Marcela Iglesias
Todas las mañanas, Fresia Altozano se levantaba a las cinco
de la mañana para preparar el desayuno de Mario, su hijo cuarentón, que había
dejado su vida a un lado para quedarse cuidando de ella cuando las hijas
mayores se fueron a vivir a otras ciudades, lo más lejos que habían podido. El
padre falleció cuando Mario era pequeño, obligando a Fresia a trabajar en la
cocina de un hotel porque ella “no sabía hacer más que cocinar”. Cuando Mario obtuvo
un trabajo en el archivo del municipio, decidieron que Fresia no trabajaría
más.
La rutina era la misma todos los
días, preparar un desayuno contundente para que Mario no tuviera hambre en todo
el día y “no se gastara la plata comiendo afuera”. Había que pelar las papas y
la zanahoria para la sopa y para el guiso. Sofreír la cebolla con el ajo para
dar sabor, tostar los fideos en la sartén, escoger buenos trozos de hueso
carnudo para el estofado y desmenuzar el queso para la sopa. Ah, y no te
olvides de licuar la fruta de temporada para el batido y secar el arroz blanco.
Doña Fresia, como le decían todos, menos Mario que la llamaba “madre”, no tenía
tiempo de pensar. Llevaba demasiados años haciendo lo mismo, lo hacía como un
autómata de línea de fábrica, con gran precisión y sin cometer errores.
Dejaba “parando las ollas” como solía
decir y se apresuraba planchando la camisa del día y la corbata a juego para
que Mario fuera pulcro a su trabajo y nadie osara decir que no tenía madre que
lo cuidara. Le ponía la ropa en la cama mientras Mario se duchaba, ducha de diez
minutos para ahorrar agua y gas y no más tiempo para no dar paso a veleidades
que pusieran en peligro la moralidad y buenas costumbres.
Lista la comida, doña Fresia corría a
la panadería a retirar el pan recién salido del horno, caliente y delicioso,
que religiosamente había pagado la noche anterior. Por otra parte, las monjitas
del convento vecino le entregaban el café recién molido en agradecimiento a sus
penitencias y limosnas.
Todo funcionaba como un relojito en
aquella casa.
Mario salía del baño, se ponía su
ropa recién planchada, se hacía el nudo de corbata tal como su padre se lo
había enseñado muchos años atrás, se peinaba y salía completamente acicalado a
tomar su desayuno.
Su madre lo esperaba siempre con la
sopa de fideo con queso y papas, humeante y apetitosa. Pero antes, “el jugo
primero mijito, el jugo primero” y Mario bebía de un sorbo el jugo espeso y
dulce que su mamá le preparaba. Luego la sopa, el segundo plato con el guiso de
carne y el arroz blanco, graneado y perfecto “que le había enseñado aquel chef
cuando ella trabajaba en la cocina del hotel”. Terminaba siempre la comida con
la discusión por la temperatura del café, servido en una taza de peltre que no
se enfriaba nunca y la pieza de pan dulce, especialmente comprado para él.
Mario se levantaba de la mesa,
agradeciendo a su madre por tan suculentos manjares, se cepillaba los dientes y
mientras terminaba ya estaba doña Fresia con la chaqueta, el maletín y el
paraguas esperando a Mario en la puerta para que se dirigiera al trabajo y todo
esto justo a las siete y treinta y cuatro, para que Mario no perdiera el
autobús que pasaba a las siete y cuarenta y uno por la parada que quedaba a dos
cuadras de la casa. Un relojito.
Mario regresaba a las diecisiete y
cincuenta, trayendo el periódico de su oficina para que su madre hiciera el
crucigrama mientras lo veía comer la misma dosis del desayuno, con la
diferencia que para la noche había postre, budín de pan, con los panes que
quedaban duros del día anterior.
Veían el noticiero y Mario se
retiraba a dormir a las veinte y treinta. Fresia se quedaba un rato más,
ordenando la cocina para que nada le quitara tiempo en la mañana.
Siempre lo mismo, cada semana, de
cada mes, de cada año durante los últimos quince años.
Pero un día sucedió algo diferente.
Mario siguió durmiendo. Cuando abrió
los ojos, el sol ya estaba alto. Miró su reloj, las siete. ¡Las siete! Corrió a
la ducha, cronometró los diez minutos, salió y su ropa no estaba sobre la cama.
Tuvo que decidir él qué ponerse. No lo había hecho hacía muchísimo tiempo y
tras varios minutos de reflexión, se puso la combinación de camisa celeste con
corbata azul que a su madre le gustaba tanto. “Pero esto está todo arrugado”
pensó. Se acomodó lo mejor que pudo y se dirigió a la cocina. La olla de la
sopa borboteaba derramando el contenido, la cacerola con el guiso estaba
quemada, el arroz tenía olor ahumado y no había jugo, no había café hirviendo
en la taza de peltre, no había pan. Nada estaba en su lugar aquella mañana.
Mario no sabía qué hacer. “¿Qué hago, qué hago?” repetía mientras daba vueltas
por toda la cocina, agarrándose la cabeza. Sonó el timbre. Mario se acercó a la
puerta pensando que todo este desastre le iba a provocar un retraso. Iba a
perder el bus, tendría que esperar quince minutos hasta que el otro bus pasara.
Volvió a sonar el timbre, una vez más, dos veces. “Ya voy, ya voy” comenzó a
gritar. Llegó a la puerta, se encontró con el panadero, las monjitas y un
policía. Aturdido, les dijo que se apartaran que se iba a atrasar. El panadero
lo miró con tristeza, las monjitas lo abrazaron y el policía pronunció las
peores palabras que alguien podría decirle “doña Fresia está muerta”; el
panadero le comenzó a explicar que saliendo de la panadería se había llevado
las manos al corazón y había caído al piso, que habían llamado a los
paramédicos, que el sacerdote le había dado la extremaunción, que las monjitas
le habían puesto las estampitas, pero que nada había funcionado y que estaban
en la obligación de avisarle que se estaban llevando el cuerpo a la morgue del
hospital y que él debía…
—¡Basta!
—gritó Mario haciendo grandes ademanes—. ¡Basta, no diga más!
Empezó a romper todos los adornos que
encontró, la vajilla china con borde dorado que “sólo era para las ocasiones
especiales”, todo lo que encontró a su paso. El panadero, el policía y las
monjitas lo miraban asustados. Como no pudieron calmarlo, se retiraron
diciéndose entre ellos que ya le darían las referencias para que fuera a
retirar el cuerpo.
Mario se quitó los zapatos y la
corbata, lloraba, gritaba. Fue al cuarto de doña Fresia, se retiró a la esquina
que miraba a la parada del bus y viéndolo pasar, se acuclilló desesperado.
—Madre, ¿por qué me hace esto, no ve
que me voy a retrasar?
Marcela Iglesias nació en San Salvador el 12 de marzo de 1972. Por causa de la guerra civil desatada en su país emigró a Ecuador, donde reside desde 1988. Profesora de matemáticas desde los 13 años, siempre tuvo el deseo de escribir. Ahora se considera una escritora en construcción.