Dora Gómez Q.
Este
hospital es horrible, como todos en los que he estado. El olor a desinfectante
es asqueroso, y el ruido metálico de las camillas deslizándose por los pasillos,
deprimente.
Las paredes blancas parecen juntarse hasta
aplastarme, y tengo la certeza que ningún medicamento logrará hacerme dormir. Las
luces en la noche son destellos que me lastiman los ojos a los que siento como
carbones encendidos.
En
los divagues del insomnio viene a mi mente la espalda de mi madre, con ese
movimiento de hombros delatando que lloraba, temerosa, lejana y antipática, una
mujer extraña que me hacía sentir mal, como si mi nacimiento le hubiera
fastidiado la vida y mi existencia no le importase, creo que a la única persona
a la que le importaba era a mi padre.
Hace cinco días que permanezco en esta
sala de hospital. Rita, la enfermera, viene a darme las inyecciones para el
dolor de la mano y para que duerma.
—Eso no funcionará.
—Pues tienes que dormir o te pondrás a
alucinar —dice Rita mientras llena un cuarto de la jeringa.
—¿Por qué no me inyectas todo el frasco? —le
digo.
—Porque podría ponerte a dormir para
siempre.
—Hazlo Rita, te doy permiso.
Ella sonríe y se va.
El psiquiatra dice que lo que le pasó a mi
dedo fue porque se aproxima el tiempo de abandonar el orfanato, ya que estoy
próxima a cumplir dieciocho años. Tendré que irme y conseguir un trabajo, que
tal vez por eso comencé también a tener insomnio. Pero eso es imposible, ¡si no
veo la hora de irme de ese apestoso lugar!
Y el insomnio lo tengo desde que aprendí a
quedarme despierta en el orfanato donde me llevaron cuando murieron mis padres.
La noche allí no tenía reglas.
Una vez desperté con una muchacha
corpulenta encima, yo entonces era una niña menuda, no tenía fuerza ni
capacidad para defenderme. Estaba totalmente inmovilizada, podía sentir su
respiración agitada, su olor a sudor, y su cara junto a la mía. En ese momento
le mordí la oreja muy fuerte y tiré de ella con mis dientes hasta que la
desprendí de su cara, y comencé a comérmela. Sus gritos despertaron a todos y
cuando las luces se encendieron, yo seguía acostada boca arriba, masticando, y
la boca cubierta de sangre de la corpulenta.
Me tuvieron aislada varias semanas. Solo
podía salir al patio, con un bozal de plástico para mofa o terror de las demás,
situación que me dejó sin amigas y con un perverso disfrute de causar terror.
Recién
me lo quitaron al comenzar un derrotero por los consultorios de los psiquiatras.
Así fue como asistir a consultas y tomar medicinas se convirtió en una tediosa
rutina. No ocurría nada significativo en mi vida, todo era un aburrimiento
mortal.
Querían saber si comía carne humana en mi
casa, ¿cómo saberlo? Comía lo que mi madre servía en la mesa, albóndigas con
puré, milanesas de carne con papas fritas, guisos de carne y fideos. ¡Era una
niña! ¡Malditos loqueros!
No sé por qué ahora no dejo de pensar en esa
mañana en la que volvíamos de un paseo y algo extraño ocurrió. Mi madre abrió
la puerta del dormitorio donde suponíamos dormía mi padre.
—¡Ahora no lo hagas, que vengo con la
niña! —gritó.
Él cerró la puerta con violencia y se
escucharon ruidos dentro de la habitación, como golpes. Ella fue al fregadero y
vi sus hombros moviéndose, ¿lloraba?, yo era pequeña, como de seis o siete
años. Mi padre salió del cuarto arrastrando a un hombre que sangraba y lo llevó
al patio. No sé qué pasó después, pero a partir de ese día siempre vi personas que
mi padre arrastraba hacia el patio y que no volvía a ver. Ya no se molestaba en
ocultármelo.
También se ponía violento por cualquier
inesperado y ridículo motivo, pero por alguna razón yo era objeto de su
adoración, eres la niña de mis ojos, me decía. Y cualquier maltrato físico o
regaño de mi madre para conmigo, era suficiente motivo para desatar su ira.
Había comprado una máquina grande de hierro
roja para picar carne. Siempre había algo para picar allí, comíamos abundante y
variada comida
Un
día por la tarde, cuando yo tenía alrededor de doce años y volvía de la
escuela, mi padre en una de las frecuentes palizas que le daba a mi madre azotó
su cabeza contra la máquina de picar carne dándole muerte frente a mis ojos,
aunque creo que no fue su intención matarla, que solo fue un accidente. Pero
luego se suicidó en el patio, el mismo patio de mi infancia, que estaba siempre
lleno de sangre, como una gran pileta de agua roja por la cual yo jamás
preguntaba. Hay preguntas que no deben hacerse, secretos que una familia guarda
y deben quedar así.
Miré el cadáver de mi adorado papá tendido con
una expresión de sorpresa en su rostro, los ojos y la boca bien abiertos,
mientras se formaba un gran charco de sangre debajo de su cabeza. Fue el día
más triste de mi vida,
Decían que mi papá era un monstruo, y ¿qué
sabían ellos?, era mi padre, solamente yo sé lo bueno que fue, él me
amaba muchísimo, y descubrí muchos otros monstruos a los que nadie señala, y no
hay nadie alrededor que me quiera tanto como él. Siempre pienso en esas cosas
que pasaron cuando no puedo dormir.
Me he quedado mirando el techo al
retirarse Rita, considerando la posibilidad de dormir para siempre. Esa
medicación me deja el cuerpo laxo, pero la mente muy activa, los pensamientos
no descansan ni se relajan nunca.
La
mano ya no me duele. Estuve protestando en el orfanato por la comida asquerosa
que nos daban. Algunas hacían huelga de hambre para protestar, yo me comí el
dedo. ¡Tanto alboroto por eso! Era mí dedo.
Me trajeron al hospital para ver si podían
cosérmelo. Pero el dedo no está doctor, me lo comí, le dije al incrédulo.
—Hola, Rita.
—¿Hola, linda, dormiste anoche?
—Un poco —mentí
—Seguramente mañana te darán de alta.
Ojalá consigas pronto un trabajo. Pero antes de irte haz una cita con el
psiquiatra, creo que atiende los lunes.
—Rita te agradezco que hayas intercedido
para que me quitasen ese bozal plástico. ¿qué creían los médicos, que me los
iba a comer?
—Tal vez —dice Rita riéndose.
Cuando estaba por inyectarme sonaron las sirenas
de las ambulancias y las puertas fueron embestidas por las camillas. Sin decir
más, Rita salió corriendo de la habitación, para asistir en lo que parecía ser una
emergencia.
Esperé
alrededor de dos horas el regreso de Rita. No me había puesto la inyección y el
frasco estaba lleno, junto a la jeringa, en la mesita. Reflexioné acerca de que
tal vez esa fuera la noche en la que por fin podría dormir. El frasco y la
jeringa eran muy tentadores, estaban ofreciéndome la oportunidad de terminar
con todo de una vez, ¿y por qué no? Al fin y al cabo es mi vida, y el mundo
un lugar cruelmente aburrido, lleno de monstruos anónimos y secretos
insoportables.
Pero Rita regresó justo cuando había
llenado la jeringa para inyectarme. Intentó quitármela, forcejeamos, y de una
manera incómoda logré inyectarla a ella. Me sorprendió lo rápido que le hizo
efecto. Su cuerpo quedó totalmente relajado, como si se hubiera desmayado, pero
estaba despierta. Sus ojos me miraban aterrorizados. La tranquilicé mientras
sus párpados se iban cerrando con lentitud.
Aproveché las corridas que hubo con la
emergencia para escaparme. Retiraré el dinero del fideicomiso y me iré a otra
ciudad, me cambiaré el nombre, aceptaré cualquier trabajo modesto mientras
estudio diseño gráfico y tal vez compre una nueva máquina de picar la carne.
Dora Angélica Gómez Quiroga nació en Buenos Aires el 8 de julio de 1953. Es psicóloga social, técnica en gestión cultural y poeta, incursionando actualmente en la narrativa. Ha publicado el poemario Arena Negra, en la Antología Federal de poesía por la región de Cuyo Andino del Consejo Federal de Inversiones y en también en antologías “La herida Cierta” y “Vestigios”.
