Mile Kostov
La luna llena
reptaba sobre las colinas dentadas como un pálido dron de vigilancia, su luz
fría siguiendo cada movimiento allí abajo.
Marko se sintió expuesto bajo ella.
Un blanco.
Sus pasos vacilaron y luego
aceleraron en un ritmo nervioso mientras se apretaba contra las paredes
mojadas, intentando fundirse con las sombras.
La noche estaba mal, demasiado
quieta, demasiado observadora.
Las farolas parpadeantes
proyectaban círculos estrechos de luz moribunda sobre el asfalto húmedo por la
lluvia, cada reflejo temblando como si le advirtiera que diera media vuelta.
Luego las luces empezaron a
apagarse. Una. Un latido. Otra. Y otra.
Un apagón progresivo devoró la
calle, bombilla por bombilla, avanzando con la certeza depredadora de algo que
se acercaba.
La respiración de Marko se tensó.
El frío en su piel se profundizó hasta convertirse en algo vivo.
Se metió en un pequeño hueco. Pegó
la espalda a la piedra. Intentó no respirar.
Un roce. Suave. Cerca. El susurro
de una tela. Una presencia.
Tres siluetas se desprendieron de
la oscuridad: una delante, una a la izquierda, una a la derecha. Humanas en
contorno. Inhumanas en quietud.
Sin rostro, solo vacíos con forma
de hombres.
Marko se congeló.
El aire se espesó, comprimiéndose a
su alrededor. Las figuras se deslizaron hacia él. La última farola murió.
Un auto rojo irrumpió en la calle,
neumáticos chillando. Derrapó de costado, bloqueando el paso. La puerta del
acompañante se abrió de golpe.
—¡Muévete! —ordenó una voz de mujer.
Firme, cortante.
Marko siguió pegado a la pared, los
músculos paralizados.
Las sombras se abalanzaron sobre él.
Se lanzó hacia adelante. Cayó sobre
el asiento. El auto arrancó de inmediato. La puerta se cerró, golpeándole la
pierna.
Detrás de ellos, las siluetas se
detuvieron… luego se disolvieron mientras las farolas volvían a encenderse.
Marko se desplomó, con los pulmones
ardiendo.
Cuando volvió la cabeza, la vio. El
reconocimiento lo atravesó como un chispazo. Una chica que había visto correr
junto al Vardar. Sudadera con capucha. Sonrisa rápida. Un instante que se había
quedado con él sin permiso.
Ahora se veía distinta, más
afilada, enfocada, eléctrica.
—Teuta —dijo ella.
—Eres… la chica del parque.
Ella no contestó.
El auto redujo la velocidad. Se
detuvo frente a su edificio.
—Descansa —dijo—. Mañana cambia
todo.
Él bajó, vacilante.
—¿Te gustaría…?
—No.
La puerta se cerró con una firmeza
definitiva. Las luces traseras del auto se perdieron entre las sombras de la
noche.
Marko abrió la puerta de su
departamento y se quedó helado.
Caos. Cajones arrancados. Papeles
desparramados. Ropa destripada del armario. Los cables del escritorio colgando
como venas seccionadas. Su computadora… desaparecida.
El pulso se le disparó. Bajó
corriendo las escaleras, cerrando con llave detrás de sí.
Cuando llegó al escondite del
profesor Mihailov, apenas podía sostenerse en pie. Se tambaleó hacia adentro.
El santuario estaba destrozado.
Estantes volcados. Manuscritos
dispersos. Toda una vida de investigación hecha trizas.
Abrió el cajón del escritorio. Vacío.
Se dejó caer en un sillón rojo y marcó.
PROFESOR.
Sin señal. Otra vez. Lo mismo.
Tragó saliva y llamó a emergencias.
—Ha habido un allanamiento… y robo…
Su visión se nubló. Blanco. Negro.
Rojo…
El crepúsculo
sangraba sobre el horizonte, extendiendo un púrpura manchado sobre las colinas
lejanas.
Marko se agazapó detrás de una
roca, respiración tenue, mirando un claro iluminado por un fuego antinatural.
Dos hechiceros se enfrentaban. Uno
con túnicas rojas como metal fundido. Otro de negro, aferrando un bastón de
pastor con nudillos blancos como hueso. Antiguos. Míticos. Vivos por error.
El hechicero rojo atacó primero; un
pilar de fuego estalló hacia arriba, desgarrando el cielo. El mago negro alzó
un escudo brillante y luego lanzó un enjambre de chispas como estrellas. Se
arremolinaron hacia afuera en una constelación letal. La capa roja se retorció,
absorbiéndolas, devorando la luz.
Marko se estremeció. Y un dolor
brutal explotó en su pierna.
Perros –enormes, salvajes– saltaron
desde los arbustos. Uno le mordió el muslo; lo desgarró. Marko lanzó un grito.
Un fogonazo cegador estalló desde
el bastón del mago negro. Los perros salieron despedidos, arrastrados por la
tierra.
—¡Corre! —gritó.
Marko giró sobre sí mismo.
La hoja de un cuchillo se hundió en
la espalda del mago.
El hechicero rojo sonrió mientras
el negro caía. La capucha se deslizó: era el profesor Mihailov.
—¡Profesor! —gritó Marko.
—No confíes… en nadie… —jadeó
Mihailov. Empujó su bastón hacia Marko. La madera cayó a medio camino.
Ambos extendieron la mano. La de
Marko lo alcanzó primero.
Una explosión de fuego le golpeó la
espalda. El dolor detonó en su columna. Se arrastró por la tierra, alejándose
del infierno. Un perro le mordió la pantorrilla. Tiró de él hacia atrás. Se
cubrió la cara.
El mundo se apagó.
Justo antes de que la oscuridad lo
engullera, la voz del profesor –desencarnada, helada– cortó el vacío.
—Marko… te encontraron.
Un golpe violento lo despertó.
Marko se incorporó bruscamente en
su sillón. El sudor se le aferraba a la piel como escarcha. Otro golpe… más
fuerte todavía.
Abrió un poco la puerta. Teuta lo
empujó hacia adentro, casi derribándolo.
—Fuera. Ahora. ¿Otra salida?
—¿Qué?
Unos pasos retumbaron por la
escalera. Teuta no esperó. Abrió el armario y lo empujó dentro, metiéndose
después. Sus cuerpos quedaron apretados. La respiración cálida de la mujer contra
la mejilla de él. Su perfume cortando el pánico.
La puerta de su departamento
estalló al abrirse.
Por la rendija, Marko vio a dos
policías. Botas triturando vidrio roto. Cajones tirados. Almohadones volcados. Uno
salió al pasillo. El otro se acercó al armario.
Teuta se tensó. Rígida. Silenciosa.
Armada.
La mano del oficial tocó el
picaporte. La pistolera en su cinturón hizo clic. El picaporte empezó a girar.
—Déjalo —anunció el otro oficial—.
No está aquí.
Un silencio tenso. La mano se
retiró. Las botas se alejaron.
Los pulmones de Marko por fin se
expandieron.
—¿Por qué esconderse? —susurró—. Yo
los llamé. Era la policía.
—La policía no puede protegerte.
—¿De quién?
—Silencio.
Cuando la calle estuvo suficientemente
concurrida, salieron y se mezclaron con la gente.
Entraron en un café elegante, casi
vacío. Teuta eligió el rincón más apartado. En una pantalla gigante pasaban un
desfile de modas. Marko apartó la vista.
—¿No te gusta? —preguntó Teuta.
—Contigo me alcanza.
Una pequeña sonrisa. Desvanecida al
instante.
—Así que escribes ciencia ficción
—dijo ella—. ¿Por qué?
—Para investigar la verdad… la
verdad antigua. Oculta —respondió Marko—. ¿Cómo sabes tanto sobre mí?
—preguntó—. No solo me buscaste en internet.
—Te observo.
—¿Por qué?
—Para mantenerte vivo.
—¿Quién me persigue?
—Responde primero. —Sus ojos se
clavaron en los de él. Sin parpadear—. ¿En qué trabajaban tú y el profesor?
Marko exhaló.
—Religiones ocultas.
—¿Cuáles?
—Los antiguos ilirios.
—¿Porque son locales?
—Porque eran poderosos.
Ella se recostó.
—Quizá demasiado poderosos.
El camarero se acercó a Teuta. Ella
hizo el pedido.
Entonces se abrió la puerta.
Entraron tres hombres, anchos, silenciosos, sincronizados. Una mujer se levantó
y tomó distancia de la pareja. Los hombres formaron una jaula alrededor de la
salida.
Teuta se levantó.
—Ahora vuelvo. —Fue al baño.
Marko observó a los recién
llegados. Sus posturas. Depredadores.
Se movió hacia la puerta. La
chaqueta de uno se movió; seguramente iba a sacar algo.
Marko empujó al camarero. Una cerveza
explotó sobre la mesa. Los hombres retrocedieron por instinto. Marko salió
corriendo a la calle.
Arriba, Teuta tecleaba rápido.
Peligro. Necesito refuerzos.
Refuerzos ocupados. Estás sola.
Un fuerte golpe en la puerta del
baño que se abrió de par en par.
Teuta no alcanzó a gritar.
Marko corría por la
calle mojada. Los pasos de sus perseguidores tronaban detrás.
Un auto dobló la esquina
derrapando, luces altas cegándolo. Resbaló, chocó contra una baranda.
Dos gigantes lo arrastraron al
asiento trasero. Vendas en los ojos. Oscuridad.
—Causaste problemas —gruñó una voz.
Le arrancaron la
venda.
Una sala de cemento. Una mesa
metálica. Luz dura. Los manuscritos del profesor desplegados como evidencia.
—Habla —ordenó alguien.
—¿Sobre qué?
Un puñetazo le aplastó la espalda.
—¿Qué dice el mensaje?
—¿Dónde está el profesor? —disparó
Marko.
Otro golpe.
Entró un nuevo hombre, alto,
elegante, una fría autoridad irradiaba de él.
—¡Habla! Di lo que sabes.
Antes de que Marko pudiera responder
resonó un grito ahogado.
Arrastraron a Teuta. Muñecas
atadas. Cabello enmarañado. Ojos ardiendo.
Algo en Marko hizo clic.
—Egipto no fue la primera
civilización —dijo—. Antes que ellos hubo colonizadores. Alienígenas. —Un
estremecimiento recorrió la sala—. Los ilirios defendieron este mundo
—continuó—. Su guerra no fue terrenal. —El individuo elegante se inclinó hacia
él—. Fue cósmica.
—Y su dios? —siseó el hombre.
—La Serpiente. —Marko señaló algo detrás
de él—. Serpiente.
Las luces parpadearon. Luego
temblaron violentamente. Una silueta masiva se deslizó por el piso. Estalló el
caos. Hubo disparos. Humo. Gritos. Explotaron granadas de humo. Unas sombras
silenciosas irrumpieron en la sala, ejecutando a los secuestradores con
precisión quirúrgica. Unas aAlarmas rojas pulsaron en lo alto. Una sombra
atrapó a Teuta.
Marko se zambulló…
Lo agarraron manos invisibles,
arrastrándolo hacia la oscuridad. El grito ahogado de ella lo siguió mientras
todo colapsaba.
Se despertó con el golpeteo de las
palas del rotor sobre él. Agua azul abajo. Una montaña se alzaba al frente.
—Biokovo —dijo una voz.
El profesor Mihailov.
Marko exhaló con alivio crudo.
Teuta yacía a su lado, apenas consciente.
—Leíste el mensaje —dijo Mihailov.
El helicóptero descendió sobre un
llano de piedra rodeado de monolitos imponentes.
—El Observatorio Ilirio —dijo el
profesor—. Un santuario construido por una orden antigua.
Marko observó la precisión de la alineación
cósmica esculpida en piedra.
—¿Qué pasó?
—La verdad —dijo Mihailov—. Egipto
e Iliria lucharon a través de sistemas estelares. Los guerreros ilirios
sobrevivieron. Ocultos. Protegiendo a la humanidad.
Marko frunció el ceño.
—El rescate… demasiado fácil. Como
si alguien quisiera que nos capturaran.
La expresión de Teuta se endureció.
Fría. Triunfante.
—Correcto —dijo—. Era una trampa.
Ahora conocen tu ubicación. Sus fuerzas vienen en camino. Ríndete y vive.
Los ojos de Mihailov se volvieron puro
acero.
—Te lo advertí. No confíes en
nadie.
—¿En mi sueño? —susurró Marko.
—Sueño. Visión. Memoria —dijo
Mihailov—. La verdad permanece. Especialmente cuando posee un rostro hermoso… y
toma prestado el nombre de una reina iliria.
Teuta se tensó.
Dos aeronaves rugieron sobre ellos.
Varios soldados descendieron en rápel, la capturaron. Su confianza se hizo
pedazos.
—Táctica egipcia —dijo Mihailov—.
Un señuelo. Pero el verdadero localizador no era ella.
Se volvió hacia los soldados.
—Bórrenles la memoria. Envíenlos a
casa. Que recuerden que se aman.
Marko sintió la mano de Teuta
deslizarse lejos de la suya.
—Algunos secretos deben permanecer
enterrados —dijo Mihailov, desapareciendo entre las piedras, cargando con la
última verdad de la orden guerrera iliria.
Mile
Kostov nació en Veles y vive en Skopie, ambas ciudades de Macedonia del Norte.
Se dice de él que escribe desde lo desconocido; se rumorea que sus historias no
son imaginadas, sino descubiertas: extraídas de mitos olvidados, historias
codificadas y secretos enterrados bajo las ruinas de los castillos de los
Balcanes. Sus novelas vibran con civilizaciones antiguas, tecnologías perdidas
y fuerzas que se niegan a permanecer ocultas. Los lectores insisten en que hay
un patrón que conecta sus obras. Kostov no lo confirma. Solo dice: «Algunas
sombras son más antiguas que la memoria». Y sigue
escribiendo.
