Mostrando entradas con la etiqueta Alejandro Bentivoglio. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Alejandro Bentivoglio. Mostrar todas las entradas

jueves, 9 de mayo de 2024

OTRO DÍA PARA VIVIR

Alejandro Bentivoglio

 

Iba caminando por la calle cuando un automóvil frenó bruscamente a mi lado y la puerta de atrás se abrió, dejándome ver a un hombre vestido de traje azul que me dijo que me apresurara a subir, que su vida estaba en peligro y que era imprescindible que yo lo ayudara. Aquel pedido me pareció inaudito, dado mi aspecto desgarbado, mi poca o nula capacidad para ayudar a alguien en un peligro mortal aunque quisiese hacerlo... además de que jamás había visto a aquel sujeto y quizás todo no fuese más que una elaborada maniobra para arrastrarme a un acto delictivo, a una trampa de la que no podría escapar. Sin embargo, el hombre no pareció sentir mi inmovilidad como un freno a su pedido y volvió a decirme que subiera, que ya estaba perdiendo demasiado tiempo que era precioso para salir airoso de las terribles cosas que podían cernirse sobre él.

—Pero, míreme –le dije—. Soy apenas un hombre delgaducho y cobarde, poco podría hacer frente a peligros de cualquier índole. Un insecto bastaría para ponerme a la fuga.

El desconocido siguió sin escuchar razones y me tiró del brazo, arrastrándome al interior del automóvil. Caí en unos blandos asientos y alcancé a escuchar la puerta cerrándose y el sonido de los neumáticos emprendiendo una rápida huida. Traté de acomodarme y ver la enormidad del interior del vehículo. Allí me encontré con una selva de proporciones escalofriantes. Árboles, lianas, ruidos de dudosa procedencia. Un sol pesado y agobiante que me hizo sudar de inmediato y moverme inquieto en el asiento.

—No estoy preparado para esto –dije.

—¿Se cree que yo sí? dijo el hombre y le indicó al chofer que se apresurara aún más.

Sentí que todo el paisaje se desplazaba adelante a una velocidad vertiginosa. El chofer era un hombre silencioso, vestido de negro, con anteojos oscuros, un fiel sirviente que seguramente no hablaría aunque lo torturaran. En la detención que proporcionó un semáforo, se dio vuelta para entregarnos dos escopetas que supuse cargadas.

El hombre del traje tomó una y yo la otra. No sabía qué hacer. Nunca en mi vida había disparado un arma. Me parecían instrumentos terribles que no tenían nada que ver con mi personalidad frágil. Sin embargo, el hombre me miro con desesperación. Era una especie de muda súplica para que no lo abandonara en esos momentos. Traté de tomar la escopeta con mayor firmeza, de fingir una tranquilidad que de ninguna manera sentía. No estaba seguro de qué podría hacer si algo sucedía, pero quería pensar que el instinto me guiaría. Que de alguna manera podría descifrar como sobrevivir a un automóvil de cuatro puertas que albergaba la profundidad de todo temor.

—¿Cómo ha sucedido esto? pregunté.

—De la mañana a la noche, como todas las cosas me dijo el hombre—. Dejé el auto estacionado fuera de mi casa luego de un día en la oficina y, cuando esta mañana subí para volver a mis negocios, lo encontré así.

—Por suerte tenía las escopetas dije, aunque no me tranquilizaban mucho ya que no sabía contra qué nos enfrentábamos. El hombre aún no me había dicho quién o qué lo perseguía.

—Ni que lo diga. Pero no se sorprenda. Un hombre, más si se trata de un hombre de negocios, nunca debe salir sin un arma. La calle está plagada de peligros.

—Pero este es su automóvil objeté.

—¡Peor aún! exclamó palideciendo—. Los lugares más comunes es donde nos acechan nuestros enemigos. Lo inesperado se presenta en cualquier lugar. Hasta en la mesa de luz. Oh, qué horrores. Si yo le contara acerca de las cosas que he encontrado en la mesa de luz junto a mi cama. He contratado a algunos de los más preparados soldados del mundo para que vigilen mi cama por las noches. Aquellos que han visto el terrible rostro de la muerte. Y aun así, todos ellos han huido apenas se ha encendido la luz del cuarto por la mañana. No me han querido decir qué es lo que ha pasado en esas noches de guardia. Algunos incluso se han suicidado o han terminado internado en asilos psiquiátricos. El miedo juega con nosotros y nunca sabemos la medida de su curiosidad, la temeridad de sus actos, la efectividad de sus metas. Es por eso que apenas puedo dormir, apenas si puedo permanecer un minuto en paz. Mi vida es un constante estado de alerta.

—Inaudito.

—Exactamente, es inconcebible. O al menos eso parece al principio. Pero luego, cuando la vida en el mundo de los negocios avanza, uno se va acostumbrando a todo. A los enemigos, a las trampas. Mi padre siempre quiso prevenirme frente a todo esto. Intentó educarme en las artes de la defensa, en el cuidado de la mente para saber cómo actuar frente a los inenarrables peligros que acechan al hombre común que pasa su vida en las finanzas. Él mismo tenía terribles luchas día tras día. Murió en el camarote de un barco, dicen que fue devorado por alguna clase de terrible bestia marina, uno de esos seres que parecen de otro mundo, que se coló por el ojo de buey. Nadie en el barco pudo explicar la feroz y metódica destrucción que encontró en ese camarote. Era como si cada cosa hubiese sido reducida a astillas. Incluso mi padre. Por eso no viajo en barco. También intento evitar los aviones. Nunca se sabe qué bestias aladas pueden enviarnos los que nos desean el mal. ¿Nunca le ha sucedido algo así a usted? Imagino que no es un hombre de negocios, pero debe tener algún enemigo.

—No lo sé. Todo esto me pone nervioso. No logro pensar con claridad. Al menos, ¿podría decirme contra qué nos enfrentamos?

—No tengo la menor idea. He escuchado ruidos que pueden ser de una cosa, pero tal vez sean de otra. Nunca se sabe.

De pronto, unas plantas junto a un tronco se movieron, cerca del asiento del acompañante y detuvimos nuestra conversación. Yo preparé la escopeta como pude y apunté hacia el lugar. El hombre del traje me hizo una seña para que esperara. Un león apareció y olisqueó el aire. Yo me agité, el hombre del traje lo notó.

—No se preocupe, es solo una bestia salvaje dijo—. Podemos estar tranquilos.

—Pero un león puede devorarnos en un segundo dije.

—No, salvo que quiera poner nuestras cabezas encima de una chimenea. Y en esta selva hace demasiado calor para tener una chimenea. Quizás si estuviésemos en mi departamento, allí podría poner una chimenea. Sí, ese sería un lugar ideal. O en el baúl del automóvil. Nunca me he atrevido a mirar ahí.

—¿Ni siquiera cuando lo compró?

—Por supuesto que no. ¿Qué clase de imprudente sería? No quiero ni pensar en las trampas que los vendedores de automóviles ponen en ellos para obligarnos a comprarlos. No, simplemente lo encargué por correo. Pero, de cualquier modo, este paisaje no venía con el auto. Solo el tapizado.

Nos quedamos en silencio, mirando de un lugar a otro. Cada tanto, algún que otro animal aparecía pero se iba sin pronunciar más que algún gruñido. De vez en cuando aparecían otros hombres. Tribus, políticos, cobradores de impuestos. Pero nada que nos invitara a descargar las armas. El tiempo se hizo eterno, interminable, como una condena en sí mismo. Aunque no puede decir que todo fuese terrible. Pasadas algunas cuadras, o años, cómo saberlo, conocí a la que sería mi esposa. Una mujer delicada, a la que le gustaba reír con mis bromas. El hombre nos casó en una ceremonia pequeña, en la que el chofer sirvió algo de champagne. Nuestra vida de casados fue feliz, pero errática. Yo no podía olvidarme de mi deber. Aunque nos habíamos alejado en los asientos del fondo, el hombre venía a vernos cada tanto y a contarnos sus temores. Me pedía constantemente que no lo abandonara, me decía que las cosas nunca terminarían de acecharnos, que el universo es inexplicable, que estamos solos, pero podemos eludir esa suerte si contamos con un amigo que nos proteja en nuestras penas. Mi mujer soportó aquello algún tiempo. Pero su humor se fue perdiendo a medida que todo parecía ensombrecerse. Un día que paramos en un atasco de tráfico se fue y no volví a verla. Me sentí profundamente afligido. No habíamos tenido hijos. Me sentía terriblemente solo, devastado por su ausencia. El hombre permaneció a mi lado y trató de consolarme con la idea de que el deber era una recompensa en sí misma. Pero ¿realmente lo era? Me sentía cansado. Aquello parecía no terminar nunca. La selva dio paso a frías montañas donde a veces el viento nos hacía congelar y tuvimos que quemar la rueda de auxilio para sentir un poco de calor. En ocasiones nos agobiaban terribles lluvias que duraban meses. O nevadas que nos aislaban de todo, llegando a creer que ni siquiera el chofer estaba ahí. Pero él se ocupaba de enviar a arriesgados emisarios para que fuésemos avisados de que el viaje continuaba según lo previsto y que ya estábamos por llegar. Le pregunté al hombre si no lamentaba no haber formado una familia. Él me dijo que quizás, en algún momento. Los negocios ocupaban todo su tiempo, eso y defenderse de sus enemigos. De algún modo, me confesó, aquellos terribles seres que pululaban en las sombras eran su familia. Y tuve que aceptar que eso era cierto. ¿Qué clase de lealtad recaía en esos desconocidos que no cejaban en sus intentos por matarnos? Yo también tuve que aceptar que a medida que todo se sucedía, comenzaba a valorar esa constancia, esa fidelidad en los anónimos y viles conspiradores que nos deseaban el peor de los destinos. Quizás fueron los años los que terminaron por amigarme con mi propia suerte. Un destino que no había elegido, pero que ahora aceptaba. Cierto es que podría haber abandonado al hombre en algún cruce peatonal abriendo abruptamente la puerta, pero no lo hice. Preferí quedarme allí y seguir a su lado, siempre con la escopeta cargada a un lado por si la necesitaba para defendernos. Nos habíamos convertido en una suerte de hermanos que compartían el vértigo de una vida que se mantenía en el vilo de una muerte espantosa, inimaginable. Pasábamos el tiempo conversando sobre diversos asuntos. A veces nos sumíamos en un silencio que parecía que no terminaría nunca, pero el silencio que alcanzan los que ya han llegado a un conocimiento de sí mismos que hace inútil las palabras. Sin embargo, nunca abandonábamos la vigilancia y cada tanto hacíamos recorridas por el territorio de los asientos para comprobar que todo seguía en su sitio. El chofer conducía con pericia y parecía ajeno a nosotros, era un hombre reservado, alguien duro, que había aprendido a suprimir sus emociones por un bien mayor, servir al hombre de negocios que le decía dónde llevarlo, dónde recogerlo. Alguna vez supe que guardaba una pistola en la guantera, por si debía socorrernos. También una píldora de cianuro por si alguien quería intentar doblegarlo para que confesara combinaciones de cajas fuertes, secretos de clientes del hombre. Sé que le gustaba leer el periódico para comprobar el resultado de los deportes. Pero no puedo decir más de él. Nunca llegamos a conocernos demasiado. Y la vida en aquel automóvil era una extraña sucesión de secuencias que eludían la construcción de un todo, algo que me sería imposible narrar.

Pero un día, cuando ya pensaba que aquello duraría por siempre, el automóvil finalmente se detuvo. Quise mirar mi reloj, pero recordé que lo había perdido en una pelea que tuvimos con una tribu de salvajes que trataron de tomarnos por asalto bastante tiempo atrás. Me sorprendí por no haberlo recordado antes. Pero tuve que aceptar que hubiese sido imposible asimilar todo lo que habíamos vivido en ese trayecto de no más de cincuenta cuadras, en el interior de ese automóvil que parecía una cápsula espacial que se fundía en un espacio negro y frío. Vi que el hombre tenía el traje desgastado. Que una barba blanca y desprolija le recorría la cara hundida en grandes ojeras que le daban un aspecto siniestro cansancio. No quise pensar cómo me vería yo. Mis brazos delgados, mis costillas asomando como un diagrama sin propósito ni estética. Mis dedos aferrando aún el gatillo de la escopeta.

—Hemos llegado a la oficina dijo el hombre.

—Pensé que nunca llegaría este día.

—No diga esas cosas, todos los días llegan. Dele la escopeta a mi chofer.

Hice lo que el hombre me pedía. El chofer no emitió palabra alguna. Tomo el arma y la miró como si se tratara de un objeto que hubiese extrañado mucho, pero que tampoco reconociera del todo, como si en el tiempo que lo hubiese tenido lejos de sí hubiese cambiado irremediablemente y ahora fuese otra cosa, algo ajeno que debía aprender a reconocer de nuevo, a apreciar desde otro lugar.

—Le agradezco todo lo que ha hecho por mí me dijo el hombre—. No sé cómo retribuírselo. Y realmente lo digo en serio. No lo sé. No soy aficionado a entregar mi dinero. Desconozco la generosidad. Podría intentar darle una propina por los servicios prestados, pero tendría que llamar a mi contador y dejé el teléfono en mi departamento y si tuviese que citarlo allí de nuevo, nuestra relación escalaría a un nivel mucho mayor porque usted sabría dónde vivo y tendría que invitarlo a pasar y ofrecerle una copa y  recrearíamos una intimidad que haría que una propina fuese un despropósito. Algo fuera de lugar entre personas que son capaces de beber una copa y mirarse a los ojos. Qué digo personas. Ya amigos que pueden establecer una conversación y que, invariablemente recordarían este momento como parte de sus vidas y las personas que comparten recuerdos son hermanos de una historia y qué clase de infame le daría una propia a un hermano. No, yo no sería capaz de tal bajeza. Hemos pasado por tantas cosas juntos, hemos pasado una vida entera luchando cada uno al lado del otro y sería injusto alterar la camaradería que ha primado en todo este tiempo.

—Lo entiendo dije—. ¿Está seguro de que estará bien?

—No se preocupe por mí. No sé si sobreviviré a la oficina, pero seguiré adelante porque es lo que siempre he hecho. No crea que soy un valiente, no lo soy. Tiemblo de solo pensar los milenarios terrores que allí se dan cabida. Pero es el camino que he elegido. Los negocios no esperan, la bolsa abrirá pronto y debo estar allí.

— Comprendo.

Vi que el hombre tomaba un maletín que estaba oculto entre unos matorrales y que comprobaba una vez más si la escopeta estaba lista para disparar. Aparentemente satisfecho me hizo señas para que bajara. Así lo hizo. La selva, las montañas, los eternos paisajes que había visto durante décadas enmudecieron ante la mole gigantesca de oficina que se nos presentó en el exterior del automóvil.

—Hasta aquí llega nuestra aventura, querido amigo dijo el hombre.

Vi que el chofer bajaba por la otra puerta. Ambos hombres me saludaron con la cabeza. No tuve valor para mirar lo que sucedería a continuación. Emprendí nuevamente mis pasos por la calle.

A mis espaldas escuché gritos, disparos, plegarias, aullidos, sonidos que poco tenían de humano, mientras la voz de un guardia de seguridad pedía identificaciones y les daba los buenos días a los que entraban al edificio para otro día de finanzas.


Alejandro Bentivoglio nació en 1979 en Avellaneda. Cursó el Profesorado de Castellano, Literatura y Latín. Publicó es autor de trece libros de ficción, incluyendo la antología personal Transego, que recoge lo mejor de sus primeros diez libros y La Parca, bajo el seudónimo de Bjork Altman, escrito en colaboración con el escritor y músico Daniel Juárez Dion. Ha sido incluido en antologías y revistas físicas y virtuales de América y Europa y traducido al inglés, italiano y griego. También ha escrito crítica de cine, música y literatura y algunas novelas aún inéditas. Entre los sus muchas obras publicadas pueden mencionarse Revólver y otras historias del lado suave (2006), Dakota/Memorias de una muñeca inflable (2008), Paul está muerto (2011), Abcdefghijklmnñopqrstuvxyz (2011), Mágico histérico tour (2011), Vértigo verbal del suicida reincidente (2011), Ariadna superstar (2012), Todo lo que dejamos atrás (2012), Ultraficción (2015), Música para naufragios y otros eventos sociales (2015)Sus microficciones han sido incluidas en numerosas antologías de Argentina, Estados Unidos y España. Dice que sus intereses son la literatura, la música, el cine y el fast food.

 

miércoles, 24 de abril de 2024

EL ÁRBOL

 Alejandro Bentivoglio

 

No recuerdo un tiempo sin el árbol y, sin embargo, mi hijo dice que no estaba allí cuando nos mudamos a esta casa. Fue hace mucho y mi memoria no es la mejor de mis habilidades, si es que tengo alguna, pero estoy seguro, podría afirmar sin sombra de duda que el árbol sí estaba. Mi hijo era pequeño en ese entonces y probablemente no reparó en el árbol. Podría decir que tal vez el árbol también estaba creciendo pero lo cierto es que siempre lo recuerdo de la misma altura. Lo he podido ver desde mi estudio todo el tiempo, allí donde escribo los libros que unos pocos leen y que son suficientes para una vida sin preocupaciones. Mi hijo ya no vive conmigo y mi esposa murió hace muchos años.

¿Qué es el tiempo para un viejo? Aún escribo a mano y observo al árbol mientras tanto. Sus ramas se extienden trazando dibujos en el cielo. Cuando yo me haya ido, él árbol seguirá aquí y mi hijo heredará esta casa y si no la vende, seguirá viéndolo.

No sé qué pensar al respecto. Quizás en este asunto yace una historia, quizás no. Hablar del árbol para hablar de mí o para hablar de mi vida o de la vida de cualquiera de nosotros. Un destino común o un fruto que parece tentarnos en una semblanza evidente. Pero las páginas vienen de residuos de árboles como este y contar su historia sería algo casi incestuoso. No tengo compasión por el árbol, como él no la tiene por mí. Pero ambos guardamos secretos. Bajo su sombra está enterrada mi esposa. Ya nunca digo su nombre. Si fuera una de mis historias, evocaría una sorpresa culminando estas líneas con una confesión que cualquier lector pudo haber intuido: yo maté a mi esposa. Pero no lo hice. Los finales de un hecho tan simple como este, también son simples. La muerte, la tragedia, la inexistencia de mí mismo, imaginarlo todo, el poder mágico del árbol son ramificaciones que cualquier contador de historias puede entregar. Pero no hay nada de eso aquí, no busco nada al dejar estas reflexiones, tampoco deseo la simpatía de un improbable lector. Es que los viejos solo pensamos y recordamos. Y a veces cuando mi hijo vuelve a casa, hablamos junto al árbol y siento que algo de mí está vivo y la casa no parece tan antigua.

Pero aquí todo es antiguo. Demasiado.

Excepto por el árbol, él siempre ha estado aquí. Y la distancia entre el tiempo y la eternidad es lo que construye la primavera de este espacio.


Alejandro Bentivoglio nació en 1979 en Avellaneda. Cursó el Profesorado de Castellano, Literatura y Latín. Publicó es autor de trece libros de ficción, incluyendo la antología personal Transego, que recoge lo mejor de sus primeros diez libros y La Parca, bajo el seudónimo de Bjork Altman, escrito en colaboración con el escritor y músico Daniel Juárez Dion. Ha sido incluido en antologías y revistas físicas y virtuales de América y Europa y traducido al inglés, italiano y griego. También ha escrito crítica de cine, música y literatura y algunas novelas aún inéditas. Entre los sus muchas obras publicadas pueden mencionarse Revólver y otras historias del lado suave (2006), Dakota/Memorias de una muñeca inflable (2008), Paul está muerto (2011), Abcdefghijklmnñopqrstuvxyz (2011), Mágico histérico tour (2011), Vértigo verbal del suicida reincidente (2011), Ariadna superstar (2012), Todo lo que dejamos atrás (2012), Ultraficción (2015), Música para naufragios y otros eventos sociales (2015)Sus microficciones han sido incluidas en numerosas antologías de Argentina, Estados Unidos y España. Dice que sus intereses son la literatura, la música, el cine y el fast food.

 

LA CIUDAD Y SUS ESTACIONES

Franco Ricciardiello   Por ejemplo, en invierno a las cinco de la tarde ya es de noche, la cálida luz de los escaparates guía el paseo por...