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jueves, 11 de diciembre de 2025

UN ACONTECIMIENTO EN TRES DIMENSIONES

Peyman Ardeshiry

Saeed abandonó a regañadientes el refugio tibio de su cama. El teléfono llevaba un rato insistiendo desde el recibidor, llenando la casa de ese timbre metálico que perfora la calma. Avanzó a medias, aún envuelto en el sopor, descolgó el auricular y murmuró:

—¿Sí?

—¿Dónde te metes, muchacho? ¿Por qué no contestas?

—¿Qué quieres…? Estaba dormido.

—Son las diez y media de la mañana. ¿Hasta cuándo piensas dormir?

—Dime qué necesitas. No estoy de humor.

—Esta noche te toca hacer guardia frente a la morgue.

Saeed sintió cómo el poco descanso que llevaba encima se le desplomaba como un castillo de naipes.

—Dios mío… Debe ser una broma. ¿Qué idiota decidió eso?

—Yo mismo vi tu nombre en la lista.

—¿Y me llamas solo para darme esta alegría?

—Hubieras debido enterarte antes. A muchos guardias no les sienta bien ese turno.

—¿Algo más?

—No irás a volver a dormir, ¿verdad?

—Necesito prepararme para esta noche. Adiós.

Sin esperar respuesta, colgó. Aún le quedaba un año de servicio militar, y cada guardia nocturna —tres por semana, como un castigo puntual— lo acercaba un poco más a la extenuación.

Regresó al dormitorio y se arropó con fuerza. No había tortura más refinada que abandonar una cama caliente.

Como si una guardia no fuera ya lo bastante desagradable, pensó con amargura… y encima frente a la morgue.

A pesar del sueño reparador de la noche anterior, sus párpados volvieron a cerrarse. Lentamente cayó en esa frontera deliciosa entre la vigilia y el sueño.

Pero no llegó a cruzarla. El timbre de la puerta irrumpió con violencia, como un hachazo en la quietud de la casa. Quien llamaba mantuvo el dedo sobre el timbre, sin piedad. Saeed se levantó sobresaltado, mascullando una maldición. No había nadie más en casa, así que debía enfrentarse él mismo a la interrupción.

Al abrir la puerta, se encontró con un anciano andrajoso.

—Señor, ayúdeme. Estoy enfermo… No tengo dinero para mi esposa y mis hijos.

Saeed, irritado y desvelado, perdió toda paciencia.

—¿No entiendes? ¿Por qué llamas así? ¡La gente duerme!

—Por Dios, ayúdeme…

—No quiero verte por aquí otra vez. Lárgate. Y no vuelvas a tocar el timbre, o atente a las consecuencias.

Cerró la puerta con brusquedad, profiriendo insultos dirigidos a nadie y a todos. El sueño se había evaporado, sustituido por una creciente furia. Unos minutos después se metió bajo la ducha; el agua caliente logró disipar parte del malestar.

 

A las diez de la noche, Saeed tomó el arma del guardia anterior y se instaló en una silla cercana –aunque no demasiado– a la puerta de la morgue. El guardia saliente le dijo:

—Tengo una radio portátil. Te la dejo si quieres. Va bien para espantar el sueño.

—No, gracias. No creo necesitarla.

—Como quieras. Adiós.

La noche se fue haciendo más honda y silenciosa. Saeed, sin otra tarea que acompañar el paso del tiempo, se hundió en sus pensamientos. Las agujas del reloj avanzaban con la paciencia de un verdugo, y sus párpados, cada minuto más pesados, parecían seguir el mismo ritmo. Apoyó el arma contra la pared, colocó la mano bajo la barbilla y cerró los ojos.

Qué placer sería dormir ahora en mi cama… dormir sin interrupciones, sin frío, sin miedo.

Se dejó llevar por esa imagen doméstica, tan dulce. El sueño ya estaba a punto de atraparlo cuando un leve golpe sonó en la puerta. Un golpeteo suave, casi tímido.

Saeed abrió los ojos con esfuerzo. Se puso en pie arrastrando el cansancio y caminó hacia la puerta. La abrió.

Y entonces lo comprendió todo de golpe, como una descarga eléctrica que atraviesa la mente.

Aquella no era la puerta de su casa. Era la puerta de la morgue.

Allí dentro solo había cadáveres. ¿Quién podía haber tocado?

El pensamiento pasó fugazmente, pero para entonces la puerta ya estaba abierta de par en par.

Y frente a él, enmarcado por el frío de la sala, estaba el rostro familiar del mendigo que esa misma mañana había llamado a su casa. Tenía un aspecto extraño, antinatural. Algo en su mirada no pertenecía al mundo de los vivos.

Saeed lanzó un grito desgarrador, un sonido nacido del terror puro. Retrocedió a toda prisa. El miedo lo gobernó por completo; corrió sin pensar, hasta chocar violentamente contra algo. Después, la oscuridad.

 

Despertó a la mañana siguiente en una cama de hospital. Un enfermero se acercó, compasivo:

—Pobre muchacho… Lo que te pasó fue terrible. Me imagino el susto.

Saeed sintió que el recuerdo lo envolvía como un sudario.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó.

—Todo coincidía. El hombre que viste frente a la morgue murió cinco minutos antes de que empezaras tu turno. Lo trajeron directamente allí.

—¿Entonces por qué el guardia anterior no me lo dijo?

—Quizá no quiso asustarte.

Saeed murmuró:

—Dios mío… es increíble. ¿Cómo puede un muerto volver a la vida?

—No es tan extraordinario —explicó el enfermero—. A veces dejamos a quienes sufren un infarto una o dos horas en reposo, por si muestran signos de vida otra vez. Este pobre hombre murió en la calle. Nadie pudo asistirlo.

—¿Y ahora está vivo?

—No. Dio unos pasos fuera de la morgue y volvió a morir. Imagino que ver tantos cadáveres lo asustó incluso más que a ti. Lo siento mucho. Ha sido un mal episodio para todos.

Saeed suspiró.

—Ayer por la mañana fue a mi casa pidiendo ayuda. Le abrí dos veces: una en mi hogar, otra en la morgue. Qué mundo tan extraño.

—En fin, ya pasó. Creo que puedes irte. ¿Te sientes bien?

—Sí, completamente.

Saeed abandonó el hospital con la cabeza llena de sombras.

Lo humillé ayer… y anoche me devolvió el susto. Pero qué experiencia tan extraña. ¿Será esto cotidiano para los médicos?

Decidió visitar a un amigo que vivía en el séptimo piso de un edificio. Pasó allí una hora y luego se despidió. Entró en el ascensor y apretó el botón de la planta baja.

El ascensor se puso en marcha con movimientos torpes, irregulares.

Saeed sintió un presentimiento oscuro.

El ascensor aceleró.

Lo que Saeed no sabía era que el ascensor estaba cayendo.

Unos segundos después, el impacto lo sacudió todo. Sintió un dolor insoportable en la cabeza. Después, nada.

 

Abrió los ojos de nuevo, pero el mundo era distinto. Se incorporó con facilidad y atravesó la puerta cerrada del ascensor sin resistencia. En el pasillo, por tercera vez, estaba el mendigo harapiento, observándolo en silencio.

El terror lo empujó hacia el interior del ascensor. Y allí vio su propio cuerpo, tendido en el suelo, cubierto de sangre.

Saeed había muerto.

Y esta vez, lo que veía no era el espíritu del mendigo.

Era el espíritu de un muerto mirando al espíritu de otro.

Peiman Ardeshiry nació y vive en la ciudad de Shiraz, Irán. Ha publicado más de treinta libros en su país, tanto para adultos como infantiles, abordando los más diversos géneros. Los títulos de algunas de sus obras (traducidas fonéticamente), son: Madar, Gozhpasht parseh, Npamsar etesh, Afsaneh cpehei parsi, Hadeseh dar Porspolis y Esh dokhtar Ler.

 

QUEMADO Y CALLADO