Tatjana Milivojčević
La tercera
dimensión de la realidad.
Las personas que habitan la tercera
dimensión de la realidad solo ven el mundo material al que atan sus emociones y
opiniones. Sin embargo, existen cosas que ellos no ven…
“La vida, sea como sea, es mejor
que la fantasía, de la misma forma que la salud es mejor que la enfermedad.” Iván
Serguéievich Turguénev.
Ambulatorio Covid,
antigua área de Urgencias.
Este virus es como Dios. Se cuela
en cada poro de nuestras vidas, se instala, se acomoda. Y luego acecha y atrapa
a sus víctimas. Nadie sabe si ella será la siguiente.
En el hospital ya no hay nada más
urgente que él. De pronto, como si todas las demás enfermedades hubieran
desaparecido; fuera del coronavirus ya no existe nada. Está en todas partes.
Somos doce en la sala de espera, si
es que puede llamarse así. El garaje donde antes las ambulancias traían a los
heridos graves y moribundos se ha convertido en ambulatorio covid. Ahora casi
nunca traen a nadie; la mayoría entramos por nuestra cuenta, nos estacionamos
como coches viejos en las sillas y esperamos a que nos llamen. Y no tenemos ni
idea de dónde tendremos que ir después, qué será de nosotros. Lo sabremos sobre
la marcha. Porque aquí el personal sanitario casi siempre calla. Y se apresura.
Nos miramos, como si intentáramos
leernos la mente unos a otros. Como si en la mirada quisiéramos descubrir si el
otro está mejor o peor que nosotros, o que aquellos a quienes hemos traído como
acompañantes.
Milica tiene fiebre. Es asmática,
usa inhalador; Flixotide a diario, Berodual durante las crisis. Por eso estoy
fuera de mí. ¿Y si tiene coronavirus? Dicen que los como ella pertenecen al
grupo de riesgo. Una avalancha de pensamientos negros me recorre mientras me
hundo en sus ojos negros como el hollín…
Intento convencerme de que no es
nada grave y que todo saldrá bien, pero no lo consigo. El estómago se me anuda.
Como si los intestinos se enredaran y el estómago, como si me hubiera tragado
una piedra. Sudo. Me tiemblan las manos. ¡Dios, que no le pase nada!
La mascarilla me asfixia. Necesito
aire fresco. Siento que una sola inhalación profunda me devolvería las fuerzas.
Soy como una leona herida, pero lista para saltar. Seré más rápida que la
enfermedad, seré más rápida que la muerte. No dejaré que ninguna de ellas toque
a mi hija. Que me lleven a mí.
En la silla junto a la puerta del
consultorio, una mujer flaca, de mediana edad, lleva un traje gastado, dos
tallas más grande, que la hace parecer mayor. Aprieta contra el pecho a una
niña de unos trece años. Los dedos se le han puesto blancos de tanto sujetarla
por los hombros, como si temiera soltarla. La niña no deja de toser.
El personal del hospital cruza el
pasillo. Están apresurados, serios, cansados y asustados. La mirada perdida,
como si miraran a ninguna parte.
Ninguno de ellos ve la densa nube
negra que flota encima de sus cabezas…
De la oscuridad brotan decenas de
cabezas, cada una con mandíbulas abiertas llenas de dientes perlados y negros.
Las quijadas castañetean en silencio. Parecen criaturas que deliberan a quién
devorar.
Cuellos largos y nebulosos empiezan
a enroscarse alrededor de los pechos y cabezas de la gente.
La neblina negra se desliza por la
nariz de la niña de trece años.
La cuarta dimensión.
En la cuarta dimensión de la
realidad, las personas se perciben como “despiertas”, y trasladan sus
necesidades del mundo material hacia la búsqueda de conocimiento y del sentido.
Pero aún no se han liberado del “ego” ni del juicio hacia los demás. Poseen
intuición desarrollada y tienen ideas.
“A un hombre se le puede arrebatar
todo salvo una cosa: la última de las libertades humanas: elegir la actitud
personal que tomará ante cualquier circunstancia, elegir su propio camino.” Viktor
Frankl.
Ingreso Covid.
Tercer piso del hospital general. El pasillo lo separa del departamento de
Psiquiatría.
La tos me está matando. No pasa un
minuto sin que tosa. Me desgarra los pulmones. No hay flema, solo una tos seca
y áspera. A mi alrededor hay pacientes covid leves y graves. Sombríos,
mortalmente serios, con los ojos desorbitados. Como si nos hubiéramos
transformado en ojos. Y dentro de ellos no hay nada más que miedo.
No estoy asustado, aunque los
médicos dicen que la inflamación ha afectado ambos pulmones. Yo sé lo que ellos
no saben: estaré bien. La intuición es mi punto fuerte. Lo siento: será duro,
llevará tiempo, pero al final saldré victorioso.
No soy de los que dicen que el
coronavirus no existe, que es un invento; pero el pánico lo supera todo. Sé lo
que está pasando. A menudo les digo a mis alumnos que yo sé, mientras ellos aún
están aprendiendo. No me considero un ególatra; simplemente, yo estoy en un
camino y ellos en otro. Cada uno crece a su ritmo. Pero el pánico lo ahoga
todo. También el crecimiento.
Y mi crecimiento se detuvo. Como
una tortuga, me metí en mi caparazón y no dejo entrar a nadie. Siempre enfrento
mis problemas solo. Ya me imagino la diversión que tendremos el coronavirus y
yo. Por ahora, uno a cero para él. Pero ahora es mi turno. Bajo el caparazón no
hay lugar para dos.
Aquí reina un miedo primordial a la
muerte. Es palpable y pegajoso. Basta con sentarte cerca de alguien y su miedo
se te pega como un chicle, y luego cuesta quitártelo. En mí solo hay un grano.
Solo temo que me conecten a un respirador. He oído que pocos salen vivos.
En el hombro derecho del profesor,
un ángel frunce el ceño. Pesado este hombre suyo. Aunque va por buen camino,
siempre se hunde de nuevo en la tercera dimensión. ¿Cuántas señales necesita
para entender que no debe volver a lo de antes? Es cierto que está despierto e
iluminado, pero es irritantemente engreído. No se moverá pronto de este escalón
del desarrollo, piensa el alado.
La quinta dimensión.
En la quinta dimensión de la
realidad todo es uno, y uno es todo. Las personas sienten una profunda conexión
con todo y con todos. La energía de las emociones se expande como un virus.
Llega el despertar.
“Cada día es como una pequeña vida:
todo despertar es un pequeño nacimiento, todo descanso y sueño es una pequeña
muerte.” Arthur Schopenhauer.
La sala de
respiradores.
Semipenumbra. El aire huele a
alcohol y a yodo. El sonido de las máquinas es aterrador, recuerda al gruñido
de un perro rabioso.
La mitad de los pacientes está en
coma inducido, la otra mitad está despierta y consciente. Algunos reciben
oxígeno. Ya sea por la luz azulada o por la enfermedad, la piel que asoma bajo
las sábanas es casi gris. Están todos muy delgados.
El personal camina en silencio,
casi de puntillas. Incluso la alarma está disminuida. Su sonido provoca terror.
Cuando se enciende, es señal de emergencia. Significa que una vida se apaga. Y
entonces estalla el caos.
Lúcidos pero urgidos, los
camilleros esconden con sus cuerpos al moribundo mientras luchan por la chispa
de vida que queda en él. Los que están despiertos se hunden bajo las mantas o
giran la cabeza, como si así pudieran protegerse. Y esperan que todo termine.
En la cama del rincón derecho, una
anciana. Debe rondar los setenta y cinco. Su piel no es gris como la de los
demás, sino completamente blanca. Respira con dificultad, a pesar de estar
conectada a oxígeno.
Ha escuchado la alarma siete veces
y ha visto cuatro cuerpos en bolsas. Las bolsas vacías están ordenadas en una
mesa del otro extremo. Las mira todos los días. ¿Irá ella a una de ellas?, se
pregunta.
Aún no, le llega una respuesta, de
algún lugar, a su conciencia.
No se sorprende: sabe que existen
seres que el ojo humano no ve. Siempre ha podido sentirlos y oírlos, y a veces
verlos.
La anciana está llena de amor.
Incluso a estas personas con las que comparte la sala de respiradores, las ama,
aunque no conozca a ninguna. Sin embargo, no intenta sanarlas, aunque puede
hacerlo. No porque no quiera, sino porque le dijeron que no debe. Ellos están
en su camino de cambio de conciencia, ella en el suyo. Su tarea ahora es solo
observar.
La enfermedad le fue dada para que
su alma creciera y madurara. Quienes la conocen dirían: “¿Puede ser mejor de lo
que ya es?” Sí. El ser humano siempre puede ser una versión mejor de sí mismo.
Si está dispuesto a crecer. Y si quiere.
Aunque en el cuerpo de una anciana,
su energía es fuerte como un volcán en erupción, y limpia. La vejez huele mal,
pero ella huele a siempreviva y albahaca.
Lucha por el aire. Intenta respirar
despacio.
En el cielo, de pronto surge alguna
nube negra, como una semilla, y como una semilla brota y crece, cubre toda la
ciudad en lo que dura un parpadeo. En la sala, la luz tenue mantiene a raya la
oscuridad. La respiración de la anciana se ha estabilizado un poco. Parpadea
inquieta mientras cae en el sueño.
Los sueños engendran monstruos. Así
también, sobre su cama, una sombra extraña, ondulante, se expande desde la
pared hasta el cabecero. Nada en ella es reconocible, amorfa, sin brazos ni
piernas, sin garras ni dientes, y sin embargo…
La sombra toma forma. Una figura
femenina estilizada –o al menos parecida a una mujer bella–, con largo cabello
alborotado que va de un lado a otro sobre la cama. Gira la cabeza como un globo
terráqueo en clase de geografía, buscando: ¿a quién? Y entonces estira un
brazo, como una serpiente amazónica, y con sus garras golpea a un hombre
corpulento de mediana edad. Él ya estaba en coma, así que podía hacer con él lo
que quisiera.
La anciana despierta y se incorpora
lentamente. La figura oscura huele alrededor del durmiente. Mientras mueve la
cabeza de un lado a otro, la anciana distingue su rostro: un rostro que solo
podría describirse con una palabra: terror. El cuerpo se le paraliza. ¡Ni el
meñique puede mover!
Los dientes afilados dominan la
cara. En lugar de ojos, dos abismos oscuros. Su sonrisa vibra como una cuerda
de tambura, una sonrisa acusadora, al parecer, porque enseguida las fauces se
hunden en el cuello del moribundo. La sombra se tiñe de sangre. La alarma
suena. La anciana se desmaya.
Por la mañana no recordará nada,
piensa el ángel guardián. Mejor para ella. De lo contrario, difícilmente
sostendría su lema de que el amor está en todo y en todas partes.
El punto cero.
El punto cero es el puente entre
nuestra imaginación y la realidad, y el espejo donde se reflejan todos nuestros
pensamientos y creencias. Bregden, G. La matriz divina.
“Al tiempo hay que someterse.” Proverbio
latino.
Hoy es un día
difícil para el personal de psiquiatría. Cinco ingresos son demasiado para un
solo técnico. La gente, en estos tiempos, está muy inestable psicológicamente,
piensa el técnico de treinta años. ¿Y cómo no estarlo, con un virus mortal
rondando? Todos están asustados, por sí mismos y por los suyos. Incluso los
mentalmente sanos se vuelven depresivos, porque a esta maldita pandemia no se
le ve el final.
Los pensamientos le revolotean
mientras reparte la medicación. Solo falta preparar las dosis para el turno de
la mañana y podrá descansar. Al entrar en la sala de terapias, ve a la
limpiadora. Empuja un carrito de limpieza. Abre la puerta con la mano izquierda.
La deja de par en par; luego volverá a cerrarla. Por seguridad, todo debe estar
con llave.
El teléfono de la limpiadora cae al
suelo. Al agacharse para recogerlo, con el rabillo del ojo ve una figura que
sale corriendo por la puerta y desaparece en las escaleras que llevan al
desván. Seguro es una enfermera que, como ella, sube al techo a fumar, piensa.
Volverá a comprobarlo cuando deje el carrito.
En la azotea del hospital, justo al
borde, un hombre en pijama. Mira hacia la calle ciega. Desde ese ángulo puede
ver su final. Cercada por muros en tres lados. Le recuerda a una prisión, o a
un ataúd, quizá también a una caja donde depositará su cuerpo como un regalo.
La vida es un regalo; ¿por qué la muerte no habría de serlo?, piensa,
sonriendo.
El frío lo asfixia desde que nació.
Casi palpable y duro como el cemento. En la cara de su padre, que lo golpea por
enésima vez sin piedad. En el corazón de su madre, que lo mira indiferente
cuando llora por una rodilla pelada. En el ojo de su esposa cuando le dice que
lo deja porque se ha enamorado de otro tipo.
Cemento y hueso son lo más duro.
Nada los atraviesa, piensa. Pero este virus ha logrado colarse en sus huesos,
perforar su cráneo y convertir su cerebro en papilla. Ya no puede soportarlo.
—¡Soy un pájaro! Mis alas son
suaves, blancas, translúcidas. —Levanta los brazos a la altura de los hombros—.
Mi hogar es el gran cielo azul. ¡Estoy volando! —grita y se lanza al vacío de
cemento.
Rojo y gris. Vida y muerte. Hombre
y cemento.
Y entre ambos: miedo.
Tentación.
Esperanza.
Y el virus.
Los relatos y poemas de Tatjana Milivojčević han sido
publicados en antologías de festivales de la región, así como en numerosas
antologías, revistas y sitios web (Serbia, Montenegro, Bosnia y Herzegovina,
Croacia). En 2015 publicó el libro de cuentos infantiles Historias
interesantes desde la Habitación S, editado por la Biblioteca “Gligorije
Vozarović” en Sremska Mitrovica. En 2023 recibió el tercer premio literario
internacional “REFESTICON Avatar” por su libro de relatos fantásticos Tierra
inexplorada, galardón otorgado en el marco del proyecto “REFESTICON”. En
2024 publicó la colección de poemas de amor Canción en la piedra,
editada por “Pendulum” de Zenica.
