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jueves, 4 de diciembre de 2025

EL ACTOR

Krzysztof Dąbrowski

 

Ben Whiteman esperaba con ansiedad el anticipo en efectivo, pero con prudencia no encendía el holoputer: usar demasiado el aparato consumía verdes, y de momento todavía tenían fecha de caducidad.

Tenía veinte años y se había convertido recientemente en estrella del holocinema.

Un año antes había invertido como un idiota y perdió toda su pasta de la noche a la mañana: mil de las plateadas, sin límite de tiempo.

Sólo los VIP comerciaban con ese color y podían invertirlo.

Por si fuera poco, acabó en rehabilitación, lo que drenó su cuenta de todos los demás colores salvo el verde.

Por suerte, había aparecido la invitación para el siguiente holofilme y pronto recuperaría todas sus pérdidas.

El holoteléfono pitó y Ben, que era aficionado a pasearse desnudo por casa, empezó a vestirse de inmediato.

—¿Quién llama? —preguntó mientras se metía en una camiseta a toda velocidad.

—Dan Holtz —respondió el aparato con una agradable voz femenina—. ¿Conectar?

—Conecta —ordenó, con la intención de saltar rápido dentro del pantalón de chándal, pero se le enredó la pierna, perdió el equilibrio y se desplomó sobre el sofá. En el instante en que el interlocutor apareció en el aire, lo primero que vio fue el culo desnudo del joven actor.

—Ben… —el productor de su futura película desvió la mirada con desagrado ante aquella visión.

—¡Perdón, Dan! —Ben se subió los pantalones a toda velocidad y se dio la vuelta con las mejillas ardiendo.

—¿Estás metido en líos con… otra vez?

—Estoy limpio —aseguró el chico, levantando las manos.

—Querría que te pasaras por mi despacho, digamos dentro de una hora.

—Claro, aunque ya hice la holofirma con el escáner cerebral, así que…

—Ben —lo cortó Holtzman—. Sabes que en ciertas cosas soy chapado a la antigua, y hay asuntos que prefiero tratar en vivo, cara a cara.

—Está bien —Ben se esforzó por contener un suspiro de decepción, porque era justamente lo que habría preferido evitar después del resbalón de hacía un momento—. Iré.

—Estupendo, nos vemos en una hora —murmuró el productor, y el holoteléfono se apagó.

—Tus verdes se están acabando —le informó la voz femenina del sistema de vigilancia del apartamento.

—Genial, justo lo que me faltaba —masculló el joven actor.

Todo indicaba que tendría que vender algo de más valor para que le alcanzara para el taxolot.

Miró instintivamente la colección de estatuillas recibidas en varios festivales de cine, y algo le dolió por dentro.

Encendió el holoputer, con la esperanza de que tal vez justo ahora entrara el maldito anticipo. Por desgracia, no apareció nada nuevo y, presa de un momento de desesperación, se gastó otro verde más. Al final eligió uno de los premios y se lo guardó en el bolsillo.

¿Y si…?

—¿Puedo pedir un préstamo? —preguntó.

—No tienes solvencia crediticia —respondió el sistema.

—Sería poca cosa y a corto plazo, cincuenta verdes y en dos días los devuelvo.

—Aun así, no se te considera solvente.

—Llevo dos meses limpio y he encontrado trabajo. Hoy o mañana me dan el anticipo.

—Lo siento —comunicó la agradable voz femenina una respuesta nada agradable.

Ben negó con la cabeza, incrédulo. Aquello era absurdo. A partir de mañana volvería a ser rico, quizá incluso desde esa misma tarde, pero por culpa de aquella maldita reunión tenía que deshacerse de uno de sus recuerdos más queridos.

Se acercó a la puerta, pero la puerta ni se inmutó.

—Abrí —gruñó, impaciente.

—Negado, ya no te quedan verdes —contestó con voz ronca masculina el sistema que flotaba sobre la puerta—. Pero puedes pagar escuchando veinte anuncios.

—Está bien, que así sea —respondió resignado, esperando que fueran cortos.

—¿Te falta efectivo? ¿No tienes la solvencia necesaria? ¡Llama o escribe a MomentsX!

—¿Y cómo se supone que pida un momento si no tengo pasta ni en el holoteléfono ni en el mail? —se exasperó.

—Al parecer, es una publicidad para los más previsores —replicó el sistema con voz de mujer, mientras la puerta, con un barítono masculino, soltaba otro anuncio.

La situación era sumamente irritante, pero por suerte ya no corría peligro de caer en los pegajosos tentáculos de la dictadura publicitaria que asolaba a los ciudadanos corrientes. Y aunque cayera en ella por un rato, en cualquier momento volvería a ser un hombre libre. Pero antes de convertirse en una estrella, cuando era uno más de los que perseguían papeles frustrados, había sufrido aquello a plena dosis: todo había que pagarlo consumiendo publicidad. Incluso los sueños eran creados y patrocinados por las productoras. Fuera lo que fuese lo que soñaras, el sistema te colaba los productos adecuados y los correspondientes eslóganes utilizando ondas cerebrales imitadas. Luego sonaba el despertador y, o tenías monedas para pagar para apagarlo, o tenías que aguantar otro anuncio. Pero lo peor de todo era que, para tener una erección, también tenías que escuchar unos cuantos spots, o los nanobots te disolvían algo en el cuerpo y no había forma de que aquello se levantara a la altura de la tarea. Así que no había más remedio: los escuchabas o los veías, y el efecto secundario era que algunas chicas se ponían de mal humor por eso y simplemente no querían hacer nada, sobre todo porque para activar el anticonceptivo también tenías que tragarte otra docena de anuncios.

Al final del día, a veces excitado y abandonado, con una erección que no bajaba, tenía que rematar el asunto por su cuenta, a escondidas y con una sensación de humillación total.

Se suponía que era un paraíso eso de poder pagar con anuncios cuando no se tenía dinero, pero en la práctica era un infierno…

Los ciudadanos corrientes, incapaces de ganar nada en un mundo robotizado, dominado por la inteligencia artificial, después de gastar la paga sólo podían salir del paso con eso.

—¿Va a tardar mucho? Tengo prisa y esta publicidad no se termina nunca —empezó a preocuparse Ben.

—Pueden aparecer algunos holoanuncios, en lugar de audio.

—Vale, venga —gruñó, y al cabo de un rato varias personas comenzaron a desfilar por su casa, tan realistas que él se apartaba instintivamente de su camino, aunque fueran inmateriales. Además, parloteaban entre sí, sonriendo como ratones frente al queso, mientras representaban sus escenas.

Ben se mordió el labio, dándose cuenta con resignación de que las escenas podían durar varios minutos cada una, así que en tiempo iba a ser lo mismo.

No, no voy a llegar tarde con el productor por culpa de unos malditos anuncios, se dijo, sobre todo porque su trasero ya había agotado de sobra el cupo de metidas de pata en lo que se refería a su jefe actual.

Desesperado, se fue hacia la ventana, que por suerte estaba entreabierta y no tenía que pagar para abrirla.

—¿Qué estás haciendo? —le alcanzó aún la voz preocupada del sistema mientras se escurría hacia afuera—. ¿Quizá necesites un tratamiento urgente con pago aplazado?

—¡A cagar! —siseó.

—Se ha detectado una palabra vulgar, recibes un punto de penalización.

No pensaba preocuparse por eso. Apenas salió fuera apareció otro problema: estaba en el tercer piso y el saliente era estrecho.

Demasiado alto para saltar, ni hablar de caerse, y bueno, ¿para qué quería un yeso un actor?

Pegado a la pared, empezó a desplazarse con cautela hacia el pararrayos, que era su única oportunidad para bajar sin arriesgar la vida.

Cuando por fin llegó al sitio indicado, jadeando por un fugaz ataque de pánico provocado por una paloma que le voló delante de la nariz, se dio cuenta de que tenía las palmas de las manos sudadas por los nervios. Se las secó en los pantalones, pero no sirvió de gran cosa, como tampoco ayudaba el calor que hacía afuera. Empezó a respirar hondo para calmarse, esperando que así le dejaran de sudar las manos. Le habría gustado cerrar los ojos para lograr un mejor efecto, pero temía perder el equilibrio, de modo que lo descartó. La conciencia de que el tiempo pasaba tampoco ayudaba; es difícil relajarse cuando uno siente la presión. Además, lo inquietaba la idea molesta de que, si se quedaba allí colgado demasiado, alguien lo grabaría o lo enfocarían las cámaras del sistema de la ciudad y el escándalo estaría servido.

Al final, en un acto de desesperación, decidió bajar por los balcones; sorprendentemente, le fue bastante bien hasta alcanzar una altura desde la que ya podía saltar a la acera sin peligro… momento que la paloma eligió para volver a volarle delante de la nariz. Soltó la barandilla por reflejo y se tiró, con lo que se enganchó los pantalones en un cable saliente durante la caída. Eso produjo un feo desgarrón en la parte trasera; sólo podía alegrarse de no haberse empalado.

Ben se sentía muy incómodo atravesando la avenida llena de gente con un agujero en el culo, pero aun así tenía que llegar a la casa de empeños más cercana que conocía.

Tiritando de nervios, sacó una estatuilla del bolsillo.

—¡Lo conozco! —se iluminó al verlo el androide que trabajaba allí—. Usted es ese, Bob, ¿cómo se llama…?

—Sí, exacto —Ben no pensaba corregirlo—. ¿Cuánto me das por ella?

—Bueno, puedo darle veinte verdes.

Ben rechinó los dientes, considerándolo un timo.

—Vale… pero guárdamela. En uno o dos días la rescato, pagándote más de lo que te gustaría.

—De acuerdo, señor Bob —respondió el androide con una sonrisa antinatural, y transfirió el importe calculado al chip bajo su muñeca.

A Ben se le desplegó ante los ojos la información de que se habían ingresado veinte verdes. Al mismo tiempo ordenó mentalmente que se mostrara la hora, y se dio cuenta, horrorizado, de que sólo le quedaban cuarenta y cinco minutos para la reunión.

Se dio la vuelta tan rápido como pudo.

—¡Señor Bob! —lo llamó el vendedor.

—¿Sí? —Ben habría perdido la paciencia hacía rato, pero le debía algo, así que simplemente giró para encarar al androide.

—Se le ve el trasero, señor Bob.

—Eh… —gimió, desesperado.

—Puedo ayudarle, sólo tiene que sacar el culo.

—¿Perdón? —tartamudeó Ben al oír la extraña propuesta.

—Si no, no puedo coser —añadió, cohibido, el androide.

Qué le iba a hacer; no le hacía ninguna gracia que el jefe le viera el trasero por segunda vez en el día.

Se inclinó hacia delante y notó unos pinchazos en las nalgas, por suerte acompañados de la sensación de que la tela volvía a cubrirlas. Todo habría ido bien de no ser porque, en un momento dado, sintió un pinchazo doloroso. Chistó y se incorporó de golpe.

—Lo siento —murmuró horrorizado el androide—. La aguja se fue un poco de lado, pero… está cosido.

Ben se palpó la parte de atrás del pantalón y, efectivamente, no quedaba rastro del agujero.

—Gracias —murmuró, y se dirigió a la salida.

—¡Señor Bob! —gritó el vendedor.

—¿Sí? —Ben ya habría perdido la paciencia, pero al fin y al cabo le debía una.

—¿Podemos hacernos una foto juntos, señor Bob? Soy su mayor admirador. Las he visto todas…

—La IA puede generarla.

—Pero no sería de verdad —protestó el androide.

Como si lo fueras, pensó Ben, posando con el mayor admirador de Bob; fuera quien fuese.

Apenas salió a la calle, ordenó enseguida un taxolot a través de la red cerebral.

Temía tener que esperar un buen rato, pero cuando todo va mal, algo tiene que salir bien, y así fue. El taxolot, viejo y sucio, apareció en un abrir y cerrar de ojos, aterrizando con un sospechoso chirrido de motores.

—A su servicio —dijo mecánicamente, sonando como si un robot estuviera vomitando tornillos.

Pese a la invitación, todas las puertas seguían cerradas.

—Se traban —explicó disculpándose al ver las cejas alzadas de Ben—. Hay que darles una buena patada.

Ben dio una buena patada, y lo hizo con tanta fuerza que se lastimó un dedo del pie. Jadeando de dolor, apretó los dientes mientras la puerta se levantaba con un chirrido espantoso.

—Se le ha cargado un punto de penalización por destrucción de la propiedad. Se le cobra de inmediato una multa de cinco verdes —anunció una voz mecánica desde el interior del taxi volador.

Sonó un clic electrónico y se le mostró la información del nuevo saldo.

—¿Pero cómo que…?

—Disculpe —respondió el taxolot—. Me instalaron un detector de conducta antisocial, pero es el sistema quien aplica las multas, por desgracia a través de mí.

—Haberlo dicho y habría pedido otro taxolot —replicó Ben con reproche.

—Y yo habría perdido un cliente —murmuró el vehículo.

Ben suspiró desolado y se metió dentro.

—¿A dónde volamos?

—Glen Runciter 9.

—Quince verdes. Pago por adelantado —informó la cabina voladora.

Por un instante Ben pensó en regatear, pero sabía que sería inútil, así que sólo acercó la muñeca al punto de pago y, al cabo de un momento, lo habían desplumado de todos los puntos que le quedaban.

Al poco tiempo levantaron el vuelo y empezó a salir una charla de los altavoces.

—Humanidad, ¿en qué nos hemos convertido? —La voz temblorosa sonaba como si perteneciera a algún anciano flemático. Hubo un momento de silencio, y la misma voz comenzó a responderse—. Somos robots biológicos autorreplicantes con una fecha de caducidad predeterminada. Estamos programados para que nos muevan impulsos codificados para intentar sobrevivir en este infierno, produciendo más individuos humanos, más portadores de almas reencarnadas. No somos más que un juego de experiencias para ellas.

—¿Se puede apagar eso? —Ben ya estaba harto de charlas filosóficas de las que entendía poco.

—No, porque estoy escuchando sobre las almas.

—No tienes alma.

—¿Y cómo lo sabes? —arremetió el taxolot—. ¿Y si te digo que soy el alma de un taxista que decidió poseer este taxolot para seguir haciendo lo que ama, qué me dirías?

Ben se quedó callado, horrorizado, porque justo se acababa de hacer una pregunta: ¿Podía la inteligencia artificial estar mentalmente enferma?

Cuando entró en el despacho de Holtz, se alegró de seguir vivo.

—Hola, Ben, pasa. —Entró—. ¿Quieres tomar algo? —Ben negó con la cabeza; le encantaría beber algo más fuerte, pero sabía que eso sólo podía acabar mal—. No me gusta decir estas cosas por computadora, prefiero cara a cara. Ben, tengo malas noticias: no vas a actuar en esta holopelícula.

—¿Quééé? —Ben quedó horrorizado.

—El gobierno aprobó una nueva ley y otra vez se puede usar inteligencia artificial en todas las artes. Por lo tanto, los actores de nuestra película serán generados.

—¡Pero si tenemos contrato! ¡Estoy esperando el anticipo! —Ben se puso rojo como un tomate.

—Lo siento, se ha cancelado. ¿Leíste el contrato? Mirá —Dan señaló con el dedo la anotación en el punto trece.

Estaba escrita con letra diminuta y establecía que el productor podía despedir al actor en cualquier momento y cancelar el anticipo. Claro, ¿quién lee los contratos? Y menos cuando te apuran…

—Pero me gustaría comprarte los derechos de uso de tu imagen para la película. Por cinco plateadas.

—¿Por cuánto…? —Ben se sintió asqueado. Se marchó dando un portazo.

—Si cambias de opinión puedes pasar por aquí —le gritó Holtzman.

Al diablo los cineastas, pensó Ben al salir del edificio. Soy famoso, en cualquier teatro habrá un papel para mí.

Reconfortado por esa idea, de camino a casa decidió pasar por uno de los varios teatros de la ciudad.

—Lo siento mucho, pero no vas a encontrar trabajo ni aquí ni en ningún teatro —el director artístico parecía visiblemente incómodo.

—No entiendo…

El director suspiró e hizo un gesto para que Ben lo siguiera.

Al cabo de un rato se encontraron detrás del escenario, donde varios actores ensayaban.

El director se acercó a uno de ellos y lo tocó detrás de la oreja.

El hombre se quedó inmóvil al instante y los ojos se le pusieron en blanco.

—Androides… —murmuró Ben, y se le llenaron los ojos de lágrimas.

Krzysztof T. Dąbrowski nació en Łódź y vive en Cracovia, Polonia. Es autor de los libros: Nasmierciny (2008), Anima vilis (2010), Grobbing (2012), Z życia Dr. Abble (2013), Anomalia (2016), Ucieczka (2017), Nie w inność (2019), Nieznośna niewyraźność bytu (2022) y Obyś żył w ciekawych czasach (2023).  Sus historias han sido traducidas y publicadas en revistas y antologías de Estados Unidos, Eslovaquia, República Checa, Hungría, Rusia, Alemania, Italia, Inglaterra, España, Israel, Brasil, México y Argentina.

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