Peyman Ardeshiry
—¿Sí?
—¿Dónde te metes, muchacho? ¿Por
qué no contestas?
—¿Qué quieres…? Estaba dormido.
—Son las diez y media de la mañana.
¿Hasta cuándo piensas dormir?
—Dime qué necesitas. No estoy de
humor.
—Esta noche te toca hacer guardia
frente a la morgue.
Saeed sintió cómo el poco descanso
que llevaba encima se le desplomaba como un castillo de naipes.
—Dios mío… Debe ser una broma. ¿Qué
idiota decidió eso?
—Yo mismo vi tu nombre en la lista.
—¿Y me llamas solo para darme esta
alegría?
—Hubieras debido enterarte antes. A
muchos guardias no les sienta bien ese turno.
—¿Algo más?
—No irás a volver a dormir,
¿verdad?
—Necesito prepararme para esta
noche. Adiós.
Sin esperar respuesta, colgó. Aún
le quedaba un año de servicio militar, y cada guardia nocturna —tres por
semana, como un castigo puntual— lo acercaba un poco más a la extenuación.
Regresó al dormitorio y se arropó
con fuerza. No había tortura más refinada que abandonar una cama caliente.
Como si una guardia no fuera ya lo
bastante desagradable, pensó con amargura… y encima frente a la morgue.
A pesar del sueño reparador de la
noche anterior, sus párpados volvieron a cerrarse. Lentamente cayó en esa
frontera deliciosa entre la vigilia y el sueño.
Pero no llegó a cruzarla. El timbre
de la puerta irrumpió con violencia, como un hachazo en la quietud de la casa.
Quien llamaba mantuvo el dedo sobre el timbre, sin piedad. Saeed se levantó
sobresaltado, mascullando una maldición. No había nadie más en casa, así que
debía enfrentarse él mismo a la interrupción.
Al abrir la puerta, se encontró con
un anciano andrajoso.
—Señor, ayúdeme. Estoy enfermo… No
tengo dinero para mi esposa y mis hijos.
Saeed, irritado y desvelado, perdió
toda paciencia.
—¿No entiendes? ¿Por qué llamas
así? ¡La gente duerme!
—Por Dios, ayúdeme…
—No quiero verte por aquí otra vez.
Lárgate. Y no vuelvas a tocar el timbre, o atente a las consecuencias.
Cerró la puerta con brusquedad,
profiriendo insultos dirigidos a nadie y a todos. El sueño se había evaporado,
sustituido por una creciente furia. Unos minutos después se metió bajo la
ducha; el agua caliente logró disipar parte del malestar.
A las diez de la
noche, Saeed tomó el arma del guardia anterior y se instaló en una silla
cercana –aunque no demasiado– a la puerta de la morgue. El guardia saliente le
dijo:
—Tengo una radio portátil. Te la
dejo si quieres. Va bien para espantar el sueño.
—No, gracias. No creo necesitarla.
—Como quieras. Adiós.
La noche se fue haciendo más honda
y silenciosa. Saeed, sin otra tarea que acompañar el paso del tiempo, se hundió
en sus pensamientos. Las agujas del reloj avanzaban con la paciencia de un
verdugo, y sus párpados, cada minuto más pesados, parecían seguir el mismo
ritmo. Apoyó el arma contra la pared, colocó la mano bajo la barbilla y cerró
los ojos.
Qué placer sería dormir ahora en mi
cama… dormir sin interrupciones, sin frío, sin miedo.
Se dejó llevar por esa imagen
doméstica, tan dulce. El sueño ya estaba a punto de atraparlo cuando un leve
golpe sonó en la puerta. Un golpeteo suave, casi tímido.
Saeed abrió los ojos con esfuerzo.
Se puso en pie arrastrando el cansancio y caminó hacia la puerta. La abrió.
Y entonces lo comprendió todo de
golpe, como una descarga eléctrica que atraviesa la mente.
Aquella no era la puerta de su
casa. Era la puerta de la morgue.
Allí dentro solo había cadáveres.
¿Quién podía haber tocado?
El pensamiento pasó fugazmente,
pero para entonces la puerta ya estaba abierta de par en par.
Y frente a él, enmarcado por el
frío de la sala, estaba el rostro familiar del mendigo que esa misma mañana
había llamado a su casa. Tenía un aspecto extraño, antinatural. Algo en su
mirada no pertenecía al mundo de los vivos.
Saeed lanzó un grito desgarrador,
un sonido nacido del terror puro. Retrocedió a toda prisa. El miedo lo gobernó
por completo; corrió sin pensar, hasta chocar violentamente contra algo.
Después, la oscuridad.
Despertó a la
mañana siguiente en una cama de hospital. Un enfermero se acercó, compasivo:
—Pobre muchacho… Lo que te pasó fue
terrible. Me imagino el susto.
Saeed sintió que el recuerdo lo
envolvía como un sudario.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó.
—Todo coincidía. El hombre que
viste frente a la morgue murió cinco minutos antes de que empezaras tu turno.
Lo trajeron directamente allí.
—¿Entonces por qué el guardia
anterior no me lo dijo?
—Quizá no quiso asustarte.
Saeed murmuró:
—Dios mío… es increíble. ¿Cómo
puede un muerto volver a la vida?
—No es tan extraordinario —explicó
el enfermero—. A veces dejamos a quienes sufren un infarto una o dos horas en
reposo, por si muestran signos de vida otra vez. Este pobre hombre murió en la
calle. Nadie pudo asistirlo.
—¿Y ahora está vivo?
—No. Dio unos pasos fuera de la
morgue y volvió a morir. Imagino que ver tantos cadáveres lo asustó incluso más
que a ti. Lo siento mucho. Ha sido un mal episodio para todos.
Saeed suspiró.
—Ayer por la mañana fue a mi casa
pidiendo ayuda. Le abrí dos veces: una en mi hogar, otra en la morgue. Qué
mundo tan extraño.
—En fin, ya pasó. Creo que puedes
irte. ¿Te sientes bien?
—Sí, completamente.
Saeed abandonó el hospital con la
cabeza llena de sombras.
Lo humillé ayer… y anoche me
devolvió el susto. Pero qué experiencia tan extraña. ¿Será esto cotidiano para
los médicos?
Decidió visitar a un amigo que
vivía en el séptimo piso de un edificio. Pasó allí una hora y luego se
despidió. Entró en el ascensor y apretó el botón de la planta baja.
El ascensor se puso en marcha con
movimientos torpes, irregulares.
Saeed sintió un presentimiento
oscuro.
El ascensor aceleró.
Lo que Saeed no sabía era que el
ascensor estaba cayendo.
Unos segundos después, el impacto
lo sacudió todo. Sintió un dolor insoportable en la cabeza. Después, nada.
Abrió los ojos de
nuevo, pero el mundo era distinto. Se incorporó con facilidad y atravesó la
puerta cerrada del ascensor sin resistencia. En el pasillo, por tercera vez,
estaba el mendigo harapiento, observándolo en silencio.
El terror lo empujó hacia el
interior del ascensor. Y allí vio su propio cuerpo, tendido en el suelo,
cubierto de sangre.
Saeed había muerto.
Y esta vez, lo que veía no era el
espíritu del mendigo.
Era el espíritu de un muerto
mirando al espíritu de otro.
Peiman Ardeshiry nació y vive en la
ciudad de Shiraz, Irán. Ha publicado más de treinta libros en su país, tanto para
adultos como infantiles, abordando los más diversos géneros. Los títulos de algunas
de sus obras (traducidas fonéticamente), son: Madar, Gozhpasht parseh, Npamsar
etesh, Afsaneh cpehei parsi, Hadeseh dar Porspolis y Esh dokhtar Ler.
