Silvio Sosio
Se llamaba Cosmico Spaziale, y era un escritor frustrado.
Permanecía sentado ante el
escritorio, con los codos clavados en la fría superficie de vidrio de la mesa y
el mentón sostenido con desaliento por las palmas de las manos. Fijaba la vista
en el monitor de su fiel PC con Windows y en la ventana del procesador de
textos, desesperadamente en blanco, con el cursor parpadeante que parecía
repetir en un tic-tac obsesivo: «¿Y bien? ¿Qué esperas?».
Prácticamente toda la tarde había
transcurrido así, y aún no tenía una idea. Las únicas palabras que había
escrito eran Estación 9 – relato de Cósmico Espacial. El título, y
después el nombre del autor, ese nombre que tanto detestaba y que sin embargo
era el suyo, una burlesca alianza entre un destino cruel –que le había dado
aquel apellido– y la escasa fantasía de sus padres, que le habían impuesto el
nombre. Estaba destinado a ser escritor de ciencia ficción; eso parecía
escrito en su destino registral.
Pero él odiaba la ciencia ficción.
Levantó la mano derecha y quedó
allí, inmóvil, con el dedo índice suspendido sin saber sobre qué tecla dejarlo
caer. No se le ocurría ninguna idea. Cuando escribió el título tenía en mente
un vago argumento sobre una estación en un planeta inexplorado y un monstruo
tipo Alien que eliminaba a unas cuantas personas, pero todo era
nebuloso. No sabía cómo comenzar.
Resopló, tomó el mando a distancia
y encendió la televisión. Hizo un poco de zapping y al final cayó en Retequattro.
Reconoció enseguida, muy a su pesar, un episodio de Espacio 1999. Odiaba
aquel canal, que transmitía todo el día series y seriales de ciencia ficción. Star
Trek en todas sus encarnaciones, Espacio 1999, UFO, En los
límites de la realidad, Doctor Who, Visitors, Los
sobrevivientes, El prisionero, La nave espacial Orión, Highlander,
Mork & Mindy, Thunderbirds, Crónicas marcianas, Zafiro
y Acero, Cuarta dimensión, y todas esas innobles adaptaciones
brasileñas por episodios sacadas de best sellers como Fundación, Dune,
El mundo del río, Los desposeídos del otro planeta. Repuestas
cada día, con múltiples repeticiones, y la gente en casa devorándolas como si
fueran la Biblia y comentándolas en la barbería, en las tiendas, en el trabajo,
con las vecinas. Un serial basado en Los príncipes demonio había
atraído, el año anterior, a más de treinta millones de espectadores solo en
Italia. Escalofriante.
Apagó la televisión, disgustado, y
volvió al escritorio. Acarició con melancolía el perfil severo, anguloso, de su
PC, otra de esas manías que lo hacían sentir extraño. Cada vez que entregaba un
relato a un editor tenía que convertir el texto al formato estándar AppleWorks
y guardarlo en un disquete para Macintosh, porque nadie conseguía abrir sus
archivos de Microsoft Office. Cada vez que salía un nuevo programa o un nuevo
juego debía esperar meses antes de que alguien hiciera una versión para
Windows. Y siempre costaba más caro.
Para consolarse abrió el cajón del
escritorio. Bajo un par de guantes de portero de fútbol sacó un pequeño
cuadernillo fotocopiado, de formato reducido, en cuya portada en blanco y negro
destacaba, con caracteres elegantes y ligeramente art nouveau, el
encabezado: El Otro Beautiful, y más abajo: Fanzine de literatura
rosa. Tratándolo con cariño, lo abrió en las primeras páginas, donde,
después de su editorial, estaban impresos dos relatos: uno suyo y otro de un
amigo que firmaba como Claretta Bellisari. Mantenía la revistita escondida,
lejos del alcance de “los otros”. Su novia, por ejemplo, se burlaba de él sin
piedad: decía que su insana pasión por la narrativa rosa era un signo de
infantilismo, y que las cosas importantes en la vida eran otras: los contactos
con extraterrestres, o anticipar el futuro de la humanidad, o imaginar “qué
pasaría si…”. Era eso, según ella, lo que hacía la vida maravillosa y digna de
ser vivida.
Con un nudo en la garganta volvió a
guardar el fascículo en el cajón y, por enésima vez, se preguntó por qué no era
posible vivir escribiendo aquello que realmente deseaba escribir: historias de
amor, de sentimientos, donde pudiera expresar toda la dulzura y la ternura de
su frágil alma. Historias donde los protagonistas no fueran naves espaciales y
viajes en el tiempo, sino delicadas relaciones entre hombres románticos y
mujeres fascinantes.
Lamentablemente, había que mirar la
realidad de frente. Años antes, cuando era más joven, él y un grupito de otros
apasionados habían intentado la aventura del quiosco: habían propuesto una
revistilla, que bautizaron Lo que el viento se llevó, en homenaje a una
vieja y olvidada obra maestra del cine. Fue un desastre. Así que, también para
recuperar el dinero perdido en aquella aventura, Cósmico tuvo que ponerse a
escribir ciencia ficción para revistas que pagaban bien, como Intimidad,
dedicada a los viajes de micronautas dentro del cuerpo humano, y Confidencias,
un rotativo que abordaba el tema de la telepatía. Pero cada vez que tocaba el
teclado del ordenador para escribir un relato, se sentía sucio, le parecía
estar prostituyéndose, vendiendo su alma de escritor por vil dinero.
Por un momento se dejó dominar por
la rabia. Luego una sonrisa maligna se dibujó en su rostro. ¿Qué pasaría si…?
Tomó el mouse y borró el
título que había escrito, sustituyéndolo por otro: Mundo al revés, de
Cósmico Espacial. Ahora tenía una idea. Escribiría un relato sobre un universo
paralelo. Un universo paralelo donde Jules Verne y H. G. Wells hubieran quedado
como pobres escritores populares, y donde, en cambio, Goethe y Manzoni hubieran
sido reconocidos por la crítica y forjado su época; donde la ciencia ficción
fuese leída solo por unos pocos fanáticos excéntricos, y la narrativa rosa, en
cambio, tuviera éxito: películas, seriales, telenovelas programadas en las
cadenas más importantes durante todo el día. Y relatos bien pagados y leídos
por un vasto público.
El dedo quedó suspendido aún sobre
el teclado, mientras la sonrisa demencial se extinguía poco a poco en su rostro
y se transformaba en una mueca de tristeza.
Nadie le publicaría un relato
semejante. Era verdaderamente demasiado, demasiado inverosímil.
Escribió entonces un relato en el
que los lunes, en lugar de comentar torneos de ajedrez, se hablaba solamente de
fútbol.
