Krzysztof Dąbrowski
Ben Whiteman
esperaba con ansiedad el anticipo en efectivo, pero con prudencia no encendía
el holoputer: usar demasiado el aparato consumía verdes, y de momento todavía
tenían fecha de caducidad.
Tenía veinte años y se había
convertido recientemente en estrella del holocinema.
Un año antes había invertido como
un idiota y perdió toda su pasta de la noche a la mañana: mil de las plateadas,
sin límite de tiempo.
Sólo los VIP comerciaban con ese
color y podían invertirlo.
Por si fuera poco, acabó en
rehabilitación, lo que drenó su cuenta de todos los demás colores salvo el
verde.
Por suerte, había aparecido la
invitación para el siguiente holofilme y pronto recuperaría todas sus pérdidas.
El holoteléfono pitó y Ben, que era
aficionado a pasearse desnudo por casa, empezó a vestirse de inmediato.
—¿Quién llama? —preguntó mientras
se metía en una camiseta a toda velocidad.
—Dan Holtz —respondió el aparato
con una agradable voz femenina—. ¿Conectar?
—Conecta —ordenó, con la intención
de saltar rápido dentro del pantalón de chándal, pero se le enredó la pierna,
perdió el equilibrio y se desplomó sobre el sofá. En el instante en que el
interlocutor apareció en el aire, lo primero que vio fue el culo desnudo del
joven actor.
—Ben… —el productor de su futura
película desvió la mirada con desagrado ante aquella visión.
—¡Perdón, Dan! —Ben se subió los
pantalones a toda velocidad y se dio la vuelta con las mejillas ardiendo.
—¿Estás metido en líos con… otra
vez?
—Estoy limpio —aseguró el chico,
levantando las manos.
—Querría que te pasaras por mi
despacho, digamos dentro de una hora.
—Claro, aunque ya hice la holofirma
con el escáner cerebral, así que…
—Ben —lo cortó Holtzman—. Sabes que
en ciertas cosas soy chapado a la antigua, y hay asuntos que prefiero tratar en
vivo, cara a cara.
—Está bien —Ben se esforzó por
contener un suspiro de decepción, porque era justamente lo que habría preferido
evitar después del resbalón de hacía un momento—. Iré.
—Estupendo, nos vemos en una hora
—murmuró el productor, y el holoteléfono se apagó.
—Tus verdes se están acabando —le
informó la voz femenina del sistema de vigilancia del apartamento.
—Genial, justo lo que me faltaba
—masculló el joven actor.
Todo indicaba que tendría que
vender algo de más valor para que le alcanzara para el taxolot.
Miró instintivamente la colección
de estatuillas recibidas en varios festivales de cine, y algo le dolió por
dentro.
Encendió el holoputer, con la
esperanza de que tal vez justo ahora entrara el maldito anticipo. Por
desgracia, no apareció nada nuevo y, presa de un momento de desesperación, se
gastó otro verde más. Al final eligió uno de los premios y se lo guardó en el
bolsillo.
¿Y si…?
—¿Puedo pedir un préstamo?
—preguntó.
—No tienes solvencia crediticia
—respondió el sistema.
—Sería poca cosa y a corto plazo,
cincuenta verdes y en dos días los devuelvo.
—Aun así, no se te considera
solvente.
—Llevo dos meses limpio y he
encontrado trabajo. Hoy o mañana me dan el anticipo.
—Lo siento —comunicó la agradable
voz femenina una respuesta nada agradable.
Ben negó con la cabeza, incrédulo.
Aquello era absurdo. A partir de mañana volvería a ser rico, quizá incluso
desde esa misma tarde, pero por culpa de aquella maldita reunión tenía que
deshacerse de uno de sus recuerdos más queridos.
Se acercó a la puerta, pero la
puerta ni se inmutó.
—Abrí —gruñó, impaciente.
—Negado, ya no te quedan verdes
—contestó con voz ronca masculina el sistema que flotaba sobre la puerta—. Pero
puedes pagar escuchando veinte anuncios.
—Está bien, que así sea —respondió
resignado, esperando que fueran cortos.
—¿Te falta efectivo? ¿No tienes la
solvencia necesaria? ¡Llama o escribe a MomentsX!
—¿Y cómo se supone que pida un
momento si no tengo pasta ni en el holoteléfono ni en el mail? —se exasperó.
—Al parecer, es una publicidad para
los más previsores —replicó el sistema con voz de mujer, mientras la puerta,
con un barítono masculino, soltaba otro anuncio.
La situación era sumamente
irritante, pero por suerte ya no corría peligro de caer en los pegajosos
tentáculos de la dictadura publicitaria que asolaba a los ciudadanos
corrientes. Y aunque cayera en ella por un rato, en cualquier momento volvería
a ser un hombre libre. Pero antes de convertirse en una estrella, cuando era
uno más de los que perseguían papeles frustrados, había sufrido aquello a plena
dosis: todo había que pagarlo consumiendo publicidad. Incluso los sueños eran
creados y patrocinados por las productoras. Fuera lo que fuese lo que soñaras,
el sistema te colaba los productos adecuados y los correspondientes eslóganes
utilizando ondas cerebrales imitadas. Luego sonaba el despertador y, o tenías
monedas para pagar para apagarlo, o tenías que aguantar otro anuncio. Pero lo
peor de todo era que, para tener una erección, también tenías que escuchar unos
cuantos spots, o los nanobots te disolvían algo en el cuerpo y no había forma
de que aquello se levantara a la altura de la tarea. Así que no había más
remedio: los escuchabas o los veías, y el efecto secundario era que algunas
chicas se ponían de mal humor por eso y simplemente no querían hacer nada,
sobre todo porque para activar el anticonceptivo también tenías que tragarte
otra docena de anuncios.
Al final del día, a veces excitado
y abandonado, con una erección que no bajaba, tenía que rematar el asunto por
su cuenta, a escondidas y con una sensación de humillación total.
Se suponía que era un paraíso eso
de poder pagar con anuncios cuando no se tenía dinero, pero en la práctica era
un infierno…
Los ciudadanos corrientes,
incapaces de ganar nada en un mundo robotizado, dominado por la inteligencia
artificial, después de gastar la paga sólo podían salir del paso con eso.
—¿Va a tardar mucho? Tengo prisa y
esta publicidad no se termina nunca —empezó a preocuparse Ben.
—Pueden aparecer algunos
holoanuncios, en lugar de audio.
—Vale, venga —gruñó, y al cabo de
un rato varias personas comenzaron a desfilar por su casa, tan realistas que él
se apartaba instintivamente de su camino, aunque fueran inmateriales. Además,
parloteaban entre sí, sonriendo como ratones frente al queso, mientras
representaban sus escenas.
Ben se mordió el labio, dándose
cuenta con resignación de que las escenas podían durar varios minutos cada una,
así que en tiempo iba a ser lo mismo.
No, no voy a llegar tarde con el
productor por culpa de unos malditos anuncios, se dijo, sobre todo porque su
trasero ya había agotado de sobra el cupo de metidas de pata en lo que se
refería a su jefe actual.
Desesperado, se fue hacia la
ventana, que por suerte estaba entreabierta y no tenía que pagar para abrirla.
—¿Qué estás haciendo? —le alcanzó
aún la voz preocupada del sistema mientras se escurría hacia afuera—. ¿Quizá
necesites un tratamiento urgente con pago aplazado?
—¡A cagar! —siseó.
—Se ha detectado una palabra
vulgar, recibes un punto de penalización.
No pensaba preocuparse por eso.
Apenas salió fuera apareció otro problema: estaba en el tercer piso y el
saliente era estrecho.
Demasiado alto para saltar, ni
hablar de caerse, y bueno, ¿para qué quería un yeso un actor?
Pegado a la pared, empezó a
desplazarse con cautela hacia el pararrayos, que era su única oportunidad para
bajar sin arriesgar la vida.
Cuando por fin llegó al sitio
indicado, jadeando por un fugaz ataque de pánico provocado por una paloma que
le voló delante de la nariz, se dio cuenta de que tenía las palmas de las manos
sudadas por los nervios. Se las secó en los pantalones, pero no sirvió de gran
cosa, como tampoco ayudaba el calor que hacía afuera. Empezó a respirar hondo
para calmarse, esperando que así le dejaran de sudar las manos. Le habría
gustado cerrar los ojos para lograr un mejor efecto, pero temía perder el
equilibrio, de modo que lo descartó. La conciencia de que el tiempo pasaba
tampoco ayudaba; es difícil relajarse cuando uno siente la presión. Además, lo
inquietaba la idea molesta de que, si se quedaba allí colgado demasiado,
alguien lo grabaría o lo enfocarían las cámaras del sistema de la ciudad y el
escándalo estaría servido.
Al final, en un acto de
desesperación, decidió bajar por los balcones; sorprendentemente, le fue
bastante bien hasta alcanzar una altura desde la que ya podía saltar a la acera
sin peligro… momento que la paloma eligió para volver a volarle delante de la
nariz. Soltó la barandilla por reflejo y se tiró, con lo que se enganchó los
pantalones en un cable saliente durante la caída. Eso produjo un feo desgarrón
en la parte trasera; sólo podía alegrarse de no haberse empalado.
Ben se sentía muy incómodo
atravesando la avenida llena de gente con un agujero en el culo, pero aun así
tenía que llegar a la casa de empeños más cercana que conocía.
Tiritando de nervios, sacó una
estatuilla del bolsillo.
—¡Lo conozco! —se iluminó al verlo el
androide que trabajaba allí—. Usted es ese, Bob, ¿cómo se llama…?
—Sí, exacto —Ben no pensaba
corregirlo—. ¿Cuánto me das por ella?
—Bueno, puedo darle veinte verdes.
Ben rechinó los dientes,
considerándolo un timo.
—Vale… pero guárdamela. En uno o
dos días la rescato, pagándote más de lo que te gustaría.
—De acuerdo, señor Bob —respondió
el androide con una sonrisa antinatural, y transfirió el importe calculado al
chip bajo su muñeca.
A Ben se le desplegó ante los ojos
la información de que se habían ingresado veinte verdes. Al mismo tiempo ordenó
mentalmente que se mostrara la hora, y se dio cuenta, horrorizado, de que sólo
le quedaban cuarenta y cinco minutos para la reunión.
Se dio la vuelta tan rápido como
pudo.
—¡Señor Bob! —lo llamó el vendedor.
—¿Sí? —Ben habría perdido la
paciencia hacía rato, pero le debía algo, así que simplemente giró para encarar
al androide.
—Se le ve el trasero, señor Bob.
—Eh… —gimió, desesperado.
—Puedo ayudarle, sólo tiene que
sacar el culo.
—¿Perdón? —tartamudeó Ben al oír la
extraña propuesta.
—Si no, no puedo coser —añadió,
cohibido, el androide.
Qué le iba a hacer; no le hacía
ninguna gracia que el jefe le viera el trasero por segunda vez en el día.
Se inclinó hacia delante y notó
unos pinchazos en las nalgas, por suerte acompañados de la sensación de que la
tela volvía a cubrirlas. Todo habría ido bien de no ser porque, en un momento
dado, sintió un pinchazo doloroso. Chistó y se incorporó de golpe.
—Lo siento —murmuró horrorizado el
androide—. La aguja se fue un poco de lado, pero… está cosido.
Ben se palpó la parte de atrás del
pantalón y, efectivamente, no quedaba rastro del agujero.
—Gracias —murmuró, y se dirigió a
la salida.
—¡Señor Bob! —gritó el vendedor.
—¿Sí? —Ben ya habría perdido la
paciencia, pero al fin y al cabo le debía una.
—¿Podemos hacernos una foto juntos,
señor Bob? Soy su mayor admirador. Las he visto todas…
—La IA puede generarla.
—Pero no sería de verdad —protestó
el androide.
Como si lo fueras, pensó Ben,
posando con el mayor admirador de Bob; fuera quien fuese.
Apenas salió a la calle, ordenó
enseguida un taxolot a través de la red cerebral.
Temía tener que esperar un buen
rato, pero cuando todo va mal, algo tiene que salir bien, y así fue. El
taxolot, viejo y sucio, apareció en un abrir y cerrar de ojos, aterrizando con
un sospechoso chirrido de motores.
—A su servicio —dijo mecánicamente,
sonando como si un robot estuviera vomitando tornillos.
Pese a la invitación, todas las
puertas seguían cerradas.
—Se traban —explicó disculpándose
al ver las cejas alzadas de Ben—. Hay que darles una buena patada.
Ben dio una buena patada, y lo hizo
con tanta fuerza que se lastimó un dedo del pie. Jadeando de dolor, apretó los
dientes mientras la puerta se levantaba con un chirrido espantoso.
—Se le ha cargado un punto de
penalización por destrucción de la propiedad. Se le cobra de inmediato una
multa de cinco verdes —anunció una voz mecánica desde el interior del taxi
volador.
Sonó un clic electrónico y se le
mostró la información del nuevo saldo.
—¿Pero cómo que…?
—Disculpe —respondió el taxolot—.
Me instalaron un detector de conducta antisocial, pero es el sistema quien
aplica las multas, por desgracia a través de mí.
—Haberlo dicho y habría pedido otro
taxolot —replicó Ben con reproche.
—Y yo habría perdido un cliente
—murmuró el vehículo.
Ben suspiró desolado y se metió
dentro.
—¿A dónde volamos?
—Glen Runciter 9.
—Quince verdes. Pago por adelantado
—informó la cabina voladora.
Por un instante Ben pensó en
regatear, pero sabía que sería inútil, así que sólo acercó la muñeca al punto
de pago y, al cabo de un momento, lo habían desplumado de todos los puntos que
le quedaban.
Al poco tiempo levantaron el vuelo
y empezó a salir una charla de los altavoces.
—Humanidad, ¿en qué nos hemos
convertido? —La voz temblorosa sonaba como si perteneciera a algún anciano
flemático. Hubo un momento de silencio, y la misma voz comenzó a responderse—. Somos
robots biológicos autorreplicantes con una fecha de caducidad predeterminada.
Estamos programados para que nos muevan impulsos codificados para intentar
sobrevivir en este infierno, produciendo más individuos humanos, más portadores
de almas reencarnadas. No somos más que un juego de experiencias para ellas.
—¿Se puede apagar eso? —Ben ya
estaba harto de charlas filosóficas de las que entendía poco.
—No, porque estoy escuchando sobre
las almas.
—No tienes alma.
—¿Y cómo lo sabes? —arremetió el
taxolot—. ¿Y si te digo que soy el alma de un taxista que decidió poseer este
taxolot para seguir haciendo lo que ama, qué me dirías?
Ben se quedó callado, horrorizado,
porque justo se acababa de hacer una pregunta: ¿Podía la inteligencia
artificial estar mentalmente enferma?
Cuando entró en el despacho de
Holtz, se alegró de seguir vivo.
—Hola, Ben, pasa. —Entró—. ¿Quieres
tomar algo? —Ben negó con la cabeza; le encantaría beber algo más fuerte, pero
sabía que eso sólo podía acabar mal—. No me gusta decir estas cosas por
computadora, prefiero cara a cara. Ben, tengo malas noticias: no vas a actuar
en esta holopelícula.
—¿Quééé? —Ben quedó horrorizado.
—El gobierno aprobó una nueva ley y
otra vez se puede usar inteligencia artificial en todas las artes. Por lo
tanto, los actores de nuestra película serán generados.
—¡Pero si tenemos contrato! ¡Estoy
esperando el anticipo! —Ben se puso rojo como un tomate.
—Lo siento, se ha cancelado.
¿Leíste el contrato? Mirá —Dan señaló con el dedo la anotación en el punto
trece.
Estaba escrita con letra diminuta y
establecía que el productor podía despedir al actor en cualquier momento y
cancelar el anticipo. Claro, ¿quién lee los contratos? Y menos cuando te
apuran…
—Pero me gustaría comprarte los
derechos de uso de tu imagen para la película. Por cinco plateadas.
—¿Por cuánto…? —Ben se sintió
asqueado. Se marchó dando un portazo.
—Si cambias de opinión puedes pasar
por aquí —le gritó Holtzman.
Al diablo los cineastas, pensó Ben
al salir del edificio. Soy famoso, en cualquier teatro habrá un papel para mí.
Reconfortado por esa idea, de
camino a casa decidió pasar por uno de los varios teatros de la ciudad.
—Lo siento mucho, pero no vas a
encontrar trabajo ni aquí ni en ningún teatro —el director artístico parecía
visiblemente incómodo.
—No entiendo…
El director suspiró e hizo un gesto
para que Ben lo siguiera.
Al cabo de un rato se encontraron
detrás del escenario, donde varios actores ensayaban.
El director se acercó a uno de
ellos y lo tocó detrás de la oreja.
El hombre se quedó inmóvil al
instante y los ojos se le pusieron en blanco.
—Androides… —murmuró Ben, y se le
llenaron los ojos de lágrimas.
Krzysztof T. Dąbrowski nació en Łódź y vive
en Cracovia, Polonia. Es autor de los libros: Nasmierciny (2008), Anima
vilis (2010), Grobbing (2012), Z życia Dr.
Abble (2013), Anomalia (2016), Ucieczka (2017), Nie
w inność (2019), Nieznośna niewyraźność bytu (2022)
y Obyś żył w ciekawych czasach (2023). Sus historias han
sido traducidas y publicadas en revistas y antologías de Estados Unidos,
Eslovaquia, República Checa, Hungría, Rusia, Alemania, Italia, Inglaterra,
España, Israel, Brasil, México y Argentina.
