Luis Saavedra
«Perdóname». No lo quiere decir, siente que es una frase burda, incluso cobarde. Ella merece algo mejor. «Gracias», dice finalmente. La muñeca apenas se inclina, pero ya conoce cada gesto y eso significa conformidad. Hace frío, pero es un día hermoso con un cielo irreal de papel lustre azul y algodón. Los cuervos están muy lejos allí y solo el fragor de hojas los envuelve en el bosque. «Tengo que dejarte acá, no sé dónde más podría, pero no es porque yo quiera». Y es cierto, los viejos pierden gradualmente la voluntad, se doblan ante el tiempo y las decisiones de otros, aceptan que la vida salga por las manos y las bocas de hijos, nietos y amables pero autoritarios extraños. «Es mi hijo, ¿sabes? Quiere que me vaya con él». La muñeca fue su regalo a los 68 años, un regalo que solo él conociera para noches de nieve y recuerdo, un regalo de tibieza de motor iónico y silicona color durazno. Cuando abrió los ojos, ella se enamoró y su amor fue a codificarse a un almacenamiento flash de tres dimensiones muy dentro de su cabeza. Perfecta, hecha a pedido para su tacto que quiere algo más sublime que el brutal deseo. «No tengo cómo explicarle que tú estás conmigo, no sé cómo podría…». A veces solo bastaba sentir su presencia en el lado correcto de la cama para callar todos los muertos. A veces fue necesario hacerle el amor despacio contra la piel blanca y luminosa. Ella con la cabeza hacia un lado y la boca ligeramente abierta. Él siempre controlando los tiempos cada vez más largos, más laboriosos. «Siempre te fui fiel, no puedes quejarte.
Me dediqué a ti desde que te vi». La muñeca viste un sencillo vestido: una falda negra y una camisa de manga larga de color plátano. Tiene las manos cruzadas sobre las rodillas y está sentada sobre los talones. El pelo muy corto, el rostro muy redondo, los labios muy definidos y los ojos negros como el plumaje de un tordo. Menuda, senos que caben perfectamente en una mano de hombre, la sacó de un sueño que tuvo, quince años después de la muerte de Naoko. En el sueño estaba rodeado de su familia, pero los ignoraba, y le contaba a ella con descarada seguridad: «Estoy cansado de estar solo». Ella sonreía y contestaba «sí», y él veía con agrado el desagrado de los demás. Semanas después, la recibió en casa, el paquete enorme que venía del sueño. «Ojalá pudiera traerte conmigo, pero es que sería tan… incorrecto». Ve la cara de su hijo primero extrañado, luego molesto. Por supuesto, sería tan desconsiderado llevar el deshonor a su familia. Pero allí no hay cuervos. Vuelve a pensar en el día perfecto, en medio de la nada, a solas con ella, como habían sido los últimos años. Se incorpora dolorosamente y sacude las hojas tostadas del pantalón, aspira una gran bocanada y espera a que el suelo deje de ir y venir. Se da cuenta de que la mano no le tiembla cuando acaricia la cabeza de la adorada muñeca con sus ojos llenos de amor para él, como siempre. Había tenido mucho miedo de ese momento porque ella fue su último capricho y abandonándola renuncia a su voluntad. «Tengo que irme ahora». El manual dice que en la nuca hallaría la cápsula que gatillaría la destrucción de los módulos de memoria. Sus dedos se mueven torpemente, pero al fin encuentra el leve tumor y lo presiona con fuerza hasta que cede, y se imagina que la cabeza se vacía como una clepsidra rota. Ve cómo los ojos de la muñeca se hacen más profundos cada vez. De haber sabido alguna palabra que significase agradecimiento, cariño, regalar la belleza del mundo y toda la compleja trama de relámpagos en su mente, la hubiera dicho. Pero es mejor así, porque una de las pocas cosas que ha aprendido en la vida es a dejar tranquilo lo inexpresable. Se va sin mirar atrás y la muñeca se convierte en un extraño gentil que se queda en el sendero del bosque. Momentos así han ido y venido, pero de pronto se siente realmente viejo y afectado. Siente que no habrá más, que ya es hora. Cuando sale del bosque cuenta las monedas para tomar el bus de regreso y vuelve a pensar que es un día hermoso y qué fácil es de recordar. Días así, sin cuervos, se recuerdan para siempre.
Luis Saavedra Vargas nació en 1971 en Santiago de Chile. Siempre se interesó en lo fantástico por su estética de colores chillones y luminosos y sus monstruos siempre enfurecidos con buen gusto por las mujeres. Se le conoce mejor como editor del fanzine chileno Fobos y los Púlsares, los libros que recogieron los relatos ganadores del concurso del fanzine. Sin embargo tiene su faceta de escribir: su relato “Ol’fairies Bar” quedó finalista del concurso Domingo Santos 2005, en España, mientras que ha sido seleccionado para participar en antologías nacionales y extranjeras, y así también ha sido traducido al francés, italiano, inglés y, sorprendentemente, el árabe. Hoy forma parte del colectivo chileno de escritores fantásticos Poliedro, que lleva cinco colecciones de cuentos a la fecha y se prepara a sacar la sexta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario