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jueves, 25 de diciembre de 2025

LA ARCILLA DEL MAESTRO MERCHART

Domen Mohorič

 

Un viejo proverbio dice que la pluma es más poderosa que la espada. Alguien, ignorante de la metáfora o simplemente irónico, podría objetar afirmando que un lápiz, al fin y al cabo, jamás ha partido a nadie en dos. Sin embargo, quien dice eso no comprende cuán profundamente puede cortar una palabra. La pluma quizá no sea capaz de atravesar la piel, pero llega más lejos que el corazón, donde se detiene la espada. Hiende el espíritu humano y lo empuja a una desgracia que ni la pérdida de miembros podría igualar. Yo mismo fui testigo de las consecuencias de palabras peligrosas, y ello me lleva a pensar que tal vez habría sido más piadoso que su dueño hubiese blandido una hoja y cortado el cuello de su víctima. Porque la tragedia fue aún mayor porque la hoja dejó tras de sí felicidad, mientras que la agudeza de la lengua sumió a su desprevenido destinatario en la desesperación.

Han pasado ya varios años desde que fui testigo de los acontecimientos en torno al maestro Merchart. Por entonces aceptaba cualquier trabajo que se me cruzara. Tal como se reveló, mi título en Historia de la Estética era tan inútil como me había asegurado mi padre cuando partí hacia la ciudad. Me llegó de oídas que el estimado artista Merchart buscaba un nuevo ayudante, pues una y otra vez despedía al anterior en arrebatos de ira. Unas veces los acusaba de incompetencia; otras, en efecto, lo eran; y en ocasiones los arrojaba por el umbral por razones completamente triviales. Esta vez, según se decía, el ayudante había intentado seducir a su hija, lo que le valió una vasija en la cabeza, una ceja partida y una patada en el trasero.

Desde el primer momento en que lo conocí pude percibir la violencia de su carácter. Y no me refiero solo a su impacto en los demás. Claro que todos se volvían a mirarlo cuando caminaba por la calle. ¿Cómo no hacerlo? Era tan alto que sobresalía una cabeza y media por encima de cualquier multitud, ancho de hombros como un carnero y con una melena que cualquier vikingo habría envidiado. Asimismo, cualquiera enmudecía cuando el maestro alzaba la voz. Pero su verdadera fuerza provenía del pathos con el que creaba sus obras. Trabajaba principalmente con arcilla y, con sus manos robustas, lograba composiciones tan imponentes que incluso las piezas más pequeñas dominaban el espacio.

Para él realicé sobre todo tareas secundarias de las que no quería ocuparse: desde la adquisición de materiales hasta la correspondencia con compradores potenciales y ciertos trabajos físicos, ya que, pese a su tamaño y aparente vigor, se enfermaba con frecuencia. Era su hombre para todo. Al final, incluso tuve que hacer de ayo de su hija, a quien protegía como a la niña de sus ojos. Según supe por los vecinos, ella era lo único que le quedaba de su esposa, a la que también había amado profundamente y que había desaparecido en circunstancias inexplicables poco después del nacimiento de la niña. Desde entonces, Merchart se había dedicado casi obsesivamente a su hija.

La joven rondaba ya la veintena tardía, pero se comportaba en gran medida como una adolescente consentida. Tenía a su padre enrollado en el dedo, y creo que buena parte de su dinero –que no era poco– acababa en su bolsillo, del que pronto desaparecía quién sabe adónde. Mi relación con el maestro Merchart fue siempre impecable pero, de haber terminado como con todos sus demás ayudantes, jamás habría tenido ocasión de saberlo.

Aquella semana fatídica estaba negociando en nombre del maestro con una empresa que deseaba preparar, en colaboración, una presentación monumental como el mundo jamás había visto. Al menos así lo afirmaban en su propuesta. Según su representante, la compañía había patentado un “análisis frecuencial de la memoria de la arcilla”. Su dispositivo supuestamente era capaz de mapear los patrones moleculares profundos de la arcilla, que luego decodificaban como ondas sonoras del tiempo en que esta se endurecía y atrapaba las vibraciones en su interior. No habían encontrado un valor comercial concreto para esa tecnología. Por supuesto, interesaba a los filólogos, que casi alcanzaban el éxtasis al escuchar las charlas de los griegos de hace miles de años, extraídas de vasijas antiguas. Pero para grabaciones era demasiado poco práctica. Así que decidieron recuperar al menos parte de la inversión y propusieron al maestro Merchart una exposición multimedia titulada Cuando la arcilla del maestro habla.

Merchart desestimó la propuesta con un gesto de la mano.

—Haz aquello por lo que te pagan y no me molestes —dijo.

Luego volvió a su trabajo. Bajo sus manos crecía una escultura de arcilla, una especie de flor con un rostro masculino. El rostro era feo y deformado, pero me resultaba inquietantemente parecido al mío. No quise seguir mirándolo, así que me encogí de hombros y di el visto bueno al evento. Pensé que el maestro se enfurecería al ver que reproducíamos ante todos sus gruñidos durante el trabajo, pero si lo seguía importunando me echaría en el acto, en lugar de después de la exposición. Y, al fin y al cabo, incluso eso habría sido mejor.

Llegó el gran día y en la galería central de la ciudad se reunieron todas las obras del maestro, traídas del almacén y obtenidas a fuerza de ruegos de galerías y colecciones privadas. El maestro parecía un oso al que alguien había metido, por alguna razón incomprensible, dentro de una chaqueta. Frente al público de notables y invitados selectos se sentía como un pez fuera del agua, y creo que incluso un oso se habría comportado con menos torpeza. A su lado estaba su hija, con una elegancia tan falsa como la estola de piel sintética de zorro que llevaba alrededor del cuello. Vestía un traje refinado que seguramente costaba más que mi coche. Charlaba animadamente con los invitados y disfrutaba de la atención que atraía su padre. El maestro, en cambio, probablemente habría preferido hundirse en la tierra antes que seguir allí.

Yo me apoyaba en la barandilla del piso superior, adonde me habían enviado porque, según la hija, no tenía lugar junto al invitado principal. Comenzó el acto central y la gente tomó asiento. El maestro y su hija se sentaron en la primera fila, junto al alcalde y a una constelación de influyentes y ricos. Se apagaron las luces y la sala quedó a oscuras. Un foco iluminó el escenario. Introdujeron el dispositivo sobre un carro: parecía un gran cubo blanco y luminoso, en cuyo interior había sensores que analizaban los patrones de la arcilla. El curador, con las manos enguantadas, llevó una de las obras de Merchart. Era una de la serie de flores en las que había trabajado últimamente. Solo que, a diferencia de la escultura con mi rostro, esta tenía un rostro bellísimo, claramente inspirado en su hija.

Los sensores comenzaron a zumbar y captaron todas las fluctuaciones del aire.

Extrajeron palabras.

—Bien, escuchemos al maestro Merchart en su trabajo —dijo el curador.

No sabía qué esperaban ellos, pero yo obtuve exactamente lo que esperaba.

—¡Pedazo de imbécil! —rugió la voz del maestro—. Te dije loza fina, no caolín, idiota. ¿Quieres que te los meta en la boca para que los distingas de una vez…?

La voz se apagó.

—Bueno… bueno… —dijo el curador, tartamudeando—, sin duda necesitamos emociones fuertes en el trabajo, ¿no es así? —El público asintió, desconcertado—. Sigamos adelante —dijo, en un intento de apresurar el trámite.

Como si fuera a ser distinto, pensé. Pero lo fue. Trajeron una nueva obra, más antigua, de la época anterior a que el maestro se convirtiera en una sensación cultural.

—Esta obra fue creada hace veintisiete años.

Era un puño artísticamente elaborado que apretaba un corazón del que brotaba roca magmática. No sé cómo la había hecho, pero demostraba por qué a Merchart lo llamaban maestro. La colocaron en el dispositivo y volvió a oírse el sonido. Pero esta vez no era la voz del maestro, sino las voces desconocidas de una mujer y un hombre.

—¿Cuándo, cuándo, amor mío? —dijo la mujer.

—Tengo que saldar algunas cuentas más y luego nos iremos —respondió el hombre.

—Ni siquiera ahora sería lo bastante pronto. Ya no puedo más. No puedo —la voz de la mujer se quebró en llanto—. ¿Es que no entiendes que no soporto ni un segundo más con ese loco? No es más que un psicópata cruel. Nada más y nada menos.

—¿Y el niño? —en la voz del hombre se deslizó la inseguridad.

—Es tuyo, pero no quiero que él jamás venga tras de mí…

El silencio cayó sobre la sala. Alguien rugió abajo y las sillas, con las personas sobre ellas, salieron volando cuando una figura enorme se abrió paso a empujones hacia la salida.

La última vez que vi al maestro Merchart fue algunos meses después de aquel suceso. No era más que la sombra del antiguo coloso que con su sola presencia podía intimidar a cualquiera. Estaba aplastado por el pasado, y aquel mensaje lo había envejecido varias décadas. Como si la palabra, atrapada en la arcilla, le hubiera cercenado algo vital. Quizá por eso las cosas sin boca no hablan: porque no saben morderse la lengua y dejar que el pasado permanezca donde debe, sin que, como un fantasma, persiga al presente.

Domen Mohorič, nació en 1992 en Eslovenia. Es sociólogo, historiador y filósofo de formación. Escribe y publica relatos cortos de ficción especulativa, que abarcan desde el terror, la historia alternativa, la ciencia ficción y la fantasía, hasta una mezcla de todos ellos. Publica relatos en revistas literarias eslovenas como Novi zvon, Literatura, Monstrum Obscurum, Supernova y en los portales Znanstvena fantastika y Vrabec anarhist. Fue incluido en la antología eslovena Ficción Especulativa, publicada en esloveno e inglés.

 

EL CUENTO NO CONTADO