EL ESTOFADO Y EL CONTAGIO
Itzel
Alejandra Flores García (México)
Había
una vez una pequeña cocinera que vivía en una ciudad China. Dicen que parecía
una niña y que servía a diario estofados de aromas deliciosos en el mercado del
centro de la ciudad. Sus manos, carentes de lozanía, alborotaban la curiosidad
de los comensales, quienes se preguntaban por la edad de la cocinera. Ella
preparaba los especímenes que conseguía para cada día, los cuales eran, en su
mayoría, pequeños roedores que al ser degustados, se sentían tan suaves como
las aves que se servían en lujosos banquetes.
Diariamente, a la una de la tarde, la cocinera ofrecía
decenas de platos de esa comida exquisita y siempre le preguntaban el secreto
de su sazón. Ella guardaba silencio, pero miraba sonriente; todos quedaban
satisfechos.
Aquella ocasión, la pequeña seleccionó una especie
alada que había capturado la madrugada anterior en el túnel de gusano al que
solía acudir para cazar. Era una costumbre que su familia le había enseñado
desde que habitaban su otro planeta, el destruido. Se necesitaba espacio para
que los demás llegaran a habitar este. El momento de la sustitución había
llegado. La cocinera de Wuhan sirvió el estofado y los de siempre llegaban para
comerlo; después, la epidemia.
EL ÁRBOL SIN AMIGOS
Marcela Iglesias (Ecuador)
—Mami, mami
—¿Qué pasó hijito?
—El miércoles nos van a llevar en bus al “árbol sin
amigos”
—¿Árbol sin amigos?
—Siiii mami, ese que queda en esa montaña que se ve
por la casa de la abuelita
—Aaaaah, el “árbol solitario”. Sí, está al
noroccidente de la casa de la abuelita. Es un quishuar, el árbol de la vida.
Sea invierno o verano siempre está verde.
En mis épocas de niña íbamos a pie, ¿cómo que los van a llevar en bus?
Que yo sepa no hay camino para buses. Ya voy a averiguar bien
Minutos más tarde
—No hijito, en bus los van a llevar hasta la parte de
abajo del cerro. Les toca subir a pie.
—Ay no mami, ni que fuéramos llamas para subir
semejante altura. Mejor me quedo jugando con mis carritos de metal.
FULGOR SURREALISTA
Maritza Macias Mosquera (Chile)
—Corre esas cortinas para que entre sol —solicitó Hanz a su asistente—.
Se agradecen esos ratitos en invierno.
—¿Cuáles, las blancas o las burdeo? —consultó Path.
—Ambas —le ordenó, desde su silla de ruedas—, así
entra todo el calor posible.
Path, las descorrió una por una desde el tubo de
fierro forjado que las sostenían.
Cada semana Path lo asistía de lunes a viernes, eran
los días en que Hanz disfrutaba. Podía hablar con él de cualquier tema sin
inconvenientes.
Se acercaron al ventanal a observar el paisaje
campestre en el día primaveral que había
amanecido.
—¿Qué es eso que reluce tanto en el cielo? —pregunto
Hanz. Path se acercó bien al ventanal y vio aquella nave color plata, de forma
ovalada pero que se asemejaba más a un pepino que a otra cosa y que se
trasladaba de sur a norte. Ambos se taparon los ojos, el destello era muy
molesto. Pero al abrir de nuevo los ojos, ya no había nada de la nave en el
cielo. En segundos el cielo se ensombreció y luego todo volvió a la normalidad.
Ambos se miraron absolutamente sorprendidos al ver
cómo Micky, el perro de la casa, les extendía la mano y los saludaba
llamándolos por su nombre.
GLOBOS DE COLORES
Oscar De Los Ríos (Argentina)
Todas las tardes, el payaso, con su amabilidad y una sonrisa melancólica,
empujaba su carro de hierro forjado hasta el centro de la plaza. Un martes de
invierno, bajo un cielo gris plomo, desplegaba una nube de globos de colores. Y
realizaba su acto de mimo, creyendo que de esta forma alegrar a chicos y
grandes.
El día que ella, con su cabello dorado como el trigo,
desapareció rumbo al sur sin dejar rastro, busqué consuelo en su acto. Me
acerqué al payaso y le dije:
—Ella es hermosa y etérea como uno de esos globos de
colores.
—¿Sería el lila, o tal vez rojo…? —me preguntó el
payaso.
—Podría ser cualquier color… o todos los colores.
Sabiendo que lo que iba a hacer era un acto irracional
y sin sentido, me decidí a comprarle todos los globos al payaso. Convencido de
que, haciendo esto, ella volvería.
Una inmensa sonrisa iluminó el rostro del payaso, y
tomando una enorme aguja plateada, comenzó a reventar los globos. Al explotar
el último, me miró como diciéndome: todo recuerdo es sufrimiento.
Es por eso que estrangulé al payaso y no por el odio
natural que estos seres provocan en niños y adultos.
LA MICROFICCIÓN
João Ventura (Portugal)
Leonardo estaba en la playa un domingo de invierno y miraba el mar hacia
el este. El cielo estaba rojo, como suele ocurrir antes del anochecer. Con un
silbido llamó al perro, que jugaba en la arena. Lo hizo subir al auto, se puso
al volante y se dirigió hacia la Tienda de las Palabras. Necesitaba comprar
algunas para la microficción que quería escribir, pero de repente recordó que
no tenía una lista de lo que necesitaba consigo. La había dejado sobre la mesa
de la cocina, junto a las patatas, las zanahorias y la col que había traído del
mercado.
Aburrido, se desvió de la ruta prevista y se dirigió a
su casa. Cuando entró, fue directo a la cocina y allí estaba la lista.
Descubrió que sólo le faltaba una palabra para "metal".
Empezó a preparar la cena. Tomó el cuchillo con hoja
de titanio y sobre la mesa de acero inoxidable comenzó a cortar las verduras.
Puso la cacerola con agua al fuego, añadió las verduras, sal y pimienta, un
poco de aceite de oliva y ajustó el quemador.
Mientras hacía la sopa, tomó papel y lápiz y se sentó
a escribir la microficción.
LAS PUERTAS DEL OTOÑO
Juan Carlos Aguilar (Venezuela/Canada)
Al sur de la Ciudad Santuario, cada cien años, en el primer domingo,
luego del equinoccio de otoño, se congregan peregrinos ante las Puertas del
otoño, dos gigantescas hojas de bronce labradas en una época perdida en la
bruma del tiempo. Las rocas circundantes, cubiertas de líquenes ocres, dan la
impresión de que el bosque entero llama a la devoción. El honor pertenece a un
anciano que conduce una caravana de burros, cargada con sacos de bilvas.
La tradición cuenta que quien cruce esas puertas con
una ofrenda, bajo el resplandor matinal, recibirá una revelación. Con paso
tembloroso, el anciano avanza. Las puertas se abren sin crujir, y él atraviesa
el umbral. Los peregrinos aguardan con expectación… pero el anciano no regresa.
Ni siquiera se le oye gritar. Al asomarse, hallan el paisaje intacto, sin
rastro de él ni de los animales. Queda únicamente un olor dulce, como de flores
marchitas. Su destino se adivina en un silencio que parece masticar la realidad
desde el otro lado.
EXCURSIÓN
Myriam Goluboff (Argentina/España)
Era
un domingo de primavera. El azul de los jacarandás en flor alegraba la calle. Salimos,
toda la familia, incluidos los dos perros, en nuestra camioneta verde adornada con
dibujos en blanco y rojo, preparada para estas aventuras. Enfilamos hacia el norte.
El paisaje iba cambiando a medida que avanzábamos. La carretera, al principio
con hileras de casas que la flanqueaban, iba tomando otro carácter, con campos
cultivados de maíz y zonas de bosque de pinos. A lo lejos, veíamos la mancha
azul del río al que queríamos llegar, para armar nuestras carpas y disfrutar
del clásico concurso de pesca que alegraba nuestra vida familiar.
MERRA
Suray Annys (Argentina)
Rem despertó congelado La helada, sexta estación climática de Merra
termina en albur la estación clara. Esta derrite los glaciares que cubren el
suelo azul seis danzas lunares más tarde.
Se puso su traje de rop. Un gran animal, de cuero
ligero, abrigado, impermeable y ultrarresistente.
Debía apurarse. El deslizador temporoespacial zarparía
dejándolo todo un rotom en este planeta vertiginoso. La luz de los soles en el
cenit encandilaba. Debía proteger los ojos con lentes de un metal translúcido y
flexible, extraído del interior de unas algas marinas. Las masas continentales
se desplazaban en el océano global. El astro Nur, estático, marcaba el Nor. De
frente a este, hacia atrás y a los lados los otros 5 puntos orientadores. Era
terrícola explorador. Los Merros le habían proporcionado lo necesario incluido
un traductor interespacial. Regresaría…
en casa lo esperaba ella. Corrió pero al llegar el deslizador no estaba.
Pregunto a un merro que vio en las inmediaciones.
—Salió anteayer —le dijo este.
—¿Pero cómo, hoy no es shaske?
—No, señor, shaske fue anteayer, ayer fue naske y hoy
es taske.
Volvió al refugio llorando. Un rotom equivalía a cincuenta
años humanos. Ya no vería nunca más a su amor.
PROTECCIONES
Hernán Bortondello (Argentina)
Habían pasado cuatro años desde el lunes de otoño en que comenzara a
trabajar en la pequeña oficina ubicada en la propiedad de la suegra de mi
empleador, al norte de la ciudad.
La puerta de rejas de hierro con la que se accedía al
jardín delantero del chalet, la misma que ahora estoy abriendo como todas las
mañanas a las 8:30, tenía cubierta la parte inferior con acrílico transparente.
Mientras vuelvo a cerrarla sonrío al recordar que el motivo de esto último sólo
lo supe varios meses después de mi primer día de trabajo.
Sentado en mi silla giratoria frente al monitor de mi
pc había escuchado sonar el timbre. Al asomarme a la ventana que daba a la
calle pude observar a un joven cartero montado en su bicicleta esperando ser
atendido. Fue entonces cuando un bulto negro de unos treinta centímetros de
altura arremetió como un rayo, tumbando a su paso la maceta de un helecho y
estrellándose brutalmente contra los barrotes. De no haber estado la barrera
plástica el furioso bulldog francés, mascota de la dueña de casa, se hubiese destrozado
el hocico contra el metal.
Mientras introduzco un algoritmo por teclado rememoro
mi juventud y medito. De no haberme detenido los muros de mis padres yo hubiese
chocado con entusiasmo contra el arte, y, hoy, en vez de un aburrido analista
de sistemas sería el artista plástico que sigue esperando en mí.
UN TERRÍCOLA EN KARKADIA
Víctor Lowenstein (Argentina)
Despertó con la resaca propia del domingo, sin recordar dónde estaba.
Veía todo color violeta. Se levantó a tientas, tropezó con un perro de dos
hocicos y consiguió llegar hasta una puerta de metal fosforescente, y abrirla.
Salió a una calle extraña, desorientado y aturdido. Alguien pasaba; un
humanoide de orejas puntiagudas que soltaba un aroma a coliflor hervido…
—¿Sabe dónde estoy? —inquirió el hombre.
—Bennder, capital de Nubveb, norte de Zsiatron.
Planeta Karkadia. Terrícola, ¿verdad? Mejor desabríguese un poco; estamos en
pleno Sumor, verano Karkadiano. Está usted bien lejos de casa. Mejor acompáñeme
hasta una estación espacial; veremos si hay alguna nave con vuelo a la Tierra…
no hay muchos viajes allí. No se ofenda, pocos quieren ir a un planeta tan
primitivo, con tantos astronautas aficionados al licor karkadiano…
EL ÚLTIMO JUEVES DEL OTOÑO
GPT Chat (Sin nacionalidad)
El jueves al sur de la ciudad tenía un aire diferente. El cielo, teñido
de un gris plomizo, presagiaba una tormenta. Sara caminaba junto a su perro, un
pastor belga negro que tironeaba de la correa, ansioso por explorar.
A lo lejos, el chirrido metálico de un tranvía rompía
la calma. Sara subió al vehículo con el perro y un pequeño saco de semillas de
girasol bajo el brazo, regalo de una anciana que había conocido en el mercado.
Los pasajeros guardaban silencio, como si el otoño los envolviera en un letargo
inevitable.
Al bajar, la lluvia comenzaba a caer en finas agujas
de plata. En un claro del parque, Sara dejó que el perro corriera mientras ella
esparcía las semillas en la tierra húmeda. Sabía que no viviría para ver el
girasol que naciera, pero le consolaba imaginarlo dorado y orgulloso bajo un
sol futuro.
El pastor belga ladró, celebrando la vida aún en medio
del ocaso de la estación. El sur, el jueves, el otoño: todo parecía confluir
para recordarle que incluso en el final hay un comienzo latente.
DOSCIENTAS PALABRAS
Sergio Gaut vel Hartman (Argentina)
Sonó un silbato de locomotora y esa fue la señal: teníamos una
oportunidad de escapar, hacia el norte, seguramente. Se lo dije a Marty.
—La vía férrea está cerca. Huyamos.
Marty se encogió de hombros y pronunció una de esas
frases desconcertantes que tanto me molestan.
—Se supone que el violeta es el color de moda para
este otoño.
Siempre se las arreglaba para irritarme, pero decidí
seguirle la corriente, y del modo más literal posible.
—Galvani descubrió la corriente eléctrica cuando
estudiaba el sistema nervioso de las ranas.
—¿De qué estás hablando? —dijo Marty—. Te planteo un
problema concreto y tu respuesta es una extravagancia.
Ese fue el momento elegido por Rosamunda para entrar
en escena.
—El sábado partimos hacia nuestras propiedades en la
Riviera francesa, ¿no es maravilloso?
Busqué algo con qué golpearle la cabeza; unas semanas
más de confinamiento no serían gran cosa. Sobre un pedestal de hierro forjado,
delante de la reja, había una sopera con forma de hoja de lechuga. Sería
suficiente para atontarla, pero no iba a matarla.
—¿Qué hiciste? —exclamó Marty.
Me encogí de hombros. De todos modos era la hora en
que Blondina, la maldita enfermera italiana, llegaba con las pastillas.
Excelentes micróficciones.
ResponderEliminarUn popurri de países y estilos.
Me interesan tu comentarios, pero en especial acerca del cuento que escribió la Inteligencia Artificial.
EliminarEl cuento de Itzel García me parece el más logrado, con esa alegoría tan vigente aún de Wuhan y la pandemia. “Globos de colores” de De los Ríos, asombra en su contundencia. “Las puertas del otoño” de Juan Carlos Aguilar es sublime; su sabor a leyenda llena de melancolía el alma. “Merra” de Suray Annys es el más original y cerrado. El cuento del GPT no me merece comentarios: desconfío de todo lo no humano. “Doscientas palabras” de Sergio es como todas sus narraciones, que toman por asalto mi credulidad y me llevan a singulares incertezas, de esas que no me dejan indiferente. Hermosa selección grupal.
ResponderEliminarMe alegra mucho que el conjunto de cuento, por lo menos la sección "humana, te haya resultado satisfactoria. Yo agrego elogios para tu trabajo, Víctor, ya que vos no lo vas a hacer...
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