Pablo Valle

—¿Qué más puedo decirle, doctor? —preguntó el capitán del barco—.
Hay tantas razones para que tome esa infusión... La Revolución ya ha
elegido su camino, un camino que no es el suyo. Usted sabe mucho de
revoluciones: llamémoslo nuestro Termidor. ¿Volver? ¿Adónde? Ya el lugar del
que salió no es el mismo, por lo menos para usted. Y su sola presencia, aun sin
actuar, sería irritante. ¿Llegar a destino? Querido doctor —la voz del capitán
se volvió meliflua—, usted sabe cuál es su destino. Lo sabe mejor que yo, que
soy sólo un instrumento, mientras usted es un protagonista. O lo fue. El tiempo
pasa rápido. Y el tiempo de las revoluciones, más aún. No hay nada ni nadie que
lo espere en Inglaterra. Lo que ellos querían, ya lo han conseguido. Lo que les
falta, vendrá por añadidura. Y hablando de esperar... Me repugna mencionar
esto, pero las personas que me han encomendado esta misión me han dicho que le
recuerde... Ay, doctor, no sé si puedo hacerlo, usted va a creer que soy un
monstruo o un hipócrita —el capitán parecía verdaderamente contrito—. Su
esposa, su amada y amante esposa... No se ponga así. Sé que en el fondo me
entiende. Ojalá hubiera más tiempo para que nos conociéramos mejor. No soy un
mercenario, sólo estoy con el otro partido, y debo ser fiel a esa elección.
¿Acaso somos tan distintos? Los dos queremos lo mismo, se lo aseguro, sólo que
por distintos medios. En fin. Si usted bebe esta infusión, su esposa recibirá
un crespón negro, es verdad. Si no la bebe..., el que recibirá un crespón negro
será usted. Lo siento. Es indigno proferir una amenaza de este calibre, lo sé.
Pero mi gente, debo llamarla así, no se anda con vueltas. ¿Acaso usted no lo
sabía cuando firmó esos decretos, esos planes secretos...? La crueldad no es
patrimonio nuestro. ¿O la suya fue justicia, sin más...? No me malentienda,
doctor, la Revolución
está por encima de todos nosotros: esa es la verdad. Y seguirá, no puede no
seguir, pero será por nuestro camino. Ah, veo que entiende, doctor. Ojalá
pudiera prometerle menos sufrimiento, y una merecida bienvenida del otro lado,
si lo hay. De un trago es mejor. Así. Ya está consumado. Hizo lo que tenía que
hacer, se lo aseguro. Aunque usted ya lo sabe. Le agradezco enormemente. En
unos minutos vendrá a verlo el médico de a bordo. Tarde, por supuesto. Le
prometo un funeral austero, pero con honores. Lo espera el mar, doctor, y
también el recuerdo eterno de todos sus compatriotas. Créame lo que le digo, no
quiero ser sarcástico: es un buen momento para morir, joven e impoluto. Las
revoluciones no permiten eso mucho tiempo: envejecen, y ensucian. Lo dejo solo,
doctor Moreno, es mejor así —el capitán se incorporó lentamente, parecía haber
envejecido durante la conversación—. ¿Puedo darle la mano? ¿Puedo llamarlo
Mariano? Usted ha sido nuestra inspiración para tantas cosas... Adiós, adiós,
compatriota.
Pablo
Valle (Argentina, 1961), es profesor en Letras por la Universidad de
Buenos Aires. Enseña Semiología y Análisis del Discurso en el Ciclo Básico Común, y Problemas
de Literatura Latinoamericana en la Facultad de Filosofía y Letras. Es editor, corrector, redactor, traductor y ghost
writer. También fue crítico de cine en la revista La vereda de enfrente. Ha publicado Simulacros (cuentos, 1985), Ángeles
torpes (novela, 1995), Yo, el
templario (novela, seud. Paul Mason, 2006), y tiene otras dos novelas
inéditas, Los crímenes de la calle
Barthes (1996) y La carta de Rozas
(2001). Durante veinte años fue editor general en el Grupo Editorial Lumen.