Hernán Bortondello
—¿Sí...? —inquiere adormilada a
través del portero eléctrico.
—Señora... ¿Margua
o Margaux? Es que no leo bien su nombre en la encomienda —me disculpo y acto
seguido me presento como empleado de una empresa de correo.
—Mi apellido es Margaux.
¿Dice que es una encomienda para mí? —interroga con una mezcla de incredulidad
y esperanza.
—Sí, señora.
¿Desea bajar al hall para que se la entregue o prefiere que suba? —pregunto con
intención pues la torre aquella dejaría enana a la de Babel y la mujer vivía en
el piso 150.
—Antes que nada…
¿Podría decirme quién es el remitente? —pide con mal disimulada ansiedad.
—Puedo
decírselo, la legislación no prohíbe comunicarlo. Pero sólo figuran las
iniciales A. S. —informo con un tono neutro.
—¡Oh, sí!
Efectivamente es para mí —exclama entusiasmada, como yo lo esperaba—. La recibirá
un encargado de seguridad, el pagará el despacho y me la acercará.
—Imposible, señora.
Debe ser entregada rigurosamente en mano del destinatario previa constatación con
documentación personal. Pero no debe abonar nada, ya está pago —aclaro con
firme amabilidad.
—Okey, entonces
pase nomás, el custodio lo acompañará. Buenos días y gracias, señor —dice
completamente espabilada.
Estoy
ascendiendo ahora por un velocísimo ascensor junto a un africano que parece un
mastodonte embutido en un traje negro. Para ser más preciso, un mastodonte bobo
al que le inyecté suero hipnótico. Su mirada se pierde en la nada y un delgado
hilo de saliva le cae de la comisura de los labios. Con un pañuelo le seco la
boca. Lo cortés no quita lo valiente, me digo divertido.
—Me acompañarás
hasta el departamento 16 —le digo al atontado tipo cuando el tablero luminoso
indica que casi llegábamos—, y luego que veas a la dama volverás de inmediato a
tu puesto en planta baja. Allí reaccionarás pero olvidarás haber subido conmigo
y todo lo que a mí refiera.
Ahora estoy
presionando el llamador. La anciana abre la puerta y el gorila gira obediente sobre
los talones y se encamina de vuelta al ascensor. No doy tiempo a nada, empujo a
la periodista hacia adentro colocándole en la frente el caño de la pistola impresa
en 3D. Le cierro la boca con una cinta de embalar y arrastrándola de un
brazo la arrojo sobre la cama de su
dormitorio. Ella se revuelve y se sienta. Es tan menuda que le quedan colgando
los pies. Tiembla como una hoja y sus ojos desorbitados reflejan un terror
indescriptible. Debe tener casi ochenta esta vieja. Es tan estúpido matarla, no
le debe faltar mucho. Pero un trabajo es un trabajo, me contesto. Y hablando de
eso, no debo olvidar seguir los pasos que encargó mi enlace. Guardo la pistola
en la cintura. Tomo la encomienda y me arrodillo frente a ella. La miro un rato
y ella queda tan petrificada que deja de temblar. Luego con parsimonia
desenvuelvo el paquete, dejando ver una caja de cartón de las que se usan en
los archivos de oficinas. Tomo la tapa y la coloco a mi derecha sobre el lustrado
parquet de madera lustrada. Con lentitud calculada extraigo de entre bollos de
papel de embalar una pequeña cajita de acero inoxidable. La abro, observo su
interior con teatral interés científico y le dirijo una mirada como de
sorprendido. Acto seguido elevo el recipiente con ambas manos presentándoselo a
unos treinta centímetros de su rostro. Congelada como está solo atina a
inclinar un poco la cabeza hacia adelante para ayudar a su mala vista. Ahora
puede verla y su piel adquiere una palidez ligeramente verdosa. Toda la cara
parece retorcérsele ante la lengua amputada que descansa entre algodones
enrojecidos. Empieza a gritar pero la boca amordazada apenas deja escapar unos
gemidos desesperados.
—No te aloques y
escuchá, que transmitiré el mensaje que te envía una persona que conocés mucho.
—Ella no para de emitir lo que ahora parecen gruñidos.
Saco un papel de
un bolsillo de mi uniforme de cartero y comienzo a leerle. “Querida Dorothy,
lamentablemente desoíste mis reiterados consejos. Respeto tu trayectoria
periodística, pero cruzaste la línea. La lengua de la cajita es la de August
Sanders, el secretario del senador Garrison. Tu informante. Pero no te angusties,
primero fue el tiro en la sien. Ahora me despido, Madame. Espero que en tu
próxima reencarnación no seas tan necia.”
—Bueno, Doro, se
terminaron las formalidades —digo con impaciencia. Mi reloj marca las 16:10 y
el conductor no esperará más allá de lo planeado.
Ignoro su
expresión de horror y agarrándola de los hombros la pongo de rodillas sobre el
piso. El vejestorio ya no tiembla y ha callado. Sabe qué va a pasar y
sinceramente no quiero torturarla con la espera. Me coloco a sus espaldas,
enrollo con firmeza en las manos dos extremos del pañuelo que usé con el negro
y lo paso por sobre su cabellera canosa. Lo ajusto bajo su mentón y con un
violento tirón hacia arriba empiezo a ahorcarla con todas mis fuerzas. Un
terrible agarrotamiento en mi garganta me estremece, no puedo tragar saliva y
los ojos parecen querer salirse de mis cuencas. Se me nubla la vista mientras
boqueo desesperada como un pez fuera del agua. Pienso en medio de la conmoción del
final que debería haber creído en Dios y no haber rechazado a Noah Miller
cuarenta años atrás. Se aflojan mis piernas y caigo sobre mi víctima. Caigo,
sobre mí.
No sé cuanto permanecí
desmayado. En el cuello siento un dolor tremendo y me cuesta tragar. Entonces
descubro anonadado que llevo puesto el vestido de la vieja y casi grito de
espanto al ver mis manos arrugadísimas. Poniéndome de pie, asustado y tambaleante,
me asaltan las náuseas al descubrir que estoy parado sobre un par de piernas raquíticas
que terminan en piececillos calzados con delicadas sandalias rosa. Corro
enloquecido hasta el espejo que cuelga en el living y me enfrento a la viva
imagen de la afamada y vetusta Dorothy Odette Margaux. Abofeteo mis mejillas
salvajemente para intentar reaccionar, pero es inútil. No lo soporto más y me
derrumbo en un pequeño sofá que, gracias a la virgen de los sicarios, no es
rosado. Esto es una bizarra locura, pero de ninguna manera estoy loco. Madre
mía, estoy tan abatido que soy incapaz de mover un músculo, lamento mientras mi
mirada vaga por el amplio pero sobrio espacio. No, definitivamente esto no es
un sueño, no, señor. Reparo entonces en un costoso reloj dorado que cuelga en
la pared frente a mí. ¡Marca las 15:45! ¿Qué? Observo rápidamente la hora en mi
muñeca de momia. Lapidariamente, muestra las 15:44. Junto fuerzas y me levanto
dirigiéndome de prisa hasta una ventana desde la que se observa una panorámica
de la ciudad. ¡Maldita sea! Allí está la perra torre de la catedral. Un poco
más abajo de la cúspide, una gran luna resplandeciendo bajo los rayos del sol,
exhibe grandes agujas que decretan fatalmente las 15:45 y las campanas,
sentenciosas, repican comunicando que otros quince minutos han desaparecido. ¡El
tiempo ha retrocedido de la misma puta manera en que ahora tengo un par de
tetas caídas!
Entonces, preso
del más absoluto terror, me doy cuenta que en menos de dos minutos, yo, el
asesino, volvería a golpear la puerta acompañado por el gigantón de seguridad.
Hernán Ernesto Bortondello nació el 7 de setiembre de 1960 en la ciudad de Santa Fe de la Vera Cruz, donde actualmente vive. Ha desarrollado su vida laboral en la Informática desde 1975. Le gusta expresarse desde lo artístico: escribe, dibuja y pinta, tanto analógica como digitalmente, le gusta la fotografía de vida silvestre, crea artesanías con material de reciclaje y es fanático del cine y de la lectura desde niño. Ha publicado poesías y cuentos en grupos digitales de literatura como Escritores Independientes; Escritos, insomnio y café; Poetas y escritores del Mundo; etc., y sus relatos han sido publicados en revistas literarias como Sinergia y Cronopio. Trata de perfeccionar sus recursos y herramientas en distintos talleres literarios y, desde hace dos años, ancló en el TALLER 9, del que es un destacado animador.
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