Domen Mohorič
Un viejo proverbio
dice que la pluma es más poderosa que la espada. Alguien, ignorante de la
metáfora o simplemente irónico, podría objetar afirmando que un lápiz, al fin y
al cabo, jamás ha partido a nadie en dos. Sin embargo, quien dice eso no
comprende cuán profundamente puede cortar una palabra. La pluma quizá no sea
capaz de atravesar la piel, pero llega más lejos que el corazón, donde se
detiene la espada. Hiende el espíritu humano y lo empuja a una desgracia que ni
la pérdida de miembros podría igualar. Yo mismo fui testigo de las
consecuencias de palabras peligrosas, y ello me lleva a pensar que tal vez
habría sido más piadoso que su dueño hubiese blandido una hoja y cortado el
cuello de su víctima. Porque la tragedia fue aún mayor porque la hoja dejó tras
de sí felicidad, mientras que la agudeza de la lengua sumió a su desprevenido
destinatario en la desesperación.
Han pasado ya varios años desde que
fui testigo de los acontecimientos en torno al maestro Merchart. Por entonces
aceptaba cualquier trabajo que se me cruzara. Tal como se reveló, mi título en
Historia de la Estética era tan inútil como me había asegurado mi padre cuando
partí hacia la ciudad. Me llegó de oídas que el estimado artista Merchart
buscaba un nuevo ayudante, pues una y otra vez despedía al anterior en
arrebatos de ira. Unas veces los acusaba de incompetencia; otras, en efecto, lo
eran; y en ocasiones los arrojaba por el umbral por razones completamente
triviales. Esta vez, según se decía, el ayudante había intentado seducir a su
hija, lo que le valió una vasija en la cabeza, una ceja partida y una patada en
el trasero.
Desde el primer momento en que lo
conocí pude percibir la violencia de su carácter. Y no me refiero solo a su
impacto en los demás. Claro que todos se volvían a mirarlo cuando caminaba por
la calle. ¿Cómo no hacerlo? Era tan alto que sobresalía una cabeza y media por
encima de cualquier multitud, ancho de hombros como un carnero y con una melena
que cualquier vikingo habría envidiado. Asimismo, cualquiera enmudecía cuando
el maestro alzaba la voz. Pero su verdadera fuerza provenía del pathos con el
que creaba sus obras. Trabajaba principalmente con arcilla y, con sus manos
robustas, lograba composiciones tan imponentes que incluso las piezas más
pequeñas dominaban el espacio.
Para él realicé sobre todo tareas
secundarias de las que no quería ocuparse: desde la adquisición de materiales
hasta la correspondencia con compradores potenciales y ciertos trabajos
físicos, ya que, pese a su tamaño y aparente vigor, se enfermaba con
frecuencia. Era su hombre para todo. Al final, incluso tuve que hacer de ayo de
su hija, a quien protegía como a la niña de sus ojos. Según supe por los
vecinos, ella era lo único que le quedaba de su esposa, a la que también había
amado profundamente y que había desaparecido en circunstancias inexplicables
poco después del nacimiento de la niña. Desde entonces, Merchart se había
dedicado casi obsesivamente a su hija.
La joven rondaba ya la veintena
tardía, pero se comportaba en gran medida como una adolescente consentida.
Tenía a su padre enrollado en el dedo, y creo que buena parte de su dinero –que
no era poco– acababa en su bolsillo, del que pronto desaparecía quién sabe
adónde. Mi relación con el maestro Merchart fue siempre impecable pero, de
haber terminado como con todos sus demás ayudantes, jamás habría tenido ocasión
de saberlo.
Aquella semana fatídica estaba
negociando en nombre del maestro con una empresa que deseaba preparar, en
colaboración, una presentación monumental como el mundo jamás había visto. Al
menos así lo afirmaban en su propuesta. Según su representante, la compañía
había patentado un “análisis frecuencial de la memoria de la arcilla”. Su
dispositivo supuestamente era capaz de mapear los patrones moleculares
profundos de la arcilla, que luego decodificaban como ondas sonoras del tiempo
en que esta se endurecía y atrapaba las vibraciones en su interior. No habían
encontrado un valor comercial concreto para esa tecnología. Por supuesto,
interesaba a los filólogos, que casi alcanzaban el éxtasis al escuchar las
charlas de los griegos de hace miles de años, extraídas de vasijas antiguas.
Pero para grabaciones era demasiado poco práctica. Así que decidieron recuperar
al menos parte de la inversión y propusieron al maestro Merchart una exposición
multimedia titulada Cuando la arcilla del maestro habla.
Merchart desestimó la propuesta con
un gesto de la mano.
—Haz aquello por lo que te pagan y
no me molestes —dijo.
Luego volvió a su trabajo. Bajo sus
manos crecía una escultura de arcilla, una especie de flor con un rostro
masculino. El rostro era feo y deformado, pero me resultaba inquietantemente
parecido al mío. No quise seguir mirándolo, así que me encogí de hombros y di
el visto bueno al evento. Pensé que el maestro se enfurecería al ver que
reproducíamos ante todos sus gruñidos durante el trabajo, pero si lo seguía
importunando me echaría en el acto, en lugar de después de la exposición. Y, al
fin y al cabo, incluso eso habría sido mejor.
Llegó el gran día y en la galería
central de la ciudad se reunieron todas las obras del maestro, traídas del
almacén y obtenidas a fuerza de ruegos de galerías y colecciones privadas. El
maestro parecía un oso al que alguien había metido, por alguna razón
incomprensible, dentro de una chaqueta. Frente al público de notables y
invitados selectos se sentía como un pez fuera del agua, y creo que incluso un
oso se habría comportado con menos torpeza. A su lado estaba su hija, con una
elegancia tan falsa como la estola de piel sintética de zorro que llevaba
alrededor del cuello. Vestía un traje refinado que seguramente costaba más que
mi coche. Charlaba animadamente con los invitados y disfrutaba de la atención
que atraía su padre. El maestro, en cambio, probablemente habría preferido
hundirse en la tierra antes que seguir allí.
Yo me apoyaba en la barandilla del
piso superior, adonde me habían enviado porque, según la hija, no tenía lugar
junto al invitado principal. Comenzó el acto central y la gente tomó asiento.
El maestro y su hija se sentaron en la primera fila, junto al alcalde y a una
constelación de influyentes y ricos. Se apagaron las luces y la sala quedó a
oscuras. Un foco iluminó el escenario. Introdujeron el dispositivo sobre un
carro: parecía un gran cubo blanco y luminoso, en cuyo interior había sensores
que analizaban los patrones de la arcilla. El curador, con las manos
enguantadas, llevó una de las obras de Merchart. Era una de la serie de flores
en las que había trabajado últimamente. Solo que, a diferencia de la escultura
con mi rostro, esta tenía un rostro bellísimo, claramente inspirado en su hija.
Los sensores comenzaron a zumbar y
captaron todas las fluctuaciones del aire.
Extrajeron palabras.
—Bien, escuchemos al maestro
Merchart en su trabajo —dijo el curador.
No sabía qué esperaban ellos, pero
yo obtuve exactamente lo que esperaba.
—¡Pedazo de imbécil! —rugió la voz
del maestro—. Te dije loza fina, no caolín, idiota. ¿Quieres que te los meta en
la boca para que los distingas de una vez…?
La voz se apagó.
—Bueno… bueno… —dijo el curador,
tartamudeando—, sin duda necesitamos emociones fuertes en el trabajo, ¿no es
así? —El público asintió, desconcertado—. Sigamos adelante —dijo, en un intento
de apresurar el trámite.
Como si fuera a ser distinto,
pensé. Pero lo fue. Trajeron una nueva obra, más antigua, de la época anterior
a que el maestro se convirtiera en una sensación cultural.
—Esta obra fue creada hace
veintisiete años.
Era un puño artísticamente
elaborado que apretaba un corazón del que brotaba roca magmática. No sé cómo la
había hecho, pero demostraba por qué a Merchart lo llamaban maestro. La
colocaron en el dispositivo y volvió a oírse el sonido. Pero esta vez no era la
voz del maestro, sino las voces desconocidas de una mujer y un hombre.
—¿Cuándo, cuándo, amor mío? —dijo
la mujer.
—Tengo que saldar algunas cuentas
más y luego nos iremos —respondió el hombre.
—Ni siquiera ahora sería lo
bastante pronto. Ya no puedo más. No puedo —la voz de la mujer se quebró en
llanto—. ¿Es que no entiendes que no soporto ni un segundo más con ese loco? No
es más que un psicópata cruel. Nada más y nada menos.
—¿Y el niño? —en la voz del hombre
se deslizó la inseguridad.
—Es tuyo, pero no quiero que él
jamás venga tras de mí…
El silencio cayó sobre la sala.
Alguien rugió abajo y las sillas, con las personas sobre ellas, salieron
volando cuando una figura enorme se abrió paso a empujones hacia la salida.
La última vez que vi al maestro
Merchart fue algunos meses después de aquel suceso. No era más que la sombra
del antiguo coloso que con su sola presencia podía intimidar a cualquiera.
Estaba aplastado por el pasado, y aquel mensaje lo había envejecido varias
décadas. Como si la palabra, atrapada en la arcilla, le hubiera cercenado algo
vital. Quizá por eso las cosas sin boca no hablan: porque no saben morderse la
lengua y dejar que el pasado permanezca donde debe, sin que, como un fantasma,
persiga al presente.
Domen Mohorič, nació en 1992 en
Eslovenia. Es sociólogo, historiador y filósofo de formación. Escribe y publica
relatos cortos de ficción especulativa, que abarcan desde el terror, la
historia alternativa, la ciencia ficción y la fantasía, hasta una mezcla de
todos ellos. Publica relatos en revistas literarias eslovenas como Novi zvon,
Literatura, Monstrum Obscurum, Supernova y en los portales
Znanstvena fantastika y Vrabec anarhist. Fue incluido en la
antología eslovena Ficción Especulativa, publicada en esloveno e inglés.

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