Alessandro Vietti
Los primeros testigos improvisaron
descripciones como perros blandos, algo entre medusas y ranas, peces con cabeza
de oso, aves líquidas de cuatro alas, extraños pulpos peludos, grandes
escarabajos de gelatina, dragones gomosos y luminosos. Parecía que cada uno
aplicaba una forma cognitiva completamente personal para definirlos. ¿La
materialización de un deseo inconsciente? ¿O un molde imaginativo forjado por
la experiencia? Alguien sostuvo que eran ellos quienes cambiaban de forma según
el observador, siguiendo criterios imposibles de definir, como una curiosa (y
misteriosa) ruleta de la fantasía.
Hasta ahora nadie ha sido capaz de
desmentir ninguna de estas hipótesis. Es como intentar demostrar que dos
percepciones subjetivas coinciden. Lo que yo veo y defino como azul, ¿es el
mismo azul que tú ves? ¿Por qué la mancha de tinta que a mí me parece el perfil
de dos personas a punto de besarse, para ti es un hongo atómico? Un psicólogo
de fama mundial propuso llamarlos los Rorschach. A pocos les pareció una buena
idea, así que la propuesta fue aceptada: quizá porque necesitábamos al menos
una certeza.
Por lo demás, ni siquiera
consideramos aplicar las taxonomías conocidas. Sabíamos que tendríamos que
inventar palabras que no existían, y para eso necesitaríamos la misma
imaginación que el Universo había ejercido sobre ellos. Pero ¿y si lo mismo
valía para ellos respecto de nosotros?
En cuanto a las palabras, la
ventaja la tuvieron los Bots, que empezaron a sacar noticias sin parar. Pero
esta vez no nos dejamos arrastrar por los medios automáticos y resistimos. Algo
así era demasiado importante, demasiado único, demasiado histórico. Los Bots no
debían tener voz en el asunto, porque los Bots no estaban vivos, y en el
ambiente se respiraba una especie de especismo superior: lo animado contra lo
inanimado, lo natural contra lo artificial, lo vivo contra lo muerto.
Aquello debía quedar entre nosotros
y ellos, aunque era evidente que eso nunca sería realmente posible.
Lo verdaderamente extraordinario
era que todos nosotros, sin excepción, apretujados al borde de aquel campo de
trigo –arado, lo aclaro, porque hubo quien habló de misteriosos círculos
aparecidos de la nada, aunque las fotos estaban sin duda manipuladas–, y
también en otros lugares, donde no por casualidad algún Bot usó la palabra
invasión y muchos humanos la repitieron.
Todos podíamos sentir una especie
de vibración instintiva, equivalente a un reconocimiento ancestral. Aun sin
haber visto jamás algo parecido, aun sin haberlos observado descender de algo
que pudiera llamarse vehículo (¿cómo demonios llegaron aquí?), cualquiera
entendía de inmediato que estaban vivos y la mayoría habría apostado que
también eran inteligentes, aunque no sabía decir por qué.
Hubo quien habló de reconocimiento.
Ya los Primeros no tuvieron duda alguna. Cuando aquella mañana, poco antes del
alba, los cuatro chicos salieron de la yurta en el desierto de Kyzylkum para
llevar a pastar sus cabras y se quedaron boquiabiertos al ver aquellas figuras
junto al cercado, fueron tomados por esa intuición. A ella nos sumamos todos en
las semanas siguientes, incluso los más escépticos: la sensación de una
comunión universal, de un vínculo entrópico, de una percepción propia de los
seres vivos, la certeza de que un día, como una botella de leche vacía,
tendríamos que devolver la energía prestada a la Unidad Universal. La sensación
de pertenencia que, en el fondo, nos hace ser todos la misma cosa, sea lo que
sea que somos, sea cual sea la manera en que lleguemos a comprenderlo después…
si es que llegamos.
Lo que los científicos habían
afirmado durante décadas –que jamás podríamos estar seguros de distinguir un
organismo vivo procedente de otro mundo debido a una biología, una evolución,
unos principios físicos y químicos potencialmente distintos, otras reglas
metabólicas y reproductivas, otros procesos de pensamiento, emociones
imposibles de interpretar, quién sabe qué deseos tendrían, quién sabe si
sentirían amor–, todo aquello resultó funcionar mal a la hora de la verdad.
Alguien planteó que se trataba de
un enjambre de avanzadísimos drones, sondas, objetos construidos para
visitarnos y estudiarnos. ¿Quién dijo eso de que una tecnología suficientemente
sofisticada es indistinguible de la magia? Entonces, ¿no podría decirse que un
ser artificial suficientemente sofisticado es indistinguible de uno natural?
Pero ¿cómo afirmar con certeza que nosotros mismos no somos seres artificiales
creados por otro? ¿Existe realmente una frontera o somos nosotros quienes
siempre la trazamos?
¿Hemos visto alguna vez formarse
espontáneamente el código genético en la naturaleza? No. ¿Y entonces?
Entonces, en un análisis más
profundo, la hipótesis no tenía sentido: los Bots le otorgaron peso cero y se
perdió, diluida en los miles de millones de datos de la Red, junto con la
información que no sirve para nada.
Del mismo modo se hundió otra
hipótesis, de décadas atrás, derivada quizá de deducciones de algún Bot
demasiado entusiasta, según la cual se había confirmado que la humanidad era la
única civilización tecnológica de la Vía Láctea.
Otros Bots inundaron la Red con
consecuencias que, más allá de los matices propios de cada motor de
inteligencia, se agrupaban en dos grandes ideas: “la galaxia ahora es un lugar
más seguro” (77,14%) y “la galaxia ahora es un lugar más triste” (20,38%). La
primera era obvia; la segunda insinuaba, no tanto la falta de compañía como
muchos se consolaban pensando, sino el hecho de que si realmente estábamos
solos, seríamos por un lado depositarios de miles de millones de mundos y, por
el otro, los únicos responsables de ellos en los milenios por venir.
Miles de millones de mundos solo
para nosotros. Visto cómo habíamos manejado el primero, no era una perspectiva
que llenara a nadie de entusiasmo.
Así que nosotros, al borde de ese
campo, mientras a muchos (¿a todos?) les daban ganas de tomarse de la mano
(¿por qué?), ¿cómo deberíamos habernos sentido? ¿Más preocupados o felices?
Había miedo, lo sentíamos, aunque mezclado con maravilla. Una ambivalencia
extraña.
Nuestro imaginario había sido
educado para ver a lo alienígena como algo al menos tan feo como hostil.
Incluso dentro del antropomorfismo, bastaban esos grandes ojos almendrados sin
blanco para despertar un pánico primitivo.
Aquí, en cambio, el miedo (al
desconocido) venía acompañado de estupor, y también de belleza.
Y alguien dijo que, en este
aspecto, tendríamos que resignarnos: estar solos o no en la galaxia (o en el
Universo) sería igualmente aterrador.
Por extraño que suene, podemos
decirlo con certeza suficiente porque ocurrió en todas partes. Mientras había
poca gente junta, no pasaba nada. Luego, en cierto momento, fue como un
destello único, exclusivamente mental. No una voz en la cabeza, ni una imagen
precisa, sino una revelación, una intuición prodigiosa (¿fueron realmente
ellos?), la agradable sensación de saber algo que no sabíamos que sabíamos, la
concesión de un saludo en frecuencias superiores, quizá la confirmación de que
ellos también se habían dado cuenta de que nosotros estábamos vivos y éramos
capaces de comprender el sentido de la única cosa que, tal vez, nos unía.
Alguien (no un Bot) se atrevió a
llamarlo fraternidad.
En situaciones parecidas, se vieron
delfines salir del agua como locos, chimpancés bailar agitando las manos al
cielo, lobos aullar a intervalos como ningún etólogo había oído antes.
Reacciones extrañas se registraron en todas partes durante aquellos ochenta y
siete días. Quien quiera puede consultarlo todo en el Archivo.
Después se fueron.
O mejor dicho, desaparecieron,
porque tampoco esta vez se avistó ningún vehículo (ningún OVNI), lo que sonó
casi como un bofetón a nuestra imaginación y credulidad. No hubo explicaciones
ni comunicaciones posteriores. Ni siquiera la promesa de volver. Simplemente,
de un momento a otro, nadie volvió a verlos.
Los Rorschach –¡qué nombre!– se
habían ido.
Alessandro Vietti, ingeniero, nació
justo a tiempo para presenciar la conquista de la Luna. Quizás por eso siempre
le han interesado la astronomía y la fantasía. Vive y trabaja en Génova en el
sector energético y se dedica a la divulgación científica y a la escritura.
Autor de varios relatos cortos que han aparecido en diversas antologías, ha
publicado las novelas Cyberworld (1996), Il codice dell’invasore
(1999), Real Mars (2016), que ganó el Premio Italia 2017 a la mejor
novela italiana de ciencia ficción, e Il Potere (2018).
