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viernes, 12 de diciembre de 2025

VERDE SOBRE VERDE

Santiago Oviedo

 

El cuchillo sajó la garganta del adversario e imaginó que el rancio hedor de las heces de ese cuerpo que se desplomaba le hería las fosas nasales. Contuvo la náusea y limpió la hoja del arma. Aún no se había acostumbrado a esa forma de matar. Al estertor cortado súbitamente y a la consecuente dilatación de los esfínteres de la víctima.

Recogió el arma del muerto y sus cargadores de reserva. Ya tenía un problema menos.
Aislado de su unidad –quizá era el único sobreviviente–, profundamente infiltrado en las líneas enemigas, dudaba de poder alcanzar el punto de reunión a la hora fijada.

El desembarco al anochecer se había desarrollado sin inconvenientes. Los comandos se agruparon en la playa bajo la niebla, se dividieron en los piquetes preestablecidos y marcharon hacia el objetivo.

—Tengo una fea sensación —le cuchicheó Vázquez por el intercomunicador.

—¡Shhh! —intervino el sargento.

No era el único. Todos tenían ese nudo en el estómago. Aún resonaban en sus oídos los estertores de aquel ballenero artillado japonés mientras se hundía en las aguas heladas.
Era innegable que la nave aislada había sido lo que se llama un excelente “blanco de oportunidad”. Quizá lo inoportuno era el torpedeo antes del inicio de la misión. Tal vez era solo un cebo.
Se acercó a Vázquez y le gritó a través del traje con el transmisor desconectado.

—El cretino del capitán se podría haber reservado para la vuelta.

—Es un buen combatiente —le contestó el otro—; lo demostró en cada uno de los bandos en los que sirvió. Pero no mide las consecuencias... Los que empezaron la guerra eran como él.

Por toda contestación, trató de escupir hacia un costado. No pudo. Estaba encerrado en el traje. Tuvo que tragárselo todo. La flema. La guerra. Tres años metido en eso.

Primero habían sido las protestas pacíficas y las interferencias contra el accionar de los buques factoría o ante el vertido de sustancias tóxicas. Luego fueron las marchas contra los cuarteles y las refinerías. Por último, se había llegado a lo que era de esperar.

Las potencias –tanto las menguantes como las más prósperas– y los capitanes de la industria de la guerra habían descubierto un nuevo tablero de batalla. Esta vez todo el mundo se encontró jugando la partida cuando cada poderoso apadrinó una ideología. La causa original se desvirtuó y la Danza de la Muerte –ejecutada por los músicos de siempre– se bailaba al compás de la misma tonada en todo el planeta.

Excusas no faltaron: la desaparición de especies; los daños colaterales por acciones militares, como los incendios en las plataformas petroleras o las fugas radiactivas de centrales nucleares. Las alianzas se forjaban y se rompían a una velocidad inaudita y con los aliados más inverosímiles.

Después de aquel diálogo, el ritmo de la marcha los separó y no hubo más palabras. Cuando llegaron al objetivo –a la hora prevista, como correspondía–, las instrucciones fueron impartidas por gestos secos y perentorios.

Observaron el blanco. La base de misiles estaba ahí, pero había más efectivos acantonados de los que se esperaba. Tal vez el ataque al buque había generado esa temida situación de alerta. Sin embargo, no iban a echarse atrás. Revisaron por última vez sus trajes QBN y alistaron las armas.

Los relojes marcaron la hora. Inexorables.

El primer misil portátil filoguiado fue el preludio para una lluvia de fuego que perforó el perímetro. Los asaltantes se lanzaron por las brechas con el ímpetu del granizo, vomitando metralla y destrucción. Se colocaron las cargas explosivas, que estallaron iluminando la noche como una erupción volcánica. El ataque fue un éxito. Pero la superioridad numérica del enemigo no podía sino jugar el papel que le tocaba.

El contraataque fue arrollador y el repliegue se transformó en desbandada. Los hombres perdieron el contacto entre sí y se lanzaron en una carrera desenfrenada hacia la playa. La desolación que se había aposentado en la base se extendió a todo el terreno. En las escaramuzas individuales primaban las granadas de gas nervioso. Las defensas del enemigo hicieron un bombardeo en alfombra de la faja costera con cargas neutrónicas. En respuesta, los satélites espías de los incursores ordenaron un ataque de misiles con cabezas portadoras de bacterias de acción fulminante, para formar una cubierta que cubriera la retirada de la propia tropa.

El humo casi constante y los pulsos electromagnéticos hacían imposible el uso de los drones y de las comunicaciones. Los combatientes parecían ser la única cosa viva en la tierra desolada. Los marchitos árboles defoliados eran mudos testigos del combate.

Mientras corría, vio desaparecer a Vázquez, desmembrado por un impacto directo. Al poco tiempo se quedó sin parque. Siguió corriendo, empuñando solo su cuchillo de comando.
A lo lejos alcanzó a distinguir el mortecino reflejo del delgado borde de uña de la luna creciente sobre las aguas del mar. Estaba a tiempo. Aún no amenazaba con despuntar el alba.

Corrió a través de las resplandecientes dunas radiactivas hacia la costa. Alcanzó a distinguir la baja silueta de la balsa neumática –una tonina varada en la playa– y aceleró su marcha.
Súbitamente, unos fogonazos restallaron a su costado. Una patrulla del enemigo le estaba dando alcance. Se hallaba a solo doscientos metros de la salvación. A ciento cincuenta.

Una ráfaga le segó las piernas y rodó por la arena. Supo que iba a morir. El aire que entró por las rasgaduras de su uniforme sabía a contaminación química y a millones de virus en tren de multiplicación.

Pero treinta segundos es un tiempo demasiado largo para fallecer. Mientras se le hinchaba la lengua en la boca y se le cerraba la tráquea, pudo ver cómo la embarcación se alejaba buscando la protección del submarino. Observó a los uniformados corriendo por la playa envueltos en sus grotescos trajes protectores. Pudo preguntarse qué sentido había tenido que los movimientos pacifistas y ecologistas iniciaran aquella violenta escalada contra instalaciones militares y plantas industriales. Intentó comprender el sentido del lema “Extirpar lo dañino para que sobreviva la naturaleza”.

De repente, algo atrajo su atención. Un objeto se movía en aquel yermo. Algo que no se tendría que estar moviendo.

Con un agónico esfuerzo, logró aprehender su última visión consciente. Era un cangrejo de caparazón tornasolado. Un mutante. Un verdadero guerrero del arco iris, impertérrito en el medio de ese infierno. Una criatura que sobrevivía.

Antes de que se apagaran sus signos vitales, él –un hombre agonizante– tuvo las respuestas que nunca pidió.

Santiago Oviedo nació en Buenos Aires en 1960. Desde sus orígenes como escritor de horror cósmico, amplió sus horizontes con la ciencia ficción, en su vertiente humanista y filosófica. Corrector de oficio y autor aficionado, sumó a eso actividades de articulista, editor y traductor de inglés de material de ciencia ficción y de literatura celta irlandesa. Entre los años 80 y 90 del siglo pasado integró las filas del histórico CACyF (Círculo Argentino de Ciencia Ficción y Fantasía) y colaboró con la mayoría de las publicaciones surgidas de aquel colectivo. Último director del fanzine Nuevomundo, entre 2006 y 2016 editó como homenaje la revista electrónica NM, que rescató material de su predecesora, sirvió como palestra para nuevos escritos y aún se puede leer en línea:

(https://sites.google.com/view/revistanm/inicio).

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