Alexandra Dingenauts
Por todas partes en
el césped, Alice ve salpicaduras de pintura roja. ¿Qué estará pasando ahora en
Wonderland? El jardín real de la Reina de Corazones suele estar siempre
impecable. Por cierto, Alice no debería estar aquí en absoluto. Ha venido a
escondidas a recoger rosas blancas para el Conejo Blanco, de quien hace poco
oyó una historia triste. Al parecer, su amigo peludo estaba de capa caída
porque había llegado demasiado pronto a algún sitio. Algo así no le había
ocurrido nunca; fue un golpe muy duro. Se sintió tan avergonzado que se encerró
en la madriguera del conejo, que además es la entrada y salida de Wonderland.
Según se dice, una semana después aún no se atreve a volver a su casita al
borde del bosque. Una lástima para el Conejo, pero también un problema para
Alice. De vez en cuando va al río más allá de Wonderland para charlar con su
hermana, pero ahora eso ya no es posible. Ojalá unas preciosas flores blancas
animen al Conejo –al fin y al cabo, es su color favorito– y vuelva a correr
felizmente llegando tarde a todas partes. Matar dos pájaros de un tiro, ¿no?
—¡Eh, tú! ¿Con qué derecho te
cuelas en el jardín de Su Majestad?
La carta del Ocho de Picas agarra a
Alice del brazo. A ella sigue sorprendiéndole que nunca se oiga caminar a las
Cartas. Con sus piernas delgadas y pies estrechos no es de extrañar, pero
incluso después de tanto tiempo Wonderland aún le resulta difícil de asimilar.
—Suéltame, no estoy haciendo nada
malo.
Eso sí lo ha aprendido bien: debe
defenderse sola, porque nadie vendrá a rescatarla.
La Carta la mira con desconfianza.
—¿No fuiste tú la que vino a
estropear nuestro partido de croquet?
¡No fue así! Si hay algo que a
Alice le cuesta soportar, son las mentiras y las medias verdades. Se zafa del
brazo.
—No me gustan nada las croquetas, y
no tengo ni idea de qué estás hablando.
Cuando la Carta hace ademán de
volver a agarrarla, Alice desvía su atención:
—¿Y qué pasa con esas manchas rojas
en el césped?
Él se queda rígido y frunce la boca
con gesto tenso.
—Secreto de Estado —responde
secamente.
—Bah, nadie ha conseguido jamás
ocultarme un secreto. Además, ni siquiera eres un soldado, solo un jardinero.
—Si no bajas el tono enseguida,
muchacha, llamaré a un soldado.
—Quizá seas tú quien deba bajar el
tonito, amigo.
Alice ve a la Carta pensar y pensar
y pensar.
—Baja tú primero el tono —dice al
final—, y luego veremos.
Alice se ha enfrentado a retos
mayores. Saca una flauta de caña del bolsillo de su vestido y toca en ella de
arriba abajo, y otra vez de abajo arriba, y otra vez más. Se divierte tanto que incluso interpreta “Polly
Perkins of Paddington Green or the Broken Hearted Milkman”.
—Debo admitir que tocas
maravillosamente —dice el jardinero tras el concierto de Alice. Por primera vez
sonríe, aunque con cautela—. Estoy dispuesto a contarte el secreto si no se lo
dices a nadie.
—Puedes confiar en mí —dice Alice
entusiasmada. Oh, qué expectación siente.
La Carta baja la voz.
—Estamos un poco en apuros. Como
sabes, a la Reina de Corazones solo le gusta un color.
—¡Ah, fácil! —dice Alice—. El rojo,
claro.
—Exactamente. Por desgracia,
plantamos rosas blancas por error. Crecen que da gusto, pero se empeñan en
seguir siendo blancas.
Alice deja escapar un pequeño
grito. Por decreto real, solo puede haber un rosal de rosas blancas en el
jardín: el arbusto hacia el que se dirigía hace un momento, en un rincón
apartado.
—¡Ja, están metidos en un buen lío!
—En ese momento ve lo triste que se ha puesto la Carta—. No quería decirlo así.
¿Puedo ayudar?
El Ocho de Picas se frota pensativo
el borde afilado del hombro y se corta.
—¡Ay! Sí, toda ayuda es bienvenida.
Pero, como he dicho, no se lo cuentes a nadie.
Alice lo tranquiliza largamente.
Antes de darse cuenta, ya caminan juntos por el jardín. Las manchas rojas que
ve la niña se hacen cada vez más grandes.
—Preferimos dejar la pintura en
manos de Michelraffaello y Leotello —explica la Carta—. Pero no quieren
ayudarnos. Solo las paredes y el techo de la capilla junto al palacio son lo
bastante buenos para ellos.
Patea una piedrecilla en el césped…
mala idea.
—¡Ay otra vez! Ah, ahí están mis
colegas.
Nueve cartas de Picas pintan rosa
tras rosa de rojo. Alice se da cuenta enseguida de que no está tratando con
artistas. Cubren las flores con brochazos toscos.
—Son demasiadas, demasiadas
—suspira una de ellas.
Alice se le acerca y le da una
palmada de ánimo en el hombro.
—¡Ay, ahora yo también! —se
arrepiente de su buena acción. Se lleva los dedos a la boca y los chupa. Por
suerte, la sangre deja de brotar enseguida.
El Ocho de Picas explica a los
pintores domingueros lo que viene a hacer Alice. Al instante se oyen
exclamaciones alegres. Le ponen una brocha en la mano que no está herida. No es
zurda, pero hace lo posible por pintar con cuidado su primera rosa. Empieza
dibujando dos ojos y debajo una sonrisa.
—No tenemos tiempo para emoticones
—la reprende el Ocho de Picas—. Aunque es bonito, casi tan bonito como tus
melodías con la flauta.
—Me pondré manos a la obra, no te
preocupes —dice Alice haciendo una reverencia. Y tras unas cuantas pinceladas
rojas, los ojos y la sonrisa desaparecen. La rosa es ahora de un rojo uniforme.
—¿Cuántas rosas nos quedan?
—Ochenta y tres mil novecientas
veinticinco —dice su vecino.
—Y media —añade otro—. Tuvimos un
pequeño accidente.
Hasta bien entrada la noche el
grupo va de rosal en rosal. Cuando llegan al último arbusto, Alice piensa de
pronto en su amigo.
—¿Puedo darle estos ejemplares al
Conejo Blanco?
El Ocho de Picas suspira.
—La Reina está tan enfadada con
nosotros que no puede quedar ni una sola rosa blanca en el jardín. También
estas deben pintarse de rojo.
—Pero… pero…
Las lágrimas asoman a los ojos de
Alice. No se lo esperaba. A trompicones cuenta la triste historia de su amigo
de largas orejas.
—Ah, ya —dice el Ocho de Picas—.
Espera un momento.
Sigue una discusión animada. Las
cartas de Picas forman un círculo y se ponen los brazos sobre los hombros.
Entre tantos «¡Ay!» Alice oye frases como: «Eso es robar», «La Reina no lo
notará nunca» y «Me gustaría volver a casa con la cabeza sobre mi carta».
El Ocho de Picas se da vuelta y coloca
la mano sobre la pala a la altura del corazón.
—Te daremos una rosa, solo una —dice—.
Te estamos agradecidos y nos gustaría regalarte todas las flores de este
arbusto, pero ya conoces a la Reina. Después de la Revolución Francesa en el
País Exterior, nunca volvió a estar del todo bien. —Se pasa el dedo por el
cuello—. Ve enemigos por todas partes.
Eso es bien sabido. La Reina de
Corazones está un poco chiflada, pero no por ello es menos peligrosa. Alice
acepta la rosa blanca.
—Del último arbusto nos encargamos
nosotros.
Todos abrazan a Alice.
¿Conseguirá animar al Conejo Blanco
o será ya demasiado tarde? Un poco de felicidad siempre llega en el momento
oportuno… Alice se despide y sale corriendo del jardín. Por el camino se da
cuenta de que sus dedos vuelven a sangrar. Cambia la rosa rápidamente de mano.
Ojalá no haya manchas en el blanco.
Ya está bastante oscuro cuando
Alice se detiene ante la madriguera. El Conejo Blanco ha cerrado el
portoncillo, que normalmente siempre está abierto. Debe de sentirse realmente
triste. Alice pronuncia su nombre en voz baja.
Al principio no responde, pero
después de que Alice diga varias veces más «Aloysius» –su nombre verdadero, que
solo ella usa–, abre el portón, apenas una rendija, y le tiende la rosa al
conejo. Al fondo de la madriguera brilla la luz de una vela. En ese débil
resplandor Alice ve que, aun así, han aparecido manchas en la rosa.
—Es, o mejor dicho, era
completamente blanca, y es, no era, solo para ti.
El Conejo Blanco mueve la nariz a
la izquierda, luego a la derecha, y finalmente se lanza a los brazos de Alice.
Ninguno de los dos tiene que decir «¡Ay!», por suerte.
—Entra, Alice.
En el interior de la madriguera hay
una mesa tambaleante y, a su lado, una silla igual de destartalada.
—Siéntate tú en la silla —propone
el Conejo Blanco—. ¡Oh, estás sangrando! Seguro que tengo algo para eso.
Camina hacia el fondo y examina las
plantas que hay en macetas de colores vivos sobre un armario viejo.
—Mira qué bien, milenrama. —Arranca
unas hojas verdes. Y mientras Alice contiene la sangre con ayuda de las hojas,
el Conejo Blanco admira la rosa a la luz de la vela—. Luego la pondré en un
jarrón bonito. Aunque para eso tendré que ir a mi casita. Aquí solo tengo
macetas.
Eso es exactamente lo que Alice
esperaba.
El Conejo Blanco acaricia los
pétalos de la rosa.
—Veo algunas salpicaduras rojas,
pero no importa. Mírame bien.
Alice se fija entonces en las
manchas rojas sobre su pelaje blanco.
—Comí grosellas esta tarde. Muy
ricas.
El Conejo Blanco se frota el
vientre.
—Entonces la rosa combina
perfectamente contigo.
Alice se siente inmensamente feliz
por su amigo.
No esperan hasta la mañana
siguiente. Esa misma noche, mucho después de la hora de dormir, se ponen en
camino hacia la casita del Conejo Blanco.
—¿Cantamos nuestra canción
favorita? —pregunta Alice por el sendero sinuoso del bosque.
—Sí —dice el Conejo—, “Polly
Perkins” encaja perfectamente con un día tan hermoso.
Her eyes were as black as the pips of a pear, canta Alice.
Su amigo se acopla: No rose in the garden her cheeks could compare.
Más tarde, en la casita, cantan
hasta que sale el sol canciones sobre flores, amistad, amor y todo lo bueno que
uno pueda imaginar.
Alexandra Dingenauts (nacida en 1996
en Flandes, la zona neerlandesa de Bélgica) ama el senderismo, los juegos de
mesa y escribir (especialmente sobre UKV). Tiene predilección por las historias
fantásticas y —sí, todavía hay interés en esto— por las cartas entre autores.
Se considera adicta a la serie de libros Privé-domein. Alexandra basó su relato
"Paddo's" en las experiencias de un amigo, ¡cuyo nombre se mantendrá
en el anonimato! Los lectores no deben preocuparse por ella ni por su
pintoresco círculo de amigos. Mientras escribía "La vie en blanc et
rouge", de vez en cuando recordaba un proyecto de renovación que salió un
poco mal.

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