Luis Saavedra
“This is a story
of boy meets girl,
but you should know upfront,
this is not a love story.”
(500) Days of Summer
Esto
lo conté en otra oportunidad, con menos detalle. No es mi culpa, entonces solo
conocía a Harry. Ahora se las cuento a ustedes, la versión uncut, pero
deben saber desde ya que esta historia siempre estará en desarrollo.
El chico, que en esta parte se llama
Harry, conoció a «Sally» cuando ella solo tenía dos meses, pero ya sabía que la
amaba. Por supuesto, Harry no se llamaba así, pero lo prefería infinitamente al
Juan que aparecía en el Registro Civil. «Sally» la dibujaba un coreano que
había llegado a España como estudiante de intercambio y la escribía un
guionista gordo que tiraba a pelado y tenía la imaginación de un niño de siete
años. Harry trabajaba de operador de redes y por la tarde se pasaba por la
librería para ver las nuevas series. «Sally» salió en la portada del número dos
de «Princesa Sadako», que valía dos euros y el papel era reciclado. Harry vio a
«Sally» esa tarde y se dio cuenta que lo único que valía en la vida era saber
qué había debajo de su coqueta falda plisada.
Ideó un plan. Se inscribió en VrtuaLfe®
y se compró un avatar de 250 dólares, fastuoso y vicioso como nunca sería
Harry. Las chicas se le tiraron encima –las virtuales, claro está– y se la pasó
realmente bien twerkiando y catarateando su poco money. Un
pendejo le dijo que «Princesa Sadako»
era una mierda, pero que igual tenía un bucle VIP de pago, auspiciado
por la editorial. Harry le dio las gracias y después le reventó la cabeza.
Virtualmente, por supuesto. Le pidió a un ruso en la Dark Web que le crackeara
el puerto por 50 dólares y entró. El ambiente era una orgía de inocencia, lleno
de putos viejos ricachones con avatares de niños de nueve años. La «Princesa
Sadako» era una perra retozona con superpoderes y una varita mágica, una
inteligencia cuántica de Google que aprendía a ser humana. Todos los avatares
de niños le corrían mano apenas podían. Buscó a «Sally» y la vio con un pokémon
rosado que le metía la cola entre las piernas. «Sally» era otra IA, potenciada
por un cluster de 10 hexaflops. El pokémon era un arquitecto de Madrid y tuvo
que provocarle un shock a la conexión del pepinero para alcanzarla. «Sally» le
sonrió cuando transmitió sus falsos antecedentes de crédito. «Ven acá», le dijo
en kanji. Pero cuando le metió mano, se espantó. El puto coreano jamás
tuvo en mente dibujarle un pussy. Al puto coreano le gustaba el futanari.
Así que Harry la pasó muy mal esa noche cuando «Sally» le mostró su enorme weenie
en medio de sollozos japoneses y enormes ojos.
Harry ya no se llama así. Ahora es
Juan y se deshizo de su colección de manga. Tiene una empresa de software que
coloca paquetes world-class en empresas pequeñas y dedica todo su tiempo
a la estéril función de programar siguiendo las reglas de un libro de
contabilidad. Sale a las once de la noche de su oficina y siempre pasa por la
vitrina de la comiquería. La última vez me contó que volvió a ver a «Sally», en
el número 18 de «Princesa Sadako». Estaba muy distinta, pero igual. Me preguntó
si el amor podía abarcarlo todo, traspasar el papel, el metal y el asterisco.
No entendí nada. Juan extraña a «Sally» más de lo que se permite reconocer.
Ahora les presento a Silky Ardiente,
una chica emo que por supuesto no es su nombre, pero no tengo otra opción. Sí
sé que tiene un trabajo miserable, pero que le ocupa pocas horas, escribiendo spam
en blogs y sitios de noticias. No tiene muchos pelos en la lengua ni en ninguna
parte. Le gusta estar así, depilada incluso allí donde no llega mucha luz. Dije
«no llega mucha luz» porque un par de veces al año me honra con ese raro
privilegio. Es de aquellas que no les importa bailar el tango horizontal con un
ser humano si la encamada es buena, pero ya es más recatada con sus verdaderos
gustos. Al igual que Juan, también le rompieron el corazón.
Silky tiene un gusto exquisito en
Arquitectura y puede parlar de eso hasta que se te caigan las orejas; si
dependiera de ella, te llevaría a todos sus rincones favoritos como el Barrio
Francés y El Club Batidora. Comenzó como un simple coqueteo por la ciudad
porque se sentía con suerte. Ella se vistió de lino y taco alto en esos días de
primavera, usando un sombrero etéreo de ala ancha. Dice que le encanta Edward
Hopper y por eso me la imagino como la imagen viva de «Summertime». Se metió
entre unos barrios residenciales de edificios añosos que eran galantes y le
hacían ojitos. Sí, se sentía halagada, pero buscaba algo extra a la
tranquilidad moral de la burguesía. Hasta que lo vio en el horizonte, blanco
como un caballero armado. Una erección de 200 metros de vidrio, metal y acero
de alta densidad que se adelgazaba hacia arriba hasta rematar en un capuchón de
hongo, una imagen muy gráfica pero fielmente transmitida, que se encontraba en
el downtown de la ciudad. Inmediatamente asaltó un taxi que la acercó
sensualmente como en un sueño húmedo hasta casi perder la conciencia.
Enmudecida entró en el hall central para comprobar que el verdadero amor
existía, y ascendió por su interior en uno de los diez ascensores turbo. La
sangre le incendió la cabeza: sistemas de ecología interna, sistemas
redundantes de seguridad, exteriores de biopolímero. En el último piso encontró
un rinconcito con mirador para juguetear sin testigos, tan solo ella y ÉL. La
sensación de sus pezones contra la frivolidad de los ventanales: uf, casi-casi,
pero no sería digna de ella irse tan pronto. Sus piernas temblorosas le
gritaban que estaba enamorada. Continuó con una cabalgata
ultrasensible-arqueo-dorsal contra uno de los pilares duros como brazo de
marinero y rugosos como piel de naranja, mientras la mullida alfombra hizo lo
suyo, dando micro sensaciones a las plantas de sus pies. Cuando encontró el
pomo de la puerta de servicio un relámpago de sonrisa le cruzó la cara, y dando
revolcones y saltitos –no fuera que ÉL se sintiera presionado– se encaramó
hasta sentirse cómoda. Dos pequeños versos musitados en SU honor y el
primigenio ritmo atrás-adelante del amor la hundieron en sedas flamígeras como
su nombre. Se desvaneció en la alfombra que le cantaba arrullos sensuales,
sudorosa. Pero algo anduvo mal y ÉL simplemente seguía tan altivo y silencioso.
Soñó con un mundo paralelo vestida de novia en la que eran felices ever
after. Un guardia la encontró, viejo como vaquero de museo que ya no
dispara, y tuvo la gentileza de vestirla. Le enseñó la torre gemela, que no
veía por el ángulo forzado, y entendió SU frialdad. ÉL jamás podría ser su
amante, ÉL ya tenía de amante a sí mismo. Me llamó a las 3am, durante mi
segunda pesadilla. «No puedo seguir así», me dijo, «voy a dejarlo». Bien, ahora
está en rehabilitación dos veces a la semana en un taller sobre parafilias.
Juan y la señorita Silky se
conocieron un miércoles muerto, a las 19.00 horas en una de esas sesiones del
Taller. No es que no se hayan echado un ojo antes, pero no era el mejor lugar
para una atmósfera mágica. Llovía ese miércoles, ¿lo dije?, y, como siempre, a
todos los dejaron en la parte de afuera de la sede social, donde sesiona el
Taller, a las ocho en punto. Chica mira a chico, chico está perdido en la
distancia, chica habla un par de frases. Chica se mosquea y decide llevárselo a
la casa. La historia de cama es irrelevante, pero fueron los primeros en
recibir el canturreo complaciente de los sicólogos del Taller. «Estaban
curados». Ja.
El primer mes, el segundo y el
tercero, completamente OK. Mucho amour fou, inmundicia y desvarío
clásico de la primera etapa. Pero todo buen amante sabe que es mejor huir al
sexto mes. Quizás el problema más recurrente del amor es nuestra poca
disposición a conocer al otro. Así que fue inevitable que ambos comenzaran a
extrañar viejas prácticas y no fue hasta que «Sally» se escapó de la boca de
Juan, justo en el suspiro más íntimo, que se inició una tensión soterrada. Se
comportaron como seres maduros y lo parlaron durante horas, eso de por qué
estaban en el Taller; hubieran partido por ahí desde el principio. Sin embargo,
no sirvió de nada y Juan comenzó a meterse a salas de chat, mientras Silky
estaba ausente. Pero la situación había cambiado radicalmente para «Sally», un
año en el manga y parecerá que murieran generaciones. Ya no la encontraba por
ningún lado, «Princesa Sadako» la dibujaba ahora un pendejo salido de las
escuelas de arte UC que introdujo un par de cambios: Amerimanga, el híbrido
bastardo entre un otaku recalentado y un editor independiente gringo con
ínfulas de grande, y no más «Princesa Sadako», ahora solo shonen-ai.
Primero, se le reventó una vena de cólera, pero luego sobrevino una molesta
melancolía, y después tuvo el mismo impulso que tenemos al buscar un/a ex en
Facebook. Encontró un par de foros infestados de mangakas furiosos por el
cambio; por supuesto, su nick fue «viudo de Sally». ¿Qué fue del coreano que la
dibujaba? Se regresó a su país de origen donde se vive mejor que en España, no
hay duda. ¿Qué fue de «Princesa Sadako»? Murió en el episodio 27, aplastada
bajo un oso de peluche de dos toneladas. ¿Qué fue de «Sally»? No se la volvió a
ver desde el capítulo 31. Las especulaciones iban desde que el nuevo dibujante
la odiaba de antemano hasta que el guionista pensaba hacer un spin-off de ella,
elija usted.
Y mira tú por dónde, entro yo de
nuevo al baile con una larga conversación con Juan, en un barcito acogedor que
tiene cerveza negra como no hay otra. Mono sonriente a reventar, me contó lo
que acabo de relatarles. «No entiendo, ¿eso no fue trágico? ¿por qué tan
alegre?», dije. «Ah, ni te lo imaginas», me dijo. Posteó un par de comentarios
durante las siguientes semanas, nada serio, hasta que recibió un MP de una
chica con el nick «viuda de Sally». Se cayeron bien y ella le habló de VrtuaLfe®.
De manual, chico, impresiónala. Y así fue, y el avatar de ella no estaba nada
mal. Comenzaron a salir, suena raro estando atado al teclado, pero es de
hidalgo reconocer que ese Juan empezó a tener mejor semblante. Apenas se iba
Silky, se conectaba y «viuda de Sally» aparecía 15 minutos después.
Inevitablemente, las gozadas terminaban un poco antes de que Silky pusiera las
llaves en la puerta. Silky, «viuda de Sally», «viuda de Sally», Silky. Pobre
Juan, nunca sumó muy rápido dos más dos. Pero lo hizo, amén por eso, y desentrañó
esa curiosa sincronía. De nuevo en la carretera del amor, Juan se siente un ser
real e imaginario a la vez, con Silky durante el día y «viuda de Sally» cuatro
noches por semana, todo en el mismo paquete.
Ah, el gran triunfo del amor,
¿verdad?
Pero Silky me llamó de nuevo a las
3am. Justo en el momento en que una enorme boca me devoraba en el sueño. «Los
sueños en los que muero son los mejores que he tenido», canta Tear for Fears,
años antes del Halloween de 1988. Mis pesadillas sirven para otro relato; no
hoy, pero son una pasada. Ella me dijo: «demos un paseo», «estás loca»,
respondí, pero allí fui tras ella. Supuse que me quería hablar de su amor
reencontrado, pero bullshit, me llevó a un café de mediamadrugada y me
enchufó un largo monólogo sobre arquitectura, como en los viejos tiempos.
Entremedio me habló con ojos asombrados sobre Juan y sus ataques de amor, como
si la ausencia de ella cada vez más le recordara el hombre que fue. Al
principio, se sintió halagada, por supuesto, pero luego, se desconcertó. Juan
no solo no se molestaba que ella saliera, sino que parecía más contento y
enamorado si las salidas se hacían más largas. Me grité un metafórico «¿Cómo,
quién?» y mantuve mi mejor cara de invitado de piedra. En media semana se
acostumbró, «el amor es completamente idiota». Y que lo diga. «Si fueras una
viuda, ¿quién serías?», pregunté y ella me clavó su visión de rayos X. «No
pienso ser viuda de nadie», respondió; de acuerdo. Y ahí fue otra vez la
cantinela sobre lugares construidos por gente muerta hasta que me largó lo de
«estoy teniendo una aventura. Qué te parece, ¿no es guapo?». Y seguí su mirada
hasta la torre que en las tinieblas era la más fucKing joya iluminada de
la ciudad: un monstruo macizo y medio retorcido clavado como estaca en medio de
un fantasilandia consumista. Qué cambios de ánimo, chica, ¿te gustan musculosos
ahora? Fuimos hasta SUS pies –no tenía opción– y el ataque de vértigo fue
inmediato. Debo reconocer que ÉL era impresionante, no en la faceta sexual que
Silky veía, sino en la del horror del simple ser humano al que le hacen mierda
el ego. Me observó un rato la cara de pelotudo. Las mujeres siempre disfrutan
de eso con cada nueva conquista, ver la sorpresa en los otros. A propósito,
ella llevaba puesto un pequeño vestido negro y sombrero con una trenza larga de
cabello azabache; su etapa de inocencia con Hopper se había ido a la shit.
«Es un amante espectacular, darling». Era muy joven para decir «darling», pero
en sus labios sonaba excitante, «me provoca cosas que ninguno hizo. Oye,
hagamos un trío». Y aunque no era un paisaje del todo equivocado, le dije que
mejor que no y ella se encogió de hombros y sonrió pícara. «Tú te lo pierdes.
Un beso». No saben cuánto lo lamento, pero yo no voy por esos rumbos. Así que
Silky se dio la vuelta y se fue taconeando por el camino de adoquines amarillos
como la versión perra de Dorothy en Oz: toda ella una fiera: segura, lozana,
revivida. ÉL le abrió el portal de SU recepción y el guardia gordo siguió
durmiendo. «No le digas nada a Juan, es tan sensible». Desapareció por la
puerta del ascensor ya sin la faldita y con su pequeña línea de vello púbico a
la luz. Qué amazing forma de robar película.
Como comprendo ahora, soy un puto
cobarde. ¿Debí decir algo? ¿Aunque sea la pelotudez que matara el encanto de
ambas partes? Me late que cada cual merece mojar su pancito en miel como mejor
le parezca, pero ¿ni siquiera una insinuación de lo que pasaba? Por otra parte,
¿quién soy yo para decirle a esos dos cómo funcionan las cosas en el mundo que
conozco? Volví a mi casa y a mis pesadillas. En uno de los sueños de esa
madrugada, me cité con «Viuda de Sally» en el mismo barcito de la cerveza
negra. Tenía un velo negro y brazos musculosos con un Popeye tatuado, no
pude averiguar quién era. Me desperté, pero reprimí mis deseos de llamar a
Juan. Sigo sin saber quién es «Viuda de Sally».
OK,
el final feliz. Los volví a ver meses después, me parlaron que se querían
casar. «¿El uno con el otro?», se me escapó y, después del molesto silencio, me
dijeron que esa era la idea en un mundo de toda la vida. Entonces se me escapó
una risotada y los abracé tratando de minimizar las pérdidas humanas.
Actualmente, esas dos ratas de laboratorio son inmensamente felices juntos,
pero no revueltos, como en esas novelas de ciencia ficción donde se sueña en la
misma cama, pero en universos paralelos. ¿Quién dice que no hay mundos
perfectos?
Luis Saavedra Vargas nació en 1971 en Santiago de Chile. Siempre se interesó en lo fantástico por su estética de colores chillones y luminosos y sus monstruos siempre enfurecidos con buen gusto por las mujeres. Se le conoce mejor como editor del fanzine chileno Fobos y los Púlsares, los libros que recogieron los relatos ganadores del concurso del fanzine. Sin embargo tiene su faceta de escribir: su relato “Ol’fairies Bar” quedó finalista del concurso Domingo Santos 2005, en España, mientras que ha sido seleccionado para participar en antologías nacionales y extranjeras, y así también ha sido traducido al francés, italiano, inglés y, sorprendentemente, el árabe. Hoy forma parte del colectivo chileno de escritores fantásticos Poliedro, que lleva cinco colecciones de cuentos a la fecha y se prepara a sacar la sexta.