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sábado, 8 de noviembre de 2025

LA HIJA DE BALDOR

Marcela Iglesias

 

Una de las cosas que más le molestaba a mi papá es que los hijos le dijéramos que estábamos aburridos.

Él siempre estaba ocupado haciendo cosas de su trabajo, leyendo o aprendiendo cosas nuevas.

A los diez años, yo era muy consciente de lo que me podía ocurrir si le decía a mi papá que estaba aburrida.  Siempre encontraba alguna tarea que uno pudiera hacer y no siempre era algo divertido. Para ese entonces yo había demostrado que era muy mala para las matemáticas y mi papá, que era ingeniero y además profesor universitario, me explicaba para que yo pudiera hacer mis tareas.

Sin embargo, aquella tarde ociosa de sábado yo realmente estaba muy aburrida así que tuve la osadía de decirle que estaba muy aburrida.

Me miró con sus grandes ojos verdes y me contestó:

—Así que estás aburrida ¿eh?

Sentí un escalofrío recorrer mi espalda y lo que pensé en ese instante fue: “¡Diablos!, ¿en qué me he metido?”

Mi papá miró a través de mi hacia la librera enorme donde estaban sus libros y señalando uno en particular con su dedo índice, me pidió que se lo pasara.

A medida que me acercaba, se me aceleraba el corazón. ¿De qué trataría ese libro? ¿Qué tarea me habría de asignar? Tras segundos que me parecieron eternos, llegué a la librera y tomé el libro.  Leí su portada “Aritmética de Baldor”

Como contexto debo decir que la citada “Aritmética de Baldor” era un libro de texto de enseñanza matemática muy famoso en toda Latinoamérica.  Desmenuzaba cada tema con explicaciones y algoritmos procedimentales acompañados de decenas de ejercicios que aumentaban su complejidad. Además, tenía más de seiscientas páginas y la letra era pequeñita. Era el terror de los estudiantes.

Yo ya había tenido experiencias con ejercicios de aquel libro en el colegio y no me había ido muy bien.

Se lo entregué a mi papi.

Él lo miró. Acarició su pasta. Lo abrió y lo ojeó. Parecía que estaba buscando algún tema para indicarme ejercicios. Al menos eso es lo que yo creía. Pensé que había sepultado mi sábado con mi osadía.

Cuando terminó el ritual, cerró el libro y me lo entregó.

—Resuelve todo —me dijo con la cara muy seria.

—¿En serio? ¿En serio quiere que resuelva todos los ejercicios del libro? —contesté yo, totalmente incrédula de lo que estaba escuchando.

—En serio —respondió él y volvió a sus cavilaciones.

Como yo era una hija muy obediente, fui con el libro a mi cuarto, agarré un cuaderno antiguo y comencé a resolver los ejercicios de uno en uno, desde el primero hasta el último.

Esa tarea me tomó tres años. Cada minuto libre que tenía después de mis obligaciones escolares, mis estudios de música y mis labores de casa eran dedicados a resolver ejercicios de la aritmética de Baldor.  Guardaba cada hoja terminada en la gaveta central de mi escritorio.  Finalmente acabé. Cuando terminé el último ejercicio de la última hoja, fui muy orgullosa a llamar a mi papá para que viera todo lo que había hecho.

Cuando le dije triunfante “acabé”, abriendo la gaveta para que viera los cientos de hojas guardados allí, mi papá me miró con expresión de duda. No tenía idea de lo que le estaba hablando.

—¿Qué? ¿Qué acabaste?

—El libro, papi.

—¿Qué libro?

—La Aritmética.

—¿Qué aritmética?

—La de Baldor.

Se llevó la mano a la cabeza y susurró que se había olvidado. Lanzó una gran carcajada, algo muy raro en él, y me dijo:

—Muy bien. El aprendizaje de matemática es proporcional al número de hojas que se gastan para hacer ejercicios. —Y se fue.

Yo esperaba al menos una medalla de oro o una estatua en conmemoración. Pero nada. Sólo una frase que le había escuchado muchas veces antes.

Pero sucedió algo extraño. Lo entendí. Por primera vez entendí a qué se refería. Y, de hecho, durante esos tres años que demoré resolviendo los ejercicios de Baldor había sucedido “un milagro”: me hice “buena” en matemática. 

Al terminar la primaria tenía fama de ser la mejor. Tenía excelentes calificaciones. Incluso sabía más que algunas profesoras. La mejor parte era sentirme competente. Esa sensación de que no había problema matemático que no pudiera resolver era lo mejor que me había pasado en la vida. En aquel entonces, no lo atribuí a haber resuelto el libro completo. Esta es una “iluminación” que llegó a mi vida más adelante.

Ya había terminado la Aritmética, así que después de tres años volví a tener tiempo libre. Un sábado perezoso estaba muy aburrida y volví a tener la osadía de decírselo a mi papi. Él me miró con esos ojazos verdes

—Ah, aburrida — y dijo—, pásame ese libro que está en la repisa…


Marcela Iglesias nació en San Salvador el 12 de marzo de 1972. Por causa de la guerra civil desatada en su país emigró a Ecuador, donde reside desde 1988. Profesora de matemáticas desde los 13 años, siempre tuvo el deseo de escribir. Ahora se considera una escritora en construcción.

sábado, 1 de febrero de 2025

FRUSTRACIÓN

 Marcela Iglesias

 

Todas las mañanas, Fresia Altozano se levantaba a las cinco de la mañana para preparar el desayuno de Mario, su hijo cuarentón, que había dejado su vida a un lado para quedarse cuidando de ella cuando las hijas mayores se fueron a vivir a otras ciudades, lo más lejos que habían podido. El padre falleció cuando Mario era pequeño, obligando a Fresia a trabajar en la cocina de un hotel porque ella “no sabía hacer más que cocinar”. Cuando Mario obtuvo un trabajo en el archivo del municipio, decidieron que Fresia no trabajaría más.

La rutina era la misma todos los días, preparar un desayuno contundente para que Mario no tuviera hambre en todo el día y “no se gastara la plata comiendo afuera”. Había que pelar las papas y la zanahoria para la sopa y para el guiso. Sofreír la cebolla con el ajo para dar sabor, tostar los fideos en la sartén, escoger buenos trozos de hueso carnudo para el estofado y desmenuzar el queso para la sopa. Ah, y no te olvides de licuar la fruta de temporada para el batido y secar el arroz blanco. Doña Fresia, como le decían todos, menos Mario que la llamaba “madre”, no tenía tiempo de pensar. Llevaba demasiados años haciendo lo mismo, lo hacía como un autómata de línea de fábrica, con gran precisión y sin cometer errores.

Dejaba “parando las ollas” como solía decir y se apresuraba planchando la camisa del día y la corbata a juego para que Mario fuera pulcro a su trabajo y nadie osara decir que no tenía madre que lo cuidara. Le ponía la ropa en la cama mientras Mario se duchaba, ducha de diez minutos para ahorrar agua y gas y no más tiempo para no dar paso a veleidades que pusieran en peligro la moralidad y buenas costumbres.

Lista la comida, doña Fresia corría a la panadería a retirar el pan recién salido del horno, caliente y delicioso, que religiosamente había pagado la noche anterior. Por otra parte, las monjitas del convento vecino le entregaban el café recién molido en agradecimiento a sus penitencias y limosnas.

Todo funcionaba como un relojito en aquella casa.

Mario salía del baño, se ponía su ropa recién planchada, se hacía el nudo de corbata tal como su padre se lo había enseñado muchos años atrás, se peinaba y salía completamente acicalado a tomar su desayuno.

Su madre lo esperaba siempre con la sopa de fideo con queso y papas, humeante y apetitosa. Pero antes, “el jugo primero mijito, el jugo primero” y Mario bebía de un sorbo el jugo espeso y dulce que su mamá le preparaba. Luego la sopa, el segundo plato con el guiso de carne y el arroz blanco, graneado y perfecto “que le había enseñado aquel chef cuando ella trabajaba en la cocina del hotel”. Terminaba siempre la comida con la discusión por la temperatura del café, servido en una taza de peltre que no se enfriaba nunca y la pieza de pan dulce, especialmente comprado para él.

Mario se levantaba de la mesa, agradeciendo a su madre por tan suculentos manjares, se cepillaba los dientes y mientras terminaba ya estaba doña Fresia con la chaqueta, el maletín y el paraguas esperando a Mario en la puerta para que se dirigiera al trabajo y todo esto justo a las siete y treinta y cuatro, para que Mario no perdiera el autobús que pasaba a las siete y cuarenta y uno por la parada que quedaba a dos cuadras de la casa. Un relojito.

Mario regresaba a las diecisiete y cincuenta, trayendo el periódico de su oficina para que su madre hiciera el crucigrama mientras lo veía comer la misma dosis del desayuno, con la diferencia que para la noche había postre, budín de pan, con los panes que quedaban duros del día anterior.

Veían el noticiero y Mario se retiraba a dormir a las veinte y treinta. Fresia se quedaba un rato más, ordenando la cocina para que nada le quitara tiempo en la mañana.

Siempre lo mismo, cada semana, de cada mes, de cada año durante los últimos quince años.

Pero un día sucedió algo diferente.

Mario siguió durmiendo. Cuando abrió los ojos, el sol ya estaba alto. Miró su reloj, las siete. ¡Las siete! Corrió a la ducha, cronometró los diez minutos, salió y su ropa no estaba sobre la cama. Tuvo que decidir él qué ponerse. No lo había hecho hacía muchísimo tiempo y tras varios minutos de reflexión, se puso la combinación de camisa celeste con corbata azul que a su madre le gustaba tanto. “Pero esto está todo arrugado” pensó. Se acomodó lo mejor que pudo y se dirigió a la cocina. La olla de la sopa borboteaba derramando el contenido, la cacerola con el guiso estaba quemada, el arroz tenía olor ahumado y no había jugo, no había café hirviendo en la taza de peltre, no había pan. Nada estaba en su lugar aquella mañana. Mario no sabía qué hacer. “¿Qué hago, qué hago?” repetía mientras daba vueltas por toda la cocina, agarrándose la cabeza. Sonó el timbre. Mario se acercó a la puerta pensando que todo este desastre le iba a provocar un retraso. Iba a perder el bus, tendría que esperar quince minutos hasta que el otro bus pasara. Volvió a sonar el timbre, una vez más, dos veces. “Ya voy, ya voy” comenzó a gritar. Llegó a la puerta, se encontró con el panadero, las monjitas y un policía. Aturdido, les dijo que se apartaran que se iba a atrasar. El panadero lo miró con tristeza, las monjitas lo abrazaron y el policía pronunció las peores palabras que alguien podría decirle “doña Fresia está muerta”; el panadero le comenzó a explicar que saliendo de la panadería se había llevado las manos al corazón y había caído al piso, que habían llamado a los paramédicos, que el sacerdote le había dado la extremaunción, que las monjitas le habían puesto las estampitas, pero que nada había funcionado y que estaban en la obligación de avisarle que se estaban llevando el cuerpo a la morgue del hospital y que él debía…

—¡Basta! —gritó Mario haciendo grandes ademanes—. ¡Basta, no diga más!

Empezó a romper todos los adornos que encontró, la vajilla china con borde dorado que “sólo era para las ocasiones especiales”, todo lo que encontró a su paso. El panadero, el policía y las monjitas lo miraban asustados. Como no pudieron calmarlo, se retiraron diciéndose entre ellos que ya le darían las referencias para que fuera a retirar el cuerpo.

Mario se quitó los zapatos y la corbata, lloraba, gritaba. Fue al cuarto de doña Fresia, se retiró a la esquina que miraba a la parada del bus y viéndolo pasar, se acuclilló desesperado.

—Madre, ¿por qué me hace esto, no ve que me voy a retrasar?


Marcela Iglesias nació en San Salvador el 12 de marzo de 1972. Por causa de la guerra civil desatada en su país emigró a Ecuador, donde reside desde 1988. Profesora de matemáticas desde los 13 años, siempre tuvo el deseo de escribir. Ahora se considera una escritora en construcción.

 

sábado, 25 de enero de 2025

LA BÚSQUEDA

 Marcela Iglesias




Y ahí estaba yo, nuevamente. Después de trabajar por años en Nevada como alguacil, había pedido la baja y me establecí McAllen, Texas. Me había convertido en un ranger. En comparación, esto era sencillo. Jamás me acostumbré a encontrarme seres extraños en el campo, como pasaba en Nevada. Mucho menos tener que reportar que los encontré. Durante un buen tiempo, los ignoré. Pero después fue imposible. Se los encontraba por docenas, con artefactos raros. En general, no eran peligrosos. Pero si se sentían en peligro, atacaban sin siquiera moverse. Emitían un chillido agudo, casi imperceptible, que te paralizaba y mientras estabas aturdido por el ruido se subían a sus naves y en cosa de instantes desaparecían. Nos dimos cuenta de que si usábamos tapones de caucho en los oídos podíamos neutralizar el efecto del chillido y comenzamos a cazarlos. Yo hubiera preferido dejarlos ir, pero era un buen elemento, obedecía. Los taser los paralizaban, igual que a cualquier ser vivo, y estando paralizados les quitábamos una especie de filtro que se ponían en la boca para poder respirar. Morían en cuestión de segundos. Teníamos muchos cadáveres de estos seres raros y con el tiempo fueron llevados a una estación de pruebas de armamento, lo que después se convirtió en el Área 51. Estaba muy harto de eso. Al final, no nos hacían daño, ¿por qué exterminarlos?

Cuando llegué a McAllen mi plan era olvidarlos y lo conseguí durante algunos años, pero desde hacía un par de meses habíamos estado recibiendo llamadas acerca de avistamientos extraños. Los más veteranos solo escuchábamos y hacíamos caso omiso, hasta anteayer que contestó la llamada mi aprendiz, un novato rígido y apegado a las normas, pero mucho más osado de lo que yo era cuando tenía su edad. En cuanto recibió la llamada de aquel granjero, decidió ir a investigar. De nada sirvieron mis intentos de persuadirlo para que no fuera y tampoco mis órdenes de que se quedara, así que tuve que acompañarlo.

Fue sorprendente encontrar la nave. Desde aquella primera vez que vi una, hace unos treinta años, han progresado mucho. Cada vez son más grandes y brillantes. Ésta tenía marcas de haber sido alcanzada por un rayo. Debe ser por eso que aterrizó. Encontramos la escotilla abierta. Novato imprudente, entró a investigar. Yo preferí quedarme afuera. Pasaron largos 10 minutos y el novato no salió. Seguí esperando y cuando me di cuenta de que había pasado más de una hora, decidí hacer el reporte. Por nada del mundo iba yo a entrar a ese aparato.

El grupo de rangers designado llegó casi inmediatamente. Comenzaron a peinar el terreno para investigar. Un par fueron designados para entrar a la nave, salieron a los pocos minutos diciendo que no habían encontrado al novato ni rastros de él.

Cayó la noche y la investigación se suspendió.

Ayer llegó una cuadrilla especial, comandada por un oficial joven y prepotente. El segundo al mando era mayor y parecía más cauto.

Me llevaron a mí porque era el que había reportado al ranger desaparecido. Los miembros de la cuadrilla no se veían tan sorprendidos, parecía que tenían experiencia con sucesos cómo este y que no les afectaban tanto como a mí.

Luego de varias horas de peinar el campo alrededor encontraron el cuerpo de uno de esos seres. Parecía muerto. No tenía señales de llevar el filtro que les quitábamos años atrás. Marcaron un perímetro alrededor del cuerpo y se fueron a otros lados del campo. Pasaron algunas horas más y comenzaron a retirarse para almorzar.

Mientras tanto el oficial comenzó a acercarse al cuerpo y les gritó:

—No se olviden que el alien está muerto sobre la hierba…

El segundo al mando le contestó:

—No oficial, no está muerto. Parece. Tenga cuidado al acercarse. Es un estado cataléptico. Al último que encontramos, lo llevaron al Área 51 para hacerle la autopsia. Creímos que estaba muerto. Cuando lo pusieron en la cabina presurizada del avión, se despertó. Fue un desastre. No lo toque. No le dispare. Dejemos que se vaya en paz.

Estuve de acuerdo, agradecí que alguien pensara como yo, era preferible dejarlos ir en paz. Me imaginé al “alien”, por fin tenía un nombre para designarlos, despertando, emitiendo aquel chillido agudo y haciendo que el avión explotara.

Todos los miembros del equipo se fueron. Me dejaron a mí, solo, con la consigna de cuidar el cuerpo hasta que regresaran de comer. Me di vuelta, extraños recuerdos pasaban por mi mente, imágenes de cada vez que tuve que intervenir en capturas y muertes de estos seres. Aunque no era lo que yo quería, había recibido una condecoración por mi eficacia.

Al cabo de un rato, regresó el segundo al mando. Venía a relevarme.

—Ya no hace falta que cuides al cuerpo —me dijo—; de aquí en adelante, yo me hago cargo

Respiré aliviado y comencé a caminar hacia mi vehículo. Recordé que no me había despedido y me di la vuelta para regresar. El alien se levantaba, ayudado por el segundo al mando y mientras se levantaba, se iba transformando en mi novato.

Me llené de terror al percibir el chillido agudo y me paralicé.

Mientras me metían a la nave escuché decir al oficial que habían tardado mucho tiempo en encontrarme.


Marcela Iglesias nació en San Salvador el 12 de marzo de 1972. Por causa de la guerra civil desatada en su país emigró a Ecuador, donde reside desde 1988. Profesora de matemáticas desde los 13 años, siempre tuvo el deseo de escribir. Ahora se considera una escritora en construcción.

lunes, 29 de abril de 2024

UN DÍA DIFERENTE

 Marcela Iglesias



 Esta fría mañana de junio, me quebré totalmente. Pasó lo que más temía: dejé de querer ir a trabajar. El trabajo era mi escape, la forma de salir del ambiente gélido y hostil en el que se desarrollaba mi vida. Pero hoy… ya no tuve ni ganas de eso.

Sentada en ese sofá, sin ánimo siquiera de ir a buscar algo con qué abrigarme, a pesar del frío que estaba haciendo, lo único que quería era dejar de pensar.

Yo lo pedí, pasé siete años de mi vida rezando para su conversión, suplicando, orando, implorando. Y Dios me lo concedió. Pero ¿para qué, por qué? ¿Es una prueba de fe que no pude pasar?

Yo siempre había creído que tenía un buen matrimonio. Un hogar estable y feliz. Ejemplo para nuestros seres queridos. Por eso no podía entender por qué me sentía como una muerta que camina. No era coherente. ¿O sí? Los últimos años habían pasado de malos a infernales.

—¿Qué haces ahí, echada, como monigote de año viejo? Ya levántate. ¿No tienes algo de provecho que hacer?

De repente sus improperios me sacaron de mis divagaciones. Era mi esposo que, como cada mañana desde hacía algunos años, empezaba el día con alguna grosería.

—Me siento enferma —le dije—, creo que hoy no voy a ir a trabajar.

—Allá tú, pero igual YO-SÍ-TEN-GO que trabajar, para que tú y tus hijos puedan tragar, gorda inmunda. Rápido. Sírveme el desayuno.

Nunca me había atrevido a contestar sus groserías, pero esa mañana fue diferente.

—Bueno, entonces sírvete tú mismo. En la cocina está todo lo que necesitas. —Y lo enfrenté con la mirada. Él me miró desafiante.

—¿No me vas a servir el desayuno? —me preguntó.

—Te dije que me siento enferma, sírvete tú —contesté sin bajar la mirada—; tienes dos manos, ¿no?

En ese mismo momento se activó una voz en mi cabeza.

Bien, bien. Buena contestación. No le des gusto, no caigas en su provocación. Él no te manda. Quédate sentada.

Pero otra voz replicó…

No, ¿y si nos sigue gritando? Tengo miedo, está cada vez más agresivo.

—No importa que grite, ¡no te levantes!

—¡No! Mejor hagamos lo que él dice. Observen su mirada, se está poniendo furioso…

—¡No! No te levantes.

Él se fue acercando lentamente, sosteniendo mi mirada, amenazante. Cuando estuvo frente a mí, se agachó y me cogió la cara con la mano izquierda, apretándome las mejillas, causándome un ligero dolor.

—¿Me sirves el desayuno? —dijo con tono imperativo, pero casi entre dientes.

Las voces en mi cabeza comenzaron otra vez.

¿Vieron? Les dije que se iba a poner agresivo. Tengo miedo, me duele. Quiero que me suelte la cara.

—¡Noooo! No te dejes. Dale un manotazo para que te suelte la cara.

Impulsada como por un resorte, hice un movimiento con el brazo derecho que golpeó la mano con la que apretaba mi rostro y me solté.

¿Qué hiciste? Nos va a volver a pegar. ¿Qué hiciste?

Comencé a temblar de modo incontrolable. De verdad, ¿qué había hecho?

Está bien, tranquilízate, está bien. No tengas miedo. Mira su cara, está desconcertado. Levántate y enciérrate en el baño. Aprovecha.

En efecto, él estaba muy sorprendido. En esos segundos eternos, antes de que reaccionara, me paré y salí corriendo al baño. De repente sentí un tirón doloroso. Me había agarrado del cabello en mi intento de huida.

—¡Te dije que me sirvieras el desayuno! —Al mismo tiempo que decía eso, me apretó más el cabello y me llevó a la fuerza a la cocina.

Tengo miedo, tengo miedo. Nos va a hacer algo malo. Como las otras veces.

—Tranquilízate! No luches. Hazle creer que estás amedrentada para que te suelte.

Pero una tercera voz dijo:

Abre el cajón, ahí está el cuchillo. Mátalo. Ya fue suficiente.

—No, por favor, piensa en los niños, tengo miedo.

—Mátalo.

—Tengo miedo, los niños.

—Mátalo.

—¡Basta! Por hoy, trata de que te suelte sin hacerte demasiado daño. Vamos a matarlo, pero hay que planificarlo bien.

Dejé de luchar para que me soltara el cabello, adopté actitud sumisa. Lágrimas gruesas se deslizaban por mis mejillas, quemando mi piel.

—Ya te hago, ya te hago. Anda a bañarte. Cuando salgas, ya te tengo listo.

—Más te vale, gorda inútil. —Y después de sacudirme la cabeza, me soltó—. Tengo algo de tiempo, me meteré a la tina para relajarme. Me pones de malgenio. Bruja.

Cuando se fue, la lucha en mi cabeza arreció nuevamente.

Se va a meter a la tina. ¡Aprovecha!

—Les dije, me dolió, me dolió mucho. ¿Por qué lo hacen poner así?

—Mátalo.

—Tenemos que aprovechar que está en la tina. Cuando “se relaja” cierra los ojos.

Comencé a preparar el desayuno. Gracias a Dios los niños tenían una semana de vacación y estaban donde mi hermana. No me gustaba que vieran esas escenas. Seguí llorando, quedito.

Coge el cuchillo. Mátalo. Entra con la excusa de llevarle toallas. Entiérraselo en la garganta.

—A ver, pensemos. Vamos al baño, a ver si está en la tina primero.

—Por favor, hagamos el desayuno. No quiero que se enoje.

No entiendo qué me impulsó a hacer caso a las voces y me dirigí al baño. Entré despacio. Efectivamente estaba en la tina, con los ojos cerrados. De espaldas a la entrada.

Es tu oportunidad. Mátalo. Ve a buscar el cuchillo.

Paciencia .

—Sólo termina de preparar el desayuno, por favor.

Como si las hubiera oído, él se volteó y me dijo:

—¿Planeando cómo matarme?

Casi me desmayo.

—¿Qué dices?

—Nada, era una broma. ¿Qué haces ahí parada como idiota? ¿Buscando tu “premio”? Hoy no hay. Te portaste mal.

—Vine a ver si tenías toallas.

—Ah, no hay. Incompetente. Tráelas rápido que ya voy a salir.

—Ya te las traigo.

Mientras me dirigía al cuarto de lavado por toallas limpias, las voces discutían en mi cabeza.

Con el cuchillo, lo agarra por detrás y le corta la yugular .

—Mejor un golpe .

—Riega jabón líquido en el piso para que se deslice y se golpee la cabeza.

—¡Nooo, los niños!

—Están con la hermana. Por ellos mismos lo tiene que hacer.

—¡Mátalo!

—Si, es verdad. Los niños y yo tenemos miedo. Ya no quiero que tengamos miedo. El miedo es horrible.

Por fin, ya vamos entendiendo.

Afortunadamente había toallas limpias. No quería imaginar lo que hubiera pasado si le llevaba toallas sucias o húmedas. Agarré dos que estaban sobre el montón de ropa limpia que no había doblado desde hacía días.

—Hey, la secadora de cabello —dije en voz alta—, hace rato que no la veía. Claro, la dejé aquí el día que llevé a los niños donde mi hermana. La tomé junto con las toallas para ir a ponerla en su sitio del baño. Mientras se viste, pensé, termino de hacer el desayuno. Que se vaya rápido para tener algo de paz. Entré al baño, él seguía con los ojos cerrados. Me pareció que estaba dormido, coloqué las toallas en su espacio favorito, al lado de la tina. Cuando iba saliendo, me acordé de la secadora de cabello que llevaba en la mano y regresé para ponerla en su sitio. La conecté en el zócalo, pero no me fijé que me había enredado la pierna en el cable. Casi me caigo y con eso jalé la secadora, que se hundió en la tina.

Ya no vamos a tener miedo…

 

 

Marcela Iglesias nació en San Salvador el 12 de marzo de 1972. Por causa de la guerra civil desatada en su país emigró a Ecuador, donde reside desde 1988. Profesora de matemáticas desde los 13 años, siempre tuvo el deseo de escribir. Ahora se considera una escritora en construcción.

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