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sábado, 8 de marzo de 2025

LA ILUSTRE SOCIEDAD DE LOS UNIVERSOS PARALELOS

Luis Saavedra

 

This is a story of boy meets girl,

but you should know upfront,

this is not a love story.”

(500) Days of Summer

 

Esto lo conté en otra oportunidad, con menos detalle. No es mi culpa, entonces solo conocía a Harry. Ahora se las cuento a ustedes, la versión uncut, pero deben saber desde ya que esta historia siempre estará en desarrollo.

El chico, que en esta parte se llama Harry, conoció a «Sally» cuando ella solo tenía dos meses, pero ya sabía que la amaba. Por supuesto, Harry no se llamaba así, pero lo prefería infinitamente al Juan que aparecía en el Registro Civil. «Sally» la dibujaba un coreano que había llegado a España como estudiante de intercambio y la escribía un guionista gordo que tiraba a pelado y tenía la imaginación de un niño de siete años. Harry trabajaba de operador de redes y por la tarde se pasaba por la librería para ver las nuevas series. «Sally» salió en la portada del número dos de «Princesa Sadako», que valía dos euros y el papel era reciclado. Harry vio a «Sally» esa tarde y se dio cuenta que lo único que valía en la vida era saber qué había debajo de su coqueta falda plisada.

Ideó un plan. Se inscribió en VrtuaLfe® y se compró un avatar de 250 dólares, fastuoso y vicioso como nunca sería Harry. Las chicas se le tiraron encima –las virtuales, claro está– y se la pasó realmente bien twerkiando y catarateando su poco money. Un pendejo le dijo que «Princesa  Sadako» era una mierda, pero que igual tenía un bucle VIP de pago, auspiciado por la editorial. Harry le dio las gracias y después le reventó la cabeza. Virtualmente, por supuesto. Le pidió a un ruso en la Dark Web que le crackeara el puerto por 50 dólares y entró. El ambiente era una orgía de inocencia, lleno de putos viejos ricachones con avatares de niños de nueve años. La «Princesa Sadako» era una perra retozona con superpoderes y una varita mágica, una inteligencia cuántica de Google que aprendía a ser humana. Todos los avatares de niños le corrían mano apenas podían. Buscó a «Sally» y la vio con un pokémon rosado que le metía la cola entre las piernas. «Sally» era otra IA, potenciada por un cluster de 10 hexaflops. El pokémon era un arquitecto de Madrid y tuvo que provocarle un shock a la conexión del pepinero para alcanzarla. «Sally» le sonrió cuando transmitió sus falsos antecedentes de crédito. «Ven acá», le dijo en kanji. Pero cuando le metió mano, se espantó. El puto coreano jamás tuvo en mente dibujarle un pussy. Al puto coreano le gustaba el futanari. Así que Harry la pasó muy mal esa noche cuando «Sally» le mostró su enorme weenie en medio de sollozos japoneses y enormes ojos.

Harry ya no se llama así. Ahora es Juan y se deshizo de su colección de manga. Tiene una empresa de software que coloca paquetes world-class en empresas pequeñas y dedica todo su tiempo a la estéril función de programar siguiendo las reglas de un libro de contabilidad. Sale a las once de la noche de su oficina y siempre pasa por la vitrina de la comiquería. La última vez me contó que volvió a ver a «Sally», en el número 18 de «Princesa Sadako». Estaba muy distinta, pero igual. Me preguntó si el amor podía abarcarlo todo, traspasar el papel, el metal y el asterisco. No entendí nada. Juan extraña a «Sally» más de lo que se permite reconocer.

Ahora les presento a Silky Ardiente, una chica emo que por supuesto no es su nombre, pero no tengo otra opción. Sí sé que tiene un trabajo miserable, pero que le ocupa pocas horas, escribiendo spam en blogs y sitios de noticias. No tiene muchos pelos en la lengua ni en ninguna parte. Le gusta estar así, depilada incluso allí donde no llega mucha luz. Dije «no llega mucha luz» porque un par de veces al año me honra con ese raro privilegio. Es de aquellas que no les importa bailar el tango horizontal con un ser humano si la encamada es buena, pero ya es más recatada con sus verdaderos gustos. Al igual que Juan, también le rompieron el corazón.

Silky tiene un gusto exquisito en Arquitectura y puede parlar de eso hasta que se te caigan las orejas; si dependiera de ella, te llevaría a todos sus rincones favoritos como el Barrio Francés y El Club Batidora. Comenzó como un simple coqueteo por la ciudad porque se sentía con suerte. Ella se vistió de lino y taco alto en esos días de primavera, usando un sombrero etéreo de ala ancha. Dice que le encanta Edward Hopper y por eso me la imagino como la imagen viva de «Summertime». Se metió entre unos barrios residenciales de edificios añosos que eran galantes y le hacían ojitos. Sí, se sentía halagada, pero buscaba algo extra a la tranquilidad moral de la burguesía. Hasta que lo vio en el horizonte, blanco como un caballero armado. Una erección de 200 metros de vidrio, metal y acero de alta densidad que se adelgazaba hacia arriba hasta rematar en un capuchón de hongo, una imagen muy gráfica pero fielmente transmitida, que se encontraba en el downtown de la ciudad. Inmediatamente asaltó un taxi que la acercó sensualmente como en un sueño húmedo hasta casi perder la conciencia. Enmudecida entró en el hall central para comprobar que el verdadero amor existía, y ascendió por su interior en uno de los diez ascensores turbo. La sangre le incendió la cabeza: sistemas de ecología interna, sistemas redundantes de seguridad, exteriores de biopolímero. En el último piso encontró un rinconcito con mirador para juguetear sin testigos, tan solo ella y ÉL. La sensación de sus pezones contra la frivolidad de los ventanales: uf, casi-casi, pero no sería digna de ella irse tan pronto. Sus piernas temblorosas le gritaban que estaba enamorada. Continuó con una cabalgata ultrasensible-arqueo-dorsal contra uno de los pilares duros como brazo de marinero y rugosos como piel de naranja, mientras la mullida alfombra hizo lo suyo, dando micro sensaciones a las plantas de sus pies. Cuando encontró el pomo de la puerta de servicio un relámpago de sonrisa le cruzó la cara, y dando revolcones y saltitos –no fuera que ÉL se sintiera presionado– se encaramó hasta sentirse cómoda. Dos pequeños versos musitados en SU honor y el primigenio ritmo atrás-adelante del amor la hundieron en sedas flamígeras como su nombre. Se desvaneció en la alfombra que le cantaba arrullos sensuales, sudorosa. Pero algo anduvo mal y ÉL simplemente seguía tan altivo y silencioso. Soñó con un mundo paralelo vestida de novia en la que eran felices ever after. Un guardia la encontró, viejo como vaquero de museo que ya no dispara, y tuvo la gentileza de vestirla. Le enseñó la torre gemela, que no veía por el ángulo forzado, y entendió SU frialdad. ÉL jamás podría ser su amante, ÉL ya tenía de amante a sí mismo. Me llamó a las 3am, durante mi segunda pesadilla. «No puedo seguir así», me dijo, «voy a dejarlo». Bien, ahora está en rehabilitación dos veces a la semana en un taller sobre parafilias.

Juan y la señorita Silky se conocieron un miércoles muerto, a las 19.00 horas en una de esas sesiones del Taller. No es que no se hayan echado un ojo antes, pero no era el mejor lugar para una atmósfera mágica. Llovía ese miércoles, ¿lo dije?, y, como siempre, a todos los dejaron en la parte de afuera de la sede social, donde sesiona el Taller, a las ocho en punto. Chica mira a chico, chico está perdido en la distancia, chica habla un par de frases. Chica se mosquea y decide llevárselo a la casa. La historia de cama es irrelevante, pero fueron los primeros en recibir el canturreo complaciente de los sicólogos del Taller. «Estaban curados». Ja.

El primer mes, el segundo y el tercero, completamente OK. Mucho amour fou, inmundicia y desvarío clásico de la primera etapa. Pero todo buen amante sabe que es mejor huir al sexto mes. Quizás el problema más recurrente del amor es nuestra poca disposición a conocer al otro. Así que fue inevitable que ambos comenzaran a extrañar viejas prácticas y no fue hasta que «Sally» se escapó de la boca de Juan, justo en el suspiro más íntimo, que se inició una tensión soterrada. Se comportaron como seres maduros y lo parlaron durante horas, eso de por qué estaban en el Taller; hubieran partido por ahí desde el principio. Sin embargo, no sirvió de nada y Juan comenzó a meterse a salas de chat, mientras Silky estaba ausente. Pero la situación había cambiado radicalmente para «Sally», un año en el manga y parecerá que murieran generaciones. Ya no la encontraba por ningún lado, «Princesa Sadako» la dibujaba ahora un pendejo salido de las escuelas de arte UC que introdujo un par de cambios: Amerimanga, el híbrido bastardo entre un otaku recalentado y un editor independiente gringo con ínfulas de grande, y no más «Princesa Sadako», ahora solo shonen-ai. Primero, se le reventó una vena de cólera, pero luego sobrevino una molesta melancolía, y después tuvo el mismo impulso que tenemos al buscar un/a ex en Facebook. Encontró un par de foros infestados de mangakas furiosos por el cambio; por supuesto, su nick fue «viudo de Sally». ¿Qué fue del coreano que la dibujaba? Se regresó a su país de origen donde se vive mejor que en España, no hay duda. ¿Qué fue de «Princesa Sadako»? Murió en el episodio 27, aplastada bajo un oso de peluche de dos toneladas. ¿Qué fue de «Sally»? No se la volvió a ver desde el capítulo 31. Las especulaciones iban desde que el nuevo dibujante la odiaba de antemano hasta que el guionista pensaba hacer un spin-off de ella, elija usted.

Y mira tú por dónde, entro yo de nuevo al baile con una larga conversación con Juan, en un barcito acogedor que tiene cerveza negra como no hay otra. Mono sonriente a reventar, me contó lo que acabo de relatarles. «No entiendo, ¿eso no fue trágico? ¿por qué tan alegre?», dije. «Ah, ni te lo imaginas», me dijo. Posteó un par de comentarios durante las siguientes semanas, nada serio, hasta que recibió un MP de una chica con el nick «viuda de Sally». Se cayeron bien y ella le habló de VrtuaLfe®. De manual, chico, impresiónala. Y así fue, y el avatar de ella no estaba nada mal. Comenzaron a salir, suena raro estando atado al teclado, pero es de hidalgo reconocer que ese Juan empezó a tener mejor semblante. Apenas se iba Silky, se conectaba y «viuda de Sally» aparecía 15 minutos después. Inevitablemente, las gozadas terminaban un poco antes de que Silky pusiera las llaves en la puerta. Silky, «viuda de Sally», «viuda de Sally», Silky. Pobre Juan, nunca sumó muy rápido dos más dos. Pero lo hizo, amén por eso, y desentrañó esa curiosa sincronía. De nuevo en la carretera del amor, Juan se siente un ser real e imaginario a la vez, con Silky durante el día y «viuda de Sally» cuatro noches por semana, todo en el mismo paquete.

Ah, el gran triunfo del amor, ¿verdad?

Pero Silky me llamó de nuevo a las 3am. Justo en el momento en que una enorme boca me devoraba en el sueño. «Los sueños en los que muero son los mejores que he tenido», canta Tear for Fears, años antes del Halloween de 1988. Mis pesadillas sirven para otro relato; no hoy, pero son una pasada. Ella me dijo: «demos un paseo», «estás loca», respondí, pero allí fui tras ella. Supuse que me quería hablar de su amor reencontrado, pero bullshit, me llevó a un café de mediamadrugada y me enchufó un largo monólogo sobre arquitectura, como en los viejos tiempos. Entremedio me habló con ojos asombrados sobre Juan y sus ataques de amor, como si la ausencia de ella cada vez más le recordara el hombre que fue. Al principio, se sintió halagada, por supuesto, pero luego, se desconcertó. Juan no solo no se molestaba que ella saliera, sino que parecía más contento y enamorado si las salidas se hacían más largas. Me grité un metafórico «¿Cómo, quién?» y mantuve mi mejor cara de invitado de piedra. En media semana se acostumbró, «el amor es completamente idiota». Y que lo diga. «Si fueras una viuda, ¿quién serías?», pregunté y ella me clavó su visión de rayos X. «No pienso ser viuda de nadie», respondió; de acuerdo. Y ahí fue otra vez la cantinela sobre lugares construidos por gente muerta hasta que me largó lo de «estoy teniendo una aventura. Qué te parece, ¿no es guapo?». Y seguí su mirada hasta la torre que en las tinieblas era la más fucKing joya iluminada de la ciudad: un monstruo macizo y medio retorcido clavado como estaca en medio de un fantasilandia consumista. Qué cambios de ánimo, chica, ¿te gustan musculosos ahora? Fuimos hasta SUS pies –no tenía opción– y el ataque de vértigo fue inmediato. Debo reconocer que ÉL era impresionante, no en la faceta sexual que Silky veía, sino en la del horror del simple ser humano al que le hacen mierda el ego. Me observó un rato la cara de pelotudo. Las mujeres siempre disfrutan de eso con cada nueva conquista, ver la sorpresa en los otros. A propósito, ella llevaba puesto un pequeño vestido negro y sombrero con una trenza larga de cabello azabache; su etapa de inocencia con Hopper se había ido a la shit. «Es un amante espectacular, darling». Era muy joven para decir «darling», pero en sus labios sonaba excitante, «me provoca cosas que ninguno hizo. Oye, hagamos un trío». Y aunque no era un paisaje del todo equivocado, le dije que mejor que no y ella se encogió de hombros y sonrió pícara. «Tú te lo pierdes. Un beso». No saben cuánto lo lamento, pero yo no voy por esos rumbos. Así que Silky se dio la vuelta y se fue taconeando por el camino de adoquines amarillos como la versión perra de Dorothy en Oz: toda ella una fiera: segura, lozana, revivida. ÉL le abrió el portal de SU recepción y el guardia gordo siguió durmiendo. «No le digas nada a Juan, es tan sensible». Desapareció por la puerta del ascensor ya sin la faldita y con su pequeña línea de vello púbico a la luz. Qué amazing forma de robar película.

Como comprendo ahora, soy un puto cobarde. ¿Debí decir algo? ¿Aunque sea la pelotudez que matara el encanto de ambas partes? Me late que cada cual merece mojar su pancito en miel como mejor le parezca, pero ¿ni siquiera una insinuación de lo que pasaba? Por otra parte, ¿quién soy yo para decirle a esos dos cómo funcionan las cosas en el mundo que conozco? Volví a mi casa y a mis pesadillas. En uno de los sueños de esa madrugada, me cité con «Viuda de Sally» en el mismo barcito de la cerveza negra. Tenía un velo negro y brazos musculosos con un Popeye tatuado, no pude averiguar quién era. Me desperté, pero reprimí mis deseos de llamar a Juan. Sigo sin saber quién es «Viuda de Sally».

OK, el final feliz. Los volví a ver meses después, me parlaron que se querían casar. «¿El uno con el otro?», se me escapó y, después del molesto silencio, me dijeron que esa era la idea en un mundo de toda la vida. Entonces se me escapó una risotada y los abracé tratando de minimizar las pérdidas humanas. Actualmente, esas dos ratas de laboratorio son inmensamente felices juntos, pero no revueltos, como en esas novelas de ciencia ficción donde se sueña en la misma cama, pero en universos paralelos. ¿Quién dice que no hay mundos perfectos?


Luis Saavedra Vargas nació en 1971 en Santiago de Chile. Siempre se interesó en lo fantástico por su estética de colores chillones y luminosos y sus monstruos siempre enfurecidos con buen gusto por las mujeres. Se le conoce mejor como editor del fanzine chileno Fobos y los Púlsares, los libros que recogieron los relatos ganadores del concurso del fanzine. Sin embargo tiene su faceta de escribir: su relato “Ol’fairies Bar” quedó finalista del concurso Domingo Santos 2005, en España, mientras que ha sido seleccionado para participar en antologías nacionales y extranjeras, y así también ha sido traducido al francés, italiano, inglés y, sorprendentemente, el árabe. Hoy forma parte del colectivo chileno de escritores fantásticos Poliedro, que lleva cinco colecciones de cuentos a la fecha y se prepara a sacar la sexta. 

miércoles, 5 de febrero de 2025

LA ODISEA DE TU VIDA

 Luis Saavedra

 

Nunca me siento cómodo en tu presencia. Sentarme en tu silla de visita es lo más cercano a sentirse un microbio bajo tu lente. Comienzo por cogerme las manos y a pensar en qué se te habrá ocurrido ahora a esa cabeza tuya. Pero sigues jugueteando con tu reloj y lo observas ociosamente. Finalmente dices:

—Mira, me lo compré el fin de semana. Era de los últimos que quedaban.

¿Me llamas para mostrarme tu nuevo juguetito? Son las cosas que me ponen nervioso. Como siempre ocurre en los ámbitos laborales, la relación entre un jefe y un subordinado se remite al saludo de la mañana, la pregunta sobre el fin de semana y el hasta-el-lunes del día viernes. Y, por supuesto, las reuniones de avance de los días miércoles, que son lo más parecido a esas sesiones de interrogación de los policiales negros que conozco. Es muy posible que salga con menos sangre de la que entré si no voy preparado.

—Te mide el ritmo cardíaco, la cantidad de kilómetros y las calorías. ¡Es la raja!

Desde el principio, finjo interés porque me parece una mierda. Pero mi rastrero ADN me obliga a adularte para matar el tiempo suficiente y evitar dar cabida a temas en los que no tengo la más mínima defensa; hablo de mi tiempo como trabajador de esta empresa. Tu rostro moreno y cuadrado se concentra en sacarle alguna función muy complicado al aparato, para que hable o cante o alguna cosa parecida. Yo me inclino en una señal calculada de apoyo y juntos miramos la pantalla de cristal líquido, que solamente el chino que lo armó puede descifrar completamente.

—Puta la weá complicada, estuve todo el fin de semana leyendo el manual, tiene como cien páginas.

—Es que debe ser para profesionales —retruco y sé que habla mi sistema límbico aprovechando todas las opciones para sobrevivir y dejarse caer en gracia. Lo odio, pero es un odio sin destino.

—Sí, poh, ahora que tengo la bicicleta, con la Ivana podemos hacer biking y trekking. —Tus delicadas manos de uñas manicuradas siguen atormentando al pobre reloj. Se me hace difícil verte arriba de una mountain bike pedaleando y sudando con la mirada en el suelo.

Declaro:

—Yo nunca uso reloj, desde que era chico que no uso. No me gusta la sensación de que me aprieta la muñeca.

Me miras un segundo entero con esos ojos tan profundamente negros, mientras el reloj comienza un pitido regular:

—Esto no es un reloj. Mira, ahí está el cardiómetro.

Marcos Mamani, llegaste a estudiar ingeniería industrial a Santiago en la Universidad Católica y nunca te sentiste distinto por tener origen aimara. Yo creo que parte de tu éxito en esta vida se debe a que nunca te acuerdas de ello porque en un ambiente en donde el dinero fluye, todos los hombres son iguales. No te has casado aunque llevas cuatro años conviviendo y no sientes pesar, te permite tener varias canas al aire al mismo tiempo. Bebes whisky después de la siete de la tarde y te inunda la ira cuando no tienes la razón. Te gusta tu status quo y siempre tenemos la clase de discusiones valóricas que nos separan por océanos. Hace un par de años nació Isabella, la niña de porcelana blanca que es tu hija, y sacó tus ojos intensamente negros.

—Aquí está el panel de control —dices triunfante y me hundo en una ensoñación salpicada de íconos grises de 8x8, mientras tu voz me arrulla. Veo el futuro, debería ser el mío, pero por designio divino solo puedo ver el tuyo. ¿Te preocupa que te lo cuente? Tranquilo, no lo vas a saber nunca porque me voy a la tumba con el recuerdo. Pero me debes una.

Tu hija Isabella será una chica chispeante y atractiva en trece años más y veintidós antes que se case. Siempre intentarás ocultar su fuerza vital a los lobos de tu misma especie, porque es el irónico karma de un depredador que se convierte de la noche a la mañana en pastor. Tu celo excesivo criará en ella a una chica fuerte y resiliente que siempre reclamará su libertad y a la que siempre se la negarás. No, no siempre. No puedes estar de patrullaje toda la vida y ella descubrirá su sexo con más intensidad que lo hiciste tú. También se divertirá llevándote a casa a los más perfectos hijos de puta para ver tu cara cobriza volverse púrpura. Al final moldearás una imagen involuntaria de ti mismo.

“Isabella”, se me escapa entre dientes y tú te detienes un rato y te iluminas. Siempre ha sido un gran tema para ti.

—Está super bien. El otro día la Ivana estaba pelando tomate y a ella le gustan mucho, y se acercó y la empezó a mirar y a decir “hum” todo el rato, pero la Ivana no la pescaba. Así que empezó a decir “qué rico tomatito” a cada rato hasta que la Ivana no aguantó más y le tuvo que dar un platito con tomate y se lo fue a comer al living.

Así es, siempre conseguirá lo que le plazca. No como la niña consentida que quieres que sea, sino por la vía de una vieja astucia de mujer que la misma Ivana arrastra en sus genes españoles. Además, ¿quién se podrá resistir a un par de ojos negros en un níveo rostro como el de ella? Hasta que el verano de 2030 levante la vista y vea por primera vez al Príncipe Negro.

Detrás de cada gran hombre hay una gran mujer, y detrás de cada gran mujer hay un gran pedazo de hombre. En Ibiza, Isabella encontrará la horma de su zapato en la figura del mulato de ojos verdes. Party boy y alemán de mezcla, el Príncipe Negro estará acostumbrado a una natural adoración femenina pasiva, pero Isabella no será pasiva y, sin embargo, será él quien la seduzca. Lo traerá de vuelta a Chile y te lo presentará y sabrás inmediatamente, como los lobos viejos frente a un nuevo macho alfa, que tu reinado está kaput. Se casará en el otoño de 2032 y tendrás que tragarte un apenas fingido sentimiento de devastación. El secreto deseo tuyo, de todos, es no volverte viejo.

—Viene con un cable para poder descargar tu ritmo cardíaco al PC.

—¿Y pa' qué te sirve esa weá?

—No sé, supongo que esperan que haga alguna estadística con eso.

Las estadísticas indican que el mundo se volverá una aldea global para el 2050 y el gen del pelo rubio se perderá en una marea de genes no caucásicos. El Príncipe Negro será un ejemplo de ello. Tomará a Isabella y se la llevará lejos de ti, a Amsterdam. Aquí es cuando desapareces de mi visión, pero no significa más que eso y no sé si mueres o es que simplemente el foco de la historia te deja de lado porque ya no importas.

Adolph nacerá en 2036 de la mano de una economía global ya tan intrincada que nadie se preocupará por entenderla. Adolph tendrá la piel suavemente chocolate y una nariz tan respingada que todos se preguntarán de qué parte de la familia viene. Por supuesto, tú también pondrás tu parte en el cóctel genético y esos ojos negros te corresponderán.

Será un niño tan callado y frío que asustará. Isabella nunca se podrá explicar bien la leve sensación de miedo que inspira Adolph, aunque habrá psicólogos y gente bien intencionada que le dirá que nació sin alma o que es un niño índigo. Y en realidad no habrá nada de qué preocuparse si solo será que el niño es como el agua estancada que acumula silencio y observa. Así será durante años para la familia en Amsterdam y el Príncipe Negro se convertirá en un digno hombre de trabajo llevando la empresa familiar: suplementos alimenticios para el tercer mundo, en base a fauna marina a granel. Pero Adoph, ah, Adolph, escribirá su primer libro a los diecisiete. Una gran sorpresa para ustedes, amarga por cierto.

—Ahora que hay más ciclovías, voy a empezar a venirme en bicicleta al trabajo —me dices.

—Bien —te digo. Pero ya sabes tú, me interesa un cuerno.

Sus libros serán ácidos recuerdos inventados de su familia. Aunque no tendrá un motivo para ser infeliz en su infancia, volverá una y otra vez a narrar desgracias y abusos a cada cual más truculentos. Afortunadamente no aparecerás en ninguna de sus novelas, pero Isabella se llevará la peor parte y se volverá una mujer angustiada e insegura. El Príncipe Negro, para entonces un sapo ventrudo sin fuerzas para nada más que sus negocios, se alejará de ella durante semanas, meses y luego para siempre. Adolph continuará su estela despiadada de escritor y se elevará hasta el culto describiendo a una Europa metida hasta las gónadas en una decadencia preapocalíptica. Alguna vez se le preguntará de dónde sale tanta mala leche y responderá que siempre odió Europa, que nunca se sintió cómodo entre tanta estúpida burguesía, empezando por sus padres. A los veinticinco decidirá que estudiar una inútil carrera en Arte no viene con él y se va de viaje por el mundo con nada más que doscientos euros. Esperará ver paisajes, naturaleza, espacio abierto. Una imagen vaga nacida de la esperanza de que la furia que siente por dentro, y que piensa que es un resabio de la vieja lucha de clases, se aplacará con la panorámica de sistemas ecológicos menos intrincados. Pero no quedará mucho a esas alturas y la temida sexta extinción masiva vendrá, se quedará, se enseñoreará y al fin será el pan nuestro de aquellos días.

Pero será igual de fascinante para él. Su cuarto libro se llamará Anticipos del Fin y hablará sobre la ausencia de Gaia y la revelación de que la fauna ahora es completamente humana, que los hombres han tomado las formas animales ausentes y se podrán encontrar mujeres-venado y hombres-pájaro. En Hong-Kong se enamorará de una prostituta de mirada infantil y silenciosa, será la mujer-sirena. Tendrán un camino largo y tortuoso hacia el amor, con alejamientos y recaídas hasta que Amy Chee Hwa se despierte un día con el sabor de la mierda en la boca y sabrá. Caminará hasta el lugar de Adolph y le gritará con todo el odio de su pequeño cuerpo que está embarazada. Josephus nacerá en 2070 y tendrá los profundos ojos negros que te unen a él. Adolph volverá a Amsterdam con el niño, solos.

—¿Tú nunca has tenido bicicleta, Luis?

—No, nunca me compraron una.

La mujer-sirena desaparece de mi visión, se hunde en el caos mundial de 2079, cuando una profunda crisis financiera azote a este planeta impávido y desgastado. Aún hoy se ve a simple vista que no alcanza para todos; hasta tú podrías verlo, si no estuvieras tan inmerso en el “reloj”. ¿Cuál es su huella de carbono? Las Guerras del Agua comenzarán en 2085 en Venezuela, se extenderán al Medio Oriente y luego a África y al Asia más empobrecida.

La historia de Josephus es la más convulsa que me toca ver. Un escritor se debe únicamente a su arte, es un axioma que se corrobora en el tiempo con obras maestras y vidas destruidas. Los mejores escritores muchas veces fueron también los peores seres humanos –narcisistas, obsesivos, egoístas– que solo provocaron dolor. Adolph no será cualquier padre sino el peor. Isabella aparecerá de nuevo como una madre incompleta con una nueva oportunidad, mientras Adolph siempre estará ausente de la casa de Amsterdam. Serán días calmos y tensos entre ella y el niño, pero se avenirán. Sin embargo, el Hado es unívoco y no habrá piedad para nadie. Isabella morirá de un infarto un año antes de las Guerras del Agua, ya solo quedarán el padre y el hijo.

Josephus tendrá la mirada infantil de su madre, la fuerza aprendida de Isabella y la furia de su padre. No es retraído, pero le conviene serlo y aprende a convivir de sobreviviente en su propia casa, a establecer vínculos emocionales pasajeros con extraños y sobrellevar rápido las pérdidas. Adolph no entiende a ese adolescente tan distinto que lleva la misma sangre y desearía controlarlo, pero el chico ya ha desarrollado autosuficiencia para escapar el mismo día que llega el descontrol a Europa. Dejará una nota a su padre en su residencia en París porque lo quiere a pesar de todo, siente admiración por ese padre tan inflexible e inalcanzable. Reunirá unas pocas cosas y una carta muy extensa que le dejará Isabella como parte de su herencia. Y luego saldrá a las calles llenas de autos eléctricos incendiándose, mientras las fumarolas negras de la ciudad alcanzan la cúspide de la Torre Eiffel. Cruzará la frontera hacia la Europa del Este, donde sabe que jamás lo encontrarán. Entre viajes en vagones de tren y marchas por frías carreteras, Josephus leerá la carta de la abuela y se enamorará de ese país tan lejano que es Chile; Isabella jamás retornó y te extraña, y extraña la geografía hecha de silencio de la vez que la llevaste a conocer a sus abuelos, en el Norte. Desde entonces, Josephus escapa buscando la forma de cruzar el Atlántico.

—Bueno, vayamos a lo nuestro, Luis. —Ah, se acaba la diversión.

Tú ni te imaginas el caos. Si te contara, me echarías de tu oficina de una patada en el culo. Europa al fin se caerá a pedazos, después de siglos de decadencia, pero los tiempos duros son siempre bien aprovechados por los hombres de puño despiadado. El niño de mirada infantil al fin evoluciona y no siente mucho cuando balea a dos muchachos albaneses por orden de su Hermandad. Pero será una noche larga y cansadora, y comete el error: deja a uno de ellos vivo, suponiendo que morirá desangrado. En 2089, volverá a huir siguiendo la línea de la costa mediterránea, y recordará Chile. No hay camino seguro y sus años de circo como asesino le asegurarán un rápido pasaje hacia Portugal, seguido de cerca por la Hermandad. Al llegar, ya estará sin recursos y desesperado, pero conocerá a Branca que lo esconderá durante dos meses antes de conseguir cupo en un buque albacorero, que zarpa desde la empobrecida Setúbal. En medio del Atlántico, Branca le dirá a Josephus que está embarazada. Él querrá que se llame Isabel, si es niña, y le entregará la carta junto con tres pepitas de oro. Le hablará de su sueño y luego se irá con tres hombres que ella no alcanza a ver. No volverá.

Isabel será abandonada, a pesar de sus hermosos ojos negros. Chile es de nuevo una dictadura, casi toda Latinoamérica lo es. Recuerden, en tiempos interesantes los horribles hombres tienen oportunidades de hacerlos más interesantes. Sobrevivirá en una pequeña misión cristiana en Antofagasta hasta que tenga diecinueve, cuando sea violada en medio de un levantamiento del pueblo ante la pobreza y el agotamiento. Se escabulle como puede de los escombros y de la ciudad, pero la carta arde junto a los cuerpos de cientos de seres humanos. Ciega al destino, llegará a Conchi Viejo, un pueblito muy perdido cerca de Calama, donde solo viven dos hermanos aimaras, una mujer y un hombre muy viejos. El hombre lanzará una bienvenida y la mujer levantará la mirada hacia el Oriente para luego decir: “Ahora estamos solos”. Eurasia acaba de volar producto de decenas de antiguas ojivas nucleares en manos de mafias locales. Para Isabel eso será un mero detalle, estará más preocupada por la persona que crece en su vientre.

—¿Comencemos? —dices y yo asiento con la cabeza. Me duele saber que la visión se esfuma de a poco, pero hay algo tranquilizador en el final. ¿Sabes que Mamani significa el creador en aimara?

En 2110, nacerá Naira, la de los ojos grandes; la Pachamama la recibirá de vuelta, después de más de cien años desde que tú te alejaras de ella y con ella iniciaremos un nuevo ciclo para este subcontinente que siempre ha estado solo. Esta vez no le deberemos nada a nadie.


Luis Saavedra Vargas nació en 1971 en Santiago de Chile. Siempre se interesó en lo fantástico por su estética de colores chillones y luminosos y sus monstruos siempre enfurecidos con buen gusto por las mujeres. Se le conoce mejor como editor del fanzine chileno Fobos y los Púlsares, los libros que recogieron los relatos ganadores del concurso del fanzine. Sin embargo tiene su faceta de escribir: su relato “Ol’fairies Bar” quedó finalista del concurso Domingo Santos 2005, en España, mientras que ha sido seleccionado para participar en antologías nacionales y extranjeras, y así también ha sido traducido al francés, italiano, inglés y, sorprendentemente, el árabe. Hoy forma parte del colectivo chileno de escritores fantásticos Poliedro, que lleva cinco colecciones de cuentos a la fecha y se prepara a sacar la sexta. 




sábado, 27 de abril de 2024

EN EL MAR DE ÁRBOLES

 

Luis Saavedra

 

«Perdóname». No lo quiere decir, siente que es una frase burda, incluso cobarde. Ella merece algo mejor. «Gracias», dice finalmente. La muñeca apenas se inclina, pero ya conoce cada gesto y eso significa conformidad. Hace frío, pero es un día hermoso con un cielo irreal de papel lustre azul y algodón. Los cuervos están muy lejos allí y solo el fragor de hojas los envuelve en el bosque. «Tengo que dejarte acá, no sé dónde más podría, pero no es porque yo quiera». Y es cierto, los viejos pierden gradualmente la voluntad, se doblan ante el tiempo y las decisiones de otros, aceptan que la vida salga por las manos y las bocas de hijos, nietos y amables pero autoritarios extraños. «Es mi hijo, ¿sabes? Quiere que me vaya con él». La muñeca fue su regalo a los 68 años, un regalo que solo él conociera para noches de nieve y recuerdo, un regalo de tibieza de motor iónico y silicona color durazno. Cuando abrió los ojos, ella se enamoró y su amor fue a codificarse a un almacenamiento flash de tres dimensiones muy dentro de su cabeza. Perfecta, hecha a pedido para su tacto que quiere algo más sublime que el brutal deseo. «No tengo cómo explicarle que tú estás conmigo, no sé cómo podría…». A veces solo bastaba sentir su presencia en el lado correcto de la cama para callar todos los muertos. A veces fue necesario hacerle el amor despacio contra la piel blanca y luminosa. Ella con la cabeza hacia un lado y la boca ligeramente abierta. Él siempre controlando los tiempos cada vez más largos, más laboriosos. «Siempre te fui fiel, no puedes quejarte. 

Me dediqué a ti desde que te vi». La muñeca viste un sencillo vestido: una falda negra y una camisa de manga larga de color plátano. Tiene las manos cruzadas sobre las rodillas y está sentada sobre los talones. El pelo muy corto, el rostro muy redondo, los labios muy definidos y los ojos negros como el plumaje de un tordo. Menuda, senos que caben perfectamente en una mano de hombre, la sacó de un sueño que tuvo, quince años después de la muerte de Naoko. En el sueño estaba rodeado de su familia, pero los ignoraba, y le contaba a ella con descarada seguridad: «Estoy cansado de estar solo». Ella sonreía y contestaba «sí», y él veía con agrado el desagrado de los demás. Semanas después, la recibió en casa, el paquete enorme que venía del sueño. «Ojalá pudiera traerte conmigo, pero es que sería tan… incorrecto». Ve la cara de su hijo primero extrañado, luego molesto. Por supuesto, sería tan desconsiderado llevar el deshonor a su familia. Pero allí no hay cuervos. Vuelve a pensar en el día perfecto, en medio de la nada, a solas con ella, como habían sido los últimos años. Se incorpora dolorosamente y sacude las hojas tostadas del pantalón, aspira una gran bocanada y espera a que el suelo deje de ir y venir. Se da cuenta de que la mano no le tiembla cuando acaricia la cabeza de la adorada muñeca con sus ojos llenos de amor para él, como siempre. Había tenido mucho miedo de ese momento porque ella fue su último capricho y abandonándola renuncia a su voluntad. «Tengo que irme ahora». El manual dice que en la nuca hallaría la cápsula que gatillaría la destrucción de los módulos de memoria. Sus dedos se mueven torpemente, pero al fin encuentra el leve tumor y lo presiona con fuerza hasta que cede, y se imagina que la cabeza se vacía como una clepsidra rota. Ve cómo los ojos de la muñeca se hacen más profundos cada vez. De haber sabido alguna palabra que significase agradecimiento, cariño, regalar la belleza del mundo y toda la compleja trama de relámpagos en su mente, la hubiera dicho. Pero es mejor así, porque una de las pocas cosas que ha aprendido en la vida es a dejar tranquilo lo inexpresable. Se va sin mirar atrás y la muñeca se convierte en un extraño gentil que se queda en el sendero del bosque. Momentos así han ido y venido, pero de pronto se siente realmente viejo y afectado. Siente que no habrá más, que ya es hora. Cuando sale del bosque cuenta las monedas para tomar el bus de regreso y vuelve a pensar que es un día hermoso y qué fácil es de recordar. Días así, sin cuervos, se recuerdan para siempre.


Luis Saavedra Vargas nació en 1971 en Santiago de Chile. Siempre se interesó en lo fantástico por su estética de colores chillones y luminosos y sus monstruos siempre enfurecidos con buen gusto por las mujeres. Se le conoce mejor como editor del fanzine chileno Fobos y los Púlsares, los libros que recogieron los relatos ganadores del concurso del fanzine. Sin embargo tiene su faceta de escribir: su relato “Ol’fairies Bar” quedó finalista del concurso Domingo Santos 2005, en España, mientras que ha sido seleccionado para participar en antologías nacionales y extranjeras, y así también ha sido traducido al francés, italiano, inglés y, sorprendentemente, el árabe. Hoy forma parte del colectivo chileno de escritores fantásticos Poliedro, que lleva cinco colecciones de cuentos a la fecha y se prepara a sacar la sexta.

miércoles, 24 de abril de 2024

VENTANAS

 

Luis Saavedra

"L'etat de veille", obra de René Magritte

Mi departamento tiene muchas ventanas. Cada una tiene un paisaje. Dependiendo de la luz y del horario, el observador ve diferentes cosas. Tuvieron su bautismo cuando miré por primera vez y puse nombre a esas sensaciones.

La primera ventana es la esperanza. La ventana de mi habitación da a un patio trasero. Tiene varios planos y uno puede descubrir detalles que no siempre están a la vista. El viento se acaracola en el pelo verde de los árboles y destellan nidos durante un microsegundo. En primavera hay pedazos de un azul intenso salpicado de crema de nube y en invierno el agua del cielo toca las hojas y las transforma en diapasones. En los árboles viven las tórtolas que veo en el amanecer y antes de que la luz se fugue; me imagino que siempre andan juntas en esa monogamia intuitiva brutal de ciertas especies.

Al otro lado del océano del patio se ve otra ventana, en un edificio de un amarillo desvaído. Es una habitación con el techo blanco y alto que alguna noche se tiñe del ámbar de una lámpara. Costas lejanas y apenas discernibles, vistas fractales y oblicuas, retazos de tela en una bolsa de costurera. Las dos ventanas se ciernen sobre espaciotiempos autistas, pero no excluyentes.

Fue Ricardo el que vio a la Maca, desde esa distancia. Ricardo, el inquilino anterior. Estaba instalando su nueva cortina y un evento cuántico abrió una brecha clara entre ambos extremos. La imagen de la mujer mirándolo directamente. Un efecto de zoom en la atmósfera que duró una semana. La Maca no se cuestionaba, siempre estuvo allí para cuando las condiciones preternaturales abrían el portal. Y luego, los siete-grados-de-separación hicieron el resto. Un círculo asombroso de coincidencias que los presentó y unió.

A las ocho de la tarde, el frote de viento y hoja es un murmullo líquido que rebota en las paredes del dormitorio. Las dos tórtolas se mecen en una rama como en la mar brava. Tomo la cámara y disparo. Tengo sus almas. Se quedan conmigo. No he visto efectos cuánticos últimamente.

 

La segunda ventana es la intimidad. Es la ventana de la cocina. Si uno mira hacia el patio, abajo, ve jugar a un niño con su perrito. Se persiguen y arman barullo a las ocho de la mañana de un día sábado. Adormilado asomo la cabeza y los observo hipnótico. Ambos son buenos amigos y se extrañan cuando no están juntos. El patio tiene un austero suelo de cemento que usa un salvapantallas de hojas marrones. Hay varios maceteros con inscripciones que no alcanzo a leer, con plantas que dan flores tardíamente en el verano. En una esquina, un árbol que creo frutal, pequeño y sobrio, ajaponesado, cuida una bicicleta enana de metálico color rojo. También hay una caseta de herramientas con el techo lleno de humus futuro; allí la “Mona” y el “Guatón” se echaban en el día para reposar de su pasión hecha de arañazos. Una vez me llamó la atención ver una carcasa de computador que contenía tres maceteros, su blanco percudido le daba el aspecto de un animal acorazado muerto. Todo está inundado de una luz desvaída y metamorfa como un caleidoscopio. A veces ni siquiera es necesario mirar. Mientras hierve la olla o se calienta la sartén se puede escuchar la voz fantasma de los habitantes del primer piso. Es una sensación de escuchar una grabación de Marte: retazos de conversaciones, casi inteligibles. A la noche el murmullo puede ser más pausado, de mujeres que salen a fumar y escapan del calor.

El perro blanco y su niño conversan el lenguaje que no tiene palabras. Ladran, saltan, muerden, corren, gritan, caen. Usan múltiples gestos porque son artistas imaginarios del escenario del patio trasero, ocultos por hojarasca. Compro una entrada de vez en cuando  y nunca me canso del espectáculo.

 

La tercera ventana es la mirada. Intensa mirada animal. Queda en el descanso entre el segundo y tercer piso. Casi siempre está cerrada y porfío en abrirla. Desde ella se puede ver el primer departamento del edificio de enfrente. En ese patio había un perro de ojos expresivos que se ponía en el ventanal del dormitorio principal a mirar para adentro. Jugaba con una pelota de tela y recorría mil veces el patio desolado. Cuando llovía se metía en su casa, que estaba debajo de un parasol gigantesco y blanco. En los días de frío le lanzaba pedazos de carne envueltos en una servilleta, pero solo se quedaba mirándome. Me acostumbré a mirarlo. Nos acostumbramos. A quedarnos fijos y observarnos cautelosamente, intensamente. Sus ojos estaban ribeteados de un azabache en una cara de pelo claro y corto, y hocico negro. Me veía aparecer como un ánima enmarcado en un cuadro, devuelto por la oscuridad. Se concentraba en mí, tratando de desvirgar la tela de mi mente. Mentalista de radio atraía las ondas psi y no conseguía descrifrarlas. Yo ni siquiera lo intentaba y solo me hacía preguntas. Lo veía viajando a la India y hundiéndose en el Ganges, internándose en el misterio de la rueda de la vida. Luego, yéndose a vivir con ascetas y santones, aprendiendo a controlar los procesos de su cuerpo y las trampas de la mente. Volviendo a través de un antiperiplo alejandrino por el Valle del Indo, Irán, Constantinopla y Grecia. Se habría embarcado ad-portas los Pilares de Hércules y atravesado territorio yagán en un tufo de tormenta. Desembarcado en San Antonio, patiperreado por cuarenta noches hasta Santiago del Nuevo Extremo. Ubicado una mente maleable. Depositado con suavidad en el patio trasero. Esperándome.

El ajedrez de curiosidad continuó varias mañanas y muchas tardes hasta que ya no lo encontré más. Ni su casa ni su parasol. El piso de baldosas estaba limpio. Me late que volvió a Shamballa a encontrar otros maestros y más saber. Yo lo espero ansioso.

 

La última ventana es el futuro. Es una visión definitiva, tan absoluta. Está en el comedor, abriendo su inmensa boca devoradora de atmósfera hacia el edificio de la otra vereda por Obispo Donoso. La ventana del segundo piso pasa con las persianas semientornadas. Es la única ventana a la que le temo. Como en cámara rápida, la gente que la habita desayuna y cena, pero hay un viejo que siempre es visible. Siempre sentado frente a algún aparato. Un televisor o un computador. Las primeras veces lo encontraba en la mañana, antes de irme a trabajar. Se paseaba en calzoncillos sin importarle que lo vieran desde Venus. Con ese caminar vacilante de viejo con demasiado años, como continuamente buscando algo perdido encima de la mesa o el velador, la cabeza bamboleando. Y luego se instalaba en la silla frente al aparato con la luz iluminando su cara. Creo que es un espía del futuro, de las navidades futuras, como el impostor Dickens. Se comunica con su líder por su espantógrafo ovoide e interpreta las líneas sinusoidales que bailan. El viejo desintegra su conciencia y la envía entre líneas. Roba sombras y las transforma en energía. La ventana es un reflejo distante.

Justamente la miraba cuando pasó el ángel. No lo presentí con todo el ruido de la señora Margarita haciendo el aseo. ¿Se acuerdan de ella? Fue como una explosión silenciosa que aturdía los sentidos y quedé en un estado semicatatónico. Claro que el ángel no era un ángel. Pienso que cada cual interpreta las cosas según los bichos que lleve en la cabeza. El ángel era una deformación sutil del espaciotiempo, como un efecto óptico con retención de luz. Apenas una intuición. Pasó entre el viejo y yo, y nos miramos a través del ángel durante un nanosegundo. Mundos paralelos, reflejos desajustados. Tal vez yo soy el espía en este mundo.


Luis Saavedra Vargas nació en 1971 en Santiago de Chile. Siempre se interesó en lo fantástico por su estética de colores chillones y luminosos y sus monstruos siempre enfurecidos con buen gusto por las mujeres. Se le conoce mejor como editor del fanzine chileno Fobos y los Púlsares, los libros que recogieron los relatos ganadores del concurso del fanzine. Sin embargo tiene su faceta de escribir: su relato “Ol’fairies Bar” quedó finalista del concurso Domingo Santos 2005, en España, mientras que ha sido seleccionado para participar en antologías nacionales y extranjeras, y así también ha sido traducido al francés, italiano, inglés y, sorprendentemente, el árabe. Hoy forma parte del colectivo chileno de escritores fantásticos Poliedro, que lleva cinco colecciones de cuentos a la fecha y se prepara a sacar la sexta.

EL ENCUENTRO

 Laura Irene Ludueña   La reconoció de inmediato. Mary Shelley estaba sentada sola en el banco de una plaza oscura, como hurgando en sus r...