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sábado, 29 de noviembre de 2025

RAPSODIA CÓSMICA

Alessandro Vietti

Estábamos ahí, todavía tratando de entender qué era aquello que estábamos mirando, aunque ya estábamos seguros de que no eran de este mundo y de que estaban vivos. No sabíamos describirlos, y esto también nos quedó claro desde el principio. Por eso muchos les tenían miedo (nosotros también).

Los primeros testigos improvisaron descripciones como perros blandos, algo entre medusas y ranas, peces con cabeza de oso, aves líquidas de cuatro alas, extraños pulpos peludos, grandes escarabajos de gelatina, dragones gomosos y luminosos. Parecía que cada uno aplicaba una forma cognitiva completamente personal para definirlos. ¿La materialización de un deseo inconsciente? ¿O un molde imaginativo forjado por la experiencia? Alguien sostuvo que eran ellos quienes cambiaban de forma según el observador, siguiendo criterios imposibles de definir, como una curiosa (y misteriosa) ruleta de la fantasía.

Hasta ahora nadie ha sido capaz de desmentir ninguna de estas hipótesis. Es como intentar demostrar que dos percepciones subjetivas coinciden. Lo que yo veo y defino como azul, ¿es el mismo azul que tú ves? ¿Por qué la mancha de tinta que a mí me parece el perfil de dos personas a punto de besarse, para ti es un hongo atómico? Un psicólogo de fama mundial propuso llamarlos los Rorschach. A pocos les pareció una buena idea, así que la propuesta fue aceptada: quizá porque necesitábamos al menos una certeza.

Por lo demás, ni siquiera consideramos aplicar las taxonomías conocidas. Sabíamos que tendríamos que inventar palabras que no existían, y para eso necesitaríamos la misma imaginación que el Universo había ejercido sobre ellos. Pero ¿y si lo mismo valía para ellos respecto de nosotros?

En cuanto a las palabras, la ventaja la tuvieron los Bots, que empezaron a sacar noticias sin parar. Pero esta vez no nos dejamos arrastrar por los medios automáticos y resistimos. Algo así era demasiado importante, demasiado único, demasiado histórico. Los Bots no debían tener voz en el asunto, porque los Bots no estaban vivos, y en el ambiente se respiraba una especie de especismo superior: lo animado contra lo inanimado, lo natural contra lo artificial, lo vivo contra lo muerto.

Aquello debía quedar entre nosotros y ellos, aunque era evidente que eso nunca sería realmente posible.

Lo verdaderamente extraordinario era que todos nosotros, sin excepción, apretujados al borde de aquel campo de trigo –arado, lo aclaro, porque hubo quien habló de misteriosos círculos aparecidos de la nada, aunque las fotos estaban sin duda manipuladas–, y también en otros lugares, donde no por casualidad algún Bot usó la palabra invasión y muchos humanos la repitieron.

Todos podíamos sentir una especie de vibración instintiva, equivalente a un reconocimiento ancestral. Aun sin haber visto jamás algo parecido, aun sin haberlos observado descender de algo que pudiera llamarse vehículo (¿cómo demonios llegaron aquí?), cualquiera entendía de inmediato que estaban vivos y la mayoría habría apostado que también eran inteligentes, aunque no sabía decir por qué.

Hubo quien habló de reconocimiento. Ya los Primeros no tuvieron duda alguna. Cuando aquella mañana, poco antes del alba, los cuatro chicos salieron de la yurta en el desierto de Kyzylkum para llevar a pastar sus cabras y se quedaron boquiabiertos al ver aquellas figuras junto al cercado, fueron tomados por esa intuición. A ella nos sumamos todos en las semanas siguientes, incluso los más escépticos: la sensación de una comunión universal, de un vínculo entrópico, de una percepción propia de los seres vivos, la certeza de que un día, como una botella de leche vacía, tendríamos que devolver la energía prestada a la Unidad Universal. La sensación de pertenencia que, en el fondo, nos hace ser todos la misma cosa, sea lo que sea que somos, sea cual sea la manera en que lleguemos a comprenderlo después… si es que llegamos.

Lo que los científicos habían afirmado durante décadas –que jamás podríamos estar seguros de distinguir un organismo vivo procedente de otro mundo debido a una biología, una evolución, unos principios físicos y químicos potencialmente distintos, otras reglas metabólicas y reproductivas, otros procesos de pensamiento, emociones imposibles de interpretar, quién sabe qué deseos tendrían, quién sabe si sentirían amor–, todo aquello resultó funcionar mal a la hora de la verdad.

Alguien planteó que se trataba de un enjambre de avanzadísimos drones, sondas, objetos construidos para visitarnos y estudiarnos. ¿Quién dijo eso de que una tecnología suficientemente sofisticada es indistinguible de la magia? Entonces, ¿no podría decirse que un ser artificial suficientemente sofisticado es indistinguible de uno natural? Pero ¿cómo afirmar con certeza que nosotros mismos no somos seres artificiales creados por otro? ¿Existe realmente una frontera o somos nosotros quienes siempre la trazamos?

¿Hemos visto alguna vez formarse espontáneamente el código genético en la naturaleza? No. ¿Y entonces?

Entonces, en un análisis más profundo, la hipótesis no tenía sentido: los Bots le otorgaron peso cero y se perdió, diluida en los miles de millones de datos de la Red, junto con la información que no sirve para nada.

Del mismo modo se hundió otra hipótesis, de décadas atrás, derivada quizá de deducciones de algún Bot demasiado entusiasta, según la cual se había confirmado que la humanidad era la única civilización tecnológica de la Vía Láctea.

Otros Bots inundaron la Red con consecuencias que, más allá de los matices propios de cada motor de inteligencia, se agrupaban en dos grandes ideas: “la galaxia ahora es un lugar más seguro” (77,14%) y “la galaxia ahora es un lugar más triste” (20,38%). La primera era obvia; la segunda insinuaba, no tanto la falta de compañía como muchos se consolaban pensando, sino el hecho de que si realmente estábamos solos, seríamos por un lado depositarios de miles de millones de mundos y, por el otro, los únicos responsables de ellos en los milenios por venir.

Miles de millones de mundos solo para nosotros. Visto cómo habíamos manejado el primero, no era una perspectiva que llenara a nadie de entusiasmo.

Así que nosotros, al borde de ese campo, mientras a muchos (¿a todos?) les daban ganas de tomarse de la mano (¿por qué?), ¿cómo deberíamos habernos sentido? ¿Más preocupados o felices? Había miedo, lo sentíamos, aunque mezclado con maravilla. Una ambivalencia extraña.

Nuestro imaginario había sido educado para ver a lo alienígena como algo al menos tan feo como hostil. Incluso dentro del antropomorfismo, bastaban esos grandes ojos almendrados sin blanco para despertar un pánico primitivo.

Aquí, en cambio, el miedo (al desconocido) venía acompañado de estupor, y también de belleza.

Y alguien dijo que, en este aspecto, tendríamos que resignarnos: estar solos o no en la galaxia (o en el Universo) sería igualmente aterrador.

El reconocimiento definitivo de su inteligencia añadió una pieza fundamental a nuestra forma de relacionarnos con ellos y, sobre todo, con lo que representaban (y representan).
Ocurrió gracias a la impresión de un cierre de circuito, o del alcance de una masa crítica (energía) por el hecho de estar en contacto entre nosotros, tomados de la mano como los módulos de una única antena.

Por extraño que suene, podemos decirlo con certeza suficiente porque ocurrió en todas partes. Mientras había poca gente junta, no pasaba nada. Luego, en cierto momento, fue como un destello único, exclusivamente mental. No una voz en la cabeza, ni una imagen precisa, sino una revelación, una intuición prodigiosa (¿fueron realmente ellos?), la agradable sensación de saber algo que no sabíamos que sabíamos, la concesión de un saludo en frecuencias superiores, quizá la confirmación de que ellos también se habían dado cuenta de que nosotros estábamos vivos y éramos capaces de comprender el sentido de la única cosa que, tal vez, nos unía.

Alguien (no un Bot) se atrevió a llamarlo fraternidad.

En situaciones parecidas, se vieron delfines salir del agua como locos, chimpancés bailar agitando las manos al cielo, lobos aullar a intervalos como ningún etólogo había oído antes. Reacciones extrañas se registraron en todas partes durante aquellos ochenta y siete días. Quien quiera puede consultarlo todo en el Archivo.

Después se fueron.

O mejor dicho, desaparecieron, porque tampoco esta vez se avistó ningún vehículo (ningún OVNI), lo que sonó casi como un bofetón a nuestra imaginación y credulidad. No hubo explicaciones ni comunicaciones posteriores. Ni siquiera la promesa de volver. Simplemente, de un momento a otro, nadie volvió a verlos.

Los Rorschach –¡qué nombre!– se habían ido.

Nos quedaron los videos, sí, y las imágenes grabadas en nuestras memorias eidéticas, prueba de que no fue solo un sueño. Y, por supuesto, nos quedó aquel momento de comunión.

Nada de objetos, mensajes, curas milagrosas o tecnologías indistinguibles de la magia: nos dejaron algo que nos volvió ciegos y mudos, algo que trasciende las coordenadas de la existencia tal como la conocemos, de nuestro saber, de la geometría y la física, de los peces y de las galaxias. Algo que sentimos, pero que aún no sabemos.
Algo para lo cual, quizás algún día, encontremos las palabras.

Alessandro Vietti, ingeniero, nació justo a tiempo para presenciar la conquista de la Luna. Quizás por eso siempre le han interesado la astronomía y la fantasía. Vive y trabaja en Génova en el sector energético y se dedica a la divulgación científica y a la escritura. Autor de varios relatos cortos que han aparecido en diversas antologías, ha publicado las novelas Cyberworld (1996), Il codice dell’invasore (1999), Real Mars (2016), que ganó el Premio Italia 2017 a la mejor novela italiana de ciencia ficción, e Il Potere (2018).

 

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