Goran Ćurčić
Recibió una llamada
extraña… Pensó que sería otro día aburrido más, con otra clase aburrida de la
aún más aburrida profesora de sociología. Cuando salió a fumar un cigarrillo
durante el receso de la clase, alguien le dejó una invitación dentro de su cuaderno.
Un sobre negro. No tenía nada que hacer allí, entre las páginas de sus apuntes.
Dentro del sobre había también un trozo de papel negro, escrito con letras
caligráficas de color rojo. Era una entrada de regalo para una fiesta esa misma
noche, con la dirección del evento. En el reverso del papel había una nota que
decía que debía ponerse un vestido negro.
Mientras hacía girar ese pedazo de
papel entre los dedos, sorprendida, recordó que justamente la semana anterior
había comprado un vestido negro, largo y ajustado. Sabía que en él se veía
perfecta. Como si hubiera sido cosido a medida solo para ella. El vestido
seguía a la perfección cada curva de su cuerpo. De ese vestido solo sabía su
hermana… Pensó que se trataba de una simple coincidencia.
Miró alrededor del anfiteatro y se
dio cuenta de que solo ella había recibido una invitación. Volvió a recorrer
con la mirada el aula enorme y recién entonces notó que, desde el otro extremo,
la observaba un muchacho al que veía por primera vez en esas clases. Estaba
segura de no haberlo visto nunca antes. Cuando lo miró, él le asintió con la
cabeza. Lo habría recordado: los zapatos tipo Lennon con lentes grises y la
campera de cuero gastada le habrían llamado la atención si lo hubiera visto en
la facultad aunque fuera solo una vez. La entrada de la profesora y la
continuación de la “interesante” lección interrumpida por el recreo la sacaron
de sus pensamientos.
Su concentración y la toma de
apuntes volvieron a interrumpirse por ese mismo chico del otro lado del
anfiteatro… Se levantó de su asiento, bajó lentamente entre las filas de
bancos, pasó frente al estrado, llegó a la puerta, la miró y salió. Lo extraño fue
que solo ella notó que había salido del aula.
No, es imposible que nadie más lo
haya visto, pensó. Y que además hubiera pasado tan fácilmente junto a la
profesora sin que ella le dijera nada… no, imposible. Tal vez con otros
docentes, pero no con esa vieja socióloga.
Cansada, volvió a su departamento.
Casi había olvidado al extraño muchacho del anfiteatro cuando empezó a sacar el
maquillaje y el teléfono de la cartera, y volvió a encontrarse con la
invitación. La hizo girar entre los dedos, sonriendo. Podía elegir: ir a esa
fiesta o pasar toda la noche escuchando las quejas de su mimada compañera de
piso. No lo pensó demasiado; además, tenía el vestido negro…
Se alisó el largo cabello negro.
Alrededor del cuello se puso un gran collar de plata con un medallón de ámbar
en el que, desde hacía varios millones de años, había quedado atrapado un
extraño insecto alado. Había gastado dos becas estudiantiles completas en ese
collar. No le gustaba usar lápiz labial, pero resaltó sus ojos con una sombra
oscura. Adornó su muñeca izquierda con una pulsera ancha y se calzó unos
zapatos negros de tacos altos, sobre los cuales caía el final de su vestido.
Partió hacia la dirección indicada.
De pronto se encontró en un laberinto de callejuelas estrechas, completamente
opuestas a los bloques de edificios modernos y al centro estudiantil
contemporáneo. Ni siquiera sabía que existía esa parte tan peculiar de la
ciudad, una zona que parecía olvidada: pequeñas casas bajas, con ventanas
salientes decoradas e incluso algún que otro techo de paja… Finalmente encontró
la casa de la dirección. Entró…
En el pasillo reinaba una extraña
luz neón azulada, como si proviniera de esas bombillas chinas baratas de bajo
consumo. No había nadie; se oía música al final del pasillo. Este conducía a un
patio amplio. Dio un paso hacia el patio, iluminado por la luna y por una
extraña luz neón cuyo origen no lograba ver. Con esa iluminación tan rara, solo
podía distinguir las siluetas de algunas personas al otro extremo del patio, de
pie bajo un gran roble.
Avanzó lentamente hacia ellas,
tratando de distinguir los rostros. A cada paso, la música se hacía más fuerte.
Lo extraño era que las canciones eran justamente las que más le gustaban. Le
resultaba placentero el sonido tan familiar de sus bandas favoritas. Como si
alguien hubiera elegido la música solo para ella. Como si alguien le hubiera
robado su lista de reproducción.
Con cada paso comprendía que el
patio estaba cada vez más lleno de gente que bailaba al ritmo de sus melodías
favoritas. Aún no podía distinguir los rostros a su alrededor. La luz se lo
impedía. Parecía como si alguien hubiera encendido innecesariamente una máquina
de humo; todo estaba envuelto en niebla. La gente se apretujaba a su alrededor.
De repente, el patio estaba repleto.
Se dejó llevar por la música:
bailaba, saltaba, gritaba como nunca antes. La multitud la arrastraba; no
conocía a nadie, no podía reconocer el rostro de nadie. La luz se volvía cada
vez más oscura: azul profundo, índigo, azul noche, si es que ese color podía
emitir luz.
En uno de sus saltos notó que entre
dos sauces llorones había un balcón, desde donde provenía esa extraña luz. Se
detuvo un instante en medio del baile, los gritos y los saltos. Forzó la vista
para ver quién estaba allí. Primero distinguió una silueta y luego reconoció
claramente la campera del chico del anfiteatro que le había dejado la
invitación. Estaba solo en el balcón, con un vaso en la mano. Estaba segura de
que la observaba solo a ella y, mientras lo miraba, vio cómo levantaba el vaso
y brindaba en su dirección. Sonrió.
Pensó en intentar abrirse paso
hasta el balcón para conocer por fin al desconocido. En ese momento, la
multitud la empujó, perdió el equilibrio y estuvo a punto de caer, pero logró
enderezarse a tiempo. Cuando volvió a mirar hacia el balcón, estaba vacío. Tal
vez había bajado hacia ella, pensó, y luego volvió a entregarse a la música,
esperando que el extraño se le acercara.
Nadie se le acercaba, pero la masa
de desconocidos crecía cada vez más y su cuerpo era una gota en la ola de un
mar embravecido, envuelto en el mejor sonido que había escuchado jamás.
Disfrutaba sola, rodeada de cientos de personas que ni siquiera la notaban. No
existía una diversión mejor… No entendía dónde estaba... Disfrutaba... Todo lo
demás era irrelevante... Su voz se perdía en un coro de gritos, sus pies apenas
tocaban el suelo... Flotaba, relajada en el éxtasis del sonido y el
movimiento... Por un momento pensaba en un joven desconocido, y esperaba que
finalmente se acercara a ella, o que él también se perdiera en ese mar. Sintió
que el cansancio la vencía, pero siguió bailando, saltando, gritando, hasta que
cayó exhausta sobre el suelo húmedo y embarrado.
Sabía que despertó cuando el sol ya
estaba bastante alto. Yacía sola en medio del patio fangoso, junto a una fuente
de agua antigua. Nada en el patio indicaba que allí hubiera habido una fiesta
la noche anterior, que cientos de personas hubieran bailado en trance.
Miró hacia los sauces llorones,
buscando el balcón desde el cual el desconocido la había saludado la noche
anterior. El balcón no existía: detrás de los árboles solo había un muro plano
de ladrillos toscos. Se miró a sí misma: su vestido negro estaba impecablemente
limpio, pero en el borde inferior faltaba un pedazo desgarrado de tela, no más
grande que una mano humana… No recordaba haberlo enganchado; sí, lo habían
pisado y tironeado varias veces, pero perder un trozo de tela así, seguro que
no…
Asustada, corrió por el pasillo
hasta la calle. Pronto se encontró rodeada de edificios de varios pisos y de
calles y bloques que conocía bien. Volvió a su departamento; por suerte su
compañera ya se había ido a clases, así que no la molestaría preguntándole
dónde había pasado la noche.
Se duchó, comió y se recostó con la
intención de dormir, pero el sueño no llegaba. Llamó a varios amigos por
teléfono, aquellos de los que sabía que nunca se perdían fiestas así, pero
nadie sabía nada ni había oído hablar de lo ocurrido la noche anterior. Dejó de
pensar en eso. Después de todo, se había divertido muchísimo, fuera donde fuese
donde había estado.
Decidió que por la tarde iría,
después de todo, a la aburrida clase que siempre se salteaba. Entró al
anfiteatro, donde había unos veinte estudiantes perseverantes. Vio que nadie de
su grupo había asistido. Se dirigió a un asiento en la esquina superior del
aula, pensando que allí podría dormitar si el sueño finalmente la vencía.
Mientras caminaba hacia el lugar
elegido, le llamó la atención una campera de cuero colgada en un perchero junto
a la puerta del anfiteatro. Era idéntica a la del extraño muchacho, pero él no
estaba allí ese día. Miró por las dudas a los estudiantes aplicados y se
aseguró de no equivocarse: no estaba.
Antes de sentarse, notó un pedazo
de tela. Era el trozo que le faltaba a su vestido. Lo tomó en sus manos y vio
un bordado con hilo rojo sobre la tela negra: letras ornamentadas. Le llevó un
momento reconocerlas. Leyó el mensaje bordado con caligrafía:
“ESPERO QUE HAYAS DISFRUTADO DE
MI REGALO…”
Instintivamente se dio vuelta hacia
la campera del perchero. Ya no estaba allí.
Goran Ćurčić nació en Zrenjanin, Serbia, en 1984. Es
miembro de la asociación de aficionados a la ciencia ficción SCI&FI de
Belgrado. Autor de las novelas Potomstvo (2012), Ratnik i Kudrava
(2020), por la que recibió el premio "Raskrsća" 2020, y Gozba
(2025). Sus relatos se han publicado en numerosas colecciones regionales de
fantasía.
