Alejandro Bentivoglio
Iba caminando por la calle
cuando un automóvil frenó bruscamente a mi lado y la puerta de atrás se abrió,
dejándome ver a un hombre vestido de traje azul que me dijo que me apresurara a
subir, que su vida estaba en peligro y que era imprescindible que yo lo
ayudara. Aquel pedido me pareció inaudito, dado mi aspecto desgarbado, mi poca
o nula capacidad para ayudar a alguien en un peligro mortal aunque quisiese hacerlo...
además de que jamás había visto a aquel sujeto y quizás todo no fuese más que
una elaborada maniobra para arrastrarme a un acto delictivo, a una trampa de la
que no podría escapar. Sin embargo, el hombre no pareció sentir mi inmovilidad
como un freno a su pedido y volvió a decirme que subiera, que ya estaba
perdiendo demasiado tiempo que era precioso para salir airoso de las terribles
cosas que podían cernirse sobre él.
—Pero,
míreme –le dije—. Soy apenas un hombre delgaducho y cobarde, poco podría hacer
frente a peligros de cualquier índole. Un insecto bastaría para ponerme a la
fuga.
El
desconocido siguió sin escuchar razones y me tiró del brazo, arrastrándome al
interior del automóvil. Caí en unos blandos asientos y alcancé a escuchar la
puerta cerrándose y el sonido de los neumáticos emprendiendo una rápida huida.
Traté de acomodarme y ver la enormidad del interior del vehículo. Allí me
encontré con una selva de proporciones escalofriantes. Árboles, lianas, ruidos
de dudosa procedencia. Un sol pesado y agobiante que me hizo sudar de inmediato
y moverme inquieto en el asiento.
—No
estoy preparado para esto –dije.
—¿Se
cree que yo sí? —dijo el hombre y le indicó al chofer que se apresurara aún más.
Sentí
que todo el paisaje se desplazaba adelante a una velocidad vertiginosa. El
chofer era un hombre silencioso, vestido de negro, con anteojos oscuros, un
fiel sirviente que seguramente no hablaría aunque lo torturaran. En la
detención que proporcionó un semáforo, se dio vuelta para entregarnos dos
escopetas que supuse cargadas.
El
hombre del traje tomó una y yo la otra. No sabía qué hacer. Nunca en mi vida
había disparado un arma. Me parecían instrumentos terribles que no tenían nada
que ver con mi personalidad frágil. Sin embargo, el hombre me miro con desesperación.
Era una especie de muda súplica para que no lo abandonara en esos momentos.
Traté de tomar la escopeta con mayor firmeza, de fingir una tranquilidad que de
ninguna manera sentía. No estaba seguro de qué podría hacer si algo sucedía,
pero quería pensar que el instinto me guiaría. Que de alguna manera podría
descifrar como sobrevivir a un automóvil de cuatro puertas que albergaba la
profundidad de todo temor.
—¿Cómo
ha sucedido esto? —pregunté.
—De la
mañana a la noche, como todas las cosas —me dijo el hombre—. Dejé el auto estacionado
fuera de mi casa luego de un día en la oficina y, cuando esta mañana subí para
volver a mis negocios, lo encontré así.
—Por
suerte tenía las escopetas —dije, aunque no me tranquilizaban mucho ya que no sabía contra qué
nos enfrentábamos. El hombre aún no me había dicho quién o qué lo perseguía.
—Ni que
lo diga. Pero no se sorprenda. Un hombre, más si se trata de un hombre de
negocios, nunca debe salir sin un arma. La calle está plagada de peligros.
—Pero
este es su automóvil —objeté.
—¡Peor
aún! —exclamó
palideciendo—. Los lugares más comunes es donde nos acechan nuestros enemigos.
Lo inesperado se presenta en cualquier lugar. Hasta en la mesa de luz. Oh, qué
horrores. Si yo le contara acerca de las cosas que he encontrado en la mesa de
luz junto a mi cama. He contratado a algunos de los más preparados soldados del
mundo para que vigilen mi cama por las noches. Aquellos que han visto el
terrible rostro de la muerte. Y aun así, todos ellos han huido apenas se ha
encendido la luz del cuarto por la mañana. No me han querido decir qué es lo
que ha pasado en esas noches de guardia. Algunos incluso se han suicidado o han
terminado internado en asilos psiquiátricos. El miedo juega con nosotros y
nunca sabemos la medida de su curiosidad, la temeridad de sus actos, la
efectividad de sus metas. Es por eso que apenas puedo dormir, apenas si puedo
permanecer un minuto en paz. Mi vida es un constante estado de alerta.
—Inaudito.
—Exactamente,
es inconcebible. O al menos eso parece al principio. Pero luego, cuando la vida
en el mundo de los negocios avanza, uno se va acostumbrando a todo. A los
enemigos, a las trampas. Mi padre siempre quiso prevenirme frente a todo esto.
Intentó educarme en las artes de la defensa, en el cuidado de la mente para
saber cómo actuar frente a los inenarrables peligros que acechan al hombre
común que pasa su vida en las finanzas. Él mismo tenía terribles luchas día
tras día. Murió en el camarote de un barco, dicen que fue devorado por alguna
clase de terrible bestia marina, uno de esos seres que parecen de otro mundo,
que se coló por el ojo de buey. Nadie en el barco pudo explicar la feroz y
metódica destrucción que encontró en ese camarote. Era como si cada cosa
hubiese sido reducida a astillas. Incluso mi padre. Por eso no viajo en barco.
También intento evitar los aviones. Nunca se sabe qué bestias aladas pueden
enviarnos los que nos desean el mal. ¿Nunca le ha sucedido algo así a usted?
Imagino que no es un hombre de negocios, pero debe tener algún enemigo.
—No lo
sé. Todo esto me pone nervioso. No logro pensar con claridad. Al menos, ¿podría
decirme contra qué nos enfrentamos?
—No
tengo la menor idea. He escuchado ruidos que pueden ser de una cosa, pero tal
vez sean de otra. Nunca se sabe.
De
pronto, unas plantas junto a un tronco se movieron, cerca del asiento del
acompañante y detuvimos nuestra conversación. Yo preparé la escopeta como pude
y apunté hacia el lugar. El hombre del traje me hizo una seña para que
esperara. Un león apareció y olisqueó el aire. Yo me agité, el hombre del traje
lo notó.
—No se
preocupe, es solo una bestia salvaje —dijo—. Podemos estar tranquilos.
—Pero un
león puede devorarnos en un segundo —dije.
—No,
salvo que quiera poner nuestras cabezas encima de una chimenea. Y en esta selva
hace demasiado calor para tener una chimenea. Quizás si estuviésemos en mi
departamento, allí podría poner una chimenea. Sí, ese sería un lugar ideal. O
en el baúl del automóvil. Nunca me he atrevido a mirar ahí.
—¿Ni
siquiera cuando lo compró?
—Por
supuesto que no. ¿Qué clase de imprudente sería? No quiero ni pensar en las
trampas que los vendedores de automóviles ponen en ellos para obligarnos a
comprarlos. No, simplemente lo encargué por correo. Pero, de cualquier modo,
este paisaje no venía con el auto. Solo el tapizado.
Nos
quedamos en silencio, mirando de un lugar a otro. Cada tanto, algún que otro
animal aparecía pero se iba sin pronunciar más que algún gruñido. De vez en
cuando aparecían otros hombres. Tribus, políticos, cobradores de impuestos.
Pero nada que nos invitara a descargar las armas. El tiempo se hizo eterno,
interminable, como una condena en sí mismo. Aunque no puede decir que todo
fuese terrible. Pasadas algunas cuadras, o años, cómo saberlo, conocí a la que
sería mi esposa. Una mujer delicada, a la que le gustaba reír con mis bromas.
El hombre nos casó en una ceremonia pequeña, en la que el chofer sirvió algo de
champagne. Nuestra vida de casados fue feliz, pero errática. Yo no podía
olvidarme de mi deber. Aunque nos habíamos alejado en los asientos del fondo,
el hombre venía a vernos cada tanto y a contarnos sus temores. Me pedía
constantemente que no lo abandonara, me decía que las cosas nunca terminarían
de acecharnos, que el universo es inexplicable, que estamos solos, pero podemos
eludir esa suerte si contamos con un amigo que nos proteja en nuestras penas.
Mi mujer soportó aquello algún tiempo. Pero su humor se fue perdiendo a medida
que todo parecía ensombrecerse. Un día que paramos en un atasco de tráfico se
fue y no volví a verla. Me sentí profundamente afligido. No habíamos tenido
hijos. Me sentía terriblemente solo, devastado por su ausencia. El hombre
permaneció a mi lado y trató de consolarme con la idea de que el deber era una
recompensa en sí misma. Pero ¿realmente lo era? Me sentía cansado. Aquello
parecía no terminar nunca. La selva dio paso a frías montañas donde a veces el
viento nos hacía congelar y tuvimos que quemar la rueda de auxilio para sentir
un poco de calor. En ocasiones nos agobiaban terribles lluvias que duraban
meses. O nevadas que nos aislaban de todo, llegando a creer que ni siquiera el
chofer estaba ahí. Pero él se ocupaba de enviar a arriesgados emisarios para
que fuésemos avisados de que el viaje continuaba según lo previsto y que ya
estábamos por llegar. Le pregunté al hombre si no lamentaba no haber formado
una familia. Él me dijo que quizás, en algún momento. Los negocios ocupaban
todo su tiempo, eso y defenderse de sus enemigos. De algún modo, me confesó,
aquellos terribles seres que pululaban en las sombras eran su familia. Y tuve
que aceptar que eso era cierto. ¿Qué clase de lealtad recaía en esos
desconocidos que no cejaban en sus intentos por matarnos? Yo también tuve que
aceptar que a medida que todo se sucedía, comenzaba a valorar esa constancia,
esa fidelidad en los anónimos y viles conspiradores que nos deseaban el peor de
los destinos. Quizás fueron los años los que terminaron por amigarme con mi
propia suerte. Un destino que no había elegido, pero que ahora aceptaba. Cierto
es que podría haber abandonado al hombre en algún cruce peatonal abriendo
abruptamente la puerta, pero no lo hice. Preferí quedarme allí y seguir a su
lado, siempre con la escopeta cargada a un lado por si la necesitaba para
defendernos. Nos habíamos convertido en una suerte de hermanos que compartían
el vértigo de una vida que se mantenía en el vilo de una muerte espantosa,
inimaginable. Pasábamos el tiempo conversando sobre diversos asuntos. A veces
nos sumíamos en un silencio que parecía que no terminaría nunca, pero el
silencio que alcanzan los que ya han llegado a un conocimiento de sí mismos que
hace inútil las palabras. Sin embargo, nunca abandonábamos la vigilancia y cada
tanto hacíamos recorridas por el territorio de los asientos para comprobar que
todo seguía en su sitio. El chofer conducía con pericia y parecía ajeno a
nosotros, era un hombre reservado, alguien duro, que había aprendido a suprimir
sus emociones por un bien mayor, servir al hombre de negocios que le decía
dónde llevarlo, dónde recogerlo. Alguna vez supe que guardaba una pistola en la
guantera, por si debía socorrernos. También una píldora de cianuro por si
alguien quería intentar doblegarlo para que confesara combinaciones de cajas
fuertes, secretos de clientes del hombre. Sé que le gustaba leer el periódico
para comprobar el resultado de los deportes. Pero no puedo decir más de él.
Nunca llegamos a conocernos demasiado. Y la vida en aquel automóvil era una
extraña sucesión de secuencias que eludían la construcción de un todo, algo que
me sería imposible narrar.
Pero un
día, cuando ya pensaba que aquello duraría por siempre, el automóvil finalmente
se detuvo. Quise mirar mi reloj, pero recordé que lo había perdido en una pelea
que tuvimos con una tribu de salvajes que trataron de tomarnos por asalto
bastante tiempo atrás. Me sorprendí por no haberlo recordado antes. Pero tuve
que aceptar que hubiese sido imposible asimilar todo lo que habíamos vivido en
ese trayecto de no más de cincuenta cuadras, en el interior de ese automóvil que
parecía una cápsula espacial que se fundía en un espacio negro y frío. Vi que
el hombre tenía el traje desgastado. Que una barba blanca y desprolija le
recorría la cara hundida en grandes ojeras que le daban un aspecto siniestro
cansancio. No quise pensar cómo me vería yo. Mis brazos delgados, mis costillas
asomando como un diagrama sin propósito ni estética. Mis dedos aferrando aún el
gatillo de la escopeta.
—Hemos
llegado a la oficina —dijo el hombre.
—Pensé
que nunca llegaría este día.
—No diga
esas cosas, todos los días llegan. Dele la escopeta a mi chofer.
Hice lo
que el hombre me pedía. El chofer no emitió palabra alguna. Tomo el arma y la
miró como si se tratara de un objeto que hubiese extrañado mucho, pero que
tampoco reconociera del todo, como si en el tiempo que lo hubiese tenido lejos
de sí hubiese cambiado irremediablemente y ahora fuese otra cosa, algo ajeno
que debía aprender a reconocer de nuevo, a apreciar desde otro lugar.
—Le
agradezco todo lo que ha hecho por mí —me dijo el hombre—. No sé cómo retribuírselo. Y
realmente lo digo en serio. No lo sé. No soy aficionado a entregar mi dinero.
Desconozco la generosidad. Podría intentar darle una propina por los servicios
prestados, pero tendría que llamar a mi contador y dejé el teléfono en mi
departamento y si tuviese que citarlo allí de nuevo, nuestra relación escalaría
a un nivel mucho mayor porque usted sabría dónde vivo y tendría que invitarlo a
pasar y ofrecerle una copa y recrearíamos
una intimidad que haría que una propina fuese un despropósito. Algo fuera de
lugar entre personas que son capaces de beber una copa y mirarse a los ojos.
Qué digo personas. Ya amigos que pueden establecer una conversación y que,
invariablemente recordarían este momento como parte de sus vidas y las personas
que comparten recuerdos son hermanos de una historia y qué clase de infame le
daría una propia a un hermano. No, yo no sería capaz de tal bajeza. Hemos
pasado por tantas cosas juntos, hemos pasado una vida entera luchando cada uno
al lado del otro y sería injusto alterar la camaradería que ha primado en todo
este tiempo.
—Lo
entiendo —dije—. ¿Está seguro de que estará bien?
—No se
preocupe por mí. No sé si sobreviviré a la oficina, pero seguiré adelante
porque es lo que siempre he hecho. No crea que soy un valiente, no lo soy. Tiemblo
de solo pensar los milenarios terrores que allí se dan cabida. Pero es el
camino que he elegido. Los negocios no esperan, la bolsa abrirá pronto y debo
estar allí.
—
Comprendo.
Vi que
el hombre tomaba un maletín que estaba oculto entre unos matorrales y que
comprobaba una vez más si la escopeta estaba lista para disparar. Aparentemente
satisfecho me hizo señas para que bajara. Así lo hizo. La selva, las montañas,
los eternos paisajes que había visto durante décadas enmudecieron ante la mole
gigantesca de oficina que se nos presentó en el exterior del automóvil.
—Hasta
aquí llega nuestra aventura, querido amigo —dijo el
hombre.
Vi que
el chofer bajaba por la otra puerta. Ambos hombres me saludaron con la cabeza.
No tuve valor para mirar lo que sucedería a continuación. Emprendí nuevamente
mis pasos por la calle.
A mis espaldas escuché gritos, disparos, plegarias, aullidos, sonidos que poco tenían de humano, mientras la voz de un guardia de seguridad pedía identificaciones y les daba los buenos días a los que entraban al edificio para otro día de finanzas.
Alejandro Bentivoglio nació en 1979 en Avellaneda. Cursó el Profesorado de Castellano, Literatura y Latín. Publicó es autor de trece libros de ficción, incluyendo la antología personal Transego, que recoge lo mejor de sus primeros diez libros y La Parca, bajo el seudónimo de Bjork Altman, escrito en colaboración con el escritor y músico Daniel Juárez Dion. Ha sido incluido en antologías y revistas físicas y virtuales de América y Europa y traducido al inglés, italiano y griego. También ha escrito crítica de cine, música y literatura y algunas novelas aún inéditas. Entre los sus muchas obras publicadas pueden mencionarse Revólver y otras historias del lado suave (2006), Dakota/Memorias de una muñeca inflable (2008), Paul está muerto (2011), Abcdefghijklmnñopqrstuvxyz (2011), Mágico histérico tour (2011), Vértigo verbal del suicida reincidente (2011), Ariadna superstar (2012), Todo lo que dejamos atrás (2012), Ultraficción (2015), Música para naufragios y otros eventos sociales (2015). Sus microficciones han sido incluidas en numerosas antologías de Argentina, Estados Unidos y España. Dice que sus intereses son la literatura, la música, el cine y el fast food.
¡Fantástico! Una mezcla de delirio y lógica espectacular.
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