me empeñe siguiendo a esos dos en sus recorridas. Pero de lo que sí puedo hablar con propiedad es de las razones por las que el vuelo de las mariposas es irregular, quebrado, zigzagueante. Alguien o algo, en algún lugar o ninguno, ha elaborado un complejo código que sirve para indicarle la ruta de acceso al planeta Tierra a una especie que tiene intenciones de quedarse con las ruinas cuando nosotros, finalmente, hayamos logrado destruir el ecosistema por completo. Yo lo sé, y Ruperto empezaba a sospecharlo. Pero a ellas eso no les preocupa, ya que se proponen rediseñarlo para que les sirva de vivienda permanente, tal como hacemos los humanos cuando compramos una casa. Y Ruperto estaba a punto de desentrañar el secreto de las invasoras. Lo que no sabía, era que vecinos de pueblos del litoral habían observado una proliferación de pequeñas y extrañas mariposas blancas y peludas. Comían las hojas de los árboles e interferían en las tareas agrícolas de la temporada. Se decía que no provocaban ningún daño a la salud de las personas y era cierto. Lo que ignoraban era que las atrevidas estaban reconociendo cuál sería su nuevo hábitat cuando los humanos finalmente desapareciéramos. Durante la noche, causaban un gran impacto visual, porque sus alitas se hacían fosforescentes. Pese a lo atractivo del espectáculo, la gente comenzó a combatirlas porque las confundió con polillas de la ropa. Sin embargo, ningún plaguicida las espantaba. Ruperto se enteró de la invasión cuando las autoridades decidieron tomar cartas en el asunto. La primera medida fue impedir el uso de aerosoles porque afectaban el medio ambiente. En realidad, no es que les preocupara mucho el tema, sino que pronto habría elecciones y nadie quería que lo tilden de destructor del ecosistema o algo semejante. 

Mientras tanto, y para beneplácito de las invasoras, las poblaciones humanas seguían creciendo y no se detenían cuando llegaban al límite de sus recursos. Al contrario, desarrollaban nuevas tecnologías para ayudar a sostener la explosión demográfica. Y así continuaba la amenaza a la biodiversidad porque, mientas más actividad humana haya, más cambia la atmósfera de la Tierra con todas las consecuencias que ello conlleva. Si se preguntan por Ruperto Gordon y Anacleto Estigarribia les cuento que siguen tras el vuelo irregular, quebrado, zigzagueante de las felices invasoras.

Un día por la mañana Anacleto fue despertado por la voz eufórica de su amigo Ruperto.

—¡Lo he descubierto! —le dijo el extraño investigador a su amigo con gran alegría. Anacleto no terminaba de entender y Ruperto le explicó que había descubierto el porqué de que las mariposas tuvieran aquel vuelo irregular, quebrado y zigzagueante. Ese vuelo tan errático y azaroso, no era más que un complejo sistema de comunicación diseñado para coordinar milimétricamente cada paso de una cada vez más cercana invasión extraterrestre. 

Anacleto, claro está, quedó estupefacto ante aquella revelación. ¿Cómo seres tan hermosos y delicados podían ser artífices de una invasión a escala planetaria? 

Ruperto Gordon mostró a su amigo los argumentos que según el confirmaban su teoría, y aunque parecía una historia de película de ciencia ficción de los sesenta, Anacleto creyó la historia que su amigo contaba; él sabía que Ruperto podía ser muchas cosas, excepto un mentiroso. A partir de este punto a nuestros amigos se les presentaba un nuevo problema. ¿Cómo hacer consciente a la humanidad del camino autodestructivo que llevaba con su manera de manejar el planeta? Era absurdo pensar que no lo sabían y aún así no hacían nada.

Ruperto y Anacleto advirtieron que se encontraban en una delicada situación. Habían visto muchas veces el espectáculo deprimente de un científico que advierte al mundo sobre algún peligro inminente, y como este es ignorado a pesar de que su advertencia se respalda en los más confiables estudios. Si algo así sucedía con científicos de gran reputación, ¿qué sería de dos hombres sencillos ante la opinión pública tan escéptica en algunos temas?

Ruperto contempló a Anacleto, se encogió de hombros y declaró:

—Después de pensarlo mucho he llegado a la conclusión de que tal vez un cambio no le vendría mal a la Tierra; es posible que los próximos inquilinos sean más conscientes de la importancia de su entorno. No voy a revelar este secreto.

Anacleto sonrió, como siempre lo hacía, y se volvió a encoger de hombros. 



Los autores: Laura Irene Ludueña, Rafaela, Santa Fe, Argentina; Joyce Barker Bucat, Santiago, Chile; Gastón Caglia, Reconquista, Santa fe, Argentina; Hernán Bortondello, Santa Fe, Santa Fe, Argentina; Alejandro Bentivoglio, Avellaneda, Buenos Aires, Argentina; Rafael Martínez Liriano, Santo Domingo, República Dominicana; Sergio Gaut vel Hartman, Buenos Aires, Argentina.



 

 





martes, 9 de abril de 2024

LOS CUENTOS DEL CAN CERBERO (UNO)

 ESTRUJANTES, GLÓBULOS Y FLUCSIOS

Daniel Alcoba, Patricio G. Bazán, Héctor Ranea



Siendo como soy un omnívoro radical, en Titán dudo entre comer glóbulos, naranjas de dos metros de diámetro sobre seis patas rodantes, o estrujantes, sus predadores, que cazan en los pantanos de las selvas sud ecuatoriales de P 3268 G Alpha Centauri con exprimidores mecánicos colosales que arrastran en carretas de treinta ruedas tiradas por flucsios dodecápodos corniveletos de pelaje overo rosado. Los flucsios, tienen
una carne excelente para guisar. Se asan los todavía jóvenes, con cuernos no más grandes de un jeme.
—¡Adelar!
—¡Adela’ar para ti, también, primo!
Estaba a punto de almorzar. Elegimos una mesa a la sombra de un phaat enano de lujuriantes inflorescencias. El denso y dulzón aroma estimulaba aún más nuestro insaciable apetito.
—¿Qué pensaste para la entrada, primo?
—Costeletas de flucsio, primo. Con salsa de marjantes.
—Buena elección, primo. No muy hechas.
El camarero octópodo nos trajo la carta (DIN A3, 400 páginas papel ilustración impresa a 4 colores), casi dos kilogramos de difíciles decisiones, así que ni la miré.
—Lo mismo que él, con pelo del flucsio y, por favor, que el jugo de corniveleto esté a punto, no hervido. —El primo me miró con curiosidad.
—No sabía que te gustaban los corniveletos.
—Si está pasado me hace montar en cólera.
Como era previsible, el octópodo entendió mal y el cuerno vino con ese sabor a leche quemada que parece gutapercha rancia y respondí por mí. Me comí al octópodo y dos metros de la cola de mi primo.




PERDIDA EN LAS PROFUNDIDADES

Claudia Isabel Lonfat, Juan Manuel Montes, Daniel Alcoba


Se internó en la red como cualquier día. Después de aburridas horas de videos y comentarios sin sentido, cayó dentro de una publicidad. La publicidad la llevó cibernéticamente hacia una puerta, pagó el onecoin que costaba el ingreso y bajó las escaleras. Jamás había descendido tanto por la red. A su alrededor emergieron pantallas ofreciéndole sexo exótico y planos de armas en 3D. Treinta pisos más abajo encontró que los pasillos estaban húmedos y poco actualizados. Avanzo igual, a pesar de cierta incertidumbre, un poco entregada a lo que pudiera ocurrir en ese desvío virtual, hacia dónde era arrastrada por la curiosidad y el morbo. Ahora el silencio era absoluto; no se escuchaba el sonido de las ventanas emergentes, ni a los locutores robotizados. Entró en una habitación oscura que olía a almizcle. En un rincón se condensó el rostro de un hombre atractivo que le sonrió con ternura y la insolencia de un amante inminente que parecía conocerla de toda la vida.
—¿Es posible hacer el amor con un holograma? —quiso saber.
—Claro —respondió el galán etéreo—, pero para que salga bien tienes que encontrar los algoritmos de tu deseo, que son únicos. Y usarlos como si fuesen íntima lencería.
Ella cerró los ojos. De inmediato se abrió una ventana emergente desde el punto G, irradiando un fuego desconocido que iba más allá de las entrañas; en segundos, se convirtió en polvo.




CONSECUENCIAS INESPERADAS

Alejandro Bentivoglio, Carlos Enrique Saldívar, 

Sergio Gaut vel Hartman


Al chocar contra la pared a una velocidad descomunal, el automóvil quedó reducido a una papilla humeante de metal indescifrable. Los restos fueron vidrios y ladrillos desparramados por todas partes. Sin embargo, Werner no se hizo ni un rasguño. Se levantó y miró el desastre. Esperaba no haber roto nada importante; ni siquiera conocía el pueblo en el que estaba y ya daba una mala impresión. Salió tambaleándose del vehículo para alejarse antes de que explotara y cayó de rodillas pocos metros más adelante. Una muchacha se acercó a él para auxiliarlo y un policía preguntó:
—¿Cómo es posible que no se hiciera ningún daño? —Werner reconoció que no había usado el cinturón de seguridad ni bolsas de aire.
—Es un caso de Impresión Demorada —dijo la chica—. Es raro pero sucede. —Aunque ella no lo conocía, lo rodeó con sus brazos y lloró. Werner entendió sus palabras un segundo antes de que su tórax se partiera y su cabeza reventara.
Las semillas de Werner se esparcieron por todo el pueblo, y a su debido tiempo, germinaron. La chica, que se hacía llamar Leticia Oxford desde que vivía en la Tierra, cultivó los pequeños Werner con dedicación y esmero. Como pertenecía a una especie que se caracterizaba por su longevidad, tuvo tiempo de ver crecer a sus retoños y tras un prolijo adoctrinamiento, los usó para conquistar el planeta.  

Los autores: Claudia Isabel Lonfat, Caseros, Buenos Aires, Argentina; Héctor Ranea, Salta, Argentina; Alejandro Bentivoglio, Avellaneda, Buenos Aires, Argentina; Carlos Enrique Saldívar, Lima, Perú; Patricio Guillermo Bazán, Buenos Aires, Argentina; Daniel Alcoba, La Plata, Argentina; Juan Manuel Montes, Mendoza, Argentina; Sergio Gaut vel Hartman, Buenos Aires, Argentina.

BIFICCIONES (UNO)

 CINCUENTA MINUTOS

Carlos Enrique Saldívar & Alejandro Bentivoglio

Ilustración: óleo del pintor británico Stephen John Darbishire


La ventana se abre, puedo ver un mundo perfecto, repleto de jardines con flores, gente bondadosa que vive contenta, un cielo límpido y aire puro. Me encanta contemplar este espacio una y otra vez, suelo hacerlo casi todo el día. Lástima que solo sea un recuerdo pasado, de hace diez años. Hoy todo está podrido. Todo, excepto esta cúpula que me mantendrá vivo por los próximos… cincuenta minutos. Creo que pasaré mis últimos momentos mirando este hermoso paisaje.
—¿Limpiaste la casa? —me dice mi mujer.
—¡Vamos a morir en cincuenta minutos! —digo.
—Claro, para el señor, cualquier excusa es buena. Total, la que lava, plancha, cocina y barre soy yo mientras su alteza mira de lo más tranquilo unas tontas imágenes y espera, sentado, nuestro Apocalipsis.

Golpeo mi reloj. Dios, ¿es que el tiempo del fin del último hombre vivo no puede transcurrir más rápido?


SEA MONKEYS

Claudia Isabel Lonfat & Luciano Lara





Era finales de los ‘70 cuando mi hermano trajo el sobrecito mágico. Estaba alegre y lleno de expectativas. Si hasta le brillaban los ojos y sonreía excitado. Eso era algo muy raro en Juan, no solo por lo difícil de contentar, sino debido a su carácter parco, casi salvaje.
Las imágenes del sobre daban lugar a todas las fantasías. Se podían ver unas diminutas criaturas semejantes al ciempiés, de numerosas patas largas y transparentes, con antenitas de caracol y ojos redondos oscuros. Todo más cerca de mi imaginación, que lo que podía transmitir la pobre ilustración caricaturesca del sobre.
De pronto, mi casa, que por lo general era poco alegre y hasta sombría, se había llenado de esperanzas y nuevas expectativas en torno a esas pequeñas cosas en estado de suspensión, a quienes nosotros, como familia, debíamos cultivar, y por qué no decirlo; darles vida. Seguimos las instrucciones confusas, tal vez mal traducidas del sobre “al pie de la letra”, como decía mamá. Compramos la pecera, los chirimbolos de plástico Made in China que simulaban ser algas o algo parecido, el termómetro, y toda la parafernalia para que nuestros monitos nadadores tengan su vida y nos alegren la nuestra.
Y así fue, los monitos marinos nos alegraron la vida; recuerdo que volvíamos de la escuela y lo primero que hacíamos era sentarnos frente a la pecera para verlos nadar.
—¡Ahí va uno! ¿Lo viste? —gritaba Juan.
—¿A ver? ¿Dónde?
—Ahí, nena ahí —y me marcaba el lugar pasando el dedo por la pecera.
—Si ponés el dedo no me dejas ver nada —respondía yo presa de un fastidio absoluto.
—¿Ay, pero no los ves? —insistía mi hermano.
No, yo no veía nada; confieso que desde chica he sido bastante corta de vista y que serlo me llenaba de vergüenza. La escena se repitió durante todos los días de la primera semana del experimento hasta que, como si fuese producto de la mismísima creación, el séptimo día, me pareció que estaba viendo a uno. Esa tarde me quedé sola durante horas mirando la pecera, y sí; me pareció ver más.
La fantasía duró hasta que Leonel, el vecinito de enfrente, un pequeño intelectual del que yo estaba enamorada, nos pinchó el globo:
—Ahí no hay nada —dijo en un tono más bien seco—, ustedes son pequeños pichones de esta sociedad; solo ven lo que el sistema quiere que vean.
Las palabras de Leonel fueron como puñales. Me dieron ganas de llorar, pero me la banqué. No iba a mostrar debilidad frente a ese hombrecito mandón y con entrecejo fruncido. Así que estaba dispuesta a seguir hasta las últimas consecuencias.
Mi hermano lo miraba furioso desde un rincón, y hasta me pareció que le brillaban los ojos; le tenía ganas desde hace rato:
—¿Qué te pasa, cuatro ojos! —exclamó—. Andá a visitar al oculista, o mejor cambialo por otro —agregó con una carcajada. Leonel se puso rojo, pero enseguida recobró su postura de superado.
—Qué se puede esperar de un burro como vos que compra todo lo que la publicidad vende…
No alcanzó a terminar la frase, cuando mi hermano se le tiró encima y lo empujó con tanta fuerza, que vi como Leonel se doblaba y salía expulsado hacia atrás, mientras que sus anteojos, gruesos como culo de botella, quedaban separados de su cuerpo y caían dentro de la pecera al chocar contra el brazo de Juan.
Leonel se tocó los ojos y se puso más rojo todavía. Empezó a caminar a los tumbos hacía la pecera con la idea de meter una mano adentro; Juan se abalanzó sobre él y ambos cayeron encima de la pecera que estalló en mil pedazos. Junto con el agua se desvanecieron los sea monkeys, la esperanza y la alegría de los días previos. Todo arruinado; los filósofos tienen eso: lo arruinan todo con su búsqueda de la verdad; si lo sabré yo que llevo cincuenta años al lado de Leonel. Atraída por su conocimiento como si fuese una droga necesaria para la vida y a la vez, experimentando la ruina absoluta de todos mis sueños.


Es una bella tarde primaveral; Leonel y yo tomamos mate a orillas del río:
—Sabés, viejo —le dije —; estaba pensando algo.
—A ver…
—La acumulación de conocimientos no implica sabiduría.
Leonel me miró extrañado, detrás de sus anteojos culo de botella y sonrió; no era tonto y sabía que una vez más lo estaba probando. No me respondió.
—¿Hay vida después de la muerte? —le pregunté aterrorizada; no quería que también me lo arruine. Entonces el viejo filósofo; mi marido “arruina esperanzas”, el hombre más sabio que he conocido, sonrió y me tomó de la cintura.
—¿Te acordás de los sea monkeys? —preguntó y yo asentí—, tengo que pedirte disculpas, estaba muerto de amor por vos y no soportaba al pelotudo de tu hermano. Te confieso que me parece haber visto alguno…


LOGÍSTICA INCORRECTA

Patricia K. Olivera & Sergio Gaut vel Hartman





Cruzamos el portón de entrada a la fábrica en medio de jirones de niebla que se filtraban por los intersticios de las tablas de madera mal cortadas. La visibilidad era muy pobre, aunque no tardamos en ver el costado del sendero sembrado de cadáveres vestidos con pijamas rayados, cubiertos de lodo y sangre. La primera impresión fue que llevaban muchos días y noches en aquel lugar. Sin embargo, Nikki observó que no podían ser más de dos, habida cuenta de que los orzos se habían retirado en desorden cuando nuestra artillería los diezmó entre lunes y martes de esa misma semana.
—No los entiendo —dijo Karter—. Invadir otro planeta con una logística tan débil. Los recursos insumidos deben haber sido cuantiosos, pero sus armas son una porquería.
—Nadie entiende, amigo —le dije—. Pero no fue gratis, te recuerdo.
—Nada comparado con lo que predijeron las historias de invasiones alienígenas —insistió Karter.
—¡Estupideces! —dijo Elssie, tan cáustica como siempre—. La realidad supera a la ficción.
—Te recuerdo que en este caso ha sido al revés —replicó Nikki con una sonrisa.
—La realidad superó a la ficción —insistió la bióloga, obstinada—. La ficción es un remedo torpe de la realidad, y los poderes predictivos de los escritores no valen nada —murmuró, sin dejar de observar con detenimiento uno de los cadáveres.
—No se entiende tu aguda observación —acotó Karter, burlón.
—En las historias que mencionaste, los alienígenas son más avanzados que nosotros y, de acuerdo con lo que hemos visto, este no sería el caso —finalizó, concentrándose en la información que el escáner desplegó en la pantalla, después de deslizarlo sobre uno de los cuerpos.
—Entonces… —La animé a seguir.
—Los orzos tratan de desentrañar nuestra logística. Solo que no saben aún cómo afrontar el desafío... —Elssie interrumpió su perorata por unos breves segundos—. ¿Qué significan estos cadáveres? —murmuró ensimismada—. ¿Quiénes eran estas personas?
—¿Eso significa que la última avanzada de los orzos fue una estrategia? —preguntó Nikki sorprendido—. ¿Los crees tan inteligentes?
—Escanearemos los iris; los registros nos dirán quiénes son —anunció Karter, pero nadie le prestó atención.
—Creo que los están subestimando—continuó Elssie, en respuesta a la pregunta de Nikki—. Sus armas serán una porquería, pero algo o alguien fue la causa de que esto sucediera.
—¿Los cadáveres? —intervino Ruth, la psicóloga, bastante preocupada—. ¿Acaso vas a informarnos qué le sucedió a estas personas?
—No lo puedo confirmar hasta no estudiar los cuerpos en el laboratorio, pero algo fuera de lo común provocó ese avanzado estado de descomposición —respondió Elssie, yendo hacía el vehículo, y dejándonos con la palabra en la boca.
Nos mantuvimos en silencio un rato, la conversación que acabábamos de tener quedó dando vueltas en nuestras cabezas.
—Bien. Peinemos la fábrica y los alrededores—ordenó Nikki—. Seamos minuciosos, cualquier elemento que encontremos será fundamental para dilucidar lo que ocurrió.
De no haber sido por los comentarios antipáticos de la bióloga, ninguno de nosotros se hubiera tomado la tarea tan en serio. Si habíamos sobreestimado el poderío de nuestra fuerza militar, al punto de no detectar una posible filtración, debíamos solucionarlo lo antes posible.
—Ya tenemos el listado con los nombres de esas personas —anuncié cuando entramos al laboratorio—. Eran pacientes en uno de los refugios psiquiátricos de la zona central.  Todos ocupaban la misma barraca; desaparecieron hará cosa de un mes.
—¿Y cómo no estábamos al tanto? —preguntó Karter sorprendido.
—Lo mismo le pregunté a la médica encargada de la barraca —respondí extendiendo las manos en un gesto que revelaba perplejidad—. Dijo que ya había pasado otras veces, pero explicó que desistieron de hacer las denuncias porque los militares no los tomaron en serio. Piensa que fueron discriminados por ser pacientes psiquiátricos.
—Entonces entran de lleno en mi campo —dijo Karter—. Los orzos están usando un truco de prestidigitador. Nos hacen creer que son torpes, que su logística es deficiente; han perdido demasiadas unidades de combate, instalando la idea de que desprecian la vida de sus efectivos. Pero mientras operan en esa dirección, distrayéndonos, preparan una ofensiva que nos destruirá por completo.
Corroborando la especulación de Karter, Elssie regresó pálida y demacrada.
—Las autopsias —dijo con un hilo de voz— demuestran que los cadáveres carecen de sistema nervioso. Les extirparon el cerebro y todo lo demás cuando aún estaban vivos.
Como respuesta inmediata a las noticias traídas por Elssie, Ruth empezó a vomitar y Karter se aferró a una viga de acero para no caerse. Pero eso no fue todo. Simultáneamente se precipitaron sobre nosotros un par de eventos asombrosos. El más avasallante fue que cientos de orzos irrumpieron en la fábrica abandonada en medio de un vendaval de sonidos estridentes. Aquellos seres diminutos, erizados de espinas, cuya apariencia nunca pudimos asimilar a ninguna criatura natural de nuestro mundo, presente o pretérita, se desplazaban a nuestro alrededor de un modo errático, caótico, produciendo más confusión que daño. Pero no puede calificarse de menor la consecuencia directa de ese desorden. Llegó a mi mente un concepto claro y definido. Los orzos habían, por fin, encontrado una logística correcta para derrotarnos, o por lo menos eso creyeron al apropiarse de los sistemas nerviosos de los internos del psiquiátrico: pretendían sumirnos en la locura, fabricar una suerte de desorganización mental, obligándonos a perder el rumbo de nuestros actos, desbaratando la estrategia defensiva que creamos cuando fuimos invadidos.
Lo que los orzos ignoran es que la demencia es el estado natural de la especie humana y que la única diferencia entre los que están afuera y adentro de las instituciones psiquiátricas es el mayor o menor talento para disimular las perturbaciones.

Los autores: Claudia Isabel Lonfat, Caseros, Buenos Aires, Argentina; Patricia K. Olivera, Montevideo, Uruguay; Alejandro Bentivoglio, Avellaneda, Buenos Aires, Argentina; Luciano Lara, Quilmes, Buenos Aires, Argentina; Carlos Enrique Saldívar, Lima, Perú; Sergio Gaut vel Hartman, Buenos Aires, Argentina.

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