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martes, 4 de marzo de 2025

ESPECIAL MICROFICCIONES (DOCE)


Duplicación de los mundos posibles

Cristian Mitelman (Argentina)

 

En este universo alguien te rechaza. Esto implica que existe otro universo donde usted es aceptado por ella. Si esto es así, tristeza y alegría se complementan de un modo exacto y la melancolía que usted experimenta aquí es la exaltación que hay en otro lugar. Así es, mi amigo: todo triunfo o toda derrota son apenas miradas sesgadas.

No es ella quien lo rechaza, sino el orden absoluto del cosmos.

No es ella quien acepta al otro, sino el orden absoluto del cosmos.

 

Interruptus

Hernán Bortondello (Argentina)

 

La vida nos había llevado a ser amantes, y nuestros escasos encuentros siempre se producían en el departamento de Alina. Allí pasábamos casi todo el escaso tiempo que disponíamos para estar juntos. Y aquella tarde no había sido la excepción. Desnudos, recostados hombro con hombro contra el alto respaldar de la cama, hojeábamos un ejemplar del milenario Kama Sutra bromeando divertidos sobre algunas de las posiciones sexuales más creativas. Entre risas y risas, terminamos excitándonos y decidimos dejar la teoría para pasar a la práctica. Dejé el libro sobre la mesa de noche, nos liberamos de la sábana que nos cubría y comenzamos a ejercitar ardorosamente algunas de las enseñanzas de la antigua India. Casi una hora después continuábamos prodigándonos placer; gracias a la práctica del sexo tántrico podíamos retrasar la petite mort, extendiendo nuestro disfrute. Pese a esto, mi pareja ya había culminado dos veces. No era raro que Alina experimentara cinco o seis orgasmos antes de que yo obtuviera el mío, normalmente al finalizar el acto sexual.

De repente, tuve una ocurrencia:

—¿Sesenta y nueve? —propuse con cara de diablo a mi compañera.

—¡Sesenta y nueve! —no dudó en aceptar con infantil entusiasmo.

Me recosté boca arriba y ella ágilmente montó sobre mí. Cambió la orientación de su cabeza hacia mis pies, y, tras algunos ajustes, Alina enfrentó mi pubis y yo el suyo. Comenzamos entonces a estimularnos con pasión. De inmediato supe que esta vez no batiríamos nuestro record de resistencia; la profundidad del goce nos llevaría muy pronto al clímax. La vista se me nubló, todo desapareció a mí alrededor y sentí que mi mente se desconectaría. Sin embargo, antes de que la hábil lengua de mi amante rematara su faena, una voz fuerte me sobresaltó:

—¡Hazte a un lado!, ¡sigo yo! —la perentoria orden la había dado un hombre.

—¡Déjame seguir, Fernán! —ahora era una mujer quién contestaba agitada—. ¡Sesenta y nueve!, ¡setenta!, ¡setenta y uno! …

Mientras escuchaba el conteo comencé a sentir rítmicos golpes en mi pecho. Eran tan violentos que me quitaban el aire y parecía que no iban a detenerse. Tuve la certeza de que me ahogaría y abrí los ojos desesperado, boqueando agónicamente en busca de oxígeno. Me recibió una luz enceguecedora, que, luego de acostumbrarme a ella, resultó provenir de un tubo fluorescente. Tomé conciencia de que mis espaldas descansaban sobre algo duro. Tras palpar con mis manos pude darme cuenta que se trataba de un piso de baldosas. Fue entonces que la vi. Desorientado, no lograba entender por qué ella y ese tipo al que no conocía se hallaban a mi lado de rodillas vistiendo uniformes celestes, de los que se usan en enfermería.

—Alina… ¿Qué está pasando? —pregunté con voz débil.

Cómo única respuesta me devolvió una mirada de estupor. Luego giró la cabeza hacia el extraño que la acompañaba y le dijo:

—Fernán… ¿Cómo es posible que este señor conozca mi nombre?

 

El banquete del fin del mundo

Ismael Rivera Fuertes (Paraguay)

 

El planeta era un cadáver con fiebre. Los océanos se alzaban devorando las ciudades, las tormentas barrían continentes, y el aire quemaba los pulmones de los que aún se aventuraban a respirar sin filtros. Pero nada de eso preocupaba a los magnates. Desde la Torre Zénit, donde se había convocado la Cumbre de la Reestructuración, contemplaban el horizonte de cenizas a través de ventanales imposibles de romper.

La economía se había derrumbado. Los robots fabricaban productos en cantidades infinitas, pero no había consumidores. La gente, sin empleo, sin dinero, sin futuro, deambulaba por calles grises, demasiado hambrienta para comprar y demasiado insignificante para que a alguien le importara.

—Debemos actuar —dijo Rupert Vanderflint, el más anciano, sirviéndose una copa de agua, el bien más escaso de todos—. Si no intervenimos, el sistema colapsará.

—El sistema ya colapsó —bufó Otto Magisdorfer, ajustando su traje impecable—. Lo que falta decidir es si dejamos que la humanidad desaparezca o si la reabsorbemos de algún modo.

Un silencio denso se posó sobre la mesa de mármol. La humanidad era un problema. Necesitaban consumidores, pero sin posibilidad de trabajo, sin incentivos, sin recursos, la población solo se había convertido en un peso muerto.

—Podríamos restablecer el ciclo —sugirió Edna Ruswiance, una mujer de mirada fría—. Introducir una moneda universal basada en horas de vida. Trabajo garantizado, raciones de comida aseguradas. Si quieren vivir más, que trabajen más.

El concepto fue recibido con asentimientos. Era simple, elegante, una vuelta al contrato social, pero bajo nuevos términos.

—Y para los que no puedan pagar con trabajo… —murmuró un magnate junio, alguien ubicado al fondo del salón de conferencias.

Vanderflint bebió un sorbo de su copa y sonrió.

—Siempre habrá formas de contribuir, ¿no les parece? Las materias primas... quiero decir, el material genético… bueno, ya me entienden.

Desde las alturas, mientras la ciudad moría en silencio, los magnates se dieron la mano sonrientes. Creían haber salvado el planeta.

 

Fábrica de muñec@s

Gonzalo Montero Lara (Bolivia)

 

Es el año 3000, los extremos se unen, Majestad y Mercado, conformando M&M, es una monstruosa corporación patriarcal formada por los despreciados mercaderes, ahora plutócratas y aristócratas magnates, que retiran a las mujeres al sótano social, en condición de servidumbre. Ellas no son confiables, tienen sentimientos. M&M, es dueña de todo y comercia todo. Su producto estrella, luego de la Gran Guerra, es comida en la hambruna global. No es novedad: para los amos planetarios la comida sobra y la necesidad mayor es el placer. Mercado, especula con alimentos procesados como respuesta al hambre voraz de las masas obreras y posee los mecanismos militares de control. Majestad, proporciona la tecnología bélica y científica a la alianza, dentro la cual está la experimentación genética y la creación de cuerpos dóciles para el disfrute. Ya no quieren androides con IA peligrosa. “La carne pide la carne”. Fabrican bellísimas muñecas humanas destinadas al goce de los señores de la Tierra. Miles de infortunadas mujeres y niñas, son recolectadas de la miseria por siniestros escuadrones para este fin, o canjeadas por miserables vales de comida. Sus restos son reciclados para alimento.

Hembras sin útero, con senos que segregan afrodisíacos, pieles con feromonas perfumadas, vaginas supernumerarias hiper-prensiles y suctorias. Hermafroditas. Niñas neuroprogramadas para perversiones. Químicos para erecciones permanentes y eyaculaciones voluminosas con orgasmos múltiples a voluntad. Penes modificados genética o quirúrgicamente, para todo gusto. Todo es posible, todo tiene su precio.

Ya no era posible ocultarlo. Desapareció la libido y la agresividad en los hombres, menguando la combatividad de las tropas represivas. Las derrotas eran constantes. Sus enemigos del Ejercito Terrestre de Liberación (ETL), habían conseguido introducir un modificador del cromosoma Y, en el vapor de agua de las incubadoras de sus bebés de aura índigo, quienes nacen sonrientes.

 

La oferta

Víctor Lowenstein (Argentina)

 

Sentía un curioso calor, pese al frío de la tarde que le hacía tiritar todo el cuerpo. Las yemas de sus dedos se apegaban a la helada pared exterior; el viento azotaba su rostro y sus pies, bueno, trataban de equilibrarse sobre aquella cornisa del piso once del Imperial Building.

Todo había salido mal. Espantosamente mal. Los créditos le fueron negados, el acuerdo comercial rechazado y sus cuentas a punto de ser embargadas. Ya no tenía nada, pero Duncan no quería morir. Pese a haber agotado sus exiguas ofertas, y haber recibido otras tantas aún más exiguas, suya fue la decisión de atravesar la ventana de un piso once para enfrentar el vacío; un lapso de desesperación, más allá del cual deseaba vivir. La fuerza con que se apretaba al muro traicionaba el impulso suicida.

El drama era la falta de alternativas. Todo cuanto le ofrecieron tanto inversionistas como acreedores eran opciones abusivas y humillantes. Nada lo iba a rescatar de la bancarrota.

Un pájaro rozó su cara y casi pierde el equilibrio. En el aleteo del ave creyó escuchar una invitación: “vuela”.

—Jamás he recibido una oferta así de generosa —dijo Duncan, y se echó a volar. 

 

Mensaje

Dora Gómez Q (Argentina)

 

Dormía junto a mí cuando recibí un mensaje. La luz del celular no lo había despertado. Era de mi expareja, y aunque no había quedado nada pendiente entre nosotros, tuve curiosidad, así que antes de bloquearlo, miré de nuevo su rostro en el aparato, para ver su sonrisa, que le anticipaba el carisma. Y aunque apagué el teléfono, ya no pude dormir.

¿Por qué olvidé borrar su contacto?

Reflexioné acerca de la relación que tenía con el hombre que dormía a mi lado: era tranquila y armoniosa; esa era la paz que buscaba cuando lo conocí: fue una vergonzosa tarde, cuando se volaron unos papeles que me ayudó a recoger, y supo por el membrete en alguno de ellos que estábamos en la misma actividad; luego nos encontramos por motivos profesionales, y una cosa llevó a la otra.

Nuestra convivencia transcurría sin sobresaltos, tal vez monótona, pero disfrutaba de su cariño y atenciones.

Seguía dormido, y yo insomne. No pude evitar recordar a mi expareja, con ese desparpajo que hacía que yo también tuviera actitudes desinhibidas. Extrañaba eso, y el balancearnos en el columpio, donde terminábamos derramando el vino, reírnos mucho, hacer el amor en la piscina, y nuestras noches de pasión que eran frecuentes.

Terminamos por tonterías; reconocí que fue una actitud impulsiva dejarlo. La llama entre nosotros no se había apagado.

Advertí que ya no dormiría, así es que, me levanté cuidadosamente, y fui con el teléfono a la cocina.

Cuando amaneció lo encendí, y lo desbloqueé.

 

Visitas

Gastón Caglia (Argentina)

 

La noche, impiadosa, acecha al caer del sol. La luna, cruel antagonista, aparece, y en el límite entre ambos, los pájaros regresan a cobijarse en sus nidos. Como ellos, los humanos deben hacer lo mismo, pero no siempre entienden las lecciones de la naturaleza. Y la batalla comienza; en el crepúsculo triunfarán los rayos de luna y al amanecer, los largos brazos del sol.

Juan observa su reloj: 19.45. Le pregunta a su esposa dónde están los niños. Un grito desde la otra habitación llega estertóreo: “en su cuarto”. Es la voz de Belén que, imbuida en las tareas domésticas, no gasta tiempo en moverse hasta donde está su esposo. Juan le pone llave a la puerta de entrada y mira la hora, han pasado cinco minutos, faltan diez para las veinte. Justo a tiempo.

Cuando se dispone a retirar la llave un grito casi humano rompe el silencio. De inmediato la familia se congrega en torno a Juan. Belén y los niños José y Darío. Todos miran hacia el centro en el círculo que han conformado naturalmente, rezan en un idioma desconocido. Se oyen más golpes y gritos. Nadie atina a decir algo.

—¿Qué fue eso?

Juan rompe el hielo:

—Vino de la casa de Velásquez.

Velázquez, el violinista, vive solo en la casa lindera desde que se tiene memoria. Un tanto distraído más por solitario que por anciano, nunca se llevó por los convencionalismos sociales ni festejó navidad ni se le conocen parientes que lo visiten. El patio que da al frente de la vivienda siempre luce desprolijo y sólo ante la presencia e intimación de los municipales hace cortar el césped o enderezar la cerca.

Al unísono los niños corren hacia la ventana.

—¿Adónde van, chicos? —grita la madre.

—A controlar si las ventanas están cerradas y trancadas —responden.

—No hay que temer —conjetura el padre en voz alta.

—¿Se volvió a oír algo más? —interroga Belén con las manos entrelazadas en señal de oración y con los ojos llorosos. Juan la ignora, por su bien y el conjunto de la familia. Decide investigar.

—Chicos, ¿ustedes escucharon algo más aparte que ese grito?

—No, papá —responden al unísono.

Mierda, mierda, que silencio que hay ahora, ¿le tocará a Velázquez?, no se ha oído nada más, seguro le tocó, no fue ese violín de mierda. No puede ser tan cerca, no, piensan Belén y Juan.

El silencio baña el crepúsculo y nada se anima a romper esa paz de cementerio. Así, como al pasar, se oye una puerta que se cierra con un golpe similar a un hachazo. El rechinar de los goznes oxidados corresponde a la casa de Velázquez. Se escuchan quedos pasos que se acercan. Tras interminables segundos un toc, toc, en la puerta. Los niños regresan junto a sus padres a formar el perfecto círculo áureo. Estamos en paz con el Señor, rezan los cuatro, y los pasos que oyeron se van, quizás de regreso por donde vinieron.

 

Las vueltas de la vida

Lidia Nicolai (Argentina)

 

Un ruido extraño me hizo ir hacia el escritorio. Un sacudón conmovió mi pecho: me vi a mí mismo de espaldas tomándome la cabeza con las manos, en cuclillas, frente al rincón que está a la izquierda de la ventana. Entonces fui presa de una inmovilidad ansiosa, que no sé si fue tan breve como la recuerdo ahora, después de tanto tiempo.

Él (yo) permaneció en la misma posición mirando fijo al rincón. Me acerqué muy despacio, en puntas de pie.

En el ángulo que forman las paredes y el piso se abría la boca de un túnel; me refregué los ojos y volví a fijar la vista en el boquete por sobre el hombro de mi doble, que seguía en la misma posición. Y antes de que atinara a defenderme me tomaron del cuello de la camisa y me levantaron de piso como si fuera una pluma. En menos de un par de segundos me vi deslizándome por el túnel a gran velocidad, la cara enfrentada a la salida luminosa.

Aún desconozco si lo soñé o no; estoy solo como nunca (siempre) lo he estado, viajando hacia mi niñez, a una velocidad inversamente proporcional a aquella a la que transcurrió mi vida real en las diferentes etapas. Recorrí sitios y vi personas y no siempre reconocí lo que veía. ¡Cuántas cosas sucumben en el olvido! En un momento descubrí el hilo amarillo que flotaba a mi lado. Miré hacia atrás y lo vi perderse en la lejanía, enredándose por momento, en otros muy tenso. ¿De qué se trataba? Pero no había tiempo para pensar… o solo había tiempo para pensar, no sé. En un instante me vi pequeño, muy pequeño, y sentí miedo. ¿Desaparecería de este mundo, sea cual fuere?

Entonces un estallido de luz me sorprendió y estuve de regreso en mi casa y ya no estaba mi doble, no lo veía. ¿Es el que me había llevado a recorrer mi vida pasada? ¿Con qué fines?

Descubrí el hilo amarillo, metros y metros de hilo amarillo enrollados confusamente en mi habitación. Y el susto que me pegué fue extraordinario: mi doble acostado en mi cama, con la cabeza sobre mi almohada, me miraba socarronamente.

—Ahora yo tomo el control —me dijo.

 

Profundidades

Luciano Doti (Argentina)

 

Sobre el suelo de la casa que fuera de la tía, encontró un espejo redondo. Al asomarse desde su altura, sintió que su propio reflejo lo atraía hacia abajo, como un pozo de agua que llegaba hasta quién sabe dónde, y se arrodilló antes de perder el equilibrio. La proximidad con el objeto le hizo notar que el marco tenía cierta elegancia, y lo siguiente fue verse yendo a la tienda de antigüedades.

Ese espejo tenía algo que no sólo lo había atraído hacia abajo, era más que eso: se reflejaba en el vidrio, pero de un modo diferente. Era su rostro con un dejo de codicia y maldad; eso lo veía mientras caminaba hacia la tienda, procurando obtener una ganancia de lo que tal vez fuera una reliquia familiar.

Entonces, oyó un maullido y sintió el contacto de un animal que frotaba su cuerpo contra el suyo. Saliendo de un estado de ensueño, un gato lo regresaba de las profundidades en que lo sumergiera el espejo, y seguía arrodillado en ese lugar, del cual no se había movido.

 

¿El infierno en la tierra o la tierra en el infierno?

Boris Glikman (Australia)

 

Queridos amigos, a pesar del escepticismo de algunos, he podido justificar plenamente vuestra opinión de que soy un filósofo de la esperanza y la alegría.

Estoy orgulloso y encantado de anunciar que recientemente, mientras intentaba encontrar una nueva prueba del Teorema de Pitágoras, me topé por casualidad con la prueba matemática más bella, elegante e ingeniosa de que, de hecho, todos vivimos en el Infierno.

En consecuencia, no tenemos nada de qué preocuparnos, ya que las cosas no pueden empeorar y no hay esperanza de salvación.

Las personas que piensan que esto es el infierno en la Tierra son en realidad optimistas extremadamente inanes que viven en el paraíso de los tontos, aferrándose todavía a la falsa esperanza de que las cosas podrían mejorar, mientras que nuestra situación real es de hecho infinitamente peor. Hay que acabar con sus ilusiones señalándoles con amabilidad lo erróneo de sus creencias.

Las personas que se dan cuenta de que esto no es el infierno en la Tierra, sino que toda la Tierra está en el infierno, se liberan de cualquier esperanza ilusoria y están en mejores condiciones para hacer frente a las realidades de la vida.

Pronto intentaré poner esta prueba al alcance de un profano.

 

Título original: Hell on earth or earth in hell?

Traducción: Sergio Gaut vel Hartman

 

Entonces es adiós

Juan Pablo Goñi Capurro (Argentina)

 

Era tiempo de separarnos. Para eso nos reunimos en el café. Ella llegó primero. Yo me senté de espaldas a la calle. Nos tomamos las manos. Ella había pensado en llorar. Por eso sonrió cuando pedí una lágrima. Por un instante sobrevoló la mesa la tentación de continuar. Inteligente, ella pidió un cortado. Solté su mano para aplaudirla. Era temprano, no más de las cinco y media de la tarde. Nos sentimos cómodos en el silencio que compartimos. Llegaron los pedidos. El café estaba un poco frío y liviano. Pese a eso, los bebimos despacio. Quedamos sin nada que tomar y sin saber qué decirnos, con qué adornar ese último recuerdo compartido. Comenzó a llover, ella me lo hizo notar, yo estaba de espaldas a la calle. Una despedida fría y lluviosa. Tal vez la mereciéramos, aunque hubiéramos preferido una separación heroica. No sé, un llamado a la guerra, una enfermedad terminal, un deber sagrado. No ese silencio que nos llevaba a preguntarnos por qué habíamos estado juntos. Silencio que sin embargo nos empeñábamos en mantener, como si temiéramos ensuciarlo con las huecas palabras que habíamos previsto. Entonces es adiós, le dije. Sí, me respondió ella ayudándose con la cabeza. Ella se marchó primero. Yo pagué la cuenta.

  

Nave cepa

Suray Annys (Argentina)

 

—Recuperamos el contacto. Active los visores por favor. Intentamos reiniciarlos desde aquí. No presentan daños y señalan bloqueo manual. ¿Está usted bien?...

Sabemos que la estructura general de la nave permanece íntegra y funcional. Nos asombra que la atmósfera de Thi no haya volatilizado todo. ¿Escucha?, ¡conteste!

—SeñorA: hicimos el escaneo completo. No está allí. El inventario dice que no falta ningún tipo de equipamiento, insumo o elemento. Hasta sus calcetines están dentro de la nave. El historial de navegación está completo y sano. No registra apertura de esclusas ni aberturas internas. Las ventilaciones permanecen apagadas y selladas. Todos los comandos excepto el de navegación fueron bloqueados. Pero no se reconoce nada vivo salvo el banco de biogenética en su cámara de conservación.

—¿Se habrá puesto en hibernación? Supongo que se vería en el historial.

—No, la cámara de hibernación no fue abierta. Nuestro virus de sondeo terminó de verificar que los comandos no fueron alterados. El autodiagnóstico de la nave Delta fue confirmado. No hay averías ni fallas de ningún tipo. La nave puede despegar, volar, aterrizar y no más… SeñorA.

—Descargue la caja negra.

—Ya lo intentamos, está vacía.

Una sombra de desconcierto se apoderó del control.

—-¿Hipótesis o deducciones? ¿Alguna idea?

—Inverificables desde aquí, SeñorA.

1 Que los transformadores de ventilación hayan dejado ingresar algún gas desconocido asimilándolo como uno conocido y que éste fuera capaz de eliminar la materia orgánica.

2 Que alguna frecuencia magnética haya modificado la estructura molecular del tripulante y el escáner no lo reconozca.

3 Que exista un modo ignorado por nosotros para salir de la nave sin abrirla…desmaterialización.

—¿Cree que podrá regresar?  ¿Podemos traerla?

—Podemos intentarlo.

—Háganlo.

—Entendido. Comandos de navegación activados.

En Thi, la nave cepa había ingresado absorbida por la cámara de reproducción.

Todo había sido exactamente clonado a excepción de la cadena de ADN. de la cámara de hibernación. Esta había sido ligeramente modificada. Ya estaba en dirección a la Tierra.  Ren había elegido quedarse cuando le ofrecieron la opción.

Este bello planeta con sus lunas ya no estaría en peligro por la invasión humana. Cuando estos regresaran, la nueva genética los habría transformado en seres menos hostiles.

 

De Lazaros y Raquel

María Cristina Rolnik (Argentina)

 

Todavía la tierra estaba porosa y había agua en los claveles de lástima que dejaron las lloronas. La luna giraba en tutú sin medias, haciendo la noche del cementerio mas comedia que drama. Los nuevos huéspedes, el cronista y Cristina, quietos, muy cerca, ya habían pasado por la marea de los recuerdos y tuvieron tiempo para el perdón. Pero antes de que emergiera la primera larva, se escucharon unos taconeos (sólo los zapatos charolados ruidan así), y el sueño cambió.

—Che, despiértense, ustedes, sí, ustedes, que no son rufianes completos —dijo la mujer de cabellos rojos y rostro contraluna que no se dejaba ver. Era Raquel, por supuesto. Un caballero de levita (el hombre para siempre) sostenía la pala.

Los Lázaros se sacudieron la sangre coagulada y el polvo ya eres.

—Vos, si vos, chiruza, que nunca ocupaste el útero con un pibe, ni un aborto clandestino te hiciste, ni nada —gritó Raquel; y para peor, continuó—: El libro que debías haber escrito para que te odien todos, no lo completaste y no fumaste más que tabaco importado, ni un porrito fumaste, vea. Y vos, si vos —la colorada señaló al cronista—, tenés el corazón tan a puro grito que no deja dormir al vecindario. De rufián no tenés más que la estampa y la mueca de madrugadas que no querés madrugar. Una mujercita te espera sentada, en la arena, amás esa espalda y ya es enero. Rajá.

—No miren hacia atrás —completó el de levita—, los acompañaremos a la estación y tomarán el tren que se merecen.

No hablaron por el camino, los Lázaros. Sus guías de la noche, reían bajito y se murmuraban cariñosas obscenidades. Olían a mar, como a limpieza de puertos de lejos.

El cronista tomó el primer tren hacia el Este.

Cristina se sentó en el banco esperando el suyo. Ya era madrugada y ni los muertos la acompañaban.

 

Arte

Alejandro Bentivoglio (Argentina)

 

El trabajo se paga bien. Quizás hasta haya una fiesta antes, eso es lo que nos ha dicho nuestro agente. La casa es grande, una mansión de esas que llevan años de pie, que guardan historias que el tiempo va disolviendo, como las polillas y las termitas que se hunden, interminables, en lo que encuentran a mano. Pasamos el portón, bajamos del auto y entramos por la puerta principal. Se avecina un pasillo largo, a medias iluminado, confuso, y un hombre que se anuncia como el anfitrión de la jornada.

Dos o tres grabados sin ningún valor adornan las paredes del pasillo. Observarlos lleva un instante. Son aburridos, una visión que no nos maravilla en ninguna forma. Un cierto pesar nos abruma, como de fastuosidad artificial. La pregunta no marca diferencia alguna, pero se hace de todos modos, ¿cuál es la función de ese proceso de entrar, mirar, desear saber qué decir ante el anfitrión que se para allí derecho, con su mirada severa, esperando un comentario sobre lo que él considera un gran tesoro? La respuesta es igualmente absurda. Un salvaje despropósito que queda regado en unas oraciones sin mayor relevancia. Las propias de un ganado bien educado.

—Debe haberle costado mucho conseguir todo esto —decimos.

—Los he hecho yo mismo —dice el anfitrión—. Podría decirse que encierran una tragedia.

Lo observamos atónitos, pero él solo señala una sala. En ella, recién comprendemos la magnificencia de su trabajo. Decenas de hombres y mujeres yacen muertos, mutilados en diferentes formas, las mismas que reflejan los grabados.

—Es increíblemente trágico cómo han manchado la más preciosa de mis alfombras —dice el anfitrión, cuyo apellido nos remonta a castillos, a condesas adeptas a baños de sangre y belleza—. Una antigüedad familiar.

Se apoya en el mango de un hacha, como si estuviera anticipando el cansancio de la tarea por delante. Una de esas indispensables diligencias que el arte requiere, aunque ignorantes modelos vivientes como nosotros seamos incapaces de valorar.

 

La danza de los gnomos

Laura Irene Ludueña (Argentina)

 

Hacía tanto calor que no podía dormir. Me levanté y miré por la ventana. La luna llena esparcía casi tanta claridad como durante el día lo había hecho el sol. La imagen era tan hermosa que me levanté de inmediato para salir al parque. Más por hábito que por necesidad, tomé mi bolso con dinero y las llaves de la casa. Afuera, el cielo limpio y azul y la brisa fresca me invitaban a caminar entre los árboles. Me interné en el parque disfrutando de la belleza del lugar cuando me pareció escuchar algo así como un rumor de alas, de ramas que se cortan y de miles de pies que pisan las hojas caídas.  Me había sentado en un banco a esperar no sé qué, cuando apareció un ser pequeño, extraño, que me miró e hizo una reverencia. En ese momento empezó a sonar una música rara y una voz angelical entonó un canto misterioso. No sé de dónde empezaron a salir más y más hombrecitos que comenzaron a bailar al ritmo de la melodía hasta que la luna se fue ocultando. Cuando el canto de un gallo se escuchó a lo lejos, la música terminó y el cielo se pintó de amarillos y naranjas. Todos los gnomos desaparecieron tan rápido como habían aparecido. ¿Acaso le temían al gallo? Decidí volver a casa con el alma llena de una emoción desconocida. Pero al llegar de nuevo a la casa advertí que no tenía ni el bolso ni las llaves. Volví al banco donde había presenciado el espectáculo y no había nada. ¿Me habrían robado? ¡Me habían robado!

 

La torre

Armando Azeglio (Argentina)

 

Vivir en una torre de marfil no dejaba de ser algo placentero, algo estrafalario, algo perfecto. No existía otro propósito; el propósito es él mismo. Que la canción autoindulgente, que el momento justo, o la antífona perfecta. Sin embargo, un sentimiento áspero (que en primera instancia fue como una endeble insinuación) comenzó a apoderarse de su atalaya. Al principio fue la nostalgia de las glorias pasadas. Luego los laureles del honor perdido. Más tarde el porcentaje del lucro cesante, la sed de venganza y (al final) un virulento anhelo por la destrucción del otro. Una pérfida oscuridad envolvía su corazón cual manto. Un día se encontró en cuatro patas, balbuceando en una lengua que desconocía y en medio de las propias excrecencias. La temperatura descendió. Algo, que dijo ser un ángel del Señor, se presentó. Él atinó a pedir una cosa ininteligible, el ser asintió. Entonces asistimos al rodamiento de su cabeza.

 

Gargax

Marcela Iglesias (Ecuador)

 

Gargax giró la cabeza. Todavía estaba mareado. Estaba acostado en esa cosa rara, que lo hacía temblar. No podía moverse. No tenía idea que estaba pasando. Había mucha oscuridad y aquel sonido, como susurros y silbidos, acompañaba a esas pequeñas cosas que giraban a su alrededor y se arremolinaban sobre su cara e intensificaban la sensación de seguir temblando. Nunca lo había sentido. Nada de lo que le habían enseñado lo había preparado para esto. A lo lejos vio un grupo de... ¿Qué eran? Se parecían un poco a él pero a la vez eran muy diferentes. Iban con esas luces apuntando a diferentes cosas. Cada vez se acercaban más. Se comunicaban entre ellos de una forma extraña.

Finalmente llegaron hasta donde él estaba. No entendía lo que le comunicaban, veía en esos rostros extraños una cosa que se abría y cerraba de la cual salían sonidos raros.

Cerró los ojos. Estaba demasiado asustado.

El temblor de su cuerpo se fue intensificando hasta convertirse en una vibración intensa que sacudió su cuerpo provocando un sonido insoportable y finalmente un destello y algo como una implosión. Los humanos, desconcertados, salieron corriendo.

Gargax dejó de sentir temor. Su cuerpo dejó de vibrar. Paulatinamente sus moléculas se fueron aquietando.

Al abrir los ojos, se encontraba en su estación.

No entendía, ¿había fracasado o había completado su misión?

 

Necrofilia 2

Diego Muñoz Valenzuela (Chile)

 

Ocioso, desesperado por la carencia de trabajo, vago por la ciudad. Entro en una capilla donde se advierte mucha actividad. Cuando la veo dentro del ataúd, infinitamente tranquila, sumisa ante la muerte, con una leve sonrisa de satisfacción dibujada en los labios algo pálidos, comprendo que me he enamorado perdidamente. Es la mujer perfecta para mí: jamás me reprochará, carente de caprichos, se someterá a mis designios sin objeciones perversas. Me acerco a los deudos con tranco lento, calculado. Primero abrazo a la madre, que llora sobre mi hombro sin consuelo; luego a su devastado progenitor, a sus hermanos y hermanas que no hallan consuelo. Me siento en las bancas que rodean el catafalco y simulo rezar con los ojos entrecerrados. Sigo el ritmo de las expertas ancianas que recitan letanías milenarias en un circuito sin fin.

 

La hora pasa y los deudos van menguando con velocidad creciente. Cada media hora me incorporo para observarla. Su belleza serena me conmueve y me excita. En la ventana alcanza a vislumbrarse el nacimiento de sus pechos soberbios. Las fotografías que descansan entre las guirnaldas atestiguan su hermosura arrobadora. El amor y el deseo crecen en mi interior como bestias incontenibles. Por fin se retiran los padres, arrastrando los pies, antes de despedirse me advierten que la capilla cerrará en unos minutos. Me desean conformidad. Les digo que me quedaré orando esos minutos. Quedo solo. Me oculto bajo el ataúd, atrincherado entre guirnaldas. Viene un ominoso silencio que interrumpe el sacristán, que entra al recinto y cierra la puerta con candado. Siento su respiración acezante, la brutalidad con que levanta la tapa de la urna. Desnudo se encarama sobre el cajón gimiendo palabras de amor, le arranca las vestiduras a tirones y lanza terribles imprecaciones. Entonces salgo de mi escondite y le propino a la bestia el golpe mortal con un candelabro. Lo aparto con repugnancia y tomo su lugar. Le hablo en susurros, la voy besando en toda su magnífica desnudez, seduciéndola con amor infinito. Toda una noche hay por delante. Después vendrán el duelo, la nostalgia, el amor eterno.

 

Setas

Sergio Gaut vel Hartman (Argentina)

 

Judas de Gamala designó a doce para que iniciaran la santa tarea de predicar la nueva fe, pudieran enseñar el uso de la sica y que tuvieran autoridad para sanar enfermedades y echar fuera los demonios. Estos eran Simón, a quien llamó Pedro, Jacobo, hijo de Zebedeo, y Juan, hermano de Jacobo, quienes lo iniciaron en el uso de la droga sagrada, la amanita muscaria de los acadios; también nombró a Andrés, Felipe, Bartolomé, Mateo, Tomás, Jacobo hijo de Alfeo, Tadeo, Simón, el cananita, y a Judas Iscariote, su sobrino.

Pero antes de partir volvieron todos juntos al hogar, en Galilea, para despedirse de los suyos. Hicieron una fiesta y se juntó tanta gente que ni siquiera podían comer en paz, aunque eso no les interesaba: ellos se alimentaban de setas, por lo que casi no se daban cuenta de lo que ocurría. No obstante, cuando los ancianos del pueblo advirtieron el escándalo que los jóvenes hacían, llamaron a los guardias para que los apresaran. Decían: «Están fuera de sí». Estaban fuera de sí, por cierto. Judas de Gamala, quien más tarde sería reinventado por Saulo como Jesucristo, el Ungido, el Mesías, era capaz, bajo los efectos de la droga, de crear demonios y echarlos fuera de su cuerpo, criaturas dementes y autónomas. Y ya fueran materiales o puras alucinaciones, eran tan poderosas que todos allí pudieron verlas.

EL ENCUENTRO

 Laura Irene Ludueña   La reconoció de inmediato. Mary Shelley estaba sentada sola en el banco de una plaza oscura, como hurgando en sus r...