Cristian Mitelman (Argentina)
En este universo alguien te rechaza. Esto implica que existe otro
universo donde usted es aceptado por ella. Si esto es así, tristeza y alegría
se complementan de un modo exacto y la melancolía que usted experimenta aquí es
la exaltación que hay en otro lugar. Así es, mi amigo: todo triunfo o toda
derrota son apenas miradas sesgadas.
No es ella quien lo rechaza, sino el orden absoluto
del cosmos.
No es ella quien acepta al otro, sino el orden
absoluto del cosmos.
Interruptus
Hernán Bortondello (Argentina)
La vida nos había llevado a ser amantes, y nuestros escasos encuentros
siempre se producían en el departamento de Alina. Allí pasábamos casi todo el
escaso tiempo que disponíamos para estar juntos. Y aquella tarde no había sido
la excepción. Desnudos, recostados hombro con hombro contra el alto respaldar
de la cama, hojeábamos un ejemplar del milenario Kama Sutra bromeando
divertidos sobre algunas de las posiciones sexuales más creativas. Entre risas
y risas, terminamos excitándonos y decidimos dejar la teoría para pasar a la
práctica. Dejé el libro sobre la mesa de noche, nos liberamos de la sábana que
nos cubría y comenzamos a ejercitar ardorosamente algunas de las enseñanzas de
la antigua India. Casi una hora después continuábamos prodigándonos placer; gracias
a la práctica del sexo tántrico podíamos retrasar la petite mort, extendiendo
nuestro disfrute. Pese a esto, mi pareja ya había culminado dos veces. No era
raro que Alina experimentara cinco o seis orgasmos antes de que yo obtuviera el
mío, normalmente al finalizar el acto sexual.
De repente, tuve una ocurrencia:
—¿Sesenta y nueve? —propuse con cara de diablo a mi
compañera.
—¡Sesenta y nueve! —no dudó en aceptar con infantil
entusiasmo.
Me recosté boca arriba y ella ágilmente montó sobre
mí. Cambió la orientación de su cabeza hacia mis pies, y, tras algunos ajustes,
Alina enfrentó mi pubis y yo el suyo. Comenzamos entonces a estimularnos con
pasión. De inmediato supe que esta vez no batiríamos nuestro record de
resistencia; la profundidad del goce nos llevaría muy pronto al clímax. La
vista se me nubló, todo desapareció a mí alrededor y sentí que mi mente se
desconectaría. Sin embargo, antes de que la hábil lengua de mi amante rematara
su faena, una voz fuerte me sobresaltó:
—¡Hazte a un lado!, ¡sigo yo! —la perentoria orden la
había dado un hombre.
—¡Déjame seguir, Fernán! —ahora era una mujer quién
contestaba agitada—. ¡Sesenta y nueve!, ¡setenta!, ¡setenta y uno! …
Mientras escuchaba el conteo comencé a sentir rítmicos
golpes en mi pecho. Eran tan violentos que me quitaban el aire y parecía que no
iban a detenerse. Tuve la certeza de que me ahogaría y abrí los ojos
desesperado, boqueando agónicamente en busca de oxígeno. Me recibió una luz
enceguecedora, que, luego de acostumbrarme a ella, resultó provenir de un tubo
fluorescente. Tomé conciencia de que mis espaldas descansaban sobre algo duro.
Tras palpar con mis manos pude darme cuenta que se trataba de un piso de baldosas.
Fue entonces que la vi. Desorientado, no lograba entender por qué ella y ese
tipo al que no conocía se hallaban a mi lado de rodillas vistiendo uniformes
celestes, de los que se usan en enfermería.
—Alina… ¿Qué está pasando? —pregunté con voz débil.
Cómo única respuesta me devolvió una mirada de
estupor. Luego giró la cabeza hacia el extraño que la acompañaba y le dijo:
—Fernán… ¿Cómo es posible que este señor conozca mi
nombre?
El banquete del fin del mundo
Ismael Rivera Fuertes (Paraguay)
El planeta era un cadáver con fiebre. Los océanos se alzaban devorando
las ciudades, las tormentas barrían continentes, y el aire quemaba los pulmones
de los que aún se aventuraban a respirar sin filtros. Pero nada de eso
preocupaba a los magnates. Desde la Torre Zénit, donde se había convocado la
Cumbre de la Reestructuración, contemplaban el horizonte de cenizas a través de
ventanales imposibles de romper.
La economía se había derrumbado. Los robots fabricaban
productos en cantidades infinitas, pero no había consumidores. La gente, sin
empleo, sin dinero, sin futuro, deambulaba por calles grises, demasiado
hambrienta para comprar y demasiado insignificante para que a alguien le
importara.
—Debemos actuar —dijo Rupert Vanderflint, el más
anciano, sirviéndose una copa de agua, el bien más escaso de todos—. Si no
intervenimos, el sistema colapsará.
—El sistema ya colapsó —bufó Otto Magisdorfer,
ajustando su traje impecable—. Lo que falta decidir es si dejamos que la
humanidad desaparezca o si la reabsorbemos de algún modo.
Un silencio denso se posó sobre la mesa de mármol. La
humanidad era un problema. Necesitaban consumidores, pero sin posibilidad de
trabajo, sin incentivos, sin recursos, la población solo se había convertido en
un peso muerto.
—Podríamos restablecer el ciclo —sugirió Edna
Ruswiance, una mujer de mirada fría—. Introducir una moneda universal basada en
horas de vida. Trabajo garantizado, raciones de comida aseguradas. Si quieren
vivir más, que trabajen más.
El concepto fue recibido con asentimientos. Era
simple, elegante, una vuelta al contrato social, pero bajo nuevos términos.
—Y para los que no puedan pagar con trabajo… —murmuró
un magnate junio, alguien ubicado al fondo del salón de conferencias.
Vanderflint bebió un sorbo de su copa y sonrió.
—Siempre habrá formas de contribuir, ¿no les parece?
Las materias primas... quiero decir, el material genético… bueno, ya me
entienden.
Desde las alturas, mientras la ciudad moría en
silencio, los magnates se dieron la mano sonrientes. Creían haber salvado el
planeta.
Fábrica de muñec@s
Gonzalo Montero Lara (Bolivia)
Es el año 3000, los extremos se unen, Majestad y Mercado, conformando
M&M, es una monstruosa corporación patriarcal formada por los despreciados
mercaderes, ahora plutócratas y aristócratas magnates, que retiran a las
mujeres al sótano social, en condición de servidumbre. Ellas no son confiables,
tienen sentimientos. M&M, es dueña de todo y comercia todo. Su producto
estrella, luego de la Gran Guerra, es comida en la hambruna global. No es
novedad: para los amos planetarios la comida sobra y la necesidad mayor es el
placer. Mercado, especula con alimentos procesados como respuesta al hambre
voraz de las masas obreras y posee los mecanismos militares de control.
Majestad, proporciona la tecnología bélica y científica a la alianza, dentro la
cual está la experimentación genética y la creación de cuerpos dóciles para el
disfrute. Ya no quieren androides con IA peligrosa. “La carne pide la carne”.
Fabrican bellísimas muñecas humanas destinadas al goce de los señores de la
Tierra. Miles de infortunadas mujeres y niñas, son recolectadas de la miseria
por siniestros escuadrones para este fin, o canjeadas por miserables vales de
comida. Sus restos son reciclados para alimento.
Hembras sin útero, con senos que segregan
afrodisíacos, pieles con feromonas perfumadas, vaginas supernumerarias
hiper-prensiles y suctorias. Hermafroditas. Niñas neuroprogramadas para
perversiones. Químicos para erecciones permanentes y eyaculaciones voluminosas
con orgasmos múltiples a voluntad. Penes modificados genética o
quirúrgicamente, para todo gusto. Todo es posible, todo tiene su precio.
Ya no era posible ocultarlo. Desapareció la libido y
la agresividad en los hombres, menguando la combatividad de las tropas
represivas. Las derrotas eran constantes. Sus enemigos del Ejercito Terrestre
de Liberación (ETL), habían conseguido introducir un modificador del cromosoma
Y, en el vapor de agua de las incubadoras de sus bebés de aura índigo, quienes
nacen sonrientes.
La oferta
Víctor Lowenstein (Argentina)
Sentía un curioso calor, pese al frío de la tarde que le hacía tiritar
todo el cuerpo. Las yemas de sus dedos se apegaban a la helada pared exterior;
el viento azotaba su rostro y sus pies, bueno, trataban de equilibrarse sobre
aquella cornisa del piso once del Imperial Building.
Todo había salido mal. Espantosamente mal. Los
créditos le fueron negados, el acuerdo comercial rechazado y sus cuentas a
punto de ser embargadas. Ya no tenía nada, pero Duncan no quería morir. Pese a
haber agotado sus exiguas ofertas, y haber recibido otras tantas aún más
exiguas, suya fue la decisión de atravesar la ventana de un piso once para
enfrentar el vacío; un lapso de desesperación, más allá del cual deseaba vivir.
La fuerza con que se apretaba al muro traicionaba el impulso suicida.
El drama era la falta de alternativas. Todo cuanto le
ofrecieron tanto inversionistas como acreedores eran opciones abusivas y
humillantes. Nada lo iba a rescatar de la bancarrota.
Un pájaro rozó su cara y casi pierde el equilibrio. En
el aleteo del ave creyó escuchar una invitación: “vuela”.
—Jamás he recibido una oferta así de generosa —dijo
Duncan, y se echó a volar.
Mensaje
Dora Gómez Q (Argentina)
Dormía junto a mí cuando recibí un mensaje. La luz del celular no lo
había despertado. Era de mi expareja, y aunque no había quedado nada pendiente
entre nosotros, tuve curiosidad, así que antes de bloquearlo, miré de nuevo su
rostro en el aparato, para ver su sonrisa, que le anticipaba el carisma. Y
aunque apagué el teléfono, ya no pude dormir.
¿Por qué olvidé borrar su contacto?
Reflexioné acerca de la relación que tenía con el
hombre que dormía a mi lado: era tranquila y armoniosa; esa era la paz que
buscaba cuando lo conocí: fue una vergonzosa tarde, cuando se volaron unos
papeles que me ayudó a recoger, y supo por el membrete en alguno de ellos que
estábamos en la misma actividad; luego nos encontramos por motivos
profesionales, y una cosa llevó a la otra.
Nuestra convivencia transcurría sin sobresaltos, tal
vez monótona, pero disfrutaba de su cariño y atenciones.
Seguía dormido, y yo insomne. No pude evitar recordar
a mi expareja, con ese desparpajo que hacía que yo también tuviera actitudes
desinhibidas. Extrañaba eso, y el balancearnos en el columpio, donde
terminábamos derramando el vino, reírnos mucho, hacer el amor en la piscina, y
nuestras noches de pasión que eran frecuentes.
Terminamos por tonterías; reconocí que fue una actitud
impulsiva dejarlo. La llama entre nosotros no se había apagado.
Advertí que ya no dormiría, así es que, me levanté
cuidadosamente, y fui con el teléfono a la cocina.
Cuando amaneció lo encendí, y lo desbloqueé.
Visitas
Gastón Caglia (Argentina)
La noche, impiadosa, acecha al caer del sol. La luna, cruel antagonista,
aparece, y en el límite entre ambos, los pájaros regresan a cobijarse en sus
nidos. Como ellos, los humanos deben hacer lo mismo, pero no siempre entienden
las lecciones de la naturaleza. Y la batalla comienza; en el crepúsculo
triunfarán los rayos de luna y al amanecer, los largos brazos del sol.
Juan observa su reloj: 19.45. Le pregunta a su esposa dónde están los niños. Un grito desde la otra habitación llega estertóreo: “en su cuarto”. Es la voz de Belén que, imbuida en las tareas domésticas, no gasta tiempo en moverse hasta donde está su esposo. Juan le pone llave a la puerta de entrada y mira la hora, han pasado cinco minutos, faltan diez para las veinte. Justo a tiempo.
Cuando se dispone a retirar la llave un grito casi
humano rompe el silencio. De inmediato la familia se congrega en torno a Juan.
Belén y los niños José y Darío. Todos miran hacia el centro en el círculo que
han conformado naturalmente, rezan en un idioma desconocido. Se oyen más golpes
y gritos. Nadie atina a decir algo.
—¿Qué fue eso?
Juan rompe el hielo:
—Vino de la casa de Velásquez.
Velázquez, el violinista, vive solo en la casa lindera
desde que se tiene memoria. Un tanto distraído más por solitario que por
anciano, nunca se llevó por los convencionalismos sociales ni festejó navidad
ni se le conocen parientes que lo visiten. El patio que da al frente de la
vivienda siempre luce desprolijo y sólo ante la presencia e intimación de los
municipales hace cortar el césped o enderezar la cerca.
Al unísono los niños corren hacia la ventana.
—¿Adónde van, chicos? —grita la madre.
—A controlar si las ventanas están cerradas y
trancadas —responden.
—No hay que temer —conjetura el padre en voz alta.
—¿Se volvió a oír algo más? —interroga Belén con las
manos entrelazadas en señal de oración y con los ojos llorosos. Juan la ignora,
por su bien y el conjunto de la familia. Decide investigar.
—Chicos, ¿ustedes escucharon algo más aparte que ese
grito?
—No, papá —responden al unísono.
Mierda, mierda, que silencio que hay ahora, ¿le tocará
a Velázquez?, no se ha oído nada más, seguro le tocó, no fue ese violín de
mierda. No puede ser tan cerca, no, piensan Belén y Juan.
El silencio baña el crepúsculo y nada se anima a
romper esa paz de cementerio. Así, como al pasar, se oye una puerta que se
cierra con un golpe similar a un hachazo. El rechinar de los goznes oxidados
corresponde a la casa de Velázquez. Se escuchan quedos pasos que se acercan.
Tras interminables segundos un toc, toc, en la puerta. Los niños regresan junto
a sus padres a formar el perfecto círculo áureo. Estamos en paz con el Señor,
rezan los cuatro, y los pasos que oyeron se van, quizás de regreso por donde
vinieron.
Las vueltas de la vida
Lidia Nicolai (Argentina)
Un ruido extraño me hizo ir hacia el escritorio. Un sacudón conmovió mi
pecho: me vi a mí mismo de espaldas tomándome la cabeza con las manos, en
cuclillas, frente al rincón que está a la izquierda de la ventana. Entonces fui
presa de una inmovilidad ansiosa, que no sé si fue tan breve como la recuerdo
ahora, después de tanto tiempo.
Él (yo) permaneció en la misma posición mirando fijo
al rincón. Me acerqué muy despacio, en puntas de pie.
En el ángulo que forman las paredes y el piso se abría
la boca de un túnel; me refregué los ojos y volví a fijar la vista en el
boquete por sobre el hombro de mi doble, que seguía en la misma posición. Y
antes de que atinara a defenderme me tomaron del cuello de la camisa y me
levantaron de piso como si fuera una pluma. En menos de un par de segundos me
vi deslizándome por el túnel a gran velocidad, la cara enfrentada a la salida
luminosa.
Aún desconozco si lo soñé o no; estoy solo como nunca
(siempre) lo he estado, viajando hacia mi niñez, a una velocidad inversamente
proporcional a aquella a la que transcurrió mi vida real en las diferentes
etapas. Recorrí sitios y vi personas y no siempre reconocí lo que veía.
¡Cuántas cosas sucumben en el olvido! En un momento descubrí el hilo amarillo
que flotaba a mi lado. Miré hacia atrás y lo vi perderse en la lejanía,
enredándose por momento, en otros muy tenso. ¿De qué se trataba? Pero no había tiempo
para pensar… o solo había tiempo para pensar, no sé. En un instante me vi
pequeño, muy pequeño, y sentí miedo. ¿Desaparecería de este mundo, sea cual
fuere?
Entonces un estallido de luz me sorprendió y estuve de
regreso en mi casa y ya no estaba mi doble, no lo veía. ¿Es el que me había
llevado a recorrer mi vida pasada? ¿Con qué fines?
Descubrí el hilo amarillo, metros y metros de hilo
amarillo enrollados confusamente en mi habitación. Y el susto que me pegué fue
extraordinario: mi doble acostado en mi cama, con la cabeza sobre mi almohada,
me miraba socarronamente.
—Ahora yo tomo el control —me dijo.
Profundidades
Luciano Doti (Argentina)
Sobre el suelo de la casa que fuera de la tía, encontró un espejo
redondo. Al asomarse desde su altura, sintió que su propio reflejo lo atraía
hacia abajo, como un pozo de agua que llegaba hasta quién sabe dónde, y se
arrodilló antes de perder el equilibrio. La proximidad con el objeto le hizo
notar que el marco tenía cierta elegancia, y lo siguiente fue verse yendo a la
tienda de antigüedades.
Ese espejo tenía algo que no sólo lo había atraído
hacia abajo, era más que eso: se reflejaba en el vidrio, pero de un modo
diferente. Era su rostro con un dejo de codicia y maldad; eso lo veía mientras
caminaba hacia la tienda, procurando obtener una ganancia de lo que tal vez
fuera una reliquia familiar.
Entonces, oyó un maullido y sintió el contacto de un
animal que frotaba su cuerpo contra el suyo. Saliendo de un estado de ensueño,
un gato lo regresaba de las profundidades en que lo sumergiera el espejo, y
seguía arrodillado en ese lugar, del cual no se había movido.
¿El infierno en la tierra o la tierra en el infierno?
Boris Glikman (Australia)
Queridos amigos, a pesar del escepticismo de algunos, he podido
justificar plenamente vuestra opinión de que soy un filósofo de la esperanza y
la alegría.
Estoy orgulloso y encantado de anunciar que
recientemente, mientras intentaba encontrar una nueva prueba del Teorema de
Pitágoras, me topé por casualidad con la prueba matemática más bella, elegante
e ingeniosa de que, de hecho, todos vivimos en el Infierno.
En consecuencia, no tenemos nada de qué preocuparnos,
ya que las cosas no pueden empeorar y no hay esperanza de salvación.
Las personas que piensan que esto es el infierno en la
Tierra son en realidad optimistas extremadamente inanes que viven en el paraíso
de los tontos, aferrándose todavía a la falsa esperanza de que las cosas
podrían mejorar, mientras que nuestra situación real es de hecho infinitamente
peor. Hay que acabar con sus ilusiones señalándoles con amabilidad lo erróneo
de sus creencias.
Las personas que se dan cuenta de que esto no es el
infierno en la Tierra, sino que toda la Tierra está en el infierno, se liberan
de cualquier esperanza ilusoria y están en mejores condiciones para hacer
frente a las realidades de la vida.
Pronto intentaré poner esta prueba al alcance de un
profano.
Título
original: Hell on earth or earth in hell?
Traducción: Sergio Gaut vel Hartman
Entonces es adiós
Juan Pablo Goñi Capurro (Argentina)
Era tiempo de separarnos. Para eso nos reunimos en el café. Ella llegó
primero. Yo me senté de espaldas a la calle. Nos tomamos las manos. Ella había
pensado en llorar. Por eso sonrió cuando pedí una lágrima. Por un instante
sobrevoló la mesa la tentación de continuar. Inteligente, ella pidió un
cortado. Solté su mano para aplaudirla. Era temprano, no más de las cinco y
media de la tarde. Nos sentimos cómodos en el silencio que compartimos.
Llegaron los pedidos. El café estaba un poco frío y liviano. Pese a eso, los
bebimos despacio. Quedamos sin nada que tomar y sin saber qué decirnos, con qué
adornar ese último recuerdo compartido. Comenzó a llover, ella me lo hizo
notar, yo estaba de espaldas a la calle. Una despedida fría y lluviosa. Tal vez
la mereciéramos, aunque hubiéramos preferido una separación heroica. No sé, un
llamado a la guerra, una enfermedad terminal, un deber sagrado. No ese silencio
que nos llevaba a preguntarnos por qué habíamos estado juntos. Silencio que sin
embargo nos empeñábamos en mantener, como si temiéramos ensuciarlo con las
huecas palabras que habíamos previsto. Entonces es adiós, le dije. Sí, me
respondió ella ayudándose con la cabeza. Ella se marchó primero. Yo pagué la
cuenta.
Nave cepa
Suray Annys (Argentina)
—Recuperamos el contacto. Active los visores por favor. Intentamos
reiniciarlos desde aquí. No presentan daños y señalan bloqueo manual. ¿Está
usted bien?...
Sabemos que la estructura general de la nave permanece
íntegra y funcional. Nos asombra que la atmósfera de Thi no haya volatilizado
todo. ¿Escucha?, ¡conteste!
—SeñorA: hicimos el escaneo completo. No está allí. El
inventario dice que no falta ningún tipo de equipamiento, insumo o elemento.
Hasta sus calcetines están dentro de la nave. El historial de navegación está
completo y sano. No registra apertura de esclusas ni aberturas internas. Las
ventilaciones permanecen apagadas y selladas. Todos los comandos excepto el de
navegación fueron bloqueados. Pero no se reconoce nada vivo salvo el banco de
biogenética en su cámara de conservación.
—¿Se habrá puesto en hibernación? Supongo que se vería
en el historial.
—No, la cámara de hibernación no fue abierta. Nuestro
virus de sondeo terminó de verificar que los comandos no fueron alterados. El
autodiagnóstico de la nave Delta fue confirmado. No hay averías ni fallas de
ningún tipo. La nave puede despegar, volar, aterrizar y no más… SeñorA.
—Descargue la caja negra.
—Ya lo intentamos, está vacía.
Una sombra de desconcierto se apoderó del control.
—-¿Hipótesis o deducciones? ¿Alguna idea?
—Inverificables desde aquí, SeñorA.
1 Que los transformadores de ventilación hayan dejado
ingresar algún gas desconocido asimilándolo como uno conocido y que éste fuera
capaz de eliminar la materia orgánica.
2 Que alguna frecuencia magnética haya modificado la
estructura molecular del tripulante y el escáner no lo reconozca.
3 Que exista un modo ignorado por nosotros para salir
de la nave sin abrirla…desmaterialización.
—¿Cree que podrá regresar? ¿Podemos traerla?
—Podemos intentarlo.
—Háganlo.
—Entendido. Comandos de navegación activados.
En Thi, la nave cepa había ingresado absorbida por la
cámara de reproducción.
Todo había sido exactamente clonado a excepción de la
cadena de ADN. de la cámara de hibernación. Esta había sido ligeramente
modificada. Ya estaba en dirección a la Tierra.
Ren había elegido quedarse cuando le ofrecieron la opción.
Este bello planeta con sus lunas ya no estaría en
peligro por la invasión humana. Cuando estos regresaran, la nueva genética los
habría transformado en seres menos hostiles.
De Lazaros y Raquel
María Cristina Rolnik (Argentina)
Todavía la tierra estaba porosa y había agua en los claveles de lástima
que dejaron las lloronas. La luna giraba en tutú sin medias, haciendo la noche
del cementerio mas comedia que drama. Los nuevos huéspedes, el cronista y
Cristina, quietos, muy cerca, ya habían pasado por la marea de los recuerdos y
tuvieron tiempo para el perdón. Pero antes de que emergiera la primera larva,
se escucharon unos taconeos (sólo los zapatos charolados ruidan así), y el
sueño cambió.
—Che, despiértense, ustedes, sí, ustedes, que no son
rufianes completos —dijo la mujer de cabellos rojos y rostro contraluna que no
se dejaba ver. Era Raquel, por supuesto. Un caballero de levita (el hombre para
siempre) sostenía la pala.
Los Lázaros se sacudieron la sangre coagulada y el
polvo ya eres.
—Vos, si vos, chiruza, que nunca ocupaste el útero con
un pibe, ni un aborto clandestino te hiciste, ni nada —gritó Raquel; y para
peor, continuó—: El libro que debías haber escrito para que te odien todos, no
lo completaste y no fumaste más que tabaco importado, ni un porrito fumaste,
vea. Y vos, si vos —la colorada señaló al cronista—, tenés el corazón tan a
puro grito que no deja dormir al vecindario. De rufián no tenés más que la
estampa y la mueca de madrugadas que no querés madrugar. Una mujercita te espera
sentada, en la arena, amás esa espalda y ya es enero. Rajá.
—No miren hacia atrás —completó el de levita—, los
acompañaremos a la estación y tomarán el tren que se merecen.
No hablaron por el camino, los Lázaros. Sus guías de
la noche, reían bajito y se murmuraban cariñosas obscenidades. Olían a mar,
como a limpieza de puertos de lejos.
El cronista tomó el primer tren hacia el Este.
Cristina se sentó en el banco esperando el suyo. Ya
era madrugada y ni los muertos la acompañaban.
Arte
Alejandro Bentivoglio (Argentina)
El trabajo se paga bien. Quizás hasta haya una fiesta antes, eso es lo
que nos ha dicho nuestro agente. La casa es grande, una mansión de esas que
llevan años de pie, que guardan historias que el tiempo va disolviendo, como
las polillas y las termitas que se hunden, interminables, en lo que encuentran
a mano. Pasamos el portón, bajamos del auto y entramos por la puerta principal.
Se avecina un pasillo largo, a medias iluminado, confuso, y un hombre que se
anuncia como el anfitrión de la jornada.
Dos o tres grabados sin ningún valor adornan las
paredes del pasillo. Observarlos lleva un instante. Son aburridos, una visión
que no nos maravilla en ninguna forma. Un cierto pesar nos abruma, como de
fastuosidad artificial. La pregunta no marca diferencia alguna, pero se hace de
todos modos, ¿cuál es la función de ese proceso de entrar, mirar, desear saber
qué decir ante el anfitrión que se para allí derecho, con su mirada severa,
esperando un comentario sobre lo que él considera un gran tesoro? La respuesta
es igualmente absurda. Un salvaje despropósito que queda regado en unas
oraciones sin mayor relevancia. Las propias de un ganado bien educado.
—Debe haberle costado mucho conseguir todo esto
—decimos.
—Los he hecho yo mismo —dice el anfitrión—. Podría
decirse que encierran una tragedia.
Lo observamos atónitos, pero él solo señala una sala.
En ella, recién comprendemos la magnificencia de su trabajo. Decenas de hombres
y mujeres yacen muertos, mutilados en diferentes formas, las mismas que
reflejan los grabados.
—Es increíblemente trágico cómo han manchado la más
preciosa de mis alfombras —dice el anfitrión, cuyo apellido nos remonta a
castillos, a condesas adeptas a baños de sangre y belleza—. Una antigüedad
familiar.
Se apoya en el mango de un hacha, como si estuviera
anticipando el cansancio de la tarea por delante. Una de esas indispensables
diligencias que el arte requiere, aunque ignorantes modelos vivientes como
nosotros seamos incapaces de valorar.
La danza de los gnomos
Laura Irene Ludueña (Argentina)
Hacía tanto calor que no podía dormir. Me levanté y miré por la ventana.
La luna llena esparcía casi tanta claridad como durante el día lo había hecho
el sol. La imagen era tan hermosa que me levanté de inmediato para salir al
parque. Más por hábito que por necesidad, tomé mi bolso con dinero y las llaves
de la casa. Afuera, el cielo limpio y azul y la brisa fresca me invitaban a
caminar entre los árboles. Me interné en el parque disfrutando de la belleza
del lugar cuando me pareció escuchar algo así como un rumor de alas, de ramas
que se cortan y de miles de pies que pisan las hojas caídas. Me había sentado en un banco a esperar no sé
qué, cuando apareció un ser pequeño, extraño, que me miró e hizo una
reverencia. En ese momento empezó a sonar una música rara y una voz angelical
entonó un canto misterioso. No sé de dónde empezaron a salir más y más
hombrecitos que comenzaron a bailar al ritmo de la melodía hasta que la luna se
fue ocultando. Cuando el canto de un gallo se escuchó a lo lejos, la música
terminó y el cielo se pintó de amarillos y naranjas. Todos los gnomos
desaparecieron tan rápido como habían aparecido. ¿Acaso le temían al gallo?
Decidí volver a casa con el alma llena de una emoción desconocida. Pero al
llegar de nuevo a la casa advertí que no tenía ni el bolso ni las llaves. Volví
al banco donde había presenciado el espectáculo y no había nada. ¿Me habrían
robado? ¡Me habían robado!
La torre
Armando Azeglio (Argentina)
Vivir en una torre de marfil no dejaba de ser algo placentero, algo
estrafalario, algo perfecto. No existía otro propósito; el propósito es él
mismo. Que la canción autoindulgente, que el momento justo, o la antífona
perfecta. Sin embargo, un sentimiento áspero (que en primera instancia fue como
una endeble insinuación) comenzó a apoderarse de su atalaya. Al principio fue
la nostalgia de las glorias pasadas. Luego los laureles del honor perdido. Más
tarde el porcentaje del lucro cesante, la sed de venganza y (al final) un
virulento anhelo por la destrucción del otro. Una pérfida oscuridad envolvía su
corazón cual manto. Un día se encontró en cuatro patas, balbuceando en una
lengua que desconocía y en medio de las propias excrecencias. La temperatura
descendió. Algo, que dijo ser un ángel del Señor, se presentó. Él atinó a pedir
una cosa ininteligible, el ser asintió. Entonces asistimos al rodamiento de su
cabeza.
Gargax
Marcela Iglesias (Ecuador)
Gargax giró la cabeza. Todavía estaba mareado. Estaba acostado en esa
cosa rara, que lo hacía temblar. No podía moverse. No tenía idea que estaba
pasando. Había mucha oscuridad y aquel sonido, como susurros y silbidos,
acompañaba a esas pequeñas cosas que giraban a su alrededor y se arremolinaban
sobre su cara e intensificaban la sensación de seguir temblando. Nunca lo había
sentido. Nada de lo que le habían enseñado lo había preparado para esto. A lo
lejos vio un grupo de... ¿Qué eran? Se parecían un poco a él pero a la vez eran
muy diferentes. Iban con esas luces apuntando a diferentes cosas. Cada vez se
acercaban más. Se comunicaban entre ellos de una forma extraña.
Finalmente llegaron hasta donde él estaba. No entendía
lo que le comunicaban, veía en esos rostros extraños una cosa que se abría y
cerraba de la cual salían sonidos raros.
Cerró los ojos. Estaba demasiado asustado.
El temblor de su cuerpo se fue intensificando hasta
convertirse en una vibración intensa que sacudió su cuerpo provocando un sonido
insoportable y finalmente un destello y algo como una implosión. Los humanos,
desconcertados, salieron corriendo.
Gargax dejó de sentir temor. Su cuerpo dejó de vibrar.
Paulatinamente sus moléculas se fueron aquietando.
Al abrir los ojos, se encontraba en su estación.
No entendía, ¿había fracasado o había completado su
misión?
Necrofilia 2
Diego Muñoz Valenzuela (Chile)
Ocioso, desesperado por la carencia de trabajo, vago por la ciudad. Entro
en una capilla donde se advierte mucha actividad. Cuando la veo dentro del
ataúd, infinitamente tranquila, sumisa ante la muerte, con una leve sonrisa de
satisfacción dibujada en los labios algo pálidos, comprendo que me he enamorado
perdidamente. Es la mujer perfecta para mí: jamás me reprochará, carente de
caprichos, se someterá a mis designios sin objeciones perversas. Me acerco a
los deudos con tranco lento, calculado. Primero abrazo a la madre, que llora
sobre mi hombro sin consuelo; luego a su devastado progenitor, a sus hermanos y
hermanas que no hallan consuelo. Me siento en las bancas que rodean el
catafalco y simulo rezar con los ojos entrecerrados. Sigo el ritmo de las expertas
ancianas que recitan letanías milenarias en un circuito sin fin.
La hora pasa y los deudos van menguando con velocidad
creciente. Cada media hora me incorporo para observarla. Su belleza serena me
conmueve y me excita. En la ventana alcanza a vislumbrarse el nacimiento de sus
pechos soberbios. Las fotografías que descansan entre las guirnaldas atestiguan
su hermosura arrobadora. El amor y el deseo crecen en mi interior como bestias
incontenibles. Por fin se retiran los padres, arrastrando los pies, antes de
despedirse me advierten que la capilla cerrará en unos minutos. Me desean
conformidad. Les digo que me quedaré orando esos minutos. Quedo solo. Me oculto
bajo el ataúd, atrincherado entre guirnaldas. Viene un ominoso silencio que
interrumpe el sacristán, que entra al recinto y cierra la puerta con candado.
Siento su respiración acezante, la brutalidad con que levanta la tapa de la
urna. Desnudo se encarama sobre el cajón gimiendo palabras de amor, le arranca
las vestiduras a tirones y lanza terribles imprecaciones. Entonces salgo de mi
escondite y le propino a la bestia el golpe mortal con un candelabro. Lo aparto
con repugnancia y tomo su lugar. Le hablo en susurros, la voy besando en toda
su magnífica desnudez, seduciéndola con amor infinito. Toda una noche hay por
delante. Después vendrán el duelo, la nostalgia, el amor eterno.
Setas
Sergio Gaut vel Hartman (Argentina)
Judas de Gamala designó a doce para que iniciaran la santa tarea de
predicar la nueva fe, pudieran enseñar el uso de la sica y que tuvieran
autoridad para sanar enfermedades y echar fuera los demonios. Estos eran Simón,
a quien llamó Pedro, Jacobo, hijo de Zebedeo, y Juan, hermano de Jacobo,
quienes lo iniciaron en el uso de la droga sagrada, la amanita muscaria de los
acadios; también nombró a Andrés, Felipe, Bartolomé, Mateo, Tomás, Jacobo hijo
de Alfeo, Tadeo, Simón, el cananita, y a Judas Iscariote, su sobrino.
Pero antes de partir volvieron todos juntos al hogar, en Galilea, para despedirse de los suyos. Hicieron una fiesta y se juntó tanta gente que ni siquiera podían comer en paz, aunque eso no les interesaba: ellos se alimentaban de setas, por lo que casi no se daban cuenta de lo que ocurría. No obstante, cuando los ancianos del pueblo advirtieron el escándalo que los jóvenes hacían, llamaron a los guardias para que los apresaran. Decían: «Están fuera de sí». Estaban fuera de sí, por cierto. Judas de Gamala, quien más tarde sería reinventado por Saulo como Jesucristo, el Ungido, el Mesías, era capaz, bajo los efectos de la droga, de crear demonios y echarlos fuera de su cuerpo, criaturas dementes y autónomas. Y ya fueran materiales o puras alucinaciones, eran tan poderosas que todos allí pudieron verlas.